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La hija del mar y el cielo
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La hija del mar y el cielo
Libro electrónico496 páginas6 horas

La hija del mar y el cielo

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Una mirada a la línea entre fe y fantasía, fanáticos y seguidores, y religión y razón, que incitará a la reflexión.

GANADOR: Pinnacle Book Achievement Award, Otoño 2014 - Mejor fantasía

GANADOR: Awesome Indies Seal of Excellence

“Solo hay dos formas de vivir la vida. Una es como si nada fuese un milagro. La otra es como si todo fuera un milagro.”  ~ Albert Einstein

Hijos de la República, Helena y Jason eran inseparables en su juventud, hasta que el destino los envió por caminos distintos. El dolor y el deber desviaron los planes de Helena, y Jason llegó a detestar la vacuidad de sus propias ambiciones.

Estas dos almas dañadas se reúnen cuando un pequeño barco de las Tierras Sagradas se estrella contra las rocas cerca de casa de Helena, tras un imposible viaje a través del océano prohibido. A bordo hay un solo pasajero, una niña de nueve años de nombre Kailani, que se hace llamar La hija del mar y el cielo. Un nuevo y peligroso propósito ata nuevamente a Jason y Helena, pues juran proteger a la inocente perdida de la ira de las autoridades, sin importar el riesgo a su futuro y libertad.

Pero ¿es la misteriosa niña simplemente una pequeña perturbada que anhela volver a casa? ¿O es una poderosa profeta enviada a desenredar los hilos de una República sin dios, como quiere hacerles creer el líder forajido de una secta religiosa ilegal? Cualquiera que sea la respuesta, los cambiará para siempre… y tal vez también a su mundo.

"...una lectura apasionante, bien imaginada...." ~ Kirkus Reviews

"El autor David Litwack entreteje graciosamente su mensaje con hilos alternativos de lo fantástico y lo realista… El lector hallará sabiduría y gracia en esta historia bellamente escrita." ~ San Francisco Book Review

Evolved Publishing presenta la saga literaria de una niña arrancada del mar bajo circunstancias misteriosas, del autor ganador de premios de Los Buscadores y Por la Atalaya. [sin DRM]

Libros de David Litwack:

  • “Los hijos de la oscuridad” (Los Buscadores - Libro 1)
  • “El polvo de las estrellas” (Los Buscadores - Libro 2)
  • “La luz de la razón” (Los Buscadores - Libro 3)
  • “La hija del mar y el cielo”
  • “Por la atalaya”

Más libros geniales traducidos al español de Evolved Publishing:

  • La serie “Elegida” de Jeff Altabef y Erynn Altabef
  • La serie “Polvo y estrellas” de Kevin Killiany
  • La serie “Eloah” de Lex Allen
  • “Perdóname, Alex” de Lane Diamond
  • “Galerie” de Steven Greenberg
  • “Tras la pista de Sinatra” de Axel Howerton
  • “Valentina y la mansión encantada” de Majanka Verstraete
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 jun 2019
ISBN9781547590094
La hija del mar y el cielo

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    Vista previa del libro

    La hija del mar y el cielo - David Litwack

    Los libros de David Litwack

    ~~~

    La serie LOS BUSCADORES en Evolved Publishing

    Libro 1: Los hijos de la oscuridad

    Libro 2: El polvo de las estrellas

    Libro 3: La luz de la razón

    ~~~

    La hija del mar y el cielo

    ~~~

    Por la atalaya

    ~~~

    www.DavidLitwack.com

    CONTENIDO ADICIONAL

    Nos complace ofrecerle no uno, sino dos avances especiales al final de este libro.

    ~~~

    En la primera vista previa, disfrutará de los primeros tres capítulos de LOS HIJOS DE LA OSCURIDAD, el primer libro de la emocionante y múltiple galardonada serie literaria / distópica / especulativa de David Litwack, LOS BUSCADORES.

    ~~~

    O ¡consiga el libro electrónico completo hoy!

    Encuentre enlaces a su distribuidor favorito aquí:

    La serie LOS BUSCADORES en Evolved Publishing

    En la segunda vista previa, disfrutará de los primeros tres capítulos de la aclamada crítica CON LOS PIES EN EL POLVO de Kevin Killiany, el primer libro de la serie de adultos jóvenes de ciencia ficción POLVO Y ESTRELLAS.

    ~~~

    ~~~

    O ¡consiga el libro electrónico completo hoy!

    Encuentre enlaces a su distribuidor favorito aquí:

    La serie POLVO Y ESTRELLAS en Evolved Publishing

    Dedicatoria

    Para Peter y Kevin,

    e hijos e hijas por todas partes.

    Índice

    Derechos de autor

    Los libros de David Litwack

    CONTENIDO ADICIONAL

    Dedicatoria

    Índice

    LA HIJA DEL MAR Y EL CIELO

    Prólogo

    Capítulo 1 - Un barco donde no debía haber ninguno

    Capítulo 2 - El Departamento de Separación

    Capítulo 3 - Jason

    Capítulo 4 - Una promesa diferente

    Capítulo 5 - La naturaleza del espíritu

    Capítulo 6 - Las Tierras Benditas

    Capítulo 7 - Un episodio de irracionalidad

    Capítulo 8 - Opciones

    Capítulo 9 - Agridulce

    Capítulo 10 - Un caso muy inusual

    Capítulo 11 - Un café de mala muerte

    Capítulo 12 - El Reino del Norte

    Capítulo 13 - Sebastian

    Capítulo 14 - La granja Glen Eagle

    Capítulo 15 - Un barco desaparecido

    Capítulo 16 - Benjamin

    Capítulo 17 - El espíritu del viento

    Capítulo 18 - El cuento de la hija

    Capítulo 19 - El polvo en un rayo de sol

    Capítulo 20 - Una orilla distante

    Capítulo 21 - Una serpiente en el jardín

    Capítulo 22 - Brasas

    Capítulo 23 - La bendición del viento

    Capítulo 24 - El anfitrión que admira

    Capítulo 25 - Locura

    Capítulo 26 - Puntos ciegos

    Capítulo 27 - Un llamado a la acción

    Capítulo 28 - Visión periférica

    Capítulo 29 - Primera nevada

    Capítulo 30 - El secretario de los desalmados

    Capítulo 31 - Un buen funcionario

    Capítulo 32 - Un refugio para las almas perdidas

    Capítulo 33 - Un llamado a las armas

    Capítulo 34 - Enemigos

    Capítulo 35 - Aliados

    Capítulo 36 - Charla de guerra

    Capítulo 37 - Un estado de sitio

    Capítulo 38 - Perdido y encontrado

    Capítulo 39 - Tan simple como las piedras

    Capítulo 40 - Un remolque en el bosque

    Capítulo 41 - Confrontación

    Capítulo 42 - En la tierra del extraño

    Capítulo 43 - Una escena del Apocalipsis

    Capítulo 44 - La puerta de asilo

    Capítulo 45 - Un encuentro de mundos

    Capítulo 46 - El Apocalipsis a un paso

    Epílogo

    Acerca del autor

    Vista previa especial: LOS HIJOS DE LA OSCURIDAD de David Litwack

    Más de Evolved Publishing

    Vista previa especial: CON LOS PIES EN EL POLVO de Kevin Killiany

    Solo hay dos formas de vivir la vida. Una es como si nada fuese un milagro. La otra es como si todo fuera un milagro. ~ Albert Einstein

    Prólogo

    El ministro de comercio caminó trabajosamente hasta la cabaña de acero en la cúspide del puente de tierra, un camino que había escalado cien veces o más. Pero jamás lo había sentido tan escarpado.

    El puente de tierra era un parche de arcilla roja que ambos gobiernos mantenían sin vegetación, aunque de todas formas pocas plantas habrían crecido ahí. Una barrera de metal negro rematada por picos serrados rodeaba el complejo, al que solo se podía acceder por dos puertas, una al este y otra al oeste. Las llamaban puertas de asilo porque cualquier refugiado que las cruzara, aunque fuera por un pelo, tenía el derecho a solicitar asilo del otro lado.

    En la cúspide de la colina estaba el centro de reuniones, una estructura blanca y verde que alguna vez fue brillante y nueva, y ahora se había deslavado casi hasta ser gris. No era sorprendente. Había sido construída cincuenta y dos años atrás como parte del Tratado de Separación. Tal vez había llegado el momento de desmantelarlo y construir uno nuevo, o al menos darle una nueva capa de pintura.

    Estaba a la mitad de una frontera negociada y proporcionaba el único contacto entre la gente del ministro y los desalmados, razas que se habían mantenido separadas—excepto en tiempos de guerra—desde el Gran Desgarre. Al menos esa era la historia que predicaban los senkyosei desde sus púlpitos. De acuerdo con ellos, el Señor Kanakunai, creador del Espíritu, en respuesta a la estupidez de la razón, había desgarrado al mundo en dos masas de tierra idénticas: las Tierras Benditas para los creyentes, y la República para los desalmados. Él las separó por un enorme océano, dejando solo este delgado escupitajo de tierra en lo alto, como una tráquea conectando los nodos de los pulmones.

    Pero, como les encantaba decir a los senkyosei, solo uno de los lados poseía corazón.

    El primer encuentro del ministro de comercio con los desalmados había sido como un joven burócrata que venía a evaluar a los refugiados que solicitaban transmigrar a las Tierras Benditas. En ese entonces necesitó dos días para hacer el viaje hasta el puente de tierra, y llegó cansado y polvoriento, un suplicante. Hoy venía con un séquito, y el viaje había tomado menos de tres horas gracias a la tecnología que había negociado del otro lado—una vagoneta motorizada en un camino recién pavimentado. Importar esos inventos había sido uno de sus más grandes logros y había resultado en una vida mejor para su gente, pero también había acarreado grandes riquezas para muchos del otro lado. Ahora, ante sus ojos, él era un igual, ya no un suplicante.

    Cuando llegó a la cabaña, se quedó de pie pacientemente, con los brazos estirados, mientras los soldados de la República lo registraban, buscando armas y, mucho más peligroso, cualquier forma de palabra escrita. Sus propios guardias harían lo mismo a los desalmados en el lado opuesto. Una vez que fue aprobado, entró.

    Subalternos de cada raza aún estaban apurados con la posición de la mesa de conferencias. Él observó el debate mientras la mesa era empujada primero a un lado, luego al otro, para asegurar la ubicación precisa sobre la frontera. Los representantes de los desalmados midieron con sus instrumentos, más maravillas innecesarias concebidas gracias al culto a la razón. Su gente tomó un enfoque distinto, midiendo a ojo la línea que cruzaba el piso y luego rezando para que se les concediera una porción justa.

    Cuando ambos lados estuvieron satisfechos, tomó asiento y esperó. Esta reunión había sido convocada por él y así, por protocolo, había sido el primero en entrar. Después de un doloroso minuto, una puerta en el muro opuesto se abrió y dos hombres robustos entraron marchando, tomando sus posiciones a ambos lados de una silla de piel acolchada. Aunque no llevaban armas, parecían ser más que capaces de defenderse sin ellas.

    Mientras esperaba, su boca se secó y empezaron a sudarle las manos. Bebió un sorbo de agua de un vaso sobre la mesa, y sacó un pañuelo del bolsillo de su traje para limpiarse las manos. Se había reunido muchas veces con oficiales de alto rango de la República, aquellos responsables de la educación, cultura o comercio, pero jamás se había encontrado con un hombre que comandara a un ejército.

    Momentos más tarde el secretario del Departamento de Separación entró en la habitación, un hombre del tamaño de un oso con el porte de alguien acostumbrado al poder.

    El ministro se enderezó y se obligó a mirarlo a los ojos, a tratar de leer sus pensamientos y, más importante, de ver el alma que los de su clase negaban.

    Pues este hombre no solo controlaba a un ejército, sino el destino de todo lo que el ministro amaba.

    Capítulo 1 - Un barco donde no debía haber ninguno

    Helena Brewster estaba sentada sobre las rocas, a metro y medio por encima de la marea que se retiraba, y fingía leer. Al menos hasta que Jason llegara corriendo abajo por la playa. Había planeado esperar hasta que él estuviera a unos cuantos pasos de distancia, luego voltear la página que no estaba leyendo, y dejar que sus ojos viajaran hasta encontrarse con los suyos. Pero hoy él parecía venir horriblemente tarde. Para llenar el tiempo y aplacar su propia anticipación, practicó el movimiento, volviendo la página y levantando la mirada.

    Nada de Jason.

    Entendía la incomodidad del primer día, acarreada por su inesperado encuentro—no se habían visto en más de cuatro años, no habían estado en contacto en más de dos. Pero el segundo día no fue mucho mejor. Él había llegado sin aliento y sin saber qué decir; ella aún estaba anestesiada por el funeral. Fue el tercer día cuando pudieron tener una conversación breve, un intercambio de amabilidades indignas de lo que alguna vez existió entre ellos.

    Hoy ella esperaba más.

    Abandonó toda pretensión de leer y miró al mar. Ahí, entre la niebla que crecía sobre el océano, apareció un barco. En el nombre de la razón ¿qué podrá estar haciendo un barco ahí? Debía tratarse de su imaginación jugándole trucos con la niebla mientras esperaba a que llegara Jason.

    Respiró despacio, como le habían enseñado, para controlar las pasiones y limpiar la mente. Luego escuchó de nuevo en busca del golpeteo de sus zapatos sobre la arena. No había nada además del ruido de las olas al romper en la playa. Revisó la marca de agua bajo sus pies, calculando cuánto tendría que retroceder la marea antes de exponer el suficiente espacio de playa para un corredor. Aún faltaban unos minutos.

    Habían ido a la misma academia, ella y Jason, desde el nivel uno hasta el ocho, aunque pasó un rato antes de que se hicieran cercanos. Ella se sentaba cerca de la ventana; él, junto al muro interior. Ella ponía atención al mentor, mientras que Jason miraba hacia afuera, aparentemente construyendo castillos en el aire. Cada año, él lograba que lo asignaran a una fila más cercana, y para cuando llegó al quinto nivel, se sentaba junto a ella y le pasaba notas, preguntándole si podía acompañarla a casa después de la escuela. Cuando ella le dijo que le preocupaba que los atraparan, él cambió las notas, terminándolas con la frase: Arriésgate, Helena.

    En la primavera de ese año, lo hizo.

    Desde entonces, él la acompañaba a casa cada tarde por esta misma playa, pero nunca más allá de este punto, demasiado intimidado por las enormes casas de los riscos.

    Eso se acabó cuando su clase avanzó a la escuela secundaria. Él se había ido a la escuela comunal, en el pueblo, y ella a la privada, en donde estudiaban los niños del personal docente de la facultad Politécnica. Sí, trataban de verse todos los días, pero ella se había obsesionado con las calificaciones, tratando de complacer a su padre, y él había aceptado un trabajo en una tienda de refrigerios después de clases para ahorrar para la universidad. Ella iba a verlo tantas veces como le era posible, ordenando una bebida con sabor a limón y visitándolo durante su descanso. No era mucho, pero no les preocupaba; habría tiempo cuando fueran mayores.

    Después de que ella se mudó—jamás se había cuestionado el asistir a la escuela de su padre—siguieron en contacto por un tiempo. Jason le enviaba alguna nota, y ella respondía. Luego, de alguna forma, siguieron dos años de silencio.

    Ahora, después de todo este tiempo, él había vuelto a aparecer, pasó trotando mientras ella andaba lamentándose, de luto, por los riscos, exactamente media hora después de la marea alta. Como un destello fugaz en el más oscuro de los veranos. Como un milagro.

    Ella agitó la cabeza. Si su padre estuviera vivo, la reprendería por pensar así. Podía oír su voz, la de un verdadero científico—no existían los milagros.

    La onda al borde de la niebla volvió a llamar su atención. Por un instante adquirió forma, pero se desvaneció rápidamente, un espejismo en reversa, algo sólido donde solo debería de haber agua. Aguzó la mirada, tratando de penetrar en la neblina, y se volvió para hallar algo más sustancial.

    En vez de eso trazó la línea de la costa. La tierra se alzaba hacia el sur en una suave curva hacia la cúspide de Punta Albión, y terminaba en el Picaporte, que se alzaba como un puño cerrado retando a aquellos que navegaran por el Mar Prohibido. Los abetos del norte, que trazaban el límite de la costa rocosa, se rompían aquí y allá por un puñado de viviendas. A esta distancia parecían grandes aves marinas en sus nidos.

    La niebla se había movido con la marea, lo suficiente como para que ella pudiese distinguir la casa de sus padres, la blanca del centro, que las miraba a todas desde el risco más alto. Era ahí donde ella dormía por el momento, donde estaba sola y apartada. Solo se veían el segundo piso de la casa y el desván. El resto se mezclaba con la niebla, y la casa parecía un fantasma que se alzaba de la nada. Así la había sentido desde que su padre había muerto.

    Cada uno de los cuatro días desde que llevó a su madre a la granja, había venido a este sitio, siempre media hora antes de la marea alta. A su izquierda, el largo trecho de playa terminaba en los acantilados. A su derecha había una ensenada tallada en las rocas, donde las olas se estrellaban con un rugido que hacía eco en las paredes. Su padre solía llamarlo el hoyo de los truenos. Sentada en esta roca con forma de banca encima de él, podía colgar los pies descalzos hacia el agua que salpicaba, ni dentro ni fuera del agua misma.

    Su padre le había dado una tobillera de plata en su cumpleaños número doce, una edad en la que le preocupaba ser demasiado grande como para ovillarse sobre su regazo. Él le había dicho que, si se sentaba en las rocas sobre el hoyo de los truenos durante la marea alta, el agua salpicaría la cadena y haría que los eslabones brillaran. Dos días antes de morir, le recordó la tobillera y le dijo que cuando el océano trajera las estrellas, pensara en él.

    Ella asumió que Jason venía por propósitos más racionales—el ancho de la playa allá abajo, la firmeza de la arena compactada por las olas—a este sitio, su sitio, el último lugar fácil para escalar hacia el camino antes de los acantilados. Los viejos amigos se habían vuelto extraños, y ahora se reunían por el ritmo de las mareas.

    Miró nuevamente hacia el mar y vio el faro de la Luz de la Razón. La antigua torre estaba sobre una roca escarpada a la mitad de la bahía, medía unos diez pisos de altura y siempre era lo primero que se asomaba entre la neblina. Ella balanceó el libro sobre una rodilla y miró más abajo, por la línea del horizonte.

    El espejismo estalló y se hizo sólido—un barco donde no debía haber ninguno.

    La vela orzando en la brisa era un torpe triángulo sin arco, que sostenía muy poco aire. El frente tenía una forma extraña, más bañera que proa, y navegaba donde los barcos tenían prohibido hacerlo—un blanco fácil para la patrulla de la costa. Si había sido lanzado por fanáticos abrumados por el celo misionario, era demasiado pequeño y poco adecuado, no un barco de salvación sino una trampa mortal.

    E iba a la deriva hacia la costa rocosa.

    Se volvió por un nuevo sonido—Jason finalmente llegaba a la hora de la marea. Pronto se detendría, mediría su pulso con dos dedos sobre la carótida, y bebería media botella de agua fortificada. Después de revisar su tiempo, treparía a las rocas hasta donde ella se posaba, mostraría esa sonrisa de niño que ella recordaba tan bien, y le preguntaría cómo estaba. Ella sonreiría mientras luchaba por encontrar las palabras para compensar los años de distancia. Cuando no pudiera decir mucho, él murmuraría alguna cortesía, se volvería y trotaría escaleras abajo y por el camino hacia el poblado

    O así habría sucedido, de no haber sido por el bote.

    Iba acercándose, adquiriendo velocidad. La brisa marina se había elevado con la marea, y el golpe resultante sostenía al bote, conduciéndolo hacia las rocas bajo el risco. Incluso si hubiera estado en buenas condiciones para navegar, estaba condenado.

    Jason subió a las rocas y se acercó a ella.

    Ella cerró el libro y lo dejó, olvidando marcar la página, y señaló hacia el bote. Un martín pescador planeaba por la costa y bajó en picada hacia donde ella señalaba, desapareciendo en el agua.

    Jason sonrió.

    Ella negó con la cabeza y trató de hallar su voz.

    Un bote, dijo finalmente.

    Esta vez Jason lo vio también. El sol brillaba sobre algo en su proa mientras esta se inclinaba hacia un punto bajo. Cuando volvió a levantarse, alguien se agarró al mástil—una niña con cabello dorado.

    Jason saltó de vuelta a la playa e hizo una señal a Helena para que lo siguiera. Ella se acercó al borde, se agachó y saltó. Él la atrapó por la cintura y la balanceó hasta la arena.

    En esos breves segundos, el bote se estrelló contra las rocas. El sonido de la madera al romperse se elevó por encima del de las olas.

    Ambos corrieron hacia el oleaje mientras la niña con cabello dorado manoteaba entre las aguas, luchando para evitar los puntiagudos restos del bote destrozado. Ellos vadearon unos cuantos pasos, se detuvieron para aguantar la resaca, y siguieron avanzando. Tres olas más y la alcanzaron.

    Jason agarró a la niña justo cuando empezaba a hundirse. A pesar del mar que lo golpeaba, la llevó de vuelta a la costa sin esfuerzo y colocó su frágil figura sobre una franja de pasto más allá de las rocas—un pedacito de niña de no más de nueve o diez años de edad.

    De las piernas de la niña colgaban pantalones de algodón simple, y una túnica con bordado elaborado cubría su delgada figura—el atuendo típico de los fanáticos, pero además de su ropa, no parecía para nada una fanática. Su piel era clara y perfecta, sin ninguna marca además del hilillo de sangre que corría por su brazo. Su cabello dorado colgaba hasta la mitad de su espalda, y sus redondos ojos guardaban el color del océano.

    Si Helena hubiera sido creyente, habría pensado que este era el rostro de un ángel.

    Jason ofreció su botella, pero la niña se alejó tímidamente. Helena acunó la cabeza de la pequeña e inclinó su barbilla mientras él vertía unas cuantas gotas en su boca.

    La niña se relamió los labios partidos y los abrió pidiendo más. Después de haber bebido suficiente, se volvió hacia Helena. Sus ojos se agarraron sin soltarse. El sueño, dijo. Es verdad. Puedo verlo en tus ojos.

    Helena sintió un súbito impulso por distraer a la niña, por interrumpir esa mirada penetrante. ¿Quién eres?

    La niña ignoró la pregunta, y en vez de eso colocó la mano sobre el antebrazo de Jason.

    Sus músculos se crisparon, como si no estuviera seguro de si quedarse o retirar el brazo de un tirón.

    Tu brazo está caliente, dijo ella.

    Eso es porque he estado corriendo.

    Los ojos azul océano de la niña se abrieron aún más. ¿De qué?

    Él retiró el brazo y flexionó los dedos. ¿Eres de las Tierras Benditas?

    La niña asintió.

    ¿Por qué hiciste un viaje tan peligroso tú sola, en un bote tan pequeño?

    No estaba en peligro, dijo ella.

    Él hizo un gesto con la mano señalando el naufragio, que aún sobresalía entre las olas. Pero tu bote se destruyó, y nosotros tuvimos que salvarte.

    Sí, supongo. Ella volvió a mirar hacia el mar, como esperando encontrar su bote flotando todavía. Entonces doy gracias al Señor Kanakunai por librarme y entregarme a gente amable que me ayudaría.

    Pero ¿quién eres? dijo Helena con más insistencia.

    La niña pidió más de beber, esta vez agarró la botella con ambas manos y la vació. Al terminar, se enderezó y levantó la barbilla como lo hace la realeza. Soy Kailani, la hija del mar y el cielo.

    Luego sus párpados se cerraron lentamente y su cuerpo perdió las fuerzas.

    Helena miró a Jason. Querida razón, ¿está...?

    Él tocó el hueco del cuello de la niña con dos dedos y halló el pulso. Solo está exhausta. Se desmayó.

    Desde el camino detrás de ellos, una puerta se azotó y unas pisadas se acercaron. Un oficial uniformado caminó hacia el mar, con una especie de localizador en la mano. A la mitad del camino, se detuvo para revisar nuevamente las coordenadas. El título inscrito sobre el bolsillo de su camisa decía: examinador, Departamento de Separación.

    ¿Qué pasó aquí? gritó antes de alcanzarlos.

    Esta niña navegó hasta aquí, dijo Helena, apenas creyendo en sus palabras. En un pequeño bote que se estrelló contra las rocas.

    Imposible.

    Jason lo condujo hasta el borde y le mostró el naufragio regado por la playa como fósforos, que ya estaban siendo reclamados por el mar. Ahí está lo que queda del bote.

    Bueno, eso explicaría el tamaño de la señal en la lectura. Cuando son así de pequeños, usualmente es madera a la deriva o una escuela de macarelas. ¿Está sola?

    Jason asintió.

    Raro, dijo el examinador. Con todo, tenemos que llevárnosla. Es la ley.

    Helena se arrodilló junto a la niña. ¿No ve que necesita atención médica?

    Bueno... eso puede ser, pero sigue estando aquí ilegalmente.

    Solo es una niñita.

    Eso veo. Pediré ayuda, pero asegúrense de que no se vaya a ningún lado. El examinador dio la media vuelta y se dirigió de nuevo a su patrulla.

    Cuando estuvo lo suficientemente lejos como para no escuchar, Kailani comenzó a moverse, murmurando, arrastrando las palabras. Penitencia...  hay que hacer penitencia por la pérdida del viento.

    Helena retiró un mechón de cabello que había caído sobre la cara de la niña. No fue el viento, Kailani, fue el golpe. Nadie podría haber navegado por ahí, no en un bote tan pequeño.

    Pero la niña de nuevo se adormilaba.

    Helena miró al examinador, que tenía un audífono y manipulaba el comunicador.

    Ella se acercó a la niña y le acarició el brazo desnudo. Kailani, si te hacen preguntas, no digas nada acerca de penitencia o sueños. ¿Lo entiendes?

    La niña despertaba y se desvanecía, y Helena la agitó tan suavemente como pudo. Kailani, ¿puedes oírme?

    Sus párpados se agitaron.

    Si te preguntan por qué viniste, solo di una palabra—asilo. ¿Puedes recordar eso? Asilo.

    Los labios de Kailani se movieron para formar la palabra, pero volvió a desvanecerse cuando el sonido de las sirenas se acercó.

    Jason volvió del camino donde había entregado a Kailani a la camioneta de servicios de salud. Caminaba lentamente hacia ella, frotándose las manos, estudiándolas como si tratara de comprender cómo podían haber dejado ir a la niña.

    Helena se sentía igual.

    Cuando él estaba a dos pasos de distancia, se detuvo y la enfrentó con la misma sonrisa que ella recordaba de cuando era un niño.

    El examinador tomó mi declaración. Me dijo que lo esperara. Quiere hablar contigo también. Echó una mirada al piso y se balanceó de lado a lado, sus zapatos de correr chapoteaban con cada paso. Su ropa aún escurría con una combinación salada de agua de mar y sudor.

    Tengo una toalla, dijo ella, si quieres secarte.

    Gracias. Estaré bien. Miró al horizonte antes de fijar los ojos en ella. Dijo que tendrán que entrevistarnos en la ciudad. Ya conoces al departamento—seguridad ante todo.

    ¿Qué harán con ella?

    ¿El departamento? Quién sabe. Averiguarán por qué vino, luego la enviarán de vuelta, supongo. A menos que ella siga hablando así...

    Helena se volvió y miró hacia el mar. Únicamente podía pensar en la pérdida—de su padre, de la niña a la que apenas conocía. Es solo una pequeña.

    Si tan solo el bote pudiera llegar nuevamente. Si tan solo ella y Jason pudieran rescatar de nuevo a la niña, pero esta vez llevarla a algún sitio seguro, refugiarla, protegerla. Eso era lo que merecía la hija del mar y el cielo.

    Jason se concentró en el camino. Debo irme. Apenas tengo tiempo suficiente para terminar mi carrera y volver al trabajo.

    ¿Dónde trabajas?

    Él echó una mirada por encima del hombro. En el Politécnico.

    En el Instituto Politécnico, como su padre. Los pensamientos de su padre la distrajeron, y el hechizo se rompió.  La chica con los ojos del color del océano se había ido, y Jason se echó a trotar hacia el poblado, sin mirar atrás.

    Ella se volvió para mirar mientras una ola disidente, ignorando la marea que menguaba, se estrelló contra el hoyo de los truenos y se arrastró de vuelta al mar con un gemido.

    Cuando volvió a levantar la mirada, estaba sola.

    Capítulo 2 - El Departamento de Separación

    El lunes por la mañana el examinador en jefe Carlson trató de moderar su interrogatorio usual. Jamás había lidiado con una refugiada tan joven. No era probable que una niña de nueve años fuese una amenaza.

    ¿Te sientes mejor hoy?

    Ella lo miró con rabia. Hace tres días estaba afuera, en el agua. No he visto la luz del día desde entonces.

    Lo sé, y lo siento, pero tenemos que mantenerte segura hasta que determinemos tu estado. Un dejo de desdén en el tono de la pequeña lo había obligado a disculparse incluso antes de que la entrevista iniciara. ¿Confío en que has estado... cómoda?

    La pregunta no necesitaba respuesta; parecía todo menos cómoda.

    El sillón acolchonado, diseñado para ser acogedor para los recién llegados, era demasiado grande para ella. Estaba despatarrada sobre ella, incapaz de encontrar una posición en la que no se resbalara constantemente. Sus pies colgaban y pataleaban buscando el piso. El uniforme que el departamento de separación le había proporcionado también era demasiado grande—simplemente jamás recibían refugiados tan jóvenes. Las mangas color naranja le cubrían las manos, todo excepto las puntas de los dedos, y algún asistente bien intencionado había evitado que los pantalones enrollados se le cayeran, atando un listón rosa alrededor de la cintura de la niña.

    Carlson miró más allá de ella, al afiche de la Señora de la Razón, que sostenía su antorcha en alto y ofrecía esperanza a los oprimidos. A menudo la usaba como inspiración en situaciones retadoras, aunque nunca antes había enfrentado una como esta.

    Sería más fácil si nos llamáramos por nuestros nombres, ¿no crees? Mi nombre es Henry Carlson, pero todos me llaman Carlson. ¿Cómo te llamas?

    Ella jugueteó con el listón, inspeccionando el moño.

    Cuando finalmente levantó la mirada, él pestañeó dos veces, seguro de haber visto el océano en sus ojos.

    Soy Kailani.

    Muy bien. Kailani. Escribió el nombre fonéticamente y lo siguió con garabatos que parecían olas. Y ¿tienes apellido?

    No. Solo Kailani. Ella tiró del moño, pero tenía doble nudo y se negaba a deshacerse.

    De acuerdo, Kailani, entonces ¿al menos puedes decirme quiénes son tus padres?

    ¿Por qué no tienes ventanas en esta habitación? Su tono era extrañamente adulto e imponente.

    Su sola presencia, el cabello dorado y los ojos profundos, hacían que su oficina se sintiera insípida. Cierto, la madera oscura estaba gastada y descolorida, pero se enorgullecía de su lugar de trabajo y siempre lo mantenía en orden. Los archivos estaban alineados limpiamente en filas, y a cada lado del cartel, perfectamente espaciados, colgaban los retratos de su padre y abuelo, con los marcos nivelados y libres de polvo.

    Centrado bajo cada uno de ellos había una placa ligeramente deslustrada, con un grabado que decía: Examinador en Jefe, Departamento de Separación. Él era la tercera generación, defendiendo a la República de los fanáticos y ofreciendo su apoyo a los refugiados.

    No tenía nada de qué avergonzarse. Muchas de nuestras oficinas tienen ventanas. La mía no.

    ¿Por qué no?

    Porque así son las cosas. No iba a explicarle el sistema de antigüedad a una niña de nueve años. "Pero estábamos hablando de ti, Kailani. ¿Tus padres saben que estás aquí?

    Ella presionó los brazos de la silla y levantó la cabeza. El arco de su cuello era perfecto. Soy la hija del mar y el cielo.

    Carson hizo un esfuerzo por no poner los ojos en blanco. ¿Por qué en lunes en la mañana?

    Se deleitaba con el orden—carpetas alineadas con el borde del escritorio, clips que marchaban en fila. Por más de treinta y dos años, había llegado al trabajo a las ocho y se había marchado a las cuatro y media. El reloj del retiro que brillaba en el rincón iba contando el tiempo que le quedaba: siete meses, seis días, tres horas, y un número de minutos y segundos que iban disminuyendo. Cuando alcanzara el cero, igual que su padre y su abuelo antes que él, se retiraría con la República en paz, las costas seguras, y una sólida pensión.

    Se obligó a concentrarse nuevamente.

    Además de su hablar extraño, la niña del otro lado del océano no se parecía en nada a los otros fanáticos que había conocido. Su piel, aunque bronceada, era naturalmente blanca, no del color aceitunado de sus coetáneos. No tenía las pupilas oscuras refunfuñando desde los ojos almendrados, y no tenía desordenados rizos negros; en su lugar había una larga cabellera amarilla que colgaba hasta su espalda baja, y tenía un rostro que podría adornar estandartes llevados a la batalla por acólitos.

    ¿Podría ser una distracción? ¿Podría ser que otros hubieran desembarcado antes, buscando causar problemas? ¿Estarían desembarcando ahora? Los fanáticos no eran incapaces de usar a una niña. En los tiempos de su abuelo, poco después del Tratado de Separación, los botes llegaban con decenas a bordo. Algunos buscaban asilo, otros eran misioneros. Ocasionalmente habían llegado insurgentes armados ocultos entre ellos.

    Su padre le había advertido que tuviera cuidado al distinguir entre ellos. Los creadores de mitos son una raza de pensadores confusos, decía. Ninguno de ellos tiene derecho a los beneficios de la República a menos que esté dispuesto a adaptarse por completo. Cuando dudes, mándalos de vuelta.

    Dime, Kailani, dijo, ¿viniste sola?

    ¿Viste a alguien más en el bote?

    No. Reorganizó los clips en el escritorio de una fila horizontal a una columna vertical. Pero es difícil creer que alguien tan... joven como tú haya podido cruzar el océano sola.

    Estoy sola.

    ¿Cómo es que logra terminar cada oración como si la entrevista hubiese acabado? Persistió. ¿Te envió alguien?

    ¿Por qué harían eso?

    No lo sé. Por eso pregunto. Sería útil, Kailani, si cooperaras. Violaste nuestras fronteras y rompiste nuestra ley. Estás metida en unos cuantos líos y estoy tratando de ayudarte.

    Ella asintió, sin discrepar pero sin prestar mucha atención tampoco, y volvió a juguetear con el moño.

    Él revisó sus dedos. El temblor que lo había aquejado desde que Miriam se fue estaba de vuelta. Hizo su mejor esfuerzo por controlarlo. ¿Podrías, por favor, mirarme cuando te hablo? Tengo curiosidad acerca de por qué emprendiste un viaje tan peligroso tú sola.

    Soy la hija del mar y el cielo. No estaba en peligro.

    Fe ciega. Tendría que ocurrírsele un mejor enfoque, o—

    ¿Es cierto que castigan a la gente por creer? dijo ella.

    Él perdió su tren de pensamiento. Nosotros no—

    ¿Y que niegan al Señor Kanakunai y su don del Espíritu?

    Casi las palabras exactas de Olakai, su supuesto profeta, antes de que lanzara la cuarta guerra santa. ¿Por qué niegan a Kanakunai? rugió él. Siguieron veinte sangrientos años, que terminaron solo cuando se firmó el Tratado de Separación.

    Carlson la miró con más suspicacia. Veo que tu gente te ha lavado el cerebro. Aquí, en la República, no rechazamos ninguna idea sin pensarlo dos veces, pero no aceptamos a su dios solo porque ustedes lo dicen. Lo que tú llamas creer está basado en mitos, sin embargo tu gente lo sigue con una certeza ciega.

    Ella volvió a deslizarse en la silla, subió los pies y abrazó sus rodillas. No entiendo, dijo, con algo menos que certeza ciega.

    Él utilizó la ventaja. "¿Qué no les enseñan historia en las Tierras Benditas? Esta es su lección—los mitos ensucian la mente y desatan las pasiones que

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