Río y pampa: Cuadro de costumbres tolimenses
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Así, desfilan por estas páginas la pesca, la vaquería, la fiesta del San Juan y los mitos y leyendas del Departamento.
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Río y pampa - Nicanor Velásquez Ortiz
Peláez
Capítulo 1
—Los linderos de nosotros son los de la pampa y el río—, dijo Marcelo a su hijo Maxo, teniéndole acaballado en sus piernas y mirando la resolana que ardía en los ojos del muchacho.
Marcelo era un viejo hombre tolimense. Vaquero de oficio, sus manos se habían connaturalizado con el rejo y la silla; tenían ese olor de los corrales recién humedecidos, y eran como el espinazo de los terneros: nudosas y suaves a la vez.
Todo su cuerpo mostraba la fortaleza de los guayacanes, el cumulá o los caracolíes. Había que contemplarle de pies. Entonces la piel y los músculos daban el color y la voz del bronce. Y las piernas cascorvas de dominar muletos y caballos, cerraban el paréntesis de los abuelos al disparar sus flechas de chonta.
Su conversación era severa y recortada. Hombre persuasivo y de penetración aguda para ir al fondo de las cosas, no dijo la palabra indiscreta ni zalamera. Untaba la expresión de una realidad mortificante pero consoladora, porque si las palabras de su boca eran casi siempre una derrota, en cambio, quienes las oían, poseían la verdad.
—Los linderos de nosotros son los de la pampa y el río. El Tolima no sencarama a los riscos y las cordilleras como las cabras y los bueyes. Lo que yo le dejo de herencia, es lo mesmo que a mi taita le dejaron mis abuelos: el río y la llanura. Lo que no conoce y quero señalarle de rincón a rincón antes quiapague el ojo. Si por desgracia lo cierro sin mostrárselos, búsqueme en su sangre y si usté sencuentra en élla, no tiene necesidá de trepar a la serranía pa divisarlos, y en cambio gozará de la tranquilidá de los remansos y diarto sol.
Marcelo abandonó a Maxo, para salir al patio del rancho y gritarle a Manuel:
—Soguéle al rejo porquel muleto se nos muere y es el único hijo de la yegua Mariposa. Déjelo resollar, porque si nó, tiene que resollar puel culo. Ya se le alisó el diente destar conmigo y a duras penas puede volear la nalga pa caer sobre la silla.
—Bueno, taita, pero no senfade. Usté es como la cascabel, que senrosca con cualquier ruidito.…
—No la conoce ni puel chirrido y el dotorcito mestá comparando. Deje que lo lleve al potrero de Las Palmas pa que siorine sin desabotonarse. Bájese, es lo quia diacer, pa yo coger el rejo, y déle con mañita unos capotazos. Pero ábrale ojo a las patas porque lo santiguan.
Manuel cedió caballo y faena al taita. Como se lo había indicado, se arrimó cauteloso y le pegó el primer capotazo con la ruana de hilo. El muleto mandó las patas con tal rapidez, que Manuel no tuvo tiempo de verlas por el aire y avanzó tres o cuatro metros hacia el botalón, con la cabeza entre las manos, resollando como un borracho caído en un lodazal. Poco a poco el animal fue vencido por la pericia del taita Marcelo y así llegó hasta el bramadero entre patadas inútiles y saltos inverosímiles.
Entonces el viejo se bajó del caballo para atreverse a la obra más difícil. Con gran recelo y ojo vivo fue deslizándose por el rejo que vibraba como contrabajo punteado, hasta cogerlo con la potencia de sus manos. La lucha era desigual: se enfrentaban la fuerza bruta a la fuerza técnicamente dirigida. El muleto cayó al suelo dominado por el taita. En seguida Manuel y ayudantes botaron las maneas a las patas y manos hasta inmovilizarlo totalmente. Ahora sí podían ponerle con tranquilidad la cabezada de rejo crudo y dejarlo parar. El animal repartía manotones y patadas peligrosas.
El taita Marcelo exclamó:
—Ora déjenlo que se despercuda y amarren alto el pisador pa que no se enriede. Ya lo pondremos a trochar.
En tanto, Maxo, encaramado en la cerca del corral, miraba complacido la faena que se había desarrollado, y sus pequeñas manos le sudaban como si él mismo hubiera cogido las orejas del muleto. Siempre que su padre había entrado al corral para tumbar un toro o ponerle la silla a un potro por primera vez, él se subía a la cerca para copiar en sus ojos hasta el último de los corcovos que daba la bestia con su padre. Y ya, ya casi, sentía el deseo irresistible de ser él, bien sentado en la silla, el que le dijera a los vaqueros:
—¡Levántenle el tapaojo y déjenme sin madrino!
Pero no, todavía estaba pequeño, tan pequeño, que no sabía los linderos de su alma y de su carne.
El taita Marcelo entró a la cocina del rancho y pidió guarapo, que le sirvieron en una totuma grande. Bebió el necesario para calmar la fatiga que le ocasionó el cerrero. Luego, limpiándose con la manga del saco los rabos del bigote, le pasó a Manuel el resto soltándole una frasecilla chancera que encerraba el disimulado afecto que le tenía al ahijado:
—Tome, pa que me sepa los secretos.
—Con la mitá de los suyos nomás tengo, taita—, le respondió Manuel, apagando uno de sus ojos como si le hubiera caído un