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Memorias
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Memorias

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"Quiero que las Memorias de mi vida que dejo escritas, y que alcanzan hasta el año de 1875, se publiquen, y para ello destino la suma que fuere necesaria, la que se tomará de la cuarta de libre disposición. Los manuscritos de ellas serán entregados por mis hijas, en cuyo poder se hallan, a mi sobrino Vicente Parra R., para que éste, en asocio de los señores doctores Diego Mendoza Pérez y Laureano García Ortiz dirijan su publicación.
Además, es mi deseo que se completen tales Memorias en esta forma: que el doctor Diego Mendoza Pérez, Secretario que fue del Directorio Liberal, y en cuyo poder se hallan los documentos necesarios, escriba una relación del período durante el cual desempeñó ese puesto; y que el señor doctor Laureano García Ortiz, que intervino en recientes e importantes sucesos de mi vida pública, escriba lo correspondiente a ellos, haciendo uso de los documentos que reposan en su poder y de los relacionados con ellos que se encuentran entre mis papeles.
Y que ambos, sobre la base de mi correspondencia y de los documentos públicos que existen, elaboren de común acuerdo una relación de mi vida política correspondiente al período trascurrido desde el punto en que quedan mis manuscritos, hasta cuando tomé a mi cargo la Dirección del Partido Liberal, siendo este el momento solemne de declarar, como lo hago, que por mis manos no ha pasado un centavo de fondos que le han pertenecido.
Dispongo que de la primera edición de mis Memorias se saquen unos ejemplares con pasta de lujo y se dediquen a mis amigos doctor Ramón Navarro, doctor José María Villamizar Gallardo, señor Floro Franco, señor Vicente Ordóñez y señorita Cristina Fajardo."
(Cláusula 8a del testamento otorgado por el señor Aquileo Parra, en el caserío de la Ferrería de Pacho, a 3 de diciembre de 1900, protocolizado en la Notaría 5a de Bogotá, bajo el número 484 del tomo 3° de1902).

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 ago 2019
ISBN9780463610343
Memorias
Autor

Aquileo Parra

José Bonifacio Aquileo Elías Parra Gómez fue un militar, hombre de negocios y político colombiano. Miembro del Partido Liberal, ocupó la presidencia de la República entre 1876 y 1878, cunado el país era regido por un gobierno federal y se denominaba Estados Unidos de Colombia. Con un nivel de escolaridad basico, Parra fue un autodidacta.​

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    Memorias - Aquileo Parra

    Memorias

    Aquileo Parra

    Memorias

    © Aquileo Parra

    Colección Presidentes de Colombia N° 5

    Primera edición 1912

    Reimpresión agosto de 2019

    © Ediciones LAVP

    www.luisvillamarin.com

    Cel 9082624010

    New York City, USA

    ISBN: 9780463610343

    Smashwords Inc.

    Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio sea mecánico, foto-químico, electrónico, magnético, electro-óptico, por reprografía, fotocopia, video, audio, o por cualquier otro medio sin el permiso previo por escrito otorgado por la editorial.

    Memorias de Aquileo Parra

    Cláusula testamentaria

    Explicación previa

    Introducción

    Mi familia

    I

    II

    Mi infancia y mi primera juventud

    I

    II

    III

    Negocios comerciales

    Camino de Carare

    Historia del camino de Carare

    Las ferias de Magangué

    Mi vida pública

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    XV

    XVI

    XVII

    XVIII

    XIX

    De 1863 a 1872

    I. La Convención de Rionegro

    II. La federación

    III. Mi viaje al exterior

    IV. Traslación de Londres a París

    V. Regreso a la patria

    VI. Congreso de 1866

    VII. Fomento de la agricultura

    VIII. La administración Gutiérrez

    IX. La administración Salgar

    X. La administración Murillo

    XI. La administración Pérez

    XII. Presidencia de Santander

    XIII. El terremoto de Cúcuta

    XIV. Fin del debate electoral

    XV. Mi elección para presidente

    Cláusula testamentaria

    "Quiero que las Memorias de mi vida que dejo escritas, y que alcanzan hasta el año de 1875, se publiquen, y para ello destino la suma que fuere necesaria, la que se tomará de la cuarta de libre disposición. Los manuscritos de ellas serán entregados por mis hijas, en cuyo poder se hallan, a mi sobrino Vicente Parra R., para que éste, en asocio de los señores doctores Diego Mendoza Pérez y Laureano García Ortiz dirijan su publicación.

    Además, es mi deseo que se completen tales Memorias en esta forma: que el doctor Diego Mendoza Pérez, Secretario que fue del Directorio Liberal, y en cuyo poder se hallan los documentos necesarios, escriba una relación del período durante el cual desempeñó ese puesto; y que el señor doctor Laureano García Ortiz, que intervino en recientes e importantes sucesos de mi vida pública, escriba lo correspondiente a ellos, haciendo uso de los documentos que reposan en su poder y de los relacionados con ellos que se encuentran entre mis papeles.

    Y que ambos, sobre la base de mi correspondencia y de los documentos públicos que existen, elaboren de común acuerdo una relación de mi vida política correspondiente al período trascurrido desde el punto en que quedan mis manuscritos, hasta cuando tomé a mi cargo la Dirección del Partido Liberal, siendo este el momento solemne de declarar, como lo hago, que por mis manos no ha pasado un centavo de fondos que le han pertenecido.

    Dispongo que de la primera edición de mis Memorias se saquen unos ejemplares con pasta de lujo y se dediquen a mis amigos doctor Ramón Navarro, doctor José María Villamizar Gallardo, señor Floro Franco, señor Vicente Ordóñez y señorita Cristina Fajardo."

    (Cláusula 8a del testamento otorgado por el señor Aquileo Parra, en el caserío de la Ferrería de Pacho, a 3 de diciembre de 1900, protocolizado en la Notaría 5a de Bogotá, bajo el número 484 del tomo 3° de‌1902).

    Explicación previa

    Cuando empecé a escribir estas Memorias no tuve ni la más pasajera intención de publicarlas. Fuera de buscar en su redacción un agradable pasatiempo, me prometía hacer privadamente de ellas un legado a mis descendientes, y así lo manifesté en la introducción que desde entonces escribí.

    Tomada hoy la resolución de darlas a la prensa, parecióme a primera vista indicada la necesidad de sustituir o reformar dicha introducción; pero después de pensarlo detenidamente, he desistido de aquella idea por razones de concordancia con algunos pasajes del texto, en los que se revela el propósito de conservarlas inéditas.

    Fue en una de las más tristes ocasiones de mi vida cuando emprendí esta labor. Corría el mes de mayo de 1893 y me hallaba en Chipatá, población cercana a la de Vélez, y que goza de una temperatura más alta que la de esta ciudad.

    Había ido allí con el objeto de acompañar a mi hermano Trino, quien acababa de trasladarse con su familia a ese lugar, por motivo de la ya incurable enfermedad que de años atrás venía minando su existencia, y que debía llevarle a la tumba cuatro meses después.

    A la falta de libros en cuya lectura pudiera distraerme, se agregó cierto accidente que, privándome del uso de un pie, me condenó a quietud absoluta. En tal situación, y siendo para mí el reposo intelectual y material unidos un verdadero tormento, me vino la idea de dar principio a estas Memorias, trabajo que emprendí en seguida, y que poco después debía suspender para prestar atención al duelo de mi familia y al arreglo de intereses consiguiente al fallecimiento de mi hermano, quien, además de haber sido el compañero de mi infancia y el miembro de mi familia que más de cerca y por mayor tiempo había, compartido mi suerte próspera o adversa, estuvo casi siempre asociado a mí en negocios comerciales.

    Después de aquella amarga temporada, en que sin duda experimenté grandes quebrantos, reanudé la interrumpida labor, y cuando ya tuve escritos los primeros treinta o cuarenta pliegos, los puse en manos de mi amigo el doctor Francisco Marulanda, para que los hiciera trasladar a un libro en blanco, después de hacerles las correcciones gramaticales que juzgara necesarias, como autoridad que es en la materia. Y por cierto que no pude haber hecho elección más acertada, pues este amigo tomó a su cargo la tarea con el interés y el cariño que habría tenido un hermano.

    Poco tiempo ha se presentó en casa seguido de un sirviente, que era portador de cuatro libros, y después de sacarlos y colocarlos sobre la mesa, me dijo con su habitual sencillez: Aquí tiene usted en limpio los borradores que me envió.

    –En qué trabajo tan fastidioso lo he puesto a usted, mi buen amigo, le dije con la más perfecta sinceridad.

    –No, señor –me observó al punto– el trabajo ha sido mucho más fácil de lo que usted tal vez se imaginó.

    –¡Cómo! –le repliqué– ¿y las correcciones?

    –Ellas han estado reducidas a uno que otro galicismo.

    –¿De veras?

    –Sí, señor, como lo oye, y de ello se convencerá al leer ya en limpio sus borradores.

    –Pues, mi amigo, no pudiendo yo dudar de lo que afirma, debo concluir haciendo saber a usted que la Gramática me ha entrado en la cabeza sin saber cómo ni cuándo.

    –Por demás está el decir a usted –continuó mi bondadoso amigo– que tendré mucho gusto en hacerme cargo de corregir las pruebas de imprenta, cuando usted disponga la publicación de sus Memorias.

    –¿De manera, le dije, que usted cree que yo debo dar a la estampa estos borrones?

    –Sí, señor –me contestó– pues de otro modo no habría valido la pena de escribirlos.

    Confieso que me hizo fuerza esta observación por el tono de sinceridad con que fue expresada. Luego hice las siguientes reflexiones:

    Este escrito tiene indudablemente algún interés histórico, y quizá también político. De la exactitud de los hechos en él referidos, y de la imparcialidad de los comentarios, tengo la más plena convicción; y por lo que hace a la exposición, en cuanto yo mismo puedo juzgarla, sobre haber sido hecha con bastante claridad, está exenta de pretensiones literarias que pudieran, con razón, causar extrañeza a los lectores.

    Careciendo, además, como carecen, de documentos oficiales varios de los actos de mi vida pública que figuran en la narración, la única prueba de su exactitud que puedo dar es la que se desprende del hecho mismo de referirlos delante de las personas que los presenciaron.

    Si, pues, mañana o cualquier otro día se quisiere dar publicidad a este trabajo, cuando ya los individuos nombrados en él como testigos hayan desaparecido de la escena del mundo, la autenticidad de aquellos actos vendrá a descansar exclusivamente sobre mi palabra.

    Hecha esta última reflexión, que me pareció decisiva, me dirigí a la casa del editor.

    Aquileo Parra

    Introducción

    Desde que el hombre llega a la edad en que puede comprender que las diversas clases o categorías sociales que encuentra establecidas, traen generalmente su origen de anteriores generaciones, y que tanto las virtudes y el talento que enaltecen nuestra especie como los vicios y la torpeza que la degradan, son también, en gran número de casos, un legado de esas mismas generaciones, surge naturalmente en su ánimo, no ya como un movimiento de filial ternura o de pueril curiosidad, sino como efecto de madura reflexión, el deseo de saber quiénes fueron sus antepasados, qué posición social llegaron a ocupar, y cuáles fueron los rasgos distintivos de su inteligencia y su carácter, máxime si, por haber sobrepujado éstos el nivel común, vinieron a formar tradición en la familia.

    Sentado esto, y no debiendo yo suponer que mis nietos hayan de ser una excepción de esta regla, creo hacerles un obsequio, no insignificante, refiriéndoles lo que yo mismo vi y lo que oí decir tocante a la vida de nuestros comunes ascendientes, y contándoles también mi propia historia.

    Como en cuanto voy a decir no me propongo dejarles otra enseñanza que la del ejemplo, excusado será advertir que en estas páginas no deben buscarse adornos oratorios ni formas dialécticas, pues ellas sólo pretenden contener observaciones y hechos fielmente relatados y expuestos con claridad. Así, pues, será esta una sencilla relación de los principales actos de mi vida, acompañada, cuando el caso o las circunstancias lo requieran, de una sucinta exposición de los principios, ya morales, ya filosóficos o políticos, que he profesado desde mi juventud.

    Será también objeto principal de esta labor la explicación de aquellos actos de mi vida pública que, por tener trascendencia política o por haber afectado intereses personales, puedan ser injustamente apreciados. Recomiendo encarecidamente a los que hayan de ser depositarios de este escrito, lo relean cuando llegue la ocasión prevista, y hagan las rectificaciones o aclaraciones que juzguen necesarias: esta eventual obligación será la única que les impongo en compensación del trabajo, no poco fatigante a mi edad, que ahora les dedico.

    Por lo demás, a falta de otro mérito, espero que se reconocerá en este escrito el de la sinceridad.

    Mi familia

    I

    Era ella oriunda de la antigua villa de Barichara, hoy ciudad perteneciente al Departamento de Santander. Allí nací el 12 de mayo de 1825, año en que fue reconocida la independencia de este país por el gobierno de la Gran Bretaña, y en que vinieron al mundo tres colombianos que por modos distintos y en diverso grado, han adquirido celebridad: Rafael Núñez, Miguel Samper y Juan de Dios Restrepo.

    Don José María Parra Noriega y doña Rosalía Gómez Rueda, ambos pertenecientes a familias patriotas, fueron mis virtuosos y humildes padres.

    La familia Parra o de la Parra, como se apellidó hasta el tiempo de mi padre, pertenecía a la clase social que en la época de la Colonia formaban los descendientes de españoles; la cual llevaba el don por derecho de nacimiento, y monopolizaba, además, el calificativo de decente, como un privilegio, no el menos absurdo ni el menos odioso de cuantos para sí se reservó la raza conquistadora.

    A esa clase social ingresaban, como es bien sabido, las familias acaudaladas, sin distinción de linaje, como que desde tiempo inmemorial fue «la mejor sangre el dinero», según la expresión del poeta, o tan buena como la mejor.

    Felizmente la reparadora influencia democrática, y el progreso de la civilización cristiana, han ido paulatinamente poniendo las cosas, a este respecto, en su verdadero punto, por el mero hecho de haber establecido, teóricamente al menos, como la base necesaria de las distinciones sociales, la buena conducta moral de las personas.

    En la rama de esa familia que tuvo por tronco a mi abuelo don Bartolomé de la Parra, no hubo persona alguna que sobresaliese por la inteligencia o la riqueza. Tanto mi padre como sus hermanos vivieron consagrados a modestas empresas agrícolas; pero como se trataban decentemente y estaban relacionados por parentesco con familias principales de San Gil y Barichara, ocuparon una posición social correspondiente a esas circunstancias.

    En las ramas colaterales de la que tuvo origen en mi abuelo, sí hubo personas de significación. Fueron de este número el presbítero doctor Francisco Serrano Gómez de la Parra, signatario del Acta de nuestra Independencia, y vocal de la Junta Suprema de gobierno establecida el 20 de Julio de 1810; el presbítero doctor Juan Nepomuceno de la Parra, patriota decidido, personalmente estimado por el Libertador, y muy señaladamente el doctor Ricardo de la Parra, filósofo y soñador, bien conocido por sus escritos, alma sencilla y carácter eminentemente simpático.

    La familia de mi madre, que residía en la ciudad, ocupaba una posición social más elevada que la de mi padre, y llegó a contar entre sus miembros tres hombres notables: los doctores Miguel Tadeo, Diego Fernando y Juan Nepomuceno Gómez.

    Contemporáneo de Nariño el primero de los tres, y no menos avanzado en ideas de independencia y libertad que aquel ilustre decano de nuestros próceres, dejó una brillante muestra de su talento e ilustración en el pliego de instrucciones que, como miembro del Cabildo del Socorro, redactó para el único vocal de la Junta Central de España que fue nombrado en representación de este antiguo Virreinato.

    En cuanto a los otros dos, Diego Fernando y Juan Nepomuceno, eximio patriota liberal y jurisconsulto eminente el primero, y hacendista distinguido el último, ambos tuvieron una posición política bastante elevada para que tenga yo necesidad de hacer, en estos párrafos genealógicos, otra cosa que mencionar sus nombres.

    Mi abuelo materno, don Manuel Gómez, tuvo reputación de hombre inteligente; ocupó una respetable posición social y cultivó importantes relaciones. Habiendo abrazado la causa de la independencia, no pudo sobrevivir al primer revés que experimentaron las armas libertadoras en el centro de la Nueva Granada.

    Pusilánime por temperamento, carecía del temple de alma que era necesario para mantenerse a la altura de aquel solemne compromiso; y al tener noticia de la derrota de Cachiri, enfermó de muerte, según lo refería mi madre en la intimidad de la familia. Tuvo dos hijos varones, José María y Nazario, ambos patriotas como él, y dignos herederos de su posición social.

    Distinguióse el primero por una rectitud de carácter que le dio respetabilidad e influencia y fue reputado, además, como hombre de buen consejo y padre excelente de familia. Después de su muerte, acaecida en febrero de 1839, estando yo aún muy joven, tuve ocasión de ver entre sus papeles varias cartas del General Santander, que me hicieron conocer a un mismo tiempo la filiación liberal de mi tío, y su no escasa significación política.

    El segundo de ellos, Nazario, era de dotes intelectuales superiores a las de su hermano, pero no le igualó en influencia ni le aventajó en respetabilidad. Tenía en notable grado esa simpática disposición de ánimo llamada espita, de la cual dio muestras en algunas loas y entremeses que compuso para ser representados en familia, en casa de su suegro don Francisco Pradilla.

    Era afluente en la conversación y de insinuantes modales. Disipado en la juventud, se trasformó completamente al entrar en la edad provecta. Si hubiera recibido educación proporcionada a las dotes de su espíritu, habría figurado entre nuestros buenos escritores del género jocoso o humorístico, como ahora lo llaman.

    Entre los ascendientes de mi madre, por línea materna, hubo uno –don Ignacio Rueda– que merece ocupar puesto en esta revista genealógica, como persona de alguna notoriedad en Barichara y San Gil, por los años de 1806 y 1809.

    Según las relaciones de mi madre, confirmadas por el círculo de la familia, era don Ignacio Rueda hombre de grande energía, de pasiones exaltadas y realista contumaz. Como rico propietario, ejercía grande influencia y se daba aires de predominio, que le suscitaron fuertes animosidades. En la lucha que sostuvo con uno de sus rivales, don Gonzalo Carrizosa, fue hasta el extremo de lanzar sobre la población de Barichara a sus arrendatarios, armados de garrote, para intimidar a su mal aventurado antagonista, quien se vio obligado a emigrar con su familia a la capital del Virreinato.

    Ignoro absolutamente qué parte pudieron tener las opiniones políticas en tan encarnizada contienda; pero es natural que alguna tuviesen, siendo como era el señor Carrizosa patriota decidido, y estando ya al despuntar la aurora del glorioso 20 de Julio. Don Ignacio Rueda fue enjuiciado a causa de aquel escandaloso atentado; pero ya fuese por la cautela con que procedió al ejecutarlo, ya por el ascendiente personal de que gozaba, o por estar próxima la gran revolución, ello es que se libró del merecido castigo. Su adhesión al gobierno español le trajo largas persecuciones, con ocasión de las cuales dio las mejores muestras de su indomable altivez.

    Para determinarlo a aceptar el indulto que, por mediación de sus allegados parientes don Francisco Pradilla y don José María Gómez, le concedió el general Santander, se necesitaron grandes esfuerzos de parte de toda su familia. Tan singular empeño en favorecerle, es seguro indicio de que poseía buenas cualidades, proporcionadas a sus grandes defectos.

    II

    No había yo cumplido catorce años cuando murió mi padre. A pesar de la distancia que me separa hoy de aquella fecha inolvidable, en que experimenté el primero de mis grandes dolores, conservo viva en la memoria la venerada imagen del autor de mi existencia.

    Era mi padre de mediana estatura, de aspecto distinguido y de grave pero dulce y simpática fisonomía. La honradez y la benevolencia, hermanadas con un temple varonil, constituían el fondo de su carácter. A pesar de su escasa instrucción fue varias veces llamado a desempeñar cargos concejiles; y no obstante la pobreza en que vivió, fue siempre respetable y respetado.

    Patriota sincero, padeció inquietudes y sufrió quebrantos en sus cortos intereses, al seguir la corriente de emigración que hacia el Centro y Sur de la república llevó a varias familias patriotas de Barichara, a principios de 1816. Pasó de esta vida el 8 de diciembre de 1838, a la edad de cincuenta y dos años.

    No tuve la fortuna de conocer a mi madre en su juventud. Cuando me dio a luz frisaba ya con los cuarenta y un años; pero como fuesen la inteligencia y la gracia –bellezas que el tiempo no marchita– y no la perfección de las formas, lo que constituía su principal atractivo, pude apreciar en ella, a la avanzada edad en que la conocí, todo el mérito que la distinguía.

    Talle alto, no muy erguido, facciones bien definidas y manos blancas, en agradable contraste con el color trigueño del semblante, eran sus rasgos distintivos. La dulzura sin par de su mirada, la gracia de su sonrisa y la natural suavidad de sus modales, en armonía con una animada y espiritual conversación, hicieron de ella una interesante mujer de sociedad.

    Creyente como Santa Teresa, su claro juicio la mantuvo exenta de supersticiosas preocupaciones; y dotada como estaba de verdadera piedad cristiana, ningún arranque de intolerancia llegó a turbar la serenidad de su alma.

    "A muchos compasión, a nadie envidia

    La vi tener en su fortuna escasa."

    Caritativa con el menesteroso y obsequiosa con sus amigas, más de lo que sus recursos permitían, solía privarse de lo necesario para satisfacer esa noble necesidad de su corazón.

    Innumerables actos de su vida podría citar en demostración de lo que, acerca de su carácter moral, acabo de decir, pero no tratando de hacer una biografía, sino de bosquejar un perfil, me limitaré a pocos ejemplos.

    Venerábase en Barichara desde tiempo inmemorial, bajo la advocación de La Virgen de la Piedra, una supuesta imagen de la Concepción de María, que se reputaba aparecida, y que, como tál, tenía fama de milagrosa, a semejanza de la que, por igual título, es objeto de especial culto en la ciudad de Chiquinquirá.

    Era, pues, Barichara en aquel tiempo lugar de romería. Sus aseadas y alegres calles, hoy casi solitarias, se veían frecuentadas por multitud de peregrinos. En la bonita capilla destinada al culto de la Virgen, se oía resonar a mañana y tarde, en solemne y religioso concierto, las notas melancólicas del órgano y los cánticos sagrados.

    El beneficio cural de aquella populosa parroquia, cuya cabecera había sido erigida en villa desde mucho tiempo atrás, era uno de los más pingües de la arquidiócesis. Esto era debido en gran parte a las romerías, de que también retiraba algún provecho el común de la población, ya por el aumento de consumos, ya por la adquisición de nuevas relaciones.

    Así pasaron las cosas hasta el año de 1839, en que llegó a Barichara el arzobispo Mosquera en santa visita; y habiendo examinado la referida imagen de la Virgen, debió de parecerle en tal grado imperfecta, que, calificando de idolátrico el culto que se le rendía, dispuso que fuese destruida en lugar secreto, durante el acto de la confirmación, seguramente para evitar algún escándalo.

    Divulgóse, no obstante, el rumor de lo que pasaba, antes de la terminación de aquella ceremonia religiosa, y la gente del pueblo, especialmente la parte femenina, sin consideración al lugar en que se hallaba, prorrumpió en lamentos y manifestaciones de profundo dolor por el acto ejecutado; manifestaciones a que contribuyeron algunas señoras de familias principales del lugar.

    Mi madre, que también se hallaba en el templo cuando aquella escena tuvo lugar, salió de él, verdaderamente escandalizada.

    –Esas gentes han perdido el juicio, dijo con acento de indignación, al entrar en casa, aludiendo a las personas que habían hecho tan estrepitosas demostraciones dentro del templo. Asegúrase, añadió, que el Arzobispo mandó destruir la piedra en que estaba la imagen de la Virgen. No podré yo decir si en ello ha obrado bien o mal el Prelado; pero además de que tiene autoridad para disponerlo así, el señor Mosquera es hombre de reconocida piedad e ilustración; y en todo caso esos inmoderados desahogos son impropios del lugar y de la ocasión en que se han manifestado.

    –Madre, le observé yo al punto, he oído decir que en esa piedra no había tal imagen de la Virgen, sino una apariencia de forma humana, demasiado confusa e indeterminada; y que ha sido por espíritu de especulación, de parte de los párrocos, por lo que se ha mantenido al pueblo en las supersticiosa creencia de que había allí una perfecta imagen de la Concepción de María. ¿Su merced llegó a verla con claridad, y está cierta de que realmente existiese en esa forma?

    –No, hijo, me respondió. Varias veces, al levantarse el triple velo que la cubría, me esforcé por distinguirla, y nunca lo conseguí; pero lo había atribuido a la distancia, y nunca llegué a dudar de que existiese realmente en la piedra una verdadera representación de la Madre de Dios. Por lo demás, el concepto que has oído emitir respecto de los párrocos que ha habido en este lugar, es enteramente injusto, al menos con relación a todos ellos. No desconozco que puede haber sacerdotes capaces de sacrificar su conciencia al interés del dinero, pero no creo que tal cosa suceda a la generalidad de ellos; y en cuanto a los curas de esta parroquia, ninguno de los que he conocido habría sido capaz de tan sacrílega superchería; y lo más probable es que todos hayan participado de la creencia general. La maledicencia, agregó, es un vicio muy común, y debemos vivir prevenidos contra él.

    A pesar de mi corta edad (tenía yo entonces catorce años) me causó tal admiración el oír a mi madre expresarse así, sobre materia tan delicada para ella, que no he olvidado ni uno solo de sus conceptos.

    Por los años de 56 a 57, estando ya mi madre establecida en San Benito, llegó de paso a ese lugar un ministro del culto protestante, quien, habiendo hecho conocimiento de antemano con alguno de mis hermanos, fue presentado por éste a la familia. Una señora Olarte, amiga de mi madre, teniendo seguramente en cuenta que ésta se hallaba ya muy anciana, creyó deber de conciencia y de amistad hacerle notar que estaba recibiendo en su casa a un hereje.

    –No me importa averiguar –le contestó al punto mi madre, un tanto picada por la advertencia– cuál sea la religión de ese caballero. Sólo sé que es amigo de mis hijos y persona de buena educación. Ni él podría pretender que, a mi edad, abjurase yo de mis creencias, ni lo conseguiría si lo intentase. Además de esto, aquí nunca se trata con él de asuntos religiosos.

    Si al cabo de setenta años de vida democrática, se notan todavía vestigios de antiguas distinciones nobiliarias, fácil es comprender la influencia que ellas tendrían en las relaciones sociales ahora medio siglo.

    No pudiendo yo estar, cuando niño, exento de esa general preocupación, pregunté a mi madre un día cómo andaba la familia en lo tocante a linaje.

    –Por parte de tu padre –me contestó ella– todos tus ascendientes eran españoles; pero por la mía sí te toca buena porción de sangre indígena, pues que mi bisabuelo Rueda fue casado con la hija de un cacique de Guane.

    Se hallaba presente una de las hermanas de mi madre, y creí notar en su semblante cierta expresión de disgusto. Era que la familia Gómez blasonaba de noble allá en mi querido rincón natal.

    A la avanzada edad de ochenta y dos años, después de haber pasado por la amargura de perder su esposo y dos de sus hijos, jóvenes todavía –Pedro y Jerónimo– exhaló tranquilamente el postrer aliento, en la noche del 8 de marzo de 1866, sin que la hubiese abandonado hasta ese supremo instante no ya la esperanza de una vida futura –que ésta, por intuición en unos, y por considerarla otros como complemento necesario o como sanción del principio moral que tiene por fundamento la creencia en Dios, en pocos faltará–; no la esperanza, pues, sino la certidumbre absoluta, la más perfecta seguridad de que, al dejar esta vida, su alma entraría a gozar del bien supremo de la presencia del Infinito Ser y de la de aquellos de sus queridos deudos que la habían precedido en el viaje final.

    Ah! sin duda es un verdadero don lo que se necesita para poder llegar, en ese estado de espíritu, al umbral de la eternidad.

    Mi infancia y mi primera juventud

    I

    Si se exceptúa ciertos hombres de precoz y privilegiado ingenio, que han descollado desde la infancia, la vida del hombre en sus primeros años nada deja tras sí digno de ser referido, ni aun a los más inmediatos descendientes.

    No han faltado escritores que hayan hecho interesantes descripciones de incidentes ocurridos en su niñez; pero el mérito de tales composiciones no proviene de los hechos que les han servido de materia, sino de los comentarios con que han sabido adornarlas, y de la ingeniosa manera de referirlas. Para hombres de grande imaginación y talento descriptivo, la vida de cualquier niño puede servir de tema para una brillante narración.

    Aun tratándose de hombres como Franklin, se ha podido decir, con razón, que nada hay de extraordinario en los hechos que él mismo refiere, como ejecutados en sus primeros años, y que son las reflexiones morales, que tanto abundan en sus Memorias, las que constituyen el verdadero mérito de esa interesante obra.

    Así, pues, si me resuelvo a consagrar unas pocas líneas al período de mi infancia, lo hago únicamente con el propósito de poner de manifiesto la unidad moral de mi vida, rasgo que principalmente la caracteriza; pues, por lo demás, debido indudablemente a una buena índole heredada, o sea al equilibrio de mis facultades morales, el cumplimiento del deber no ha exigido de mí grandes o extraordinarios sacrificios, ni triunfos sobre mí mismo de que pudiera vanagloriarme.

    Una constante observación me ha persuadido de que así el bien como el mal obrar dependen, originariamente al menos, de disposiciones orgánicas o inclinaciones naturales que, bajo la forma de necesidades fisiológicas, actúan sin contrapeso sobre la voluntad del hombre –cuanto más sobre la del niño– antes de que una bien dirigida educación venga a dar a cada cual la conciencia de sus propios actos y el dominio de sí mismo, en la medida de lo posible.

    No se me oculta, desde luego, la gravedad de estos conceptos. Sé muy bien que al formularlos pongo atrevida mano en una de las más arduas y trascendentales cuestiones teológico-morales que, con diversas denominaciones, como las de libre albedrío, fatalismo, predestinación, dogma de la gracia, libertad moral y determinismo, han agitado la mente humana en el trascurso de los siglos; problema verdaderamente pavoroso, si los hay, que consiste en averiguar si el hombre, como ser pensante, es dueño absoluto de todas sus acciones, y acreedor, por consiguiente, a las penas o recompensas correspondientes a cada una de ellas; o si, por el contrario, parte al menos de esos actos debe considerarse como resultado de impulsiones orgánicas de todo punto incontrastables por su intensidad o persistencia.

    Hé aquí cómo el doctor Le Bon resume esta doctrina:

    «Ese conjunto de sentimientos inconscientes que se llama carácter, y que son los verdaderos móviles de la conducta, el hombre los posee cuando viene al mundo; pues como están compuestos de la sucesión de los antepasados que le han precedido, influyen en él con un peso del cual nada sería capaz de librarlo, y desde el seno de su polvo todo un pueblo de muertos le dicta imperiosamente su conducta.

    «En los tiempos pasados se han elaborado los motivos de nuestras acciones, y en los tiempos presentes los de las generaciones que nos sucederán: esclavo del pasado, el presente es señor del porvenir; por lo cual el estado del uno será siempre indispensable para el conocimiento del otro.»

    Extraña temeridad seria la mía si pretendiese abarcar en su conjunto, o si tratase de profundizar tan intrincado problema; pero examinarlo en el solo aspecto de la eficacia, más o menos absoluta, de la educación moral, sí es cosa que puede pasar, tratándose de cuestiones como ésta, que tan de cerca interesan al individuo, moralmente considerado. Deber suyo es, por tanto, estudiarlas con toda la atención de que sea capaz, para ver de formar opinión propia acerca de ellas.

    Consecuente con esta regla de conducta, y sin pretender ir más allá de lo que mis escasas facultades permiten, he llegado a formar opinión en el asunto de que se trata, y creo oportuno consignarla en estas Memorias. Ella se reduce a creer, como firmemente creo, que llegará un día en que la educación moral, en extremo deficiente hasta hoy, adquirirá, mediante un gradual desarrollo, la eficaz y universal acción regenerativa de que carece en la actualidad.

    Que hay seres pertenecientes a la especie humana en quienes ejercen soberano imperio los más brutales instintos, es un hecho de constante observación, que nadie se atreverá a negar; pero así como es posible domesticar las fieras que habitan en las selvas, debe de ser posible también educar a esa otra fiera, más peligrosa aún, que puebla las ciudades, a la cual se ha llamado últimamente, con entera propiedad, la bestia humana.

    Será cuestión de método y aun de sistema especial de educación para cada caso particular, si necesario fuere, pero el resultado no puede ser dudoso.

    Lamartine refiere que Fenelón logró hacer de un niño, que había heredado, en forma de instintos, las malas pasiones y los vicios de su raza –el duque de Borgoña– un modelo de príncipes.

    Verdad es que no ha habido ni habrá muchos educacionistas comparables a aquel grande hombre, orgullo de su patria y de la humanidad cristiana; pero un solo ejemplo bastaría, si uno solo existiese, para demostrar la posibilidad de corregir y aun de trasformar los más reacios caracteres. Es la vieja historia del árbol que nace torcido, pero que cuando está todavía tierno se puede enderezar.

    En mi humilde concepto, la educación moral e intelectual y la evolución orgánica, en armonía con el sentimiento religioso, y la selección natural son los agentes providenciales por excelencia en la obra del progreso indefinido de la humanidad.

    Hasta dónde la acción simultánea de estos poderosos impulsores podrá llevar a las futuras generaciones por el camino del mejoramiento físico y de la perfección moral, nadie se atrevería hoy a determinarlo; pero todo induce a creer que la verdadera paz social, basada en la observancia del precepto evangélico que dice: «No hagas a otro lo que no quieras que se haga contigo», se hallará al cabo de larguísimas jornadas; y que ese será el «reinado de Dios acá en la tierra.»

    II

    A una memoria feliz y a un profundo sentimiento de pundonor, que me hacía horrorizar a la sola idea de recibir azotes, debí seguramente el haberme librado de esta pena, que tanto se prodigaba en las escuelas y colegios de aquel tiempo. Ninguna otra mejor calculada para degradar y envilecer el carácter de un niño, matando en flor todo sentimiento de dignidad personal.

    Doce años llevábamos de vida independiente, e imperaba todavía el sistema educacionista español, que tenía por divisa este bárbaro aforismo, digno de los tiempos de la Inquisición: «La letra con sangre entra, y la labor con dolor.» Era ciertamente muy corto el tiempo corrido de vida republicana, para que hubiesen podido cambiar las ideas, y especialmente las prácticas, en materia de disciplina.

    Reflexionando que fue bajo el látigo de los institutores coloniales como se formó la legión de héroes que nos dio independencia, se encuentra una confirmación más de la exactitud de este conocido y manoseado concepto de un grande historiador: «El destino de la humanidad es progresar padeciendo.»

    Antes de que yo hubiese aprendido a escribir medianamente, me retiró mi padre de la escuela para llevarme a un campo situado a la ribera del Suárez, donde empezaba él a fundar una plantación de añil. Mi ocupación en aquel campo no fue, ni podía ser, otra que la de cuidar la casa, que era un tambo abierto por todos cuatro costados.

    Los domingos se iban a Barichara mi padre y dos de mis hermanos mayores, que también le acompañaban allí, a oír misa y a hacer provisión de víveres para la semana; y aunque siempre me dejaban acompañado de algún sirviente, uno por lo menos de mis hermanos regresaba antes de anochecer.

    Pero sucedió un día que, habiéndome quedado enteramente solo, vi acercarse la noche sin que hubiese llegado ninguno de los que aguardaba. Lleno de inquietud me dirigí a la habitación más inmediata, en busca de compañero para pasar la noche.

    El dueño de la casa me ofreció alojamiento, pero se denegó a ir a acompañarme en mi habitación, en la cual se hallaban las herramientas y algunos enseres de casa, que podían ser robados durante la noche. La alternativa era demasiado dura para mí, pero no vacilé en regresar sólo a mi habitación.

    Entre las consejas con que se amedrentaba a los niños era muy válida la de que las almas de los que morían ahogados en aquel río, vagaban de noche por la orilla exhalando tristes lamentos. Dominado por tan pueril temor me encomendé a todos los santos, con la fervorosa devoción que me había infundido mi madre; y en un estado de terror que me causaba estremecimientos, me arropé de pies a cabeza y me cubrí los oídos con ambas manos, hasta que el sueño, tan poderoso como la muerte, especialmente en los niños, acudió en mi socorro.

    Otro día –domingo– llegó muy temprano a mi conocimiento la noticia de que en una estancia vecina habían robado un pavo la noche anterior. Además de un criado, llamado José, me acompañaba ese día Trino, mi hermano menor. Como a eso de las seis de la tarde se presentó el criado, que había estado ausente durante el día, y con aire misterioso y mucha timidez nos llamó a los dos hacia adentro.

    Desenvolviendo en seguida el más aseado de los manteles –una hoja de vijao– puso a nuestra vista un trozo de pavo cocido, acompañado de pedazos de plátano. La tentación debió de ser grande, según vagamente lo recuerdo, y sin embargo, increpé duramente al criado el hurto que había cometido, y no contento con eso procedí a amarrarlo, ayudado por mi hermano menor –niño de ocho años– diciéndole que así permanecería hasta que llegara mi padre.

    El infeliz muchacho, que tenía fuerza de sobra para defenderse y aun para amarrarnos a Trino y a mí, se dejó atar sin embargo como un cordero; pero por más precauciones que se tomaron para evitar que se fugara durante la noche, no amaneció allí.

    La facultad de la memoria, precozmente desarrollada, fue causa de que mi padre fincara en mí algunas esperanzas, no para sí mismo, que ya estaba entrado en años, sino para la familia; por lo cual aprovechó la primera ocasión de colocarme en un establecimiento de instrucción secundaria, que se había abierto en Barichara.

    Allí cursé sin provecho alguno de que tenga ahora conciencia, el primer año de gramática latina. luego entré en la clase de filosofía, a la que asistí durante un año en Barichara, y menos de este tiempo en el Colegio de San Gil, por haberse cerrado este plantel con motivo de los sucesos políticos de 1840.

    Al acercarse a esta última ciudad en su movimiento de retirada el ejército que mandaba el Jefe Supremo, coronel Manuel González, después de la parcial derrota que había sufrido en Buenavista, estuve a punto de ser reclutado, por equivocación.

    Vivía yo en casa de una buena tía –la señora Marcelina Gómez de Villar– que tenía dos hijos, Zoilo y Telmo, los que cursaban en el mismo colegio facultad mayor. Jóvenes de más de veinte años, ambos inteligentes, tomaban parte en las discusiones políticas, dejando conocer sus opiniones favorables al gobierno, en una ciudad como aquélla, en que era unánime la opinión en contra de él. Con tal motivo se hicieron sospechosos para las autoridades locales, y esa sospecha se extendió a mí, que aunque liberal desde esa edad, no estaba en capacidad de hacer valer mis propias opiniones.

    En tal situación no me quedó otro recurso que el de echar una madrugada para librarme del acuartelamiento. Pero lo más curioso del caso es que, en Barichara, después del cambio de autoridades que siguió al triunfo del gobierno en Aratoca, me vi también amenazado de reclutamiento, no ya como supuesto conservador, sino como verdadero liberal; y tuve que tomar por segunda vez las de villadiego, y refugiarme en un campo. Signos fueron éstos de lo que debía venir después.

    III

    Como fácilmente puede suponerlo cualquiera que, habiendo pasado la vista por las anteriores páginas, se haya formado idea cabal de mi carácter, no fueron muchos ni muy escandalosos mis percances de estudiante. Dos o tres de ellos, sin embargo, dejaron honda huella en mi memoria, y esta circunstancia me induce a referirlos.

    En la clase de latín a que yo asistía, se celebraban semanalmente unos ejercicios llamados sabatinas, en que cada estudiante tenía derecho de corregir, al condiscípulo que, habiendo sido interrogado por el catedrático, no contestara satisfactoriamente, y en castigo podía aplicarle un ferulazo.

    Sucedió que un día, por malos de mis pecados, corregí a un condiscípulo conocido en la clase con el apodo del Ríscolo, mozo de más de dieciocho años, alto de cuerpo, y que en su condición de aprendiz de sastre, usaba la uña del dedo pulgar de la mano derecha, larga y cortante como navaja.

    Con la malignidad propia de estudiante quise estrenarme con aquel humilde joven, hijo de un artesano, y afirmándome en los talones, le descargué tal ferulazo, que lo hice brincar.

    Tres asientos me separaban de él en la banca que ambos ocupábamos, y cuando yo estaba todavía ufano por la muestra de vigor físico que acababa de dar en presencia de la clase, el vengativo condiscípulo, extendiendo por detrás de los tres niños que nos separaban, su brazo largo y nervudo como el de una marimonda, me hincó la terrible uña en el omoplato con tanta fuerza, que me hizo proferir en voz alta un vizcaíno, que produjo una risotada general y me atrajo fuerte reprensión del catedrático.

    Mal podría yo decir hoy, al cabo de cincuenta y siete años, lo que pasó por mí en aquel instante. El impulso de la cólera debió de ser proporcionado a la intensidad del dolor que me causó el arañazo; mas como la delación es prohibida entre estudiantes, no me quedaba el recurso de quejarme, sino únicamente el de un desquite personal, que tenía el inconveniente de la incontestable superioridad física de mi adversario.

    ¿Qué hacer en tal situación? Tampoco podría decir hoy, en conciencia, qué partido habría tomado, si hubiera tenido libertad para escogerlo; pero sucedió que, al levantarse la clase, me vi rodeado por varios camaradas que, exagerando la ofensa recibida por mí, y afectando tomarla como propia, se esforzaron en infundirme la idea de que yo podía medir mis débiles fuerzas con las de quien era para mí casi un hombrazo.

    Al fin lo consiguieron, y dos minutos después nos hallábamos el Ríscolo y yo frente a frente en mitad del salón, rodeados de la estudiantina, que se mostraba anhelosa de presenciar una riña a pescozones, sin preocuparse en lo mínimo por la desigualdad de los combatientes.

    Como hubiesen trascurrido algunos segundos sin que se diera principio a la función, el más truhan de los cachifos, colocándose entre los campeones, trazó rápidamente una raya en el suelo enladrillado, y en tono sentencioso dijo al enderezarse: el que primero pise esta línea, ese es el más valiente. Sin vacilar adelanté yo el pie y cubrí con él la imaginaria frontera; pero mi adversario no se dio por notificado de tal ofensa. Entonces saltó otro estudiante, que se distinguía por su aire socarrón, y dijo: el que primero le toque a su contrario el ala del sombrero, ese es el más resuelto.

    Alentado yo por la pasividad de mi adversario, traté de llevar la mano al ala de su sombrero, cuando sentí un golpe en la cabeza, que me causó el efecto de un trueno, y me hizo perder el centro de gravedad.... Ciego de cólera me levanté y cogí un taburete, con la temeraria pretensión de rompérselo en la crisma al impávido jayán; pero éste, con la calma que da la conciencia de la superioridad, apartó con la mano izquierda el taburete, y con la derecha me descargó el segundo pescozón.

    Mi furor llegó entonces al colmo, y no sabiendo qué hacer, corrí desatentado por el salón en busca de un proyectil cualquiera. Desgraciadamente di con un trozo de ladrillo, y sin darme cuenta de lo que iba a hacer, lo arrojé con violencia a la cara del pobre Riscolo, causándole profunda herida en la frente, y haciéndolo vacilar sobre sus pies. Todo fue ver sangre en abundancia y sentirme sobrecogido de terror. Los niños se agruparon en torno del herido a prestarle el debido auxilio.

    Uno de ellos, llamado el Mico Velandia (por aquel tiempo eran pocas las personas que no tenían su apodo, el que se trasmitía de generación en generación), voló a casa de su padre a traer una panela, de cuya raspadura, mezclada con tabaco mascado, hicieron los estudiantes un menjurje para aplicarlo a la herida, que fue luego vendada con un pañuelo. «Mas para decir verdad como hombre honrado», sólo vine a tener noticia de la curación al siguiente día, pues cuando todo esto pasaba, largo rato hacía que impresionado con la idea de que me había hecho reo de un homicidio, habíame acogido al amparo de mi madre.

    Informada ésta de lo ocurrido, se dirigió en el acto a casa del herido, y antes de media hora regresó tranquila. Al segundo o tercer día volvió el Riscolo al colegio, con la frente vendada, y debidamente amonestado por los condiscípulos para que guardara silencio sobre el suceso.

    Otra ocasión le ocurrió a uno de los alumnos la idea de que debíamos darnos un día de asueto e ir a pasarlo a orillas del riachuelo inmediato. Para ello debíamos trancar previamente el portón con una viga que había en el patio, de modo que el catedrático no hallara entrada al local en que se hacía la clase. Contábase al efecto con una salida oculta, por donde debían escaparse los encargados de esa operación.

    Todo se hizo como estaba previsto, y por la mañana no pudo entrar el profesor; más por la tarde se presentó acompañado del jefe político y de cuatro agentes de policía, dos de los cuales escalaron uno de los balcones y desatrancaron el portón. El momento fue solemne, por no decir aterrador, pues ya podía preverse lo que nos iba a suceder. Al entrar al salón observamos con pavor que los policiales quedaban de guardia en la puerta.

    Un momento después decretó el catedrático la pena de seis azotes a cuero limpio a cada uno de los niños, sin excepción. Tan afrentosa pena debíamos sufrirla alzados a la espalda de un fornido estudiante llamado Victoriano Becerra, quien con evangélica resignación recibió, el primero, de pie sus seis azotes. A esto siguió el desfile, de dos en dos, hacia un cuarto contiguo al salón, comenzando por el extremo opuesto al en que yo me hallaba, y un instante después empezó a oírse el chasquido del látigo, acompañado de chillidos o de lamentaciones de los vapulados. Yo empecé a sudar de angustia.

    No concebía cómo pudiera salir a la calle ni presentarme en casa después de haber recibido tan ignominioso ultraje. Eso de tener que bajarse uno mismo los calzones para que le dieran rejo, era cosa a la cual no podía yo resignarme. Y entretanto el momento del suplicio se acercaba.... Creo verdaderamente que estaba ya accidentado y fuera de mí, cuando el catedrático, compadecido quizá del estado deplorable en que me veía, dijo levantándose: mañana se averiguará si Parra tuvo también parte en esta bribonada para aplicarle el castigo. ¡Me había salvado! pero no tuve ánimo por el momento para salir del rincón en que me hallaba.

    Muchos años han trascurrido desde que me vi en aquel trance, y sin embargo, cada vez que de él me acuerdo, bendigo la memoria del catedrático, doctor Acisclo Rueda, de quien tal vez hoy nadie más se acuerda. Hubo otra cosa particular, que aún no he podido explicarme; y es que tan singular exención no me hubiera acarreado la ojeriza de algunos envidiosos condiscípulos.

    De la clase de latín pasé, junto con la mayor parte de ellos, a la de segundo año de filosofía, por haberse cerrado la de primer año.

    La primera lección que me tocó aprender fue el comienzo de un capítulo del texto de física por Restrepo, titulado La Mecánica (la física estaba adscrita en esa época al curso de filosofía) y precisamente por ser la primera lección me la aprendí al pie de la letra. Anhelaba por darla; y como si el catedrático hubiese adivinado mi deseo, dijo al abrir la clase.

    –Exponga Parra la conferencia. Yo me puse de pie al instante, y con atropellada voz empecé diciendo:

    –La mecánica es aquella parte de la física.... y ahí me atasqué.

    –Siga el otro, dijo el catedrático.

    –¡Señor! exclamé, yo sé la mecánica.

    –Pues dígala usted.

    –La mecánica es aquella parte de la física....

    –Siga el otro.

    –Juro que sé la mecánica.

    –Déjese usted de juramentos, y otra vez aprenda bien la lección.

    No hubo remedio; siguió el otro, conforme a la orden reiterada del catedrático, y yo permanecí de pie en castigo de mi falta, rebosando de despecho porque no había habido un condiscípulo que me soplara la palabra siguiente, con lo cual habría podido continuar.

    Y el catedrático mismo ¿por qué no se dignó apuntármela? Simplemente porque los tales catedráticos eran en aquel tiempo verdaderos déspotas.

    De los llamados después de mí a exponer la conferencia, pocos dejaron de quedar en pie. Después de tomar la lección, y a tiempo de empezar las explicaciones, paseó el catedrático su adusta mirada por los que estábamos en actitud de penados; y, fijándola en mí, dijo con imperiosa voz: Siéntese usted, Parra, que al menos manifiesta tener vergüenza, a diferencia de esos patanes que se han quedado tan frescos, como si nada les pasase.

    Tal era el modo como se trataba entonces a los estudiantes, sin que éstos, por su parte, y quizás a causa de eso mismo, se hicieran acreedores, en lo general, a un tratamiento más culto y delicado.

    Sus juegos eran demasiado toscos. Yo recuerdo todavía con horror los puntapiés que se daban en las horas de recreo. Aquello parecía literalmente un corral de muletas. Yo me escurría en tales ocasiones, pegado a la pared, aparentando indiferencia ante el peligro; y así logré sustraerme a esos remolinos de puñadas y de coces, no sin haber llevado uno que otro refregón por carambola. Entonces atribuí tan raro privilegio a las indicadas precauciones; más ahora, con mejor conocimiento de los hombres, creo que lo debí principalmente al consabido ladrillazo.

    Entre los estudiantes de Filosofía se contaban quince o veinte mocetones, que solían rondar de noche las más apartadas calles de la ciudad, infundiendo alarma a las madres de familia de la clase media, que no eran menos recogidas y virtuosas que las de la clase alta de la sociedad. Eran aquellos los tiempos de la queda, y a las nueve en punto comenzaba la ronda, dirigida unas veces por el alcalde, y otras por el jefe político en persona, con el correspondiente séquito de comisarios y alguaciles.

    Fastidiados los estudiantes con la persistente vigilancia de la autoridad, resolvieron una noche desafiarla, dándole en calles y plazas una cencerrada, que puso en alarma la población. Gritos, carreras, silbos y voces pidiendo auxilio para capturar a los audaces alborotadores, eso y más, se oyó desde media noche hasta el amanecer.

    A pesar de su grande actividad, el jefe político quedó burlado esta vez por no haber podido dar caza a ninguno de los alborotadores, ni probar al día siguiente la identidad de éstos con cualquiera de los estudiantes.

    Obra de ese mismo grupo estudiantil fue una composición en verso titulada Ensaladilla, de la cual sólo recuerdo un paso, y eso por haber sido el que motivó la terrible réplica que se verá adelante, escrita por uno de los ofendidos.

    La contradanza era entonces piedra de toque de los bailarines de ambos sexos; y como la señora Narcisa Carrizosa de Amaya no se distinguiese por su garbo al llevar el paso, ni por la elegancia para ejecutar las complicadas figuras, los malignos estudiantes tomaron pie de ahí para mofarse de ella y zaherir al propio tiempo a su marido, a cuyo efecto escribieron:

    «Qué bien baila contradanza la Narcisa Carrizosa! –Tiene la boca babosa el don Agustín Navarro; –Válgame Dios, qué zamarro es el don Ramón Amaya», etc.

    La fuerza del consonante, que a tanto obliga, según Lope de Vega, determinó a mis ociosos condiscípulos a darle el epíteto de zamarro a uno de los hombres más inteligentes y bien educados que había entonces en Barichara; quien, tomando la pluma de Némesis, escribió, entre otras que no recuerdo, las siguientes cuartetas:

    Diz que un grupo juvenil,

    De tantos que el mundo forja,

    Impúdicos escritos bota,

    Sin concierto y estilo vil.

    Diz que por ver lucir

    Su pluma estoposa y brusca,

    Mil inquietudes se busca

    Sin prever del mal el fin.

    Diz también que ensaladilla

    Titula su feo borrón,

    Do la joven ni su honor

    Escapan de tan ruin cuadrilla.

    Allí donde a la casada

    A la célibe y la viuda,

    A todas se les saluda

    Con escarnio y mofa osada.

    Siento no recordar siquiera una parte de la referida ensaladilla, para poder juzgar hoy, con mejor criterio que el de entonces, si hubo o no verdadera chispa en sus autores. Me inclino a la negativa, porque la inspiración poética, incompatible acaso con ciertas dotes de inteligencia y aun de temperamento, ha sido facultad tan rara en la patria de los comuneros, que tanto el Suárez como el Fonce aguardan todavía sus cantores.

    Por lo demás, aquel género pedestre de literatura era el único que se cultivaba en las ciudades de segundo orden, donde los aficionados al verso apelaban a su inculta musa para producir ese sartal de renglones aconsonantados, cuyo único atractivo consistía en la mordacidad.

    Si defectuoso era el sistema instruccionista de aquel tiempo, especialmente en lo relativo a la disciplina –de cuya aplicación práctica he citado más de un ejemplo– el de educación doméstica, basado igualmente en el esterilizador principio de autoridad, no aventajaba a aquel en lo más mínimo. De ahí que los viejos veamos hoy con grata sorpresa, y con indecible satisfacción, el grande adelanto que en tan importante ramo se ha hecho en los últimos cincuenta años, no sólo en lo tocante a métodos y a textos de enseñanza, sino también en lo que se refiere a las relaciones personales entre maestros y discípulos.

    Desde que éstos han dejado de ver en sus preceptores un ceño invariablemente adusto, como seguro anuncio de la aplicación de severo castigo por la más ligera falta, la escuela ha dejado de ser para ellos objeto de terror, y se ha convertido, bajo la benévola y paternal mirada del institutor moderno, en apacible y grata morada.

    Y como ya no se trata hoy de fatigar la memoria del niño obligándola a retener capítulos enteros del texto de enseñanza, sin comprenderlos; sino que, aprovechando de su infantil curiosidad, se le explica con suaves modos y sostenida paciencia, por el método objetivo, el sentido de lo que va leyendo; y como en vez de conminarlo con dolorosas y humillantes penas, se le estimula con premios y distinciones, la escuela ha venido a cambiar en incentivos de honor y de placer, los motivos de repulsión qué antes tenía.

    No menos importante ha sido el cambio efectuado en el sistema de educación doméstica, en el cual también se ha sustituido la autoridad de la razón, a la razón de la autoridad.

    A semejanza del maestro de escuela y del profesor de aquel tiempo, el padre de familia se creía en la obligación de mantener arrugado el entrecejo en presencia de sus hijos, dizque para evitar que éstos traspasasen los límites del respeto filial.

    Todo impulso de paternal cariño debía ser reprimido, en guarda de la autoridad, la que, apoyada en el temor, era base fundamental de todo sistema educacionista. De donde resultaba que las naturales relaciones de amistad entre padres e hijos, tan adecuadas como son para que los primeros ejerzan, por la persuasión y el cariño, saludable influencia sobre el carácter y las inclinaciones de los últimos; esas gratas relaciones, sólo por excepción eran cultivadas en una que otra familia.

    Pero, lo que es todavía más extraño, ni entre madres e hijas existían la dulce intimidad y la expansiva confianza que tan necesarias son para que la mirada maternal, penetrando hasta el fondo del corazón de la hija, sea brújula segura en la dirección de la conducta y los afectos de la que, en no lejano día, vendrá a ser también esposa y madre de familia.

    Hecha esta breve digresión, y antes de terminar el presente capítulo, volveré atrás para dirigir por última vez una húmeda mirada al suelo en que nací, al lugar en que corrió mi adolescencia y despuntó mi juventud; a aquél, en fin, donde mudo y tembloroso, quemé el primer grano de incienso en el altar de la hermosura, y donde dejé ignorados, para nunca más saber ya de ellos, los huesos de mi padre.

    Era entonces Barichara deliciosa mansión de un núcleo de familias de claro origen y patriarcales costumbres, no inferior en cultura a ninguno de los centros sociales del interior del país, excepto la capital. Contaba un personal de varones digno de figurar en cualquiera de esos centros, tanto por su buena educación y su probado patriotismo, cuanto por su reconocida honorabilidad.

    Componíanlo don Francisco Pradilla, don José María Gómez, don Agustín Navarro, don Ramón y don Julián Vargas, don Francisco Rueda, don Vicente Pradilla, don Narciso Reyes, don Agustín Peñuela, don Miguel Castillo, don Antonio Gómez, don Ramón Amaya, el doctor Emeterio Arenas, el doctor Facundo Roldán, don Gabriel Sarmiento y algunos más.

    Correspondiendo a este grupo masculino había otro de señoras, que se distinguía por sus prácticas piadosas, por sus maneras cultas, por su consagración al hogar y por su aspecto y aire señoriales. Entre ellas había algunas que contaban largo abolengo, y que cifraban, por tanto, su mayor orgullo en mantener limpio el apellido de sus progenitores, y en trasmitir pura a sus descendientes la herencia de virtudes que de aquéllos recibieron.

    La fraternidad era un sentimiento tan preponderante en esas familias, que llamaba la atención del forastero, a quien atraían el afable trato y la cordial hospitalidad, que también eran rasgos distintivos del hijo de Barichara.

    Los vínculos de parentesco, por muy lejanos que fuesen, eran reconocidos como tales entre ricos y pobres, e imponían a los primeros deberes de hospitalidad y de cariño, que hoy son ya desconocidos.

    La consagración al trabajo en la más rigurosa acepción de la palabra, era allí, lo mismo que en toda la provincia del Socorro, ley inexorable y suprema, a que estaban igualmente sometidas todas las clases sociales, sin distinción de sexos ni de edades, salvo en cuanto a la especie de trabajo a que se dedicaba cada cual.

    Asimismo, el sentimiento de honor y el respeto a la palabra empeñada eran prendas no muy raras en las clases inferiores de la sociedad.

    Como el producto de tan asiduas labores bastase apenas para subvenir a las primeras necesidades de la vida, el lujo, –si en tal categoría podía comprenderse el uso de un vestido de gala, uno solo, para el señor y otro para la señora, heredados las más veces de sus abuelos; la vajilla de plata, alguna imagen al óleo, en marco dorado, y otros pequeños objetos de adorno–; ese lujo estaba reservado a ocho o diez familias acomodadas.

    Las costumbres eran, pues, sencillas, y las diversiones fáciles, por falta de lo que hoy se llama exigencias sociales. Mas como la pobreza era la causa de semejante sencillez, por más que los viejos y los predicadores sagrados se empeñasen en presentarla como el más seguro camino para ir al cielo, ellos mismos en su interior, y los jóvenes sin disimulo, protestaban contra ella. En boca de los primeros oí más de una vez esta quintilla, que debía de tenerse por herética, como que se mofaba del ascetismo, tan encomiado en aquellos tiempos:

    La pobreza Dios la amó

    Porque no supo lo que era;

    Pero luego que la vio

    Pegó tan fuerte carrera

    Que hasta el cielo no paró.

    En medio de su pobreza, se ufanaba Barichara de una cosa, una sola tal vez, pero envidiable y envidiada por las ricas poblaciones vecinas: se ufanaba, y con razón, de la belleza de sus mujeres. Representábanla por aquel tiempo, en primer término, dos encantadoras jóvenes, pertenecientes a familias principales del lugar; la una rubia, y morena la otra; más cercana aquélla a la perfección física, pero más agraciada la última. Sus nombres de pila formaban consonantes, –Ludovina y Bertina– y la fama de su hermosura salvó los límites de esa región.

    Viejos habrá en Barichara que, a la hora de sus reminiscencias juveniles, modulen en voz baja los armoniosos nombres de aquellas dos púdicas beldades. En cuanto a mí, puedo decir que la virginal sonrisa de una de ellas fulgura todavía como un astro en la noche de mis recuerdos.

    Negocios comerciales

    Perdida toda esperanza de seguir carrera literaria, por falta de recursos propios y de apoyo extraño, me dediqué, en asocio de Trino, a un penoso trabajo, con cuyo producto contribuíamos a la subsistencia de la familia.

    La desgraciada revolución de 1840, acompañada como estuvo del azote de

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