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El aprendiz y los maestros del gremio
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Libro electrónico385 páginas5 horas

El aprendiz y los maestros del gremio

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Información de este libro electrónico

Apasionante relato basado en hechos reales que narra la trayectoria vital de un ejecutivo quien, en pleno éxito de su carrera profesional, se ve sumido en una profunda depresión de la que es inesperadamente rescatado por una misteriosa voz que resuena en su pecho. Esa sorprendente circunstancia le obliga a dar un giro a su vida y a partir de ahí, tras un acto realizado por el impulso de su corazón, sucede un hecho extraordinario sobre el que no ha tenido control alguno.
Intrigado por la característica del mismo, inicia un proceso de investigación y experimentación que durará veintitrés años, con el propósito de encontrar los vínculos de causa y efecto existentes entre los actos y sus consecuencias. A lo largo de ese tiempo, siguen produciéndose otros hechos incomprensibles: circunstancias y personajes que le ayudan en su difícil camino y le orientan en cuanto a lo que debe ser su verdadera misión en la vida.
El autor -en función de su propia experiencia y de la investigación realizada- nos cuenta que fuerzas que están más cerca de lo que creemos y que son más accesibles de lo que percibimos pueden ser utilizadas para lograr nuestros objetivos, aunque no siempre coinciden con lo que queremos. Para ello, es necesario pertenecer al Gremio en el que los maestros que nos acompañan, presentes y ausentes, cuidan de nosotros y nos despejan el camino.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 may 2019
ISBN9788417935634
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    El aprendiz y los maestros del gremio - Enric Monturiol

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Círculo Agnati S.L.

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    ISBN: 978-84-17935-63-4

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    INTRODUCCIÓN

    «Quien no sabe ni siquiera lo corriente es una bestia entre los hombres; quien conoce con precisión solo las cuestiones humanas es un hombre entre las bestias, pero quien sabe todo lo que se puede conocer mediante la energía intelectual es un dios entre los hombres».

    Filósofo antiguo.¹

    Según una encuesta realizada por la Compañía Global de Investigación y el Instituto de Investigaciones Sociales (IPSOS) en el 2011 —en base a una muestra de 18.000 entrevistas en 23 países—, un 51% de los entrevistados declararon creer en la existencia de Dios, un 18% que no creen, y casi una cuarta parte (un 26%) se mostraron indecisos y confusos al no saber lo que les espera después de la muerte; por lo tanto, tenemos a casi tres cuartas partes de la población mundial que, de una forma u otra, se interrogan sobre si lo que percibimos es definitivo… y, aun a pesar de esa inquietud, seguimos comportándonos de una forma en la que pareciera no importar las consecuencias de tal eventualidad.

    Cuando me preguntan si creo en Dios, mi respuesta es: «depende de lo que se entienda por Dios». Si me preguntan si creo en la existencia de vida después de la vida, mi respuesta es: «depende de lo que se entienda por vida». Pero si la pregunta es si creo en la permanencia de nuestra conciencia después de la muerte, mi respuesta es que sí. Por esa razón, trato de seguir el consejo de mi abuela cuando, de pequeño, me decía que hay que ahorrar para la vejez; en este caso, la vejez de mi existencia va más allá de la percepción que tengo de ella porque son muchas las evidencias de que, una vez que mis órganos de percepción hayan colapsado y que mi cuerpo deje de mantener las constantes vitales conocidas, la conciencia seguirá viva y nuestro «yo» se percatará de ello.

    Conceptos como el de Dios o de la vida más allá de la muerte, a estas alturas de principios del siglo XXI, tienen que ser más elaborados de lo que han sido en los pasados cinco mil años. La pregunta ya no es si somos ateos o no, sino si creemos en la existencia de un mundo superior, inferior o paralelo— del que apenas conocemos nada y la posibilidad de que ese mundo sea mucho más accesible de lo que— a priori — nos parece.

    Puedo entender que, cuando alguien está sumido en la ignorancia, siga utilizando conceptos más globales y abstractos, pero en plena era de la información, en la que el conocimiento está al alcance de miles de millones de personas, conviene que seamos más cautos y precisos al utilizar las palabras para definir determinados conceptos. En la Europa de principios del año mil, solo el 10% de la población sabía leer y escribir pero, de acuerdo a los datos del Instituto de Estadísticas de la UNESCO², el nivel de alfabetización en el mundo, en el año 2010, asciende ya al 85,7% del total de la población, por lo que ya va siendo hora de que antiguos modelos sobre los que se construyeron los pilares de la sociedad —a lo que comúnmente llamamos sistema— sean cuestionados, y si las personas quieren saber de dónde vienen, dónde están y a dónde van, es recomendable que empiecen a rechazar los tipos de educación que reciben y busquen por sí mismos las respuestas a sus inquietudes, que herramientas no les van a faltar. Internet nos aporta a día de hoy una impresionante accesibilidad al conocimiento y lo que antes era labor de eruditos que invertían su vida en el estudio de los clásicos, hoy, determinada información, convenientemente contrastada, está al alcance de cualquier persona que tenga un mínimo de curiosidad.

    En palabras de quien fue destacado diplomático y embajador de España ante la Santa Sede, Gonzalo Puente Ojea en su libro Animismo. El umbral de la religiosidad:

    Los poderes de dominación y explotación tienen su principal soporte y aliado en la ignorancia de sus víctimas —individuos o pueblos—, pues en el conocimiento y la información de los gobernados radican los motores y los instrumentos decisivos de su emancipación. Estos poderes perpetúan y fomentan la rutina social de los pseudosaberes ancestrales, protegida por marcos legales e institucionales represores de todo intento de subversión, y se atrincheran eficazmente en los mecanismos colectivos que aseguran la reproducción ideológica del sistema.³

    Lo que entendemos por sistema no es más que un entramado de leyes y normas que tratan de regular la convivencia entre seres vivientes y que nos vienen dados a través del proceso educativo. Sin embargo, ese sistema —que se ha ido formando en el mundo occidental a base de miles de años de prueba y error— ha sido elaborado por aquellos que supuestamente estaban en posesión del conocimiento y que, como he comentado, pertenecían a ese 10% de la población que sabía leer y escribir: la élite. En consecuencia, esta élite ha desarrollado una serie de normas que, de forma sutil, fundamentalmente protege sus intereses y privilegios y mantiene bajo control ciertas veleidades de libertad del ser humano, y eso no hay que perderlo de vista.

    El sistema y las personas que hemos sido educados en él somos resistentes al cambio. El sistema, porque a lo largo de esos miles de años ha elaborado una sutil estructura de privilegios que no quiere perder y las personas, porque aprendemos valores que nos son impuestos y —en otros tiempos por ignorancia y actualmente por pereza— seguimos a pies juntillas aquello que se nos enseñó sin actualizar los contenidos; nos movemos como zombis sin un propósito más que el de gozar de los bienes que acumulamos, jugar con la tableta y pasarlo lo mejor que podemos porque, a fin de cuentas, son cuatro días, pero no es cierto… porque a la vuelta de la esquina nos vamos a llevar la sorpresa de que no son cuatro días sino que seguiremos despiertos y vivos pero sin nuestros juguetes y, entonces, desnudos frente al espejo, nos preguntaremos…:«What the fuck?».

    Lo peor de todo es que ciertos medios de comunicación —una herramienta al servicio del sistema— siguen anclados en los viejos paradigmas y nos recuerdan a diario lo que debemos creer y lo que no podemos hacer. En muchas ocasiones escucho a periodistas que se muestran indignados cuando se les hace responsables de la información que nos llega a la vez que ellos se definen a sí mismos como meros mensajeros, pero cuando esos mensajeros están sujetos a las dictaduras de la audiencia y al poder del dinero de la publicidad, poco les importa que la información sea rigurosa. Pondré un ejemplo: cuando un Papa muere, miles de periodistas se desplazan al Vaticano para cubrir el Cónclave y la elección de un nuevo Papa. Se especula, se hacen apuestas y rankings de papables como si en ello nos fuera la vida. También se desplazan allí cientos de miles de personas con la esperanza de ver salir el humo blanco de la chimenea y batir sus palmas ante el annuntio vobis guadium magnum pero, la simple lectura del libro Los Guardianes de las llaves de cielo, de Roger Collins⁴, quizá les haría reflexionar acerca de la caterva de personajes que, erigiéndose a sí mismos como interlocutores oficiales de Dios, nos han utilizado durante dos mil años para satisfacer exclusivamente sus propios intereses terrenales. Si la elección de un nuevo Papa se contempla exclusivamente como un espectáculo de tradiciones folclóricas, está bien porque, como espectáculo televisivo, no anda lejos del campeonato mundial de fútbol, pero si de ello esperamos que surja un guía que nos aclare e instruya acerca de los misterios de la vida y de la conciencia después de la muerte, mejor apaga y vámonos porque hoy en día hay quienes pueden iluminarnos mejor.

    El ser humano, desde que adquirió conciencia de sí mismo, ha percibido —en lo que llamamos experiencias de éxtasis, experiencias cercanas a la muerte, experiencias fuera del cuerpo, etc.— la presencia de un mundo que ignora y lo supera.

    La existencia de esa percepción está fuera de toda duda habida cuenta de los miles de casos registrados y estudiados de personas que, de forma individual, han tenido acceso a visiones, experiencias e incluso adquisición de poderes extraordinarios y a la comprensión de este mundo han dedicado innumerables esfuerzos. Incluso la CIA se ha interesado en ello⁵, pero cinco mil años después de lo que fue la aparición de las primeras civilizaciones conocidas, aún no se ha logrado resolver el gran enigma e indefectiblemente se vuelve siempre al punto de partida. Al esclarecimiento de ese gran misterio han querido contribuir las religiones, la filosofía, la medicina, la psicología, la biología, la química y, últimamente, la física y, aun así, seguimos discutiendo del sexo de los ángeles y peleándonos los unos con los otros en defensa de una supuesta verdad que en realidad ignoramos.

    Creo que esta duda parte de un planteamiento erróneo consistente en que buscamos una única realidad que nos lo explique todo y, sin embargo, no nos preguntamos acerca de la posible existencia de realidades distintas llenas de matices y sutilezas. Esta distinción es importante porque, en el momento en el que buscamos una realidad, ponemos por delante un axioma antropomórfico mediante el cual el hombre y su circunstancia están en el centro de todo. Sin embargo, la posibilidad de distintas realidades nos reduce a una singularidad en el Universo, lo cual no nos hace mucha gracia. Como decía un amigo mío sin mucha finura: «En el fondo, creo que somos bichos».

    En la base de ese antropomorfismo están la conciencia, la percepción y la consciencia, de forma que tenemos conciencia de lo que percibimos y a su vez somos conscientes de ello. Pero ¿de dónde surge esa conciencia? Y, sobre todo, ¿dónde está? Hasta en eso no nos hemos puesto de acuerdo, pues sigue existiendo un debate importante en cuanto a la diferencia entre conciencia y consciencia, lo cual me sorprende bastante porque no es lo mismo ser consciente, que se refiere a un estado de percepción de todo cuando nos rodea en una realidad presente, que tener conciencia de algo, que se focaliza más a tener un conjunto de conocimientos obtenidos a través de la observación, el estudio, la experimentación y el razonamiento; pero, en fin…. ese es un debate para filólogos; personalmente me quedo con que conciencia y consciencia son conceptos diferentes aunque estén ambos relacionados con el conocimiento y, por lo que a este libro se refiere, en los estados de percepción es de donde surge el problema.

    Estos estados de percepción son dos: los que se derivan de la percepción sensorial y aquellos que provienen de fuera de los sentidos. ¿Existen esos otros? Por supuesto que existen y a las miles de pruebas y casos estudiados me remito, pero la discusión radica en si esas percepciones extrasensoriales son creadas por el propio cerebro o, por el contrario, se encuentran fuera de él.

    Para los filósofos racionalistas, psicólogos y científicos resulta impensable la existencia de otro espacio de consciencia que no sea el propio cerebro. Sin embargo, esos mismos filósofos, psicólogos o científicos no han sido capaces de demostrar —hoy por hoy— lo que es la consciencia en sí, su origen, su naturaleza, el lugar en la que se encuentra dentro del cerebro ni la forma de medirla, por lo que nos encontramos con una terrible paradoja: es como decir… está ahí pero no sabemos dónde está.

    Por otro lado, los filósofos más orientados a la metafísica, dicen que esas percepciones no surgen del cerebro sino de un mundo que excede a nuestra normal percepción y que, por supuesto, nos gustaría saber lo que es, cómo es y dónde se encuentra.

    A ellos se añaden los psicólogos que defienden que ese mundo solo es accesible a través de lo que denominan «los estados alterados de conciencia», frase que tiene su enjundia, porque dan por supuesto que una percepción extrasensorial es una alteración de la percepción común, como si fuera un derivado de esta, lo que no deja de seguir siendo una visión estrictamente antropomórfica. Quizá fuera más adecuado el término «estado desconocido de conciencia».

    Si esos no fueran suficientes, al debate se agregan los religiosos, y dan una fórmula creativa: no hay estados alterados de conciencia ni percepciones extrasensoriales sino que todo son milagros y dones de Dios, un ser exterior, omnipotente y omnipresente, que determina y decide nuestras vidas, que premia y castiga, y al que tenemos que rezar para conseguir su gracia pero…. que nadie ha visto ni conoce pero que, aun y así, debemos creer en Él, tener fe y obedecerlo.

    Finalmente se encuentran los científicos, quienes, en su empeño de establecer una correlación lineal entre causas y efectos, siguen buscando la fórmula que justifique la unificación de todas las fuerzas, dando por supuesto que dichas fuerzas responden a un único axioma (que es el que entendemos) y no contemplando que pueda haber axiomas que escapen a nuestra percepción.

    Ya he comentado que si me preguntan si creo en la continuidad de la conciencia individual después de la muerte mi respuesta es afirmativa y si lo hacen acerca de consciencias superiores que en alguna forma orientan y dirigen nuestra vida, mi respuesta también es afirmativa, así que no niego ni la existencia de Dios ni de la vida después de la muerte, sino que todo depende del enfoque, el nombre que les demos a las cosas y los matices que hagamos.

    A lo largo de mis catorce años como profesor universitario, siempre les dije a mis alumnos que un profesor es aquel que ha leído quinientos libros y resume su esencia en cincuenta folios. Si además es buen profesor, estimula a los alumnos a no creer nada de esas cincuenta páginas y a comprobar por sí mismos si esas son correctas —pues puede que en alguna de ellas haya algún error— o que, relacionándolas todas, investigue y pueda descubrir un nuevo enfoque.

    Este libro trata de eso: de la continuidad de la consciencia después de la muerte; de la existencia o no de consciencias superiores que orientan y dirigen nuestra vida y de nuestra capacidad o no para manejar los acontecimientos y circunstancias en las que nos encontramos a lo largo de ella, pero, en lugar de especular filosóficamente sobre tales posibilidades, he tratado de documentarme lo suficiente como para argumentar y llegar a unas conclusiones que, hoy por hoy, son las que creo.

    Entre julio de 1995 y marzo de 1996 fui sujeto pasivo de una serie de experiencias que cambiaron el rumbo de mi vida. Dichas experiencias —por lo inusual e inesperado de las mismas— las he relatado en el primer capítulo de este libro, pero me he pasado veintitrés años investigando, actuando y experimentando, con el fin de entender el mundo en el que vivimos, la razón por la que vivimos y, en definitiva, el sentido de todo cuanto nos rodea y, a poder ser, sacarme el pasaporte para que, a la vuelta de la esquina, no tenga que preguntar: «What the fuck?», sino decir simplemente: «¡Hola, ya he vuelto a casa con la misión cumplida!». Las conclusiones a las que he llegado las encontrará el lector en el epílogo.

    No soy lo que se dice un académico. Los académicos son personas que dedican su vida al estudio e investigación rigurosa y pormenorizada de una serie de temas con el fin de llegar a algún tipo de conclusiones que aporten un nuevo conocimiento a la sociedad y, a su vez, les procure algún prestigio. Si bien es cierto que en algún momento de mi vida se me pasó por la cabeza dar a mis investigaciones un contenido más profesional, el mundo académico es para mí como un protón con carga positiva que repele mi natural positivismo: ni tengo la paciencia de pasarme años entre libros buscando citas ni tengo el ego suficiente como para que me admiren por el trabajo realizado. En este sentido me considero una persona muy mediocre, con más carencias que excesos, que solo entiende las cosas cuando se expresan en un lenguaje corriente y de esa forma he intentado también comunicarme con mis lectores. Admiro a los académicos por el detalle de sus investigaciones y el tiempo que dedican a ellas, pero me aburren por dos razones: la primera porque en muchas ocasiones debo leer una frase cinco veces para entender lo que quieren decir y la segunda porque a veces me parecen excesivamente teóricos, lo suficiente como para que lo que dicen o pretenden decir acabe quedando solo en el mundo de las ideas (incluso, en ocasiones, de las especulaciones) sin una materialización práctica, o como mera discusión académica que solo la entienden quienes forman parte del grupo. En este sentido, estoy bastante de acuerdo con Louis Pawels y Jacques Bergier, quienes, trazando similitudes entre las sociedades secretas rosacrucianas y los científicos, en su libro El retorno de los brujos, decían:

    Podemos imaginar, en el transcurso de los tiempos, una sucesión de espíritus desmesurados que se comunicaban entre ellos. Tales espíritus saben con evidencia que no tienen ningún interés en hacer alarde de su poderío (…). Obligados a una especie de clandestinidad, estos hombres solo pueden establecer contactos satisfactorios con sus iguales. Basta pensar en las conversaciones de los médicos alrededor de una cama de hospital, conversaciones mantenidas en voz alta y de las que nada llega al conocimiento del enfermo, para comprender lo que queremos decir, sin tener que ahogar la idea en la niebla del ocultismo, de la iniciación, etc. En fin, es natural que los espíritus de esta clase, empeñados en pasar inadvertidos simplemente para que no los molesten, tienen otro trabajo que jugar a conspiradores. Si forman una sociedad, es por la fuerza de las cosas. Si tienen un lenguaje particular, es que las nociones generales que este lenguaje expresa son inaccesibles al espíritu humano ordinario.

    Me niego a aceptar que el conocimiento pueda ser exclusivamente patrimonio de personas que forman parte de esos «espíritus desmesurados». Algo de eso puede explicarse en un lenguaje corriente. Si algo soy es una persona asquerosamente práctica, cualidad (si es que lo es) que me viene desde que era un adolescente, época en la que mantuve constantes discusiones con mi hermano —un hombre de mente demasiado brillante y con un coeficiente de inteligencia elevado— en las que yo defendía que cualquier buena idea que no se ponga en práctica no sirve para nada. Entiendo que en este mundo tiene que haber personas de todo tipo pero los que finalmente acaban cambiando las cosas son aquellos que se arriesgan a probar la viabilidad de las ideas.

    De lo que trata el libro es de cómo unas experiencias personales no previstas —que viví con inusitada sorpresa y consternación— me llevaron a un proceso de investigación y de la forma en cómo he quedado —después de experimentar con ello— más o menos satisfecho con el resultado de las mismas. Esas experiencias las podrá encontrar el lector en los capítulos I, III y V y la investigación realizada en los capítulos II y IV.

    La tesis expuesta tiene la combinación de ambos elementos: teoría y experimentación práctica, aunque esta última haya sido dolorosa y me haya llevado a la más absoluta ruina. Sin embargo, no me arrepiento de haberlo hecho porque posteriormente he aprendido que, cuando se hace lo que hay que hacer, sin miedo, trazando una línea recta entre los sentimientos, pensamientos, palabras y acciones, el resultado que se obtiene supera cualquier meta que nos hayamos propuesto, entre otras cosas porque, cuando se actúa de esa forma, ya no hay metas sino que todo es un proceso continuo de creación y crecimiento.

    Ahora ya no experimento sino que, alejado de toda esperanza de obtener resultados, simplemente pongo en práctica lo que defiendo en este libro y resulta que, habiendo abandonado lo que quería probar, en un acto de humilde rendición, lo pretendido acaba haciéndose realidad.

    Note el lector que no he dicho que «sorprendentemente» acaba haciéndose realidad. La razón de que no me sorprenda es que, después de estudiado y analizado casi todo lo que desde diversos ángulos se ha escrito sobre la materia, ese tenía que ser indefectiblemente el desenlace final, lo cual es una confirmación más de la Ley de la Paradoja que en su momento desarrolló el psicólogo Viktor Frankl, uno de mis referentes:

    Cuanto más te empeñas en hacer una cosa, menos la consigues. Cuando te olvidas de la meta, esa surge por sí sola.

    A partir de ahí cada uno es libre de llegar a sus propias conclusiones, rebatirla, atacarla o aceptar la tesis como posible pero, si no estuviera convencido de que lo que en ella expongo puede ser de gran utilidad para quienes buscan respuestas que no encuentran, no me hubiera desnudado de la forma en la que lo he hecho. A fin de cuentas, eso me da relativamente igual porque, como dicen los sufís: «Estoy en este mundo sin ser de este mundo». Justamente por vivir y gozar de ese mundo paralelo es por lo que finalmente «los maestros del Gremio» me han empujado a compartirlo con los lectores, quizás con la humilde esperanza de que el esfuerzo realizado haya valido la pena, aunque solo sea para unas pocas personas que se atrevan a poner en práctica las tesis que defiendo en él.

    Soy consciente de que un elevado porcentaje de seres humanos pasan por la vida sin plantearse estos temas: aceptan la vida tal y como les viene y tratan de disfrutarla como buenamente pueden hasta que llega su muerte; algunos, por el camino, adquieren conciencia acerca de lo que los rodea, y se preocupan en mayor o menor medida por ello y por sus semejantes, mientras que a otros eso les es absolutamente indiferente y de lo que se preocupan es de pasarlo lo mejor posible a costa de quien sea o de lo que sea. Cualquier posición es aceptable porque en la naturaleza del universo está la polaridad y, como dice Scott Peck:

    Nadie está legitimado para juzgar las acciones de otros si no está absolutamente seguro de que en iguales circunstancias habría actuado de forma diferente⁷.

    Como las circunstancias nunca pueden ser iguales para dos sujetos diferentes y la seguridad de una acción distinta tampoco existe, no tiene sentido juzgar los comportamientos ajenos. Allá cada uno con los suyos.

    Basar la vida de uno en la fe de que más allá de la vida existe el paraíso entiendo que es difícil y esa es la razón por la que he escrito el libro y, a través de él, poder compartir con mis lectores que hay un enfoque que no requiere de fe sino saber leer, correlacionar datos y actuar en consecuencia, de forma que la existencia de ese misterio deje de serlo.

    El objetivo del libro responde a una pregunta: ¿y si fuera posible argumentar sólidamente que ese misterio no lo es tanto y que está a nuestro alcance? Si eso fuera posible, no se necesitaría tener fe, porque esas fuerzas superiores que organizan, dirigen y orientan nuestra vida no necesariamente son externas sino que forman parte de un todo en constante crecimiento —del que formamos parte— e incluye elementos propios basados en el coraje, el esfuerzo y otras muchas características que explicaré en un segundo libro dentro de un tiempo. La fe no se tiene sino que se ejerce.

    CAPÍTULO I

    LOS HECHOS

    «Los hechos no dejan de existir aunque se los ignore».

    Aldous Huxley (18941963) Novelista, ensayista y poeta inglés.

    DEMASIADAS CASUALIDADES

    Como joven ejecutivo de una multinacional americana, con 29 años fui nombrado Coordinador de Marketing para Latinoamérica —con residencia en Buenos Aires— y, un año más tarde, Director de la División de Gran Consumo en Chile.

    Debido a esa circunstancia, mi esposa Rosa, mi hija —con un mes escaso de vida— y yo nos trasladamos a una magnífica residencia del barrio de Las Condes, en Santiago de Chile, rodeada de un hermoso jardín. La casa era de una sola planta y el dormitorio principal —una suite con baño incorporado— daba directamente al jardín. La noche del martes, 15 de enero de 1985, a eso de las tres y cuarto de la madrugada, Rosa se despertó y se levantó de la cama para ir al baño. Ella sabía desde antes de casarnos que tengo un sueño ligero, por lo que en otras ocasiones, cuando se levantaba de madrugada, jamás encendía la luz de la mesilla que había junto a la cama; sin embargo, en esa ocasión —vaya el lector a saber por qué— lo hizo y yo, que estaba durmiendo profundamente, recibí un destello de luz azulada de tal intensidad que inmediatamente abrí los ojos sin ningún atisbo de somnolencia.

    Aquel resplandor me despertó de inmediato como si fueran las doce del mediodía y estaba lo suficientemente lúcido como para verla caminar hacia el baño. En cuanto abrió la puerta, gritó: «¡Kike, la escopeta!». Eso provocó que yo saltara como un gato desde mi cama hacia el armario donde guardaba una escopeta que mi casero había incluido entre los bienes en alquiler. La cuestión es que, gracias a que ella había encendido circunstancialmente la luz de la mesita de noche, al abrir la puerta del baño, pudo ver al trasluz de la ventana que un hombre se estaba introduciendo en él y eso motivó que reaccionara de esa forma. Afortunadamente el hombre huyó y todo quedó en un buen susto, pero siempre pensé que estuvimos a un minuto de haber tenido una experiencia bastante desagradable y de imprevistas consecuencias.

    El asunto no quedó ahí. Al día siguiente, a media mañana sonó el teléfono, ella respondió y una voz anónima y ronca le dijo: «Esta noche te has salvado pero la próxima no te salvarás».

    Tras esa amenaza, activé todos mis recursos como ejecutivo. Hablé con mi jefe en Chile y le exigí de inmediato un guardia de seguridad en la casa, de forma permanente, día y noche, para que nos protegiera. Ese mismo día, llamé también al que fue mi jefe en España. Le expliqué lo sucedido y, habida cuenta que habían pasado ya casi los tres años que previamente acordamos que duraría mi experiencia internacional, le rogué que, en cuanto pudiera, me trasladara de nuevo a Barcelona, a lo que accedió de inmediato porque —también curiosa coincidencia— el Director de Marketing de la empresa en Barcelona había dimitido justamente el viernes anterior y mi jefe había pensado en ofrecerme su puesto, por lo que llegamos rápidamente al acuerdo de que a principios del mes de abril de ese año —pasada la Semana Santa— me incorporaría a mis nuevas funciones en España. Lo que he relatado sucedió entre la noche del 15 y la madrugada del 16 de aquel mes de enero.

    Febrero es por excelencia el mes de vacaciones en Chile: hace calor, quienes pueden se van a la playa y, como antes del 15 de enero no teníamos la menor intención de abandonar el país, Rosa y yo —con algunos meses de antelación— planificamos alquilar para el mes de febrero una casa en Valparaíso con el fin de pasar las vacaciones en familia, así que hicimos una reserva del 3 de febrero al 3 de marzo de una sencilla

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