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El amo
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Libro electrónico162 páginas3 horas

El amo

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EL AMO
El amo nunca le pareció débil ni indefenso, por el contrario,era para ella algo así como un caprichoso dios de la antigüedad, díscolo y peligros. Los dioses antiguos ignoraban a los seres humanos, quienes no contaban para ellos, existían en la naturaleza solo para ser castigados, para desahogarse, para deshacerse de su irritación divina.

Katia pensaba que si algo terrible le ocurría al amo por su culpa, sería el fin de todo. les caería sin falta un espantoso castigo antiguo, de los que barren a los culpables e inocentes, incluso de los que pueden matar.

Le tenía mucho miedo al amo. Mucho miedo...
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 ene 2018
ISBN9789585636064
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    El amo - Victoria Lébedeva

    EL AMO

    Victoria Lébedeva

    1ª Edición: Abril 2018

    ‘Хозяин’ permission by Victoria Lebedeva.

    Copyright © Lebedeva V. Y., 2012.

    © 2018, Poklonka Editores S.A.S., Bogotá, Colombia

    © 2018, Marcia Gasca, por la traducción del ruso al español

    Diseño y diagramación: Santiago Pinzón

    ISBN: 978-958-56360-6-4

    Depósito legal

    Poklonka Editores (PLE) S.A.S.

    Calle 62 # 4-25 of. 404

    Bogotá, Colombia

    www.poklonka.co

    Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta edición por cualquier medio o procedimiento, cualquiera que sea su finalidad.

    EL AMO

    Victoria Lébedeva

    Traducción: Marcia gasca

    Nota del editor

    ¿Qué tiene mi nombre para ti?

    Alexander Pushkin

    Hoy por hoy, los nombres de pila carecen de significado en la mayoría de los idiomas; no obstante, casi todos ellos conservan una gran peculiaridad: a la par con la forma completa, estilísticamente neutral y reservada, en la mayoría de los casos, para el trato oficial, existen sus derivados diminutivos y caritativos, que son de uso común en el ámbito familiar y amistoso. Es difícil desconocer un toque emocional que comunican al discurso estos nombres, la cordialidad, calidez y cercanía en las relaciones entre interlocutores. Lamentablemente, en las traducciones del ruso a otros idiomas casi nunca aparecen debido a su gran abundancia y diversidad, con el agravante de los patronímicos que también son usuales. Por eso, a manera de experimento, decidimos conservarlos en el texto traducido, para marcar la diferencia y, muy especialmente, poner a los lectores hispanohablantes en conocimiento de un aspecto tan notable de la cultura y del idioma ruso. He aquí su breve recuento:

    Serguéi - Seriozha,

    Katerina - Katia, Katka, Kátenka, Katiusha,

    Daria - Darka, Dasha, Dáshenka, Dashula, Daria Serguéevna,

    Valentín - Valia,

    Vladímir - Volodia, Vova,

    María - Masha, Máshenka,

    Nina - Nínochka,

    Timoféi - Timosha.

    El Amo

    Fue la Suegra quien les presentó a María Márkovna. Era Suegra para los dos, para él y para ella. A veces ocurre, lamentablemente más a menudo de lo que quisiéramos. Katia no sabría decir en qué momento su mamá se había convertido en Suegra. Nadie sabría decirlo en su lugar. Comienza como una enfermedad crónica que se manifiesta a través de unos síntomas alarmantes, pero apenas perceptibles. Tal vez cuando la hija colegiala por primera vez invita a su casa a un muchacho, torpe y orejón, y —¡qué milagro!— se ofrece ella misma a hornear galletas, mientras que su mamá experimenta un pinchazo de celos: así que para el orejón ese, galletas, y para la mamá, no sería capaz de cocinar un plato de pasta. O quizás antes, aún en la primaria: al escudriñar meticulosamente a los huéspedes el día de cumpleaños de la hija, la mamá la llama a la cocina y le susurra, con aire de descontento: No seas amiga de Ivanova, no es de buena familia, tampoco de Petrova, siempre saca malas notas, y Sídorov, ¡menos! Él…. O será que ocurre aún más temprano, cuando enseña a su hija, quien con entusiasmo retoza en la arenera del parque, que no se debe compartir los juguetes. ¿Quién sabe? No puede ser que ocurra de un día para otro, durante la boda, no.

    Tenían una Suegra, y durante los primeros siete años de su convivencia Katia y Serguéi aparentaban con cortesía uno delante del otro que no era Suegra sino mamá; ambos esperanzados fútilmente en que la enfermedad se curaría algún día por arte de magia. Solo que esta enfermedad no se cura —¡todo lo contrario! —, evoluciona con los años, y por mucho que lo disimularan, siempre tenían por respuesta lo mismo: labios delgados, apretados en una mueca despectiva como pespuntados con un hilo; la ceja derecha arqueada en un gesto interrogativo, una mirada corto-punzante que cala hasta la médula, y resentimiento amargo que permea de tensión cada pregunta. Sabía hacer preguntas como ninguna otra persona. Era experta en comunicar una entonación interrogativa a toda secuencia de palabras, por lo tanto, en vez del imperativo Bota la basura, resultaba una frase escéptica del tipo Botarás la basura, ¿sí?, una llena de sospecha ¿A dónde se proponen ir? en lugar de ¡Hasta luego! y una privada de alegría ¿Ya han vuelto?, llamada a sustituir un saludo.

    Cuando la Suegra aún era mamá y Katia, una mujer soltera de veinticinco años, aquella solía decirle a esta, con un suave reproche, que no tendría hijos —sus futuros nietos; que no iluminaría la venidera y solitaria vejez que ya no estaba lejos, casi al alcance de la mano, faltando apenas dos meses para pensionarse oficialmente, y ¿quién querría entonces el suntuoso apartamento suyo de tres habitaciones, en un bloque prefabricado —pero eso sí, las ventanas daban casi al Anillo de los Jardines—, herencia del esposo, que en paz descanse, y de su hermana americana quien había tenido la fortuna de casarse con un extranjero y prestaba sus servicios en un hospital de Boston, sin dejarse ver en su país de origen hacía veinte años. Katia bajaba la vista con tristeza, porque dónde es que andan los hombres de verdad, o bien son delincuentes, o bien hijitos de papá y mamá, el colegio no es el mejor lugar para buscarlos, piénsalo…

    Sin embargo, pasó muy poco tiempo cuando Serguéi irrumpió en la vida de Katia, y fue precisamente en el colegio. Después de la quiebra de su pequeño negocio por el default, Serguéi al principio deambuló por aquí o por allá, sin poder recuperar lo perdido, y finalmente decidió volver a ejercer su profesión. Resultó ser un buen maestro, los niños lo querían. Inesperadamente, le gustó enseñar, y eso que nunca había trabajado como profesor, su especialidad después de terminar la universidad. También le gustaban los niños, la Historia —su asignatura—, y a Katia, para gran disgusto de las demás colegas jóvenes y solteras, empezando por la geógrafa, una eterna adolescente frágil, y terminando por la pechugona alemana de la edad predilecta de Balzac. Al cabo de unos meses de cortejos de buen tono, incluso románticos en la medida que lo permitía el presupuesto de un docente, Katia y Serguéi contrajeron matrimonio, y otro año y medio después, la mamá obtuvo su nieta Dasha, Darka, sanita y robusta, cuyo prominente mentón presagiaba el volitivo carácter de la abuela. Pero, por lo visto, se le hizo tarde a la joven pareja: la enfermedad ya había triunfado y la mamá se transformó definitivamente en Suegra, por lo tanto ningún mentón de parentesco podría disipar el hechizo. Por extraño que parezca, se olvidaron los lamentos sobre la solitaria vejez y en su lugar la Suegra aprendió a pronunciar, con una voz desagradable y monótona: ¿Y yo qué tengo que ver con todo eso? Arréglenselas como puedan, pero ya en un susurro —a espaldas de Serguéi—, vino a meterse aquí desde los quintos infiernos, aunque en realidad había venido a meterse desde un cercano suburbio moscovita, de donde se llegaría mucho más rápido al centro que, digamos, del barrio dormitorio Biriuliovo. En otras palabras, ella, o sea la Suegra, no decía nada fuera de lo común, era como un rompecabezas de tres mil piezas con el que poco a poco se componía un paisaje difuso y carente de alegría, despacio, con largos recesos y sin ningún entusiasmo.

    Aquel día la Suegra tampoco dijo nada especial; solo entró y nada más. Entró en la cocina donde estaban desayunando Katia, Serguéi y Darka, ya mayor, de seis años, casi una escolar; sentada, movía las piernas y con aire de mártir, esparcía por el plato la avena mañanera. La Suegra entró y echó una mirada extraña… Y se puso a remover las tapas en la estufa, haciéndolas sonar con irritación. Aunque Katia no veía su cara, percibió físicamente cómo los labios de la Suegra se recogían en pliegues, como hilvanados a la carrera y con el hilo estirado por los extremos. Entonces, Serguéi, con la cara petrificada, puso a un lado la cuchara y en voz baja, con tensión como si intentara tocar una melodía sobre una sola cuerda templada, le dijo a Katia: «Basta ya. Hasta aquí hemos llegado». Katia también puso su cuchara aparte y miró a la ancha espalda de la Suegra quien continuaba haciendo ruido con las tapas. Estaba totalmente de acuerdo con su esposo: De verdad, ya basta. No más. Ya llevaban mucho tiempo aguantando: los seis años con que contaba Darka más nueve meses del embarazo y antes, los primeros tiempos después de la boda, o sea, habían llegado al límite. Lo toleraban en silencio, lo soportaban callados, tal y como lo pueden hacer solo los pedagogos muy jóvenes que se sienten más niños que adultos, pero la paciencia se fue agotando hasta que llegó a convertirse en una cuerda templada en exceso que se rompió aquella mañana durante el desayuno. Mientras tanto Darka solo pasaba la mirada de su papá a su mamá, sin entender nada, pero tratando de inferir qué estaba ocurriendo y si aquello significaba que podría dejar la avena y proceder a tomar cacao con croissant.

    Contra todo pronóstico, la Suegra no tardó nada en aceptar la separación. De lo contrario, ¿cómo podría demostrar a Katia, Serguéi y Darka su falta total de independencia en cuestiones de la vida en general y de la cotidiana en particular? Por supuesto, primero apretó los labios y hasta derramó unas lágrimas, despidiéndose con una ojeada triste de la sala adonde había sido convocada para una conversación seria, aunque, más que todo, era para seguir el orden establecido —la Suegra estaba de acuerdo con vivir por separado, ¡solo entonces lo sabrán, solo entonces lo lamentarán, pero ya será tarde!. Decidieron permutar el apartamento sin agente —así sería más barato—, y por lo pronto tendrían que desocupar la vivienda, que se fueran al menos los jóvenes, pues en los tiempos que corren, ¿quién compraría un inmueble que haya sido habitado por un menor de edad?, ¿quién quisiera encartarse con tutorías y patronazgos en su sano juicio? Ni siquiera vendrían a verlo, que lo vean primero, que se encariñen con esta casa y después ya…

    En una palabra, los jóvenes tenían que buscar un alojamiento provisional, algo más sencillo y barato, en proporción con los modestos ingresos de docentes.

    Al concluir breves conversaciones y cálculos, según los cuales un salario se gastaría en su totalidad en el pago del arriendo y el otro, con grandes sacrificios, alcanzaría a duras penas para aguantar hasta la permuta, Katia y Serguéi imprimieron un anuncio: «Una familia joven de moscovitas intelectuales busca en arriendo un apartamento en este barrio, hasta conseguir otro comprado; limpieza y orden garantizados, y cogidos de la mano, con un ramillete de los anuncios y un tubito de pegante, se encaminaron a recorrer las casas contiguas. Los vecinos apostados a la entrada de los portales, pendientes del orden público, escrutaban con las miradas a cuantos entraban y salían lanzando a la parejita unas miradas hostiles y al chismorrear un ratico, arrancaban los anuncios una vez que los concurrentes se alejaban a una distancia suficiente. Porque todos ellos escriben intelectuales y moscovitas para que después se instale una prolífica familia de Tayikistán, unas quince personas, que empezará a encender fuego sobre el parqué, dibujar miembros viriles y cruces gamadas en las paredes, mandar a los escalones entre el segundo y tercer piso una pandilla de adolescentes provistos de cerveza y volumen incontrolable, inundar a los vecinos de abajo, arrancar de raíz el citófono, criar pitbulls de pura raza en el área común, taponar el shut de basura, desenroscar bombillas, a no barrer los rellanos ni saludar a los antiguos habitantes, en fin, ¿de dónde saca una familia de moscovitas intelectuales tanto dinero como para pagar un arriendo, así como están las cosas ahora? Seguro que son unos delincuentes de la peor calaña, ¡no los queremos aquí!". De tal manera Katia y Serguéi perdían su tiempo, esperando un trasteo rápido y empacando sus libros en las cajas de cartón recogidas en el patio trasero del cercano supermercado de clase económica; nadie los llamaba ni quería admitirlos temporalmente y menos por un pago moderado. La familia de los moscovitas intelectuales se lo pasaba esperando —semanas y meses— hasta que se sintieron completamente desesperados. Fue entonces que se les apareció en el horizonte María Márkovna, una antigua amiga de la Suegra, de los tiempos del primer trabajo que tuvo.

    María Márkovna tenía un apartamento de sobra. Ocurre cuando llevas mucho tiempo viviendo en un solo lugar, rodeado de numerosa parentela: unos mueren, otros se van para Israel, unos más se consiguen esposos con apartamentos propios y ¡zas! A alguien le cae una vivienda desocupada, como le pasó a María Márkovna. Katia se sentía atormentada desde tiempo atrás, con la idea de que las viviendas sobrantes iban a parar a manos de alguien que, de hecho, no las necesitaba, y se avergonzaba de su envidia, no la confesaba a nadie, ni siquiera a Serguéi. Hace poco que María Márkovna se había hecho con este apartamentico sobrante de tres habitaciones, uno de más, en la orilla derecha de la Circunvalar, al borde mismo del perímetro urbano. Lo conservaba para su nieto, para cuando creciera, y en cuanto al alquiler, aunque fuera por buena plata, a eso sí le tenía miedo: ¿quién sabe qué gente llegaría? A lo mejor, lo perdería todo, hasta el apartamento. Aunque tenía dónde vivir, igual daba pena. Por otro lado, pagar por él así como estaba, vacío, era un lujo. Así las cosas, desde todo punto

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