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Amigas entrañables
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Libro electrónico135 páginas2 horas

Amigas entrañables

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Información de este libro electrónico

Con su magnífica narrativa, una vez más, Erica Ruessli nos brinda una novela intensa, cargada de pasión, de ternura y de dolor. Situaciones vividas por tres amigas a quienes la vida les presenta la tristeza, la felicidad, la traición y la pasión, todas ellas vivencias experimentadas desde su juventud.
La escritora nos permite disfrutar, desde una perspectiva amplia y conmovedora, de una intensa trama, con hechos narrados con singular maestría. También podemos apreciar la particular y detallada descripción de lo cotidiano entremezclado con lo sorprendente; tres amigas de distintas procedencias, con diferentes capacidades de amar y de olvidar, unidas por el lazo de la solidaridad y la comprensión, que dan cuerpo a esta bella historia de amor y de amistad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 may 2019
ISBN9788412049008
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    Amigas entrañables - Erica Ruessli

    Erica Ruessli

    Amigas entrañables

    1ª edición en formato electrónico: mayo 2019

    © Erica Ruessli (www.libros-ericaruessli.com)

    © De la presente edición Terra Ignota Ediciones

    Diseño de portada: ImatChus

    © De la ilustración de cubierta Leticia Casati Morales, Retrato de tres mujeres.

    Terra Ignota Ediciones

    c/ Bac de Roda, 63, Local 2

    08005 – Barcelona

    info@terraignotaediciones.com

    ISBN: 978-84-120490-0-8

    IBIC: FA 2ADS

    La historia, ideas y opiniones vertidas en este libro son propiedad y responsabilidad exclusiva de su autor.

    Cualquier parecido con personas reales, vivas o fallecidas, es pura coincidencia.

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

    Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

    Capítulo primero

    Capítulo segundo

    Capítulo tercero

    Capítulo cuarto

    Capítulo quinto

    Capítulo sexto

    Sombra mía…no me sigas

    Con el alma acongojada camino sola por la vida,

    sin manos que me detengan, ni moral que me turbe,

    mis desvaríos pregonan el amor prohibido;

    la indiferencia no oye mis dolorosos gritos.

    Solo tú, intrusa inmutable, todo lo mío lo sabes.

    Cómplice álgida, inconsciente; te quedas callada, oscura, impune;

    Tú que vives por mí, no escuchas mis lamentos.

    Todo me permites, todo lo apruebas, en nada me ayudas.

    No tienes sentimientos, no tienes conciencia. ¡Déjame sola andar ausente por la vida!

    No me sigas, testigo indeseable de todas mis vivencias,

    y aun así necesito de tu silenciosa presencia.

    Si me dejas, muero, y si muero, te llevaré conmigo.

    Cuando el sol naciente me cubre, me escondo de ti;

    Guardaespaldas que no me cuidas, que vas de mi lado y,

    osada, me adelantas, para guiar mis pasos.

    ¡Déjame!…Insensible confidente de mis pecados;

    Mis rutas no las conoces, tampoco mis pensamientos.

    Quiero ir libre a rogarle a mi amado, pero al verte me detengo;

    Eres prejuiciosa, prudente, sin sentimientos.

    No tienes alma, me estorbas, pero sigilosa me detienes, me regresas.

    ¡No me sigas! No te quiero más conmigo, fisgona de mis actos;

    Vas de un lado a otro, me rondas, me controlas,

    me acusas, me condenas…me detienes.

    ¡No me sigas!…No te quiero más conmigo. Mi índice cometerá el fraticidio perfecto…

    Presionaré el gatillo hacia mi corazón, y viéndome, no podrás detenerme.

    Te llevaré hasta mi tumba, compartiremos el mismo féretro; y, dentro,

    del sepulcro silente, ya no te veré, aunque sigas siendo mi sombra.

    Nilda Saba Seman

    Para Luzia

    No andes detrás de mí, quizás no sepa guiarte;

    No andes delante de mí, quizás no quiera seguirte;

    Anda al lado mío, para poder caminar juntas.

    Sabiduría indígena norteamericana

    Anoche soñé que oía a Dios gritándome: ¡Alerta!

    Luego era Dios quien dormía, y yo gritaba: ¡Despierta!

    Antonio Machado

    Parada frente al ventanal, Manuela miraba el jardín de su casa. Dejó que sus pensamientos volaran. No pensaba en nada puntual; simplemente miraba sin ver. El día había amanecido soleado, diáfano, con pocas nubes. El informe meteorológico español había anunciado temprano que, después de mediodía, llovería. Manuela posó su mirada en la Ponciana ubicada en el centro del jardín. Tenía la apariencia de un gran hongo verde, cuya superficie estaba cuajada de flores anaranjadas, tupidas, como un gorro de colores. Aparte de mostrar su indescriptible belleza, el árbol era el hábitat de un sinnúmero de aves coloridas, incluyendo los colibrís importados de la región andina peruana, los cuales, prontamente acostumbrados al medio ambiente, construían sus nidos entre las ramas. Era el árbol más antiguo de la finca sevillana y un ícono para Manuela, quien adoraba a los gigantes verdes.

    Aún era temprano y predominaba el silencio. Manuela ajustó el cinturón de su bata de entre casa, y se encaminó a la cocina para poner a hervir el agua para su café matutino. Colocó en la tostadora dos tajadas de pan blanco, exprimió el jugo de dos naranjas y abrió la ventana. Entró el aire puro, limpio, que ella aspiró con toda la capacidad de sus pulmones. Manuela adoraba ese momento de la mañana, el ritual de preparar el café, untar las tostadas con miel de abeja o a veces con aceite de oliva y sal, mordisqueando una suave magdalena¹, y sentándose a disfrutar plácidamente su desayuno.

    Con su gargarismo, el hervidor anunciaba que el agua estaba lista para el café. Pero otro sonido más sordo llamaba la atención de Manuela. Se acercó al corredor, donde se ubicaba el teléfono, y vio que del aparato de fax salía una hoja escrita. Volvió a la cocina, desconectó el hervidor de agua y vertió el líquido elemento al tamiz de la jarra cafetera, donde previamente había vertido la cantidad exacta de café molido.

    Con la taza humeante en la mano, se acercó nuevamente al fax y extrajo la hoja de la gaveta. Tomó unos cuantos sorbos del líquido caliente y se sentó en la silla, junto al teléfono para leer el mensaje. Eran apenas cinco líneas. Sus ojos volaron varias veces sobre el mensaje, una y otra vez. No podía dar crédito: Luzia había muerto. Desde Lima se lo anunciaba Almudena, su amiga, casi hermana, quien también lo era de Luzia. Manuela sentía un vacío como si alguien hubiera golpeado su estómago. ¡Luzia! La amiga de su juventud, con la que había compartido tantas cosas, buenas y malas.

    Con el papel en una mano y la taza en la otra, Manuela se encaminó a la sala y se sentó en una de las butacas, frente al ventanal que daba al jardín. ¡Luzia muerta! Volvió a leer el mensaje. No lo podía creer. Sintió una sensación de frío, un frío de muerte, que le recorría todo su cuerpo. ¿Pero qué fue lo que había sucedido?

    Tiritando repentinamente de frío, envolvió sus piernas con una manta y, mirando siempre hacia el verdor del jardín, trataba de recordar cómo se habían conocido, los momentos que habían compartido, Luzia y ella, allá por la década de los años sesenta, en el Perú.

    1 Bizcocho muy suave.

    Capítulo primero

    Luzía

    Por el lado materno, Luzia Phedretti era de origen italiano, de Padua.

    Su madre, Chiara Phedretti, había sido médica. Después de concluir sus estudios de medicina a principios de la década de los años veinte —cosa poco usual en mujeres de aquella época—, Chiara viajó a la China, puntualmente a Shanghai, ciudad muy atrasada en ese entonces, donde ejerció su profesión para los pobres más pobres de esa localidad. Se convirtió en la doctora itinerante, viajando a las provincias, pueblos y aldeas más alejados para ayudar a la gente abandonada. Solía desplazarse a caballo, burro o en carretas, en las que transportaban los productos agrícolas. Viajes sumamente pesados, algunos. Nunca se supo qué la motivó para vivir en ese país. Las malas lenguas, procedentes de su propia familia, cuchicheaban a sus espaldas que era debido a un desengaño amoroso, cosa que ella nunca confirmó ni desmintió. Siempre había sido una persona introvertida. Así vivió varios años, hasta que contrajo una enfermedad que le impidió seguir con esa pesada carga viajera. Transcurrió casi un año para que lograra su curación, y cuando estuvo presta a seguir laborando, le ofrecieron un trabajo más estable en uno de los hospitales de Shanghai. No quedó muy convencida de este cambio, y lamentaba tener que dejar a sus pacientes, quienes, si bien pobrísimos, le estaban muy agradecidos, y aceptó esa labor.

    En 1937, Shanghai, al igual que otras ciudades chinas, fue atacada e invadida por los japoneses, los que se retiraron recién en 1945. El comercio y la incipiente industria se paralizaron. Las carencias eran inconcebibles; faltaba de todo. Shanghai, construida originalmente sobre terreno pantanoso, era tristemente célebre por sus antros de vicio, fumaderos de opio y burdeles de toda clase. Un paraíso para los aventureros.

    Chiara hizo todos los esfuerzos posibles para acostumbrarse a su nuevo trabajo. Los colegas chinos y el personal de enfermeras en ese hospital —si se les podía denominar como tales— no solo no la respetaban, sino que a duras penas la toleraban. El carácter pedante y disciplinado de la italiana no era compatible con la mentalidad corrupta china de esa época. Las quejas injustificadas ante la dirección del hospital contra la extranjera no se hicieron esperar. Y cuando una paciente, una china adinerada, atendida por la doctora Phedretti, falleció, según los colegas chinos, por una negligencia de la italiana, Chiara fue expulsada del hospital, y de paso de la China. Le dieron 48 horas para desaparecer, caso contrario, la llevarían ante un tribunal, acusada de negligencia. Gracias a un colega alemán, médico pediatra, logró viajar al día siguiente a Alemania, debiendo dejar todo lo que durante tantos años le había sido tan querido.

    Corría el año 1943, y Alemania estaba en plena guerra. El nacional-socialismo seguía convencido de ganar la cruenta guerra, iniciada por ellos mismos, aunque ya en ese momento había certeros indicios de que probablemente no lo iban a lograr. Faltaba personal médico y de enfermería en todos los hospitales y, gracias a esa circunstancia, Chiara consiguió una plaza en uno de los principales hospitales en Berlín. Si bien al principio se sentía contenta por haber logrado un trabajo remunerado en Alemania, muy pronto tuvo que admitir que este se complicaba conforme avanzaba la guerra. La propaganda nazi era omnipresente y ella, italiana, tampoco aquí era bien vista, a pesar de la alianza bélica germano-italiana. Había conseguido un pequeño departamento de dos habitaciones, húmedas, mal ventiladas y oscuras, en las inmediaciones del hospital. Fue lo único que le era posible solventar con su salario médico. Al principio vivía sola; luego compartió el lugar con un joven alemán, campesino de oficio, de quien se había enamorado, y quien le ayudaba con los gastos.

    Al año de estar en Alemania, al final de 1944, nació Luzia. Era una criatura delgadita, rubia, de ojos verdosos, de una salud precaria, consecuencia de la deficiente alimentación de la madre durante el embarazo. Requería de un cuidado especial. Chiara llevaba a la pequeña todos los días al hospital, donde habían instalado una especie de guardería y donde las demás madres trabajadoras dejaban a sus criaturas al cuidado de dos mujeres mayores, mientras se dedicaban a sus labores. La situación empeoraba día a día. Las carencias alimenticias aumentaban. Los ataques aéreos de los aliados estaban a la orden del día, y ya nadie se hacía ilusiones respecto de ganar esa guerra

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