Antonio Nariño Precursor y revolucionario
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Ninguno de los héroes nacionales aventaja en grandeza sacrifico y lealtad por la causa idnepenentista de la Nueva Granaa a la vida y la obra del prócer santafereño Antonio nariño Alvarez. Fue el primero en intuir, concebir y plasmar la imagen de la patria libre. El primero en dignificar el linaje colombiano, divulgando para todos los Derechos del Hombre, en momentos en que el despotismo ilustrado acendra su celo para asir de una vez la más leve brizna de libertad no intervenida. Por ello es Nariño el Precursor de la independencia nacional de Colombia, para elevarse más tarde a la suma dignidad de Padre de la Patria.
Esta selecta compliación de documentos contiene a manera de Presentación, el Pensamiento Político de Nariño (El Constitucional, 1841), La Defensa por la publicación por los Derechos del Hombre (1795), La Defensa ante el Senado (1821) y otros documentos personales del Prócer. La intención académica e histórica es contribuir a la recuperación del legítimo valor de Antonio Narilo, el hombre que fundó nuestro sentido de identidad patria y sobre el cual poco se ha difundido durante nuestra vida republicana; el Precursor y el Revolucionario, modelo de intelectual, de hombre y de patriota.
Documentos Históricos de Colombia
Archivo general de la nación que condensa los documentos más importantes de las cuatros etapas de la vida colombiana desde la época de la conquista hasta la época republicana actual
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Antonio Nariño Precursor y revolucionario - Documentos Históricos de Colombia
Antonio Nariño precursor y revolucionario
Documentos Históricos de Colombia
Ediciones LAVP
www.luisvillamarin.com
Cel 9082624010
New York USA
ISBN: 9780463902981
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Antonio Nariño precursor y revolucionario
Presentación
Prólogo
Defensa de Nariño por publicación de los derechos del hombre
Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano
Defensa de Nariño ante el senado
Discurso de Nariño en la instalación del congreso de Cúcuta
Carta de Nariño a Pedro Fermín Vargas
Carta de Nariño a su hijo Antonio
Carta de Nariño a su hija Mercedes
Carta de Nariño a su hija Mercedes
Carta de Nariño a su hija Isabel
Carta de Nariño a Francisco Antonio Zea
Carta de Nariño al Libertador
Los Toros de Fucha
Presentación
Vuestra señoría merece por muchos títulos la estimación de sus conciudadanos y muy particularmente la mía
. Simón Bolívar ¡Honor a los vencidos! Nariño fue el gran vencido de nuestra historia, el sempiterno proscrito y algunas de las persecuciones de que fue víctima constituyen la más elocuente revelación del extravío de los partidos y la inaudita crueldad de las pasiones políticas
.
Carlos Arturo Torres Antonio Nariño, condenado por la traducción y publicación de los derechos del hombre a 10 años de prisión en Ceuta, África, destierro perpetuo y confiscación de todos sus bienes, escapa de sus custodios al llegar al puerto de Cádiz, en la noche del 17 de marzo de 1796.
Treinta y un años. Periodista, con una de las culturas más amplias en el contexto hispánico, ha sido alcalde de Santa Fe y desempeñado otros altos destinos administrativos; asimismo, destacado empresario, dueño de una considerable fortuna.
Tres años antes, el joven que se destacara en la represión de las luchas comuneras de 1781 e iniciara así un quehacer político que lo llevaría a una respetable posición política y social, traduce y publica la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Apasionado intelectual ha logrado en menos de tres lustros, adquirir una visión de la sociedad humana más amplia que ninguno de sus contemporáneos, todos ellos sumidos en las ideas que sostenían el esclerótico régimen absolutista español.
Con la publicación de aquel documento se revela el revolucionario y nace el precursor. El primero evoluciona con las contradicciones que su espíritu ilustrado descubre durante el estrecho contacto con el sistema y el otro, con las contradicciones que enfrenta por la reacción del sistema a las demandas de cambio que su espíritu ilustrado. Nariño comprende que si España se resiste al cambio que la sociedad humana reclama, será necesaria la independencia de España para lograr este cambio en la sociedad neogranadina que él representa.
Viaja a Madrid para apoderarse de su proceso ante los tribunales, va luego a Londres y París; es el primer americano que recorre los países europeos en busca de ayuda para la independencia, antes que Miranda y Bolívar… Regresa.
Persecución, presidio, y vigilancia será el entorno que lo atrapa mientras lucha, agita, estudia y escribe. Los eventos en Europa afectan las dinámicas políticas en los territorios de la Corona Española. Y, llega por fin el primer signo de los tiempos por venir: La Junta de Quito, el comienzo de la nueva era. El Precursor ha encendido la chispa y el escarnio será ahora gloria, pero el revolucionario enfrentará otro ámbito de asechanzas e ignominias que no lo abandonarán hasta su muerte.
Los editores han encontrado oportuno publicar en el marco de la Colección Bicentenarios de América Latina, el presente volumen que contiene, a manera de Presentación, el Pensamiento Político de Nariño (El Constitucional, 1841), documento suministrado por Enrique Santos Molano y a continuación el Prólogo de Guillermo Hernández de Alba, compilador del archivo Nariño, La Defensa por la publicación por los Derechos del Hombre (1795), La Defensa ante el Senado (1821) y otros documentos personales del Prócer. Nuestra intención es la de contribuir a la recuperación del legítimo valor del hombre que fundó nuestro sentido de identidad patria y sobre el cual poco se ha difundido durante nuestra vida republicana; el Precursor y el Revolucionario, modelo de intelectual, de hombre y de patriota.
Pensamiento Político de Nariño. Deberes sociales del orden político
Este es el orden más elevado de algunos deberes que resultan del ejercicio de los afectos más generosos y heroicos, y se fundan en nuestras más extensas relaciones.
El principio social en el hombre es de una naturaleza tan expansiva, que no se puede reducir al círculo de una familia, de los amigos o de un vecindario; se difunde en más vastos sistemas, y atrae a los hombres a más amplias confederaciones, comunidades y repúblicas. En estas solamente es en donde los más altos poderes de nuestra naturaleza alcanzan la mayor mejora y perfección de que son capaces.
Estos principios apenas hallan objetos en el estado solitario de la naturaleza. Allí el principio de acción no se eleva más que al natural afecto hacia su prole. Allí las privaciones personales o de una familia absorben enteramente la atención y el trabajo del hombre, y no le concede ocio alguno, o si se lo concede, ningún ejercicio, en los designios y afectos de un género más extenso.
En la sociedad todos están empleados del mismo modo en proveer la vida animal. Y aun después de sus ulteriores esfuerzos y cuidados, solos y sin el auxilio de la industria de los otros, no hallan más que un triste socorro en sus necesidades y una débil y precaria seguridad contra los peligros de las fieras; de la inclemencia de los tiempos y estaciones; de los errores y las pasiones desordenadas de sus semejantes; de la preferencia que se dan sobre sus vecinos, y de todas las pequeñas exorbitancias del amor propio.
Pero en la sociedad, los mutuos auxilios que los hombres se prestan y reciben abrevian los trabajos de cada uno, y la fuerza y razón continuos de los individuos, dan seguridad y protección al cuerpo entero. Hay no solamente variedad, sino también subordinación de índoles entre los hombres. Algunos están formados para conducir y dirigir a los otros; para trazar planes de dicha a los individuos, y de gobierno a las comunidades; para tomar un público interés, inventar las leyes y las artes, y volar en su ejecución; y en suma, para refinar y civilizar la vida humana.
Otros, que no tienen tan buenas cabezas, pueden tener corazones tan honrados, un verdadero espíritu patriótico, amor a la libertad, odio a la corrupción y tiranía, una generosa sumisión a las leyes, al orden, y a las instituciones públicas, y una extensa filantropía; y otros que no tienen alguna de estas capacidades, sea del corazón o del espíritu, pueden hallarse bien formados para el ejercicio manual, o el trabajo corporal.
El primero de estos principios no tiene objeto en la soledad, en donde los pensamientos y afectos de un hombre, bien se centralizan todos en él mismo, o no se extienden más allá de una familia, en cuyo estrecho círculo se apiñan todo el deber y virtud del mortal solitario.
Pero la sociedad halla objetos, ejercicios más propios y para cada índole, y los objetos y ejercicios más nobles, y para los más elevados principios de la constitución humana; particularmente para aquella pasión ardiente y divina sobre todas, -que Dios ha encendido en nuestros pechos-, la inclinación a hacer el bien, y a reverenciar nuestra naturaleza, la cual puede hallar aquí, tanto la oportunidad de emplearse, como la satisfacción más exquisita.
En la sociedad un hombre tiene no solamente más, sino aún mejores ocasiones de aplicar sus talentos con mucha más perfección y suceso, con especialidad hallándose apoyado en el consejo y auxilio de sus semejantes, que están unidos más estrechamente al mismo sistema o comunidad moral.
Ella, pues, es un objeto proporcionado a sus afectos sociales más extensos; y al obedecerla halla el hombre un motivo para el ejercicio y refinamiento de sus más elevadas facultades intelectuales y morales. Por consiguiente, la sociedad, o el estado del gobierno civil, descansa sobre estos dos principios fundamentales; así hallamos en ella seguridad contra aquellos males que son inevitables en la soledad; y obtenemos aquellos bienes, algunos de los cuales no pueden obtenerse del todo, y otros no tan bien, en aquel estado en que los hombres dependen no solamente de su sagacidad e industria individual.
De estos breves pormenores se ve que el hombre es una criatura social formada para la sociedad; y que siendo la sociedad adaptada a los más altos principios y destinos de su naturaleza, debe ella necesariamente ser su estado natural.
Deberes del hombre en sociedad
Los deberes conformes a este estado, y que resultan de aquellos principios y destinos, o en otras palabras, de nuestras pasiones y conexiones sociales, o de la relación con el sistema público, son el amor de nuestra patria, la resignación y obediencia a las leyes, el espíritu público, el amor a la libertad, el sacrificio de la vida y de todo por el público, y otros semejantes.
El amor a nuestra patria es una de las pasiones más nobles que pueden encender y animar el corazón humano. El encierra todos los afectos limitados y particulares a nuestros padres, amigos, vecinos conciudadanos, compatriotas. Debe dirigir y fijar nuestras acciones más restringidas y parciales dentro de sus propios y naturales límites, y no permitirles jamás que usurpen aquellos respetos sagrados y primeros que debemos al gran público a que pertenecemos.
Si fuéramos seres solitarios, desprendidos del resto de nuestra especie, y sin capacidad alguna para comprender el público interés, o sin afectos que nos condujeran a desearlo o ir en pos de él, no sería deber nuestro atenderlo, ni criminal el descuidarlo. Pero como somos partes del sistema público, y capaces no solamente de consagrar el mayor celo a sus intereses, sino por los afectos más poderosos relacionados con el, dispuestos a tomar una parte en sus negocios, nos hallamos en la más sagrada obligación de procurar su seguridad y dicha con el último ardor, especialmente en los tiempos de públicas calamidades.
Este amor de nuestra patria no significa un apego a cualquier suelo, clima o fracción de territorio particular en que acaso hemos respirado por la vez primera, aunque estas naturales ideas se asocien frecuentemente con las morales, y, como signos o símbolos externos, sirven para asegurarlas y unirlas; pero sí significa un afecto a que el sistema o comunidad moral, que es regido por las mismas leyes y magistrados, y cuyas varias partes se hallan diversamente relacionadas entre sí, y todas unidas sobre la base del común interés.
Acaso cada miembro de la comunidad no puede comprender tamaño objeto, especialmente si se extiende por grandes provincias y sobre vastas porciones de territorio; y menos aún puede formarse semejante idea si no hay público, esto es, si todos están sometidos al capricho e ilimitada voluntad de un hombre solo; más la preferencia que da la generalidad a su país natal, el afecto y deseo vehemente que expresa cuando está ausente de él después de largo tiempo; los trabajos que acomete y las penalidades que resiste para salvarlo o servirlo, y la particular afición que tiene a sus compatriotas, evidentemente demuestran que la pasión es natural, y que jamás deja de ejercitarse cuando se ve libre de extraños embarazos, y se dirige a su propio objeto.
Donde quiera que existe en su vigor y extensión genuinos, aniquila todos los respetos sórdidos e interesados; conquista el amor de la quietud, del poder, de la satisfacción y riqueza; aún más, cuando las amables deferencias de la amistad, gratitud, afectos privados o consideraciones de familia, llegan a combatirla, ella nos enseñará a sacrificarlo todo con valor, a fin de mantener los derechos y promover o defender el honor y dicha de nuestra patria.
La resignación y obediencia a las leyes y órdenes de la sociedad a la que pertenecemos, son deberes políticos necesarios a su propia existencia y seguridad, sin las cuales debe degenerar inmediatamente en un estado de licencia y anarquía. La prosperidad, o más bien, la naturaleza de la sociedad civil, requiere que haya cierta subordinación de órdenes, o diversidad de clases o condiciones en ella; que ciertos hombres, u órdenes de hombres, estén destinados a inspeccionar y manejar aquellos negocios que conciernen a la seguridad y dicha públicas; que todos tengan asignados sus particulares departamentos; que entre ellos se establezca tal subordinación, que los unos no puedan intervenir en los otros; y, finalmente, que se acuerden ciertas reglas o medidas comunes de acción, que obliguen a cada uno a llenar su respectivo deber, como gobernante o gobernado, y que todos concurran a asegurar el orden y promover la felicidad de todo el cuerpo político. Aquellas reglas de acción son las leyes de la comunidad; y aquellos diferentes órdenes los distintos oficiales o magistrados, nombrados por el público para explicarlas, y velar o auxiliar su ejecución.
En consecuencia de este arreglo de cosas, el deber de cada individuo es obedecer las leyes; someterse a los ejecutores de ellas con toda la deferencia y homenaje debidos, según sus respectivas clases y dignidad, como a conservadores de la paz pública y guardianes de las públicas libertades; conservar su propio rango y desempeñar las funciones de su destino con celo, fidelidad y pureza.
La superioridad de los órdenes más elevados, o la autoridad con que el Estado los ha revestido, los hace acreedores, especialmente si emplean bien su autoridad, a la obediencia y sumisión de los inferiores y al proporcional honor y respeto de todos. La subordinación de los puestos inferiores reclama la protección, el amparo y la seguridad de los más altos; y las leyes, siendo superiores a todos, requieren la obediencia y sumisión de todos, siendo el último resorte más allá del cual no hay decisión ni apelación alguna.
El espíritu público, el celo heroico, el amor a la libertad y los deberes políticos recomiendan, más que todos los otros a los que los practican, a la admiración y homenaje del género humano; porque, como son hijos de las inteligencias más nobles, así también son padres del beneficio más grande para la sociedad. Además, exaltados como ellos son, únicamente en los gobiernos uniformes y libres es en donde pueden ejercerse y producir su efecto debido; porque reina en ellos solamente un verdadero espíritu público, y solamente en ellos el bien público es la única regla de la constitución civil.
Como el fin de la sociedad es el interés y la dicha común de los asociados, este fin debe ser necesariamente la ley suprema, o el común paradigma por el que han de arreglarse los principios particulares de acción de los diferentes miembros de la sociedad entre sí. Pero un interés común no puede ser otro que el que resulta de la razón y sentimientos comunes de todos.
Los particulares, o un orden especial de hombres, tienen intereses y sentimientos peculiares a ellos mismos, y de los cuales pueden ser buenos jueces; pero estos pueden estar separados de los intereses y sentimientos del resto de la sociedad, y frecuentemente ser contrarios a ellos, y por lo mismo pueden no tener el derecho de hacer y mucho menos de imponer leyes a sus conciudadanos, incompatibles y opuestas a aquellos dos objetos.
Por consiguiente una sociedad, un gobierno o un público efectivo, verdaderamente dignos de este nombre, y no una confederación de bandidos, una horda de salvajes sin freno, o una banda de esclavos bajo el látigo de un amo, deben ser tales que consten de hombres libres, que hagan, u obedezcan las leyes ellos mismos, o que como acontece con frecuencia, no pudiendo reunirse a obrar como un cuerpo colectivo, deleguen suficiente número de representantes, esto es, el que pueda comprender más extensamente y representar con más igualdad sus sentimientos e intereses comunes, preparar y votar las leyes para la conducta y sujeción de todo el cuerpo, las más conformes a los mencionados sentimientos e intereses.
Constituida así una sociedad por la razón común, y formada sobre el plan de un interés uniforme, se convierte desde luego en objeto de la atención, veneración y obediencia pública y de una consagración inviolable, la cual no debe ser seducida por el soborno, ni amedrentada por el terror; objeto, en fin, de todos aquellos extensos e importantes deberes que nacen de una confederación tan gloriosa.
Velar sobre un sistema semejante; contribuir en cuanto es posible a promover su bien con nuestra razón, ingenio, fuerza y cualquiera otra habilidad, ya sea natural o adquirida; resistir, y con nuestros últimos esfuerzos aniquilar cualquiera usurpación que le amenace, ya sea conducida por una corrupción secreta o por una violencia descarada, y sacrificar nuestro reposo, riquezas, poder, aun nuestra vida misma, y lo que es más querido todavía, nuestra familia y amigos por defenderlo y salvarlo, es el deber, el honor, el interés y la dicha de todo ciudadano. Esto lo hará venerable y querido mientras viva, será lamentado y honrado si cae en tan gloriosa causa, y trasmitirá su nombre con inmortal fama hasta la posteridad más remota.
Como el pueblo es la fuente de todo poder y autoridad, el original asiento de majestad, el fautor de las leyes y creador de los ministros que las ejecutan, si ve que los individuos a quienes ha confiado sus poderes han abusado de ellos, que la tiranía o la usurpación han violado su majestad, que se ha prostituido su majestad para sostener la violencia, o la secreta corrupción, que las leyes se hacen perniciosas por accidentes imprevistos o inevitables, o se vuelven ineficaces por la infidelidad y el engaño de los que las ejecutan; entonces tiene el derecho, y el que es su derecho es su deber, de reasumir aquel poder delegado, y pedir cuenta a sus mandatarios; resistir la usurpación y extirpar la tiranía; restablecer su autoridad profanada y su autoridad prostituida; suspender, alterar o abrogar aquellas leyes, y castigar a sus infieles y corrompidos ministros. Ni es este el deber de todo el cuerpo solamente; pues cada uno de sus miembros debe, según su respectiva clase, poder e importancia en la comunidad, concurrir al adelantamiento y sostén de estos gloriosos designios.
La resistencia por tanto, siendo indudablemente legítima en emergencias extraordinarias, la cuestión, entre buenos razonadores, puede ser solamente con respecto al grado de necesidad que puede justificar la resistencia y hacerla conveniente o recomendable. Este es el lugar de hacer ver que nos inclinaremos siempre al lado de aquellos que estrechan fuertemente el vínculo de la lealtad, y que consideran una infracción de ella como el último refugio en los casos desesperados, cuando el público se halla en el más inminente peligro de violencia y tiranía.
Prólogo
Por Guillermo Hernández de Alba
Don Antonio Nariño y Álvarez
Ninguno de los héroes nacionales le aventaja. Es el primero en intuir, concebir y plasmar la imagen de la patria libre. El primero en dignificar el linaje colombiano, divulgando para todos los Derechos del Hombre, en momentos en que el despotismo ilustrado acendra su celo para asir de una vez la más leve brizna de libertad no intervenida. Por ello es Nariño el Precursor de la independencia nacional de Colombia, para elevarse más tarde a la suma dignidad de Padre de la Patria.
Sus primeras actividades
Pertenece a ilustre e influyente familia virreinal, de inmediato origen español. Su padre, el gallego don Vicente de Nariño, contador oficial real de la real audiencia de cuentas, contrae matrimonio en Santafé de Bogotá con doña Catalina Álvarez del Casal, hija del fiscal de la real audiencia y antiguo catedrático de Salamanca, el abogado madrileño doctor Manuel de Bernardo Álvarez. Viene al mundo en Santafé de Bogotá el 9 de abril de 1765, siendo el cuarto de los hijos del matrimonio Nariño Álvarez.
Lo adornan cualidades de singular atractivo, simpatía personal, temperamento alegre y chispeante, a flor de labio el gracejo; su mente de perfecto cerebral, abierta a toda novedad, lo dirige a los campos ilimites de la filosofía natural y de las ciencias; su insaciable curiosidad lo lleva a enriquecer su excelente biblioteca de más de dos mil volúmenes, con las últimas producciones europeas y particularmente con los novísimos tratados de política, derecho constitucional y filosofía.
Nada le es desconocido del movimiento europeo de la Ilustración, del que será propagandista entusiasmado entre el grupo selecto de quienes se cuentan entre sus amigos, a los que escoge para integrar su tertulia Arcano de la Filantropía.
Realizado sus estudios de gramática y de filosofía como becario real en el colegio mayor y Seminario de San Bartolomé, atraído por el comercio y la especulación, viaja a Cartagena de Indias y emprende variadas aventuras que alterna con una brillante carrera civil. Abandera el batallón de milicias creado para combatir a los comuneros en 1781, alcalde del primero voto de su ciudad natal en 1789, tesorero de diezmos del arzobispado, miembro de la junta de policía dos años más tarde y regidor alcalde mayor provincial durante los años de 1791 a 1793, mientras se convierte en el primer exportador de quina, café y te de Bogotá, reúne en sí mismo cuanto la ambición hidalga apetece para alzarse a más altas distinciones. El 27 de marzo de 1785, cumplidos los veinte años, contrae matrimonio con una dama ejemplar, doña Magdalena Ortega y Mesa, llamada diez años después a los más tristes destinos.
Relacionado el hogar con la primera sociedad a la que pertenece, disfruta Nariño de la amistad de los más prominentes funcionarios españoles, como los virreyes y los oidores, con alguno de los cuales alterna en la junta de policía, que procura proporcionar a los santafereños el grato esparcimiento del teatro.
Los primeros atisbos de libertad
Pero un día, en el recinto de su estudio, en diálogo silencioso con los filósofos y los políticos de la Ilustración que llenan los anaqueles de su biblioteca, va surgiendo la idea de la libertad, hasta apoderarse de la mente y del corazón de este nuevo caballero del ideal, que ya no se dará reposo ni esquivará los golpes crudelísimos, los inenarrables sacrificios, la tragedia que envuelve su vida desde el instante mismo en que a solas, una mañana dominical de diciembre de 1793, chirría el tórculo de su Imprenta Patriótica, para hacer público, en idioma de Castilla, el nuevo código que, en diecisiete artículos, señal el estatuto de la dignidad humana.
En lo venidero, no podrán impunemente atropellarse los Derechos del Hombre, la traducción inmortal de Nariño.
Mas para la vigencia del mandato requiérese el cambio radial de instituciones: el poder omnímodo de la monarquía ha de ser moderado por la constitución; debidamente separados los órganos del poder público y, en lontananza, como