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Érase una vez ahora: Cuentos de hadas para el mundo real
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Libro electrónico404 páginas6 horas

Érase una vez ahora: Cuentos de hadas para el mundo real

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Dentro de estos relatos conoce a chicas y chicos —alejados de príncipes y princesas tradicionales— resueltos, valientes, ingeniosos y, al mismo tiempo, implacables. Protagonistas presentados a veces como antihéroes, quienes consiguen superar situaciones extremas o enfrentar a brujas y a villanos con ayuda de seres de todo tipo —desde hadas excéntricas hasta ladrones bondadosos— y así resolver su destino o dejar abiertas las posibilidades a nuevas aventuras.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones SM
Fecha de lanzamiento10 nov 2018
ISBN9786072431713
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Érase una vez ahora - Olivia Snowe

Snowe, Olivia

Érase una vez ahora. Cuentos de hadas para el mundo real / Olivia Snowe; traducción de Alejandro Carlos Piombo Herrera. – México: Ediciones SM, 2018

Título original: Twicetold Tales. Fairy Tales for the Real World

Formato digital

ISBN: 978-607-24-3171-3

C assie de la Capa mantenía su impermeable rojo cerrado hasta el cuello. Los truenos estallaban y la lluvia caía fuertemente en abultados goterones. Las esquinas y los bordes de las aceras se habían desvanecido bajo charcos que se hacían más hondos en la medida en que las pilas de nieve —que aún estaban en el sitio hacia donde las habían apartado durante el invierno— se derretían, juntándose con los torrentes de lluvia. En poco tiempo, la mitad de Ciudad del Bosque estaba inundada.

Cassie brincaba desde algunas partes del pavimento a ciertos sitios del borde de la acera, para evitar los charcos más profundos. No obstante, el agua la salpicaba por completo, se metía a sus botas de hule y empapaba sus calcetines de arcoíris favoritos. Cuando llegó a la tienda de comestibles de Maurice, apenas podía mantener su paso.

Sonó un timbre mientras ella empujaba la pesada puerta de cristal. Se sacudió la mayor cantidad de lluvia posible y arrastró los pies por el largo tapete negro que llevaba al mostrador.

El propio Maurice estaba parado detrás del alto mostrador, las manos cruzadas sobre el vidrio, con su sombrero de papel blanco y rojo ligeramente inclinado sobre su cabeza calva.

—Hola, pequeña Cassie —le dijo. Él siempre la llamaba así: pequeña Cassie. A ella solía gustarle ese apodo. Sin embargo, ya no era pequeña. El próximo mes cumpliría trece años. Ella estaba fuera de casa, bajo la lluvia, en el centro de Ciudad del Bosque, y todo por su propia cuenta. ¿Acaso las niñitas que cumplen trece años van solas por su cuenta a la ciudad? No.

—Hola —respondió Cassie—. Mmm, vengo a recoger la orden para mi abuelita.

Maurice frunció el ceño y asintió con la cabeza.

—Sí, pequeña Cassie —dijo—, lo sé. Has venido aquí a recoger la cena de los domingos para tu abuelita desde que tengo memoria.

Incluso cuando hacía el recorrido con su mamá, Cassie siempre había estado allí para recoger la comida. Siempre era la misma. Venía en una caja que contenía dos bolsas de compras de plástico. En cada una de ellas, había dos bolsas de papel. Y éstas estaban llenas a reventar de sopas y guisados con tallarines, sándwiches y encurtidos.

Una vez cada tanto, la abuelita agregaba un postre a la orden: un par de rebanadas de pastel de miel o un gran trozo cuadrado de turrón turco.

—Está pesado hoy —dijo Maurice con un guiño. Luego dio la vuelta al mostrador con ese disparejo arrastrar de pies que tenía, como si una de sus rodillas negara a doblarse.

—¡Huele delicioso! —exclamó Cassie—. Apenas puedo esperar.

Con ambas manos, Cassie tomó la caja de cartón. Los maravillosos aromas flotaron hasta su cara y el vapor empañó sus lentes.

—Gracias —dijo.

—Te abriré la puerta —anunció Maurice. Pasó junto a Cassie arrastrando sus pies y ella oyó el repiqueteo del timbre de encima de la puerta.

Ella le agradeció nuevamente y retrocedió unos pasos para internarse en la lluvia. Una vez fuera, tuvo que acomodar sus bolsas. Maurice había amarrado las bolsas de plástico fuertemente, pero Cassie no estaba segura de que aguantarían mucho rato. Lo más probable era que la caja de cartón se desintegrara antes de que la pudiera llevar al edificio de departamentos de la abuelita. En lugar de caminar, se dio prisa por llegar al toldo de al lado. Una vez allí, se inclinó contra el gran letrero de la ventana para esperar que la lluvia amainara, aunque fuera un poco.

A Caleb Loobo no le importaba. La lluvia se derramaba sobre él en ráfagas. Se amontonaba en su pelo enmarañado —demasiado largo y desordenado, como si hubiera sido cortado con un par de tijeras de podar— y lo recorría hacia abajo, desde la parte de atrás del cuello y desde el puente de la nariz.

Él reía irónicamente. Siempre hacía muecas mientras reía así. Sus dientes eran demasiado grandes y demasiado blancos, e incluso la mayoría de sus amigos lo creía capaz de abalanzarse sobre ellos y darles un mordisco.

De espaldas a la canasta de basquetbol, Caleb hacía rebotar el balón frente a él; usaba sus piernas y espalda como escudos, para protegerse del defensa. Era un partido de basquetbol en sólo una mitad de la cancha y de dos contra dos.

—¡Pásala! —gritó el compañero de equipo de Caleb, Finn Travesaño.

Sin embargo, Caleb no la pasaba. Estaban diez arriba en el marcador, y la siguiente canasta de dos puntos definiría el partido. Y no estaba dispuesto a cederle esa gloria a nadie. Él mismo anotaría esos dos puntos.

—Vamos, Loobo —dijo Andrew Cazador, el defensa. Caleb sintió la mano enorme de Cazador sobre su espalda—, muévete.

Caleb sonrió ampliamente. Sacudió la cabeza a un lado, luego se paró del otro. Fintó, dejando muy lejos a Andrew, que estaba frente a él, para que este no tuviera oportunidad de quitarle el balón. Enseguida se lanzó hacia delante y se detuvo repentinamente. Andrew se deslizó sobre el cemento mojado, y Caleb levantó la pelota y lanzó.

Dos puntos. Caleb aplaudió una vez.

—Buen intento, muchachos —dijo, riéndose irónicamente de Andrew y del compañero de equipo de éste, Otto Blanco.

El compañero de equipo de Caleb —quien también había encestado un par de canastas— volteó sus ojos y checó la hora en su teléfono celular.

—Es mejor que me vaya a casa —dijo—. Llegaré tarde para la cena.

—Sí, yo también —concordó Andrew—. Sin contar que estoy empapado hasta los huesos. Mi mamá me va a despellejar vivo por estar fuera bajo este huracán.

Caleb lo interrumpió con cierta sorna.

—¿Huracán? —preguntó—. Esto es un aguacero de primavera —se volteó hacia Otto—. ¿Y qué hay de ti, Otto? —Le lanzó la pelota. Otto la atrapó antes de que chocara contra su cara, pero justo apenas antes de que eso sucediera—. ¿Un juego rápido de uno contra uno? —preguntó Caleb—. Vamos. Te daré cinco puntos de ventaja para empezar.

—No puedo. Están las tareas, la cena... —dijo Otto devolviéndole la pelota a Caleb, que la atrapó, la hizo botar dos veces y anotó una perfecta canasta de tres puntos.

—¡Vaya! —exclamó.

Los otros tres muchachos tomaron sus cosas y se fueron.

—Nunca he conocido tres mayores bebés e hijos de mamá como ustedes —dijo Caleb y los observó, lanzándoles insultos y burlas, hasta que ellos doblaron en la esquina y desaparecieron.

Ahora estaba solo en el parque de Ciudad del Bosque; era el único lo suficientemente valiente, o tonto, como para permanecer bajo el vendaval.

Caleb se sentó en la banca de metal sobre el borde de la cancha de basquetbol y tomó un largo trago de su botella de agua. Muy pronto ésta quedó vacía y su estómago rugía.

Tengo hambre, se dijo. Podría haber ido a cenar a su casa, pero con su hermano mayor que volvía de la universidad y el novio de su madre allí...

Preferiría sentarme en la lluvia y morirme de hambre, murmuró para sí. Luego levantó la vista. Se le ocurrió ir a echar un vistazo a la esquina de la calle mientras el destello de un relámpago sacudía la varilla de la cima de la Torre de Ciudad del Bosque, cubriendo el lugar con una espectral luz pálida, tan sólo por un instante.

Por casualidad Loobo avistó a Cassie de la Capa, agazapada bajo un toldo y aferranda a una gran bolsa que parecía pesar mucho.

Una pesada bolsa de comida.

Cassie había estado mirando fijamente la lluvia mientras las gruesas gotas de agua resbalaban sobre ella. Dejó que su mente divagara hacia los cuentos de hadas de su infancia. Recordaba al señor Jenkins, el maestro que tuvo en el primer curso de la escuela.

Era una tarde lluviosa como ésa cuando se puso tan oscuro a la una de la tarde, como si fuera la una de la mañana. El señor Jenkins apagó las luces del salón de clases, excepto una, y Cassie y el resto de los compañeros del curso se sentaron con las piernas cruzadas alrededor de la silla de su maestro, ansiosos por oír un cuento.

Jenkins les contó El Príncipe Rana, Blanca Nieves y los siete enanos y Caperucita Roja. La historia favorita de Cassie era, por supuesto, Caperucita, porque su impermeable era rojo. Siempre usó impermeables rojos desde entonces.

En un rato serían ya las seis de la tarde. De pronto, el sonido del portazo que Maurice dio al cerrar provocó que Cassie dejara de soñar despierta.

—Estoy cerrando, pequeña Cassie —dijo el hombre de la tienda—. ¿No sería mejor que te dieras prisa? No deberías estar perdiendo el tiempo cuando todas las tiendas están cerradas. No es seguro.

—Me apresuraré, Maurice —aseguró Cassie. Ella atisbó por debajo del toldo, hacia la oscuridad y el cielo pesado—. Solo estoy esperando que pare un poco la lluvia.

Maurice trotó a través de la lluvia, sosteniendo la chaqueta sobre su cabeza. Cuando llegó a Cassie, se detuvo y le sonrió; después se enjugó la lluvia del rostro.

—Te puedo dar un aventón —ofreció—. La casa de la abuelita está en los departamentos de Pinos Altos, ¿verdad?

Cassie asintió.

—Sí —respondió—. Pero estoy bien. Estoy segura de que la lluvia no durará mucho más.

Maurice frunció el ceño.

—¿Estás segura? —le preguntó—. No es molestia.

Bajo las tenues luces de la calle, con el agua de lluvia cayendo sobre su nariz puntiaguda y chorreando de sus orejas peludas, Maurice no se veía como de costumbre. Aunque obviamente era él, en cierto modo parecía como si Cassie lo estuviera viendo por primera vez.

Ella dio un paso atrás e intentó sonreír.

—No se preocupe —dijo—, estoy bien. ¡Que tenga una buena noche!

Entonces el anciano se encogió de hombros y, al hacerlo, su boca se torció un poco. Los relámpagos destellaban detrás suyo, y proyectaban ásperas sombras en su rostro inclinado. Para Cassie él era un monstruo. Un trol. Un demonio hambriento.

—Como gustes. Saluda a tu abuelita Helen de mi parte, por favor —dijo Maurice; luego se dirigió a su camioneta y se subió a ella.

Caleb se inclinó contra un poste frío y negro de la parada del autobús, junto a la esquina de la avenida Rosa y la calle Alta.

Sostenía la pelota de basquetbol con una mano relajada sobre su cadera y tamborileaba sobre la superficie con las puntas de los dedos. Estaba escondido en las sombras.

Desde donde estaba parado, observó al anciano de la tienda de comestibles subir a su camioneta. Vio cómo emitía rugidos y se alejaba lentamente. El anciano hizo sonar el claxon dos veces para decirle adiós a la muchacha que había dejado atrás.

Cassie ondeó una mano torpemente hacia la camioneta mientras ésta se alejaba. Ambos brazos estaban todavía enrollados alrededor de la bolsa de comida.

Caleb casi podía oler la comida. No, verdaderamente lo hacía. Podía oler la sopa de pollo. Podía oler la carne en conserva. Se le hizo agua la boca, se relamió los labios, y sonrió.

Fijó la vista en las resbaladizas calles de Ciudad del Bosque. Los semáforos se reflejaban en los charcos. Salpicaban y despedían agua de lluvia. Luego se calmaron.

Él se sacudió y miró hacia arriba. Allí estaba Cassie de la Capa. Lentamente, ella dio un paso desde abajo del toldo y empezó a caminar, pues la lluvia había cesado.

Caleb permaneció cerca de los edificios del lado de la avenida Rosa.

Mientras caminaba, comenzó a hacer fintas con su balón, cuyo sonido al golpear el pavimento creaba un eco a través del desfiladero de edificios.

Al caminar veía también a Cassie. En el momento en que se pavoneaba a lo largo de la calle, daba largas zancadas, las cuales equivalían a tres pequeños pasos de Cassie. Fue así que llegaron al mismo tiempo a la esquina de calle Aguda.

Caleb sabía a donde se dirigía la muchacha. Había escuchado a Maurice nombrar el lugar: Pinos Altos, el edificio que se encontraba justo en la periferia de la ciudad, y a la orilla de los bosques que se situaban más allá. No era lejos.

Cassie intentó no mirar. Sabía que él estaba allí. Ese sonido —la pelota de basquetbol golpeando contra el cemento una y otra vez, resonando a través del aire— le parecía más fuerte que los truenos.

Pero eso era imposible.

Entonces, en el silencio misterioso y aterrador que se escuchó después de la tormenta, sintió el bum bum que hizo que todo su cuerpo se estremeciera. No tengas miedo, se dijo. Es sólo un muchacho. Ha estado jugando al basquetbol y ahora regresa a casa.

Ella intentó con todas sus fuerzas no mirar, pero no pudo evitarlo. Y lanzó una ojeada.

Es alto, pensó. Es alto y me está observando. Él la estaba viendo directamente. Cuando ella miró —sólo por un instante—, él le estaba clavando la vista. Sus grandes ojos brillaban en medio de la oscuridad, en la tormentosa tarde, como los de un zorro detrás de los botes de basura. Y él sonrió con malicia. En el momento en que ella se permitió dirigirle una mirada, él le sonrió. Sus dientes eran tan grandes y brillantes como la luna en una noche clara. Luego el bum bum bum se detuvo, al igual que Cassie, pues el semáforo frente a ella decía ALTO.

El muchacho la llamó.

—Hola —le dijo y ella volvió a verlo.

Él estaba cruzando. Dio unos trotecitos a través de la calle hasta llegar a ella. No le importaban los charcos ni el agua de lluvia que salpicaba sus piernas y empapaba sus tenis y sus calcetines.

Ella pudo haber corrido. O al menos haber seguido caminando. No había mucho tráfico a esa hora de un domingo. ¿Por qué se detuvo? ¿Por qué se quedó parada ahí, observándolo?

—Eres Cassie de la Capa, ¿verdad? —dijo él mientras se acercaba.

Ella no dijo nada. Podría haber asentido.

Caleb la alcanzó y la detuvo. Acunaba su pelota de básquet bajo uno de sus brazos y le sonreía a Cassie. Se paró alto y derecho. Era delgado y fuerte. Ella pensó que además era guapo. También tiene cierto aspecto malvado, decidió Cassie.

—Yo también voy a la Escuela Secundaria Perrault — agregó el muchacho—. Estoy en el noveno curso.

—¡Oh! —exclamó Cassie y checó la luz: CAMINE.

—Vamos —dijo él, dándole una palmada en la espalda. Ella se echó hacia atrás, pero lo siguió mientras él comenzaba a cruzar la calle. Entonces lo reconoció. Lo había visto en la escuela con sus grandes amigos de noveno grado. Eran chicos rudos. Correteaban y gritaban en los pasillos. Andaban a tontas y a locas frente a la escuela antes de abordar los autobuses. Casi todos los días, los choferes tenían prácticamente que empujarlos y arrastrarlos hacia los camiones para llevarlos a sus casas.

Sin embargo, Cassie se subía enseguida. Ocupaba su lugar cerca del medio. Sacaba un libro, lo abría en su regazo, y luego observaba por la ventanilla a los muchachos del noveno curso mientras su mente divagaba.

—Eso huele bien, sin duda —dijo el muchacho.

Cassie no le preguntó su nombre. No sabía si debía hacerlo. O tal vez eso no era verdad. Quizá sabía que debería, pero no supo cómo hacerlo.

—Es la cena para mi abuelita y para mí —respondió ella.

—Lo sé —afirmó Caleb—. Te escuché platicando con el anciano de la tienda.

—¡Oh! —exclamó Cassie, pero la sola idea de este muchacho parado lo suficientemente cerca como para escuchar la conversación que tuvo con Maurice le produjo un escalofrío que recorrió su espalda y sus hombros. Se estremeció.

—Oye, ¿tienes frío? —preguntó él.

Ella negó rápidamente con la cabeza.

—Yo tampoco —dijo Caleb—. Sin embargo, tengo hambre. Vaya que eso huele bien.

Cuando llegaron a la otra esquina, él comenzó a rebotar su balón de nuevo. Esto hizo que pequeñas gotas salpicarán desde el pavimento. Cuando la pelota rebotaba en un charco, se levantaba una ola pequeña que caía sobre los zapatos de Cassie.

—¡Oye, ten cuidado!—le soltó ella.

Ella no tenía la intención de ser grosera. Apenas quería decir algo. Pero fue así como le salió.

El muchacho le lanzó una mirada de enojo. Su sonrisa se desvaneció por un momento y luego reapareció dos veces más amplia. Tomó su pelota de basquetbol con ambas manos, brincó hacia delante un par de pasos y arrojó la pelota justo sobre el charco más grande de la cuadra.

Cassie lanzó un chillido.

Caleb se rio. Atrapó la pelota de basquetbol cuando ésta volvía a rebotar hacia él, y luego se inclinó, se dio una palmada en el muslo y se carcajeó.

—Deberías ver tu cara —dijo señalando a Cassie ríendose un poco más.

Ella estaba empapada de la cabeza a los pies, y la caja que llevaba en sus manos estaba salpicada, oscurecida aquí y allá debido a la mojadura.

—¿Qué te ocurre? —gritó Cassie. Dio un golpe con su pie, salpicando nuevamente en el mismo charco.

—¡Oh!, miren eso —dijo Caleb en medio de más risotadas.

Cassie gruñó y le dio un empujón para pasar.

—Sólo déjame en paz, hiena —le espetó irritada.

Caleb se rio entre dientes una vez más y luego se detuvo.

—Oye, no te asustes. Sólo estaba bromeando —dijo él—. No tuve intenciones de hacerte enojar.

Cassie no contestó y siguió su camino, alejándose por la avenida Rosa, mientras la lluvia volvía a caer, aunque esta vez era sólo una llovizna.

—¡Espera! —le gritó Caleb y comenzó a encaminarse en esa dirección. Sin embargo, no se apresuró. Simplemente trotó con lentitud unos pocos metros tras ella, haciendo fintas con su pelota en un alto.

—¿Por qué debería esperar? —contestó Cassie con brusquedad, sin darse la vuelta —. Ni siquiera te conozco.

—Seguro que sí —dijo él a través de una sonrisa—. Vamos juntos a la escuela.

—No estoy en una sola de tus clases —replicó ella.

—Sabes lo que quiero decir —dijo Caleb mientras observaba adelante de él, con su brillante impermeable rojo que chirriaba y golpeteaba con el ritmo de su andar.

Cassie ya no daba pasos cortos. Ahora pisaba muy fuerte y dándose prisa a lo largo de la avenida. No obstante, como

Caleb era muy alto, no tuvo que hacer un gran esfuerzo para alcanzarla.

—Está muy bien de tu parte visitar a tu abuelita —dijo, en un intento por corregir lo que había dicho. Él no había querido hacerla enojar—. ¿Está enferma o le sucede algo?

Cassie golpeó con su pie y se detuvo. Caleb también lo hizo, todavía detrás de ella.

—¡Sí! —contestó ella—, en realidad está enferma.

Cassie estaba más enojada que nunca. Obviamente, Caleb había hecho una pregunta indiscreta.

—Lo lamento —dijo él—. ¿Es grave?

La chica se encogió de hombros. Su impermeable rechinaba. Y luego se puso la capucha. Caleb tomó eso como un .

—¡Lo siento! —dijo él con la voz más agradable que pudo articular—. Le deberías llevar unas flores.

Ella volvió a encoger los hombros.

—De veras —insistió Caleb—. La tienda de la siguiente esquina está abierta hasta tarde. Probablemente tengan ramilletes.

Cassie lo miró por encima del hombro. Él movió la cabeza y entonces ella sonrió.

—Buena idea —dijo—. Gracias.

—No hay de qué —respondió Caleb y aspiró profundamente por la nariz. El aroma de la sopa de pollo y los sándwiches calientes embriagaban su alma. Su estómago refunfuñaba y rugía. Enseguida agregó—: Es mejor que me vaya a casa. Adiós, Cassie.

Mientras el muchacho doblaba y se alejaba a lo largo de la calle Roble, Cassie gritó:

—¡No me dijiste tu nombre!

Él volteó y la luz de una lámpara brilló detrás suyo.

—Mi nombre es Loobo —respondió—. Caleb Loobo.

—Adiós, Caleb Loobo —dijo ella.

La lluvia comenzaba a caer con más fuerza.

La tienda de la esquina todavía estaba abierta. Justo detrás de la puerta del frente, en un exhibidor de madera con forma escalonada, había cubetas con ramos de flores, en hileras, todos arreglados y envueltos en grueso celofán.

Cassie se paró frente a ellos, y dejó que su mirada pasara de uno a otro sucesivamente. Había demasiados, de todos los colores y tamaños, y no sabía por cuál decidirse.

Su celular sonó. Rápidamente, dejó el pesado paquete de comida en el piso y sacó el teléfono del bolsillo de sus pantalones de mezclilla.

—Hola, ma —dijo.

—Cassie —contestó su madre. Su voz sonaba muy fuerte, como por lo general lo era al teléfono. Cassie podía decir que su madre también estaba inquieta—. Acabo de colgar con tu abuelita. ¡Las dos estamos muy preocupadas!

—Estoy bien —dijo Cassie. La cara de trol de Maurice se cruzaba un instante por su mente. Luego recordó la sarcástica sonrisa dientuda de Caleb. Su aliento se encontraba atrapado en su pecho.

—¿Por qué no estás allí aún? —le preguntó su madre—. Hace siglos que deberías haber llegado.

—Está lloviendo —protestó Cassie—. Tuve que esperar a que parara. Además, decidí pasar por unas flores.

El teléfono enmudeció por un momento.

—¿Hola? —dijo Cassie, mirando el teléfono de reojo.

—Hola —contestó su madre—. De acuerdo, querida. Sólo nos preocupamos por ti. Ahora, date prisa y llega al departamento de tu abuelita. Así sabremos que estás bien.

—Lo haré —dijo Cassie. Sus ojos se posaron en un sencillo ramillete de flores amarillas—. Pasarás a recogerme a las ocho y media, ¿verdad?

—Claro —respondió su mamá.

Cassie podía imaginar que su madre sonreía. Colgó, compró las flores y las puso encima de su caja de comida. Sólo faltaban un par de cuadras para llegar a Pinos Altos.

Caleb estaba parado en la esquina más distante, oculto en las sombras, y observó cuando Cassie de la Capa entró a la tienda nocturna. Contó hasta cinco para asegurarse de que ella no saldría inmediatamente. Luego, con su balón bajo el brazo, se apresuró a volver a la calle Roble.

No se detuvo en la avenida. Dobló enseguida a la derecha y corrió tan rápido como le fue posible directamente hasta Pinos Altos.

La tormenta había pasado por completo en la Ciudad del Bosque. Arriba, por sobre los bosques que estaban más allá de la ciudad, Caleb podía ver las bases planas de oscuras y pesadas nubes. Sonaban truenos. Los relámpagos destellaban a través del cielo, y amenazaban con caer sobre los árboles.

En la puerta delantera del edificio, Caleb se detuvo. Arrojó su balón detrás de los arbustos que flanqueaban la entrada principal. Le pareció que no les gustaría que él entrara con él y ahí estaría bastante bien escondido.

Caleb empujó y pasó por la puerta del frente. Probó con la segunda puerta, pero estaba cerrada con llave.

Un interfono colgaba de la pared junto a la puerta. Al lado había una lista de nombres. Caleb deslizó su dedo hacia abajo. Abramson... Bennet... Breslin... ¡Ah!, murmuró sonriendo. Aquí está: De la Capa. Número 516.

Agarró el interfono y marcó el número. Sonó varias veces. Casi se dio por vencido. Pero finalmente una mujer contestó. Su voz era profunda y ronca, como si estuviera muy cansada. Su acento también delataba su edad. Era como el del anciano de la tienda de comestibles.

—Llegas tarde —reclamó ella.

Caleb no habló. Contuvo la respiración, a la espera de que la viejecita no pidiera una respuesta.

Pasó un momento.

—Un segundo —agregó la mujer, entre suspiros, como si se estuviera quedando sin aliento.

Enseguida, Caleb puso el interfono en su lugar. Unos segundos más tarde, se escuchó un fuerte e irritante zumbido. La segunda puerta se destrabó y se abrió. Caleb se deslizó dentro mientras la puerta se cerraba a sus espaldas. Se dio prisa para llegar al elevador y pronto estaba en camino hacia el quinto piso.

El corredor olía a limpiador de esencia de limón. Las luces —largas y blancas— titilaron cuando el chico pasó abajo de ellas. Oyó televisores y risas a través de la puerta mientras pasaba por el departamento 507.

Pasó por el 511. Allí había niños que gritaban y corrían. Cálmense, les ordenó su madre, y todo se sumió en silencio.

En el 516, Caleb encontró la puerta entreabierta. La abuela de Cassie debió dejarla así para que su nieta pudiera entrar. Caleb sólo tuvo que deslizarse dentro.

El departamento estaba casi a oscuras. Una luz brillaba en la cocina bajo el pequeño vestíbulo de la entrada. Caleb podía oler las flores y el té.

—Ya puse la mesa —se oyó la voz de la anciana desde el otro cuarto—. Y, por favor, querida, tómate un momento para colgar tu impermeable en el baño. No quisiera que mojaras toda la casa.

Caleb se quitó la sudadera y la arrojó en el baño mientras pasaba por allí. Sus tenis de basquetbol rechinaban y chapoteaban sobre el piso de parqué.

—¡Tus zapatos también! —gritó la abuela. Luego murmuró tras suspirar—: ¡Niña traviesa!

Caleb sonrió. Dio un paso hacia la luz de la cocina, con una sonrisa tan grande y brillante como un extenso parque.

La abuelita dejó caer su pequeña taza de té. Ésta se despedazó al golpear en las losetas de cerámica del piso. El ruido fue ensordecedor.

La abuelita dejaba entrar a su nieta casi sin decir una palabra. Por lo general, decía Hola o ¡Vamos, sube, Cassandra!.

Pero esta noche, la puerta zumbó un instante antes de que Cassie llamara al 516. El interfono se quedó en silencio inmediatamente después.

Debe estar muy enojada, pensó Cassie.

El elevador se cerró y se dirigió al quinto piso. La chica sacó su celular para checar la hora: casi una hora tarde. Y, como de costumbre, no había nada de señal en el edificio de la abuelita.

Debe estar hecho de bloques de plomo, murmuró Cassie. Recorrió el pasillo del quinto piso, mirando las barras del visor de su celular. Ella había tenido un teléfono, luego ninguno, después otro nuevamente.

La puerta del departamento 516 estaba entreabierta, como siempre.

Toc, toc —llamó hacia dentro del departamento oscuro—. ¿Abuelita? —empujó con su pie la puerta para abrirla por completo.

Cassie podía oler el té de jazmín de su abuelita. También percibía el aroma de un ramo de flores. Oh, bueno, se dijo Cassie, pensando en las flores que había comprado. Nunca están de más las flores, creo.

—Abuelita —llamó.

La chica se quitó el impermeable rojo y lo colgó junto a la puerta. Dejó sus zapatos sobre el pequeño tapete de la entrada y llevó la comida a la cocina.

—¿Dónde estás? —preguntó mientras dejaba la comida sobre la mesa, que estaba puesta para dos personas; la luz de la cocina estaba encendida y parpadeando. El ramillete de flores sobre la mesa era de un amarillo brillante.

Debe estar en el baño, decidió Cassie, y comenzó a descargar la gran caja de comida de la tienda de Maurice.

—Tengo sopa extra —anunció. Cierto ruido llegó desde el baño, pero ninguna respuesta—. Creo que esto te debería de hacer sentir un poco mejor.

En el baño, detrás de la puerta cerrada, algo cayó y rodó por el piso.

—¿Abuelita? —preguntó Cassie.

La chica caminó lentamente en la oscuridad del vestíbulo trasero hacia el baño. La luz dentro de él brillaba bajo la rendija de la puerta, y proyectaba sobre las paredes y el techo las sombras alargadas y angulares de las fotos familiares que colgaban en las paredes.

Un escalofrío recorrió los hombros de Cassie y la hizo estremecer.

—¿Abuelita? —volvió a preguntar—. ¿Estás bien?

No hubo ninguna respuesta. Entonces Cassie asió lentitud el picaporte.

—Voy a entrar —anunció. En el momento en que su mano estaba por girar el picaporte, la puerta se abrió bruscamente y la golpeo hasta dejarla en el piso.

Su cabeza se aporreó contra el duro piso de parqué —con demasiada fuerza—. Lo último que Cassie alcanzó a ver fue un rostro vagamente familiar con una gran sonrisa blanca. Mientras flotaba en la inconsciencia, el rostro se convirtió en la cara de un lobo, que mostraba sus colmillos en una mueca feroz, y que estaba a punto de saciar

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