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La sonrisa de Blanca
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Libro electrónico281 páginas4 horas

La sonrisa de Blanca

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Una ola de suicidios asola el mundo con una particularidad: aquellas personas que deciden quitarse la vida son las que detentan el poder económico. Héctor, un empleado de seguros, introvertido, de vida solitaria, es testigo privilegiado de este acontecimiento planetario que le retrotraerá a un pasado que creía olvidado. Su vida, pensada para no vivirla, sufrirá un vertiginoso cambio solo asumible gracias al amor que siente por Blanca.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 nov 2018
ISBN9788417608583
La sonrisa de Blanca

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    La sonrisa de Blanca - Vicente López Martínez

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Vicente López Martínez

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    ISBN: 978-84-17608-58-3

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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    "A vosotras.

    Inés, el faro que me guía en la vida.

    Carolina, que me enseñó la dulzura de la niñez.

    Alba y Laura, que son mi futuro y me recuerdan todos los días la belleza de vivir.

    Y Olvido, mi amor, que da sentido a lo que soy".

    CAPÍTULO 1

    Levantarse cada mañana al dictado del despertador no tiene nada de interesante. Maldigo cada día a este instrumento, en mi caso electrónico, cuya única función es pautarnos nuestra actividad vital. Da igual que despiertes con dulces melodías o a golpe de un ruidoso timbre, la sensación es la misma. No quiero levantarme, no tengo ningún interés especial en este nuevo día, quiero permanecer escondido en mis sueños. Hay quien piensa que el propio hecho de despertar es en sí un motivo de alegría. Puede ser. Pero no es menos cierto que si no lo hiciéramos tampoco lo echaríamos en falta.

    Una vez abro los ojos, se impone la cotidianeidad que, en mi caso, como creo que para la mayoría de los mortales, viene dada básicamente por la necesidad de ir a trabajar. Tener trabajo es hoy un motivo de festejo dada su escasez programada. Yo soy uno de esos pocos que llaman ahora privilegiados y al que su trabajo le proporciona, no sé por cuánto tiempo, unos ingresos que le permiten sobrevivir con algún que otro extra como poder disfrutar de unas vacaciones, cambiar de coche, salir alguna noche a cenar, o tener un buen surtido de electrodomésticos y productos para el entretenimiento y la comunicación. Vamos, lo que se viene a definir como pertenecer a esa clase media cuyo objetivo básico descansa en una máxima: trabajar para poder consumir. De ambos, es el consumo, sin lugar a dudas, el que marca el ritmo de nuestras vidas. El trabajo se ha convertido en un simple medio, necesario si no eres rentista, para obtener directa o indirectamente el dinero suficiente que te permita pasear con solvencia por los escaparates de la normalidad. Da igual cual sea la ocupación a la que te dedicas, si es o no legal, si sirve o no a los demás, si tiene o no sentido. Lo importante es que te dé lo suficiente para consumir, cuanto más mejor. Yo no cumplo estrictamente estos preceptos, no tengo muchos extras, huyo de las deudas, nunca gasto más de lo que tengo. Soy de mentalidad austera, tacaño incluso. Es la única forma que he encontrado para salir, siempre parcialmente y de puntillas, de este círculo vicioso al que estamos abonados.

    Mi trabajo, como la mayor parte de trabajos, no tiene nada extraordinario. Es muy poco, por no decir nada creativo. Los procedimientos, diseñados para que todo funcione a la perfección, están muy marcados. Siempre he pensado, seguramente por desconocimiento de otras labores más creativas, que el trabajo en sí no cumple las condiciones necesarias para dinamizar la inventiva humana. De hecho, al menos en mi caso, la maquinaria imaginativa solo se activa lejos de la actividad laboral, cuando la mente no tiene nada que hacer más importante que escapar hacia ningún lugar, y te concedes el tiempo suficiente para sentir esa sensación tan denostada, pero a la vez tan necesaria, como es la de estar aburrido. El tedio te invade y te invita a cosas tan simples como mirar a tu alrededor, escuchar, reflexionar, imaginar y divagar. Estos trances dan pie a percibir la soledad existencial que nos acompaña desde que nacemos, pero también nos muestra la tremenda estupidez que tiene la forma en que pasamos la mayor parte de nuestro tiempo. Solo en esos momentos, curiosamente, podemos soñar con otras maneras de transitar por este mundo.

    Se puede vivir de forma diferente, sin duda hay esperanza. Es la conclusión a la que llegas en cuanto das un paso atrás y miras desde la distancia. Pero también, y esta es la cruz de la moneda, te das cuenta del tremendo coste individual que supone cambiar. ¡Qué pereza! Supongo que esta posibilidad de imaginar otros mundos posibles es la razón por la que el sistema en el que estamos inmersos criminaliza estos bellos momentos de dejación y los convierte en sinónimo de pérdida de tiempo. Y claro, dada la finitud de nuestro tiempo de vida, malgastarlo es sencillamente una desfachatez propia de lerdos. Las horas en las que no producimos o en las que no gastamos, no pueden ni deben ser ejemplo de buena conducta. Faltaría más. El rendimiento, la productividad, los resultados, la competitividad, son los mantras que lubrican la normalidad y los pilares de esos códigos deontológicos que guían nuestras estúpidas existencias. Y precisamente para evitar que la desazón nos invada y vaguemos desnortados, nos colocan o nos colocamos delante del hocico, porque siempre se requiere de nuestra participación activa, esa zanahoria tan deseada, disfrazada de necesidad, que es el placer de poseer cosas. Un absurdo que nos lleva, como a Sísifo, al eterno esfuerzo para nada.

    Poco se puede decir de los primeros compases de la mañana. Tras la ducha, mientras me tomo mi café con leche, enciendo el ordenador, miro mis cuentas en redes sociales, mi correo electrónico y doy una vuelta por las principales páginas de los periódicos. Busco algún artículo que me invite a profundizar sobre algún tema, el que sea. Necesito mi dosis diaria de información para sentirme a gusto y la busco compulsivamente. Sin embargo, tengo que decir que cada vez me resulta más difícil encontrar algo realmente interesante. Tal vez sea porque soy un descreído y ya no leo las noticias que se nos muestran como antes: como esa fuente de información veraz donde uno puede profundizar sus conocimientos, o reflexionar sobre las diferentes temáticas que rodean este mundo. Leer la prensa, o escuchar y ver lo que dicen los medios de comunicación es, más bien, en los tiempos en los que vivimos, sinónimo de lo contrario, de desinformación y casi siempre de adoctrinamiento. Pensar que estos medios informan con objetividad y que son, como les gusta vociferar a algunos, la piedra angular de la libertad, es sencillamente una falacia. Aquella, en otros tiempos, ansiada libertad de expresión, que se nos presentaba como algo esencial para enriquecer nuestra vida democrática, se ha transformado en un mecanismo, inimaginable en otros tiempos, de manipulación de ese monstruo que es el poder. Rara vez informan contrariamente a lo que consideran sus consejos de administración, normalmente liderados por potentes grupos financieros que, de forma directa o indirecta, también dominan eso que llaman la agenda política.

    Las personas humildes nunca tendrán la oportunidad de tener su medio de comunicación, su línea editorial ni contar en primera persona su realidad. Ese es el hecho. No tienen capacidad económica para afrontarlo, pero tampoco perspectiva para intentarlo. Siempre tengo la duda de si realmente les gustaría decir algo o, contrariamente a lo que siempre he pensado, están más que satisfechos con la interpretación que se hace de ellos por parte de esa minoría adinerada que los condena al anonimato. La libertad de información, de expresión, de prensa y, diría que la libertad de cualquier cosa, en un mundo donde el dinero lo controla todo, se torna, sencillamente, una entelequia. Pero a pesar de todo, como animal de costumbres que soy, no puedo pasar un día sin ojear los titulares y leer algún que otro artículo. Sigo necesitándolos como musa de la inspiración para escribir mis pequeños relatos.

    Mi vida social es escasa, diría que mínima pero, curiosamente, tengo un grupo muy numeroso de contactos y seguidores en la red. Digamos que tengo un nutrido grupo de lectores a los que, atendiendo a sus comentarios, les agrada leer mis disquisiciones sobre los temas más variados. Desde el amor, a la guerra, pasando por la justicia, la verdad o la historia. No supone esto el germen de nada. No soy tan iluso. Si bien, tal vez eso constata o es lo que quiero creer, la existencia de una mínima rebeldía, digamos que intelectual, que, eso sí, no vamos a engañarnos, no tiene ninguna fuerza, y tampoco ganas de convertir esas críticas en realidad. La actividad verdaderamente política es la que cambia las cosas, la que toma cuerpo en la acción, no la que se diluye en la retórica, por muy brillante que esta sea. La política de salón es tan interesante como inútil y la comodidad del sofá acaba con cualquier atisbo de sedición. Soy parte de ese colorido marginal que es necesario para certificar que en este mundo también existen otras opiniones.

    Hoy no me llama la atención ningún titular y se hace tarde. Me llama la obligación. Lo tengo todo calculado: quince años más trabajando y tendré lo necesario para dedicar el tiempo a lo que me apetezca en cada momento. No sé si aguantaré o si esta planificación será la solución a algo. Lo único que puedo certificar a día de hoy es que lo que me produce cierto bienestar no es precisamente mi trabajo sino más bien los momentos que dedico a mis pequeños placeres: la música, la lectura… y, en mi caso, especialmente la escritura. Hace años que lo hago. Me lo inculcó mi madre y lo disfruto. Nunca me atreví con profundos ensayos envueltos en citas y esquemas narrativos tan densos como a veces ininteligibles hasta para el propio autor. Solo me gusta escribir para indagar y dar cierta forma, aunque sea de forma imperfecta, a otros modos de mirar lo que creo percibir a mí alrededor.

    —Buenos días, ¿lo de siempre, no? Zumo y tostadas.

    —Buenos días, Ígor. Sí, claro, para no perder la costumbre.

    Es la segunda parte de mi desayuno. Siempre en el mismo bar y si puede ser con el mismo camarero y en la misma mesa. Cuestión de economía vital. Suelo llegar un poco antes de la hora de entrada al trabajo para rematar el desayuno y dar una ojeada a la prensa escrita. Otro vicio heredado. Me esperan siete horas y media de actividad laboral. Últimamente ha aumentado la incertidumbre entre la plantilla. Ha habido algún despido. Ya saben, el momento donde la crudeza de la antes llamada cuenta explotación, nunca mejor dicho, pasa por encima de las personas. A mí, sinceramente, no me provoca excesiva ansiedad esta inestabilidad. Sin lugar a dudas rompería parcialmente mi proyecto de vida, pero sinceramente tengo poco que perder. No tengo obligaciones ineludibles a las que hacer frente y con mis ahorros podría pasar una buena temporada sin cambiar mucho mi dinámica actual. No sabemos bien lo poderosos que podríamos llegar a ser si, en vez de endeudar nuestras vidas, nos acostumbrásemos a vivir con lo mínimo necesario para subsistir. La explotación come de la necesidad, y esta, más allá de lo estrictamente necesario para vivir, de cierta dosis de imbecilidad.

    Nos obligan a fichar. Es habitual en el mundo del trabajo. De nuevo la dictadura del reloj. Han cambiado varias veces las formas de control horario. De la tarjeta pasaron a la huella digital y supongo que con el tiempo, rizando el rizo, aparecerá la lectura de la retina y la voz como mecanismo infalible de control. Ese día, la entrada al espacio laboral será como entrar en uno de esos búnkeres donde el departamento de defensa de cualquier país investiga nuevas formas de matar o controlar el mundo. Soy Héctor, departamento de indemnizaciones, mientras un haz de luz barre mi retina. Pero al contrario de las historias de espionaje, y dado el objetivo para el que se ha inventado, el reloj me responderá, con voz metalizada y de forma inmediata: Héctor, has llegado cinco segundos tarde y todavía tienes expedientes pendientes, esfuérzate.

    A pesar de la sofisticación de los sistemas de entrada y salida, no he conocido a nadie al que hayan despedido en mi empresa por no cumplir el horario de trabajo. En todo caso alguna advertencia, algún expediente cuya existencia para que surta el efecto disciplinario deseado se convierte rápidamente en noticia del día en la oficina. He llegado a la conclusión de que este control es necesario, no por el cómputo de tiempo en sí, sino porque marca con claridad la jerarquía en la empresa. Quién ficha y quién no, a quién y a quién no le controlan el tiempo, te indica con claridad el escalón que ocupas en la compañía. A mí, aunque quisiera, y creo que es una cuestión general entre mis compañeros, me sería imposible no cumplir el horario. El volumen de tareas es de tal magnitud que el tiempo de trabajo establecido siempre es insuficiente. Y no es que sean todas las tareas necesarias o como les gusta llamarlas a ellos: productivas. Una parte importante, todo sea dicho, se compone de actividades absurdas y totalmente inútiles que solo sirven para mantener la maquinaria burocrática y por supuesto volver a remarcar nuevamente, nunca es demasiado, la línea de poder, el quién manda sobre quién. Si no llegas al objetivo marcado y pides ayuda o te quejas, la respuesta siempre es la misma: la falta de eficacia, de implicación y uno de los conceptos más manidos, no cumplir con tu responsabilidad.

    Para el que manda nunca hay un exceso de tareas, solo desidia y apatía. Y es que, para que algo sea considerado trabajo, debe oler a penuria, a (sobre) esfuerzo, a superación (sin límites), a sudor, a cansancio… yo, para no mortificarme, nunca olvido que se trata de una imposición, de un castigo divino. Pero la mayoría, para nuestra desgracia, han acabado interiorizando que este instrumento de tortura, de dolor, de opresión, es nada más y nada menos que fuente de satisfacción, de realización personal y profesional e incluso de placer. Se transforma así la pena en deber, y tu conciencia en el peor de los látigos. Vamos, puro masoquismo. Un cambio de fuentes erógenas que se alimenta y hunde sus raíces, entre otras cosas en eso que erróneamente llamamos desarrollo y progreso.

    Me gano la vida en una gran empresa de seguros. Poco más que contar. No haré comentarios al respecto del beneficio social o de la trascendencia de los seguros. Digamos que son uno de esos inventos económicos que crea la falsa apariencia de vivir con menor riesgo, más protegidos e inexpugnables. Dicen que soy un hombre impasible en mi trabajo, que soy inflexible en el cumplimiento del proceso y del contrato. Mi actividad laboral se rodea de papeles, de cifras, de normativa, no tengo contacto con los clientes, no los conozco, no los veo, no los oigo, solo los percibo en la lejanía, a través de informes que hablan parcialmente de ellos. Rechazo indemnizaciones por accidentes, robos, muertes, como una máquina rechaza el producto defectuoso sin pensar en la bondad o maldad del acto en sí. Soy lo que se llama un trabajador eficiente y diligente.

    Eso sí, alguna vez que otra, por despecho, o simplemente por demostrarme que no soy un autómata, me he permitido ser flexible en el cumplimiento de la norma sin que nadie, dada mi irreprochable trayectoria laboral, ponga especial atención en mi pequeña rebeldía. Son pequeñas escaramuzas que me demuestran no solo lo mucho que podríamos hacer si obráramos atendiendo a nuestro sentido de la justicia y no al que nos obligan, sino también, y de nuevo vuelve a aparecer el revés de la moneda, que somos piezas necesarias para que la injusticia continúe. Todo está bien programado y la despersonalización, la deshumanización de la víctima, del cliente o del usuario, tanto da, se convierte en elemento esencial, básico, para la construcción de organizaciones, empresas, sociedades, donde la explotación, la humillación o incluso, en el extremo, el propio exterminio, esté justificado y normalizado. Al final, los espacios de libertad se restringen para asegurar el funcionamiento de esta máquina infernal.

    Creo ser un tipo bien considerado por mis compañeros. No soy conflictivo, y no compito en las carreras por el ascenso en la organización. Me educaron para compartir, para ayudar y no para odiar o utilizar en mi provecho a los demás. Mi madre me martilleó una y otra vez diciéndome que lo que sobraba en este mundo, consecuencia de millones de egos mal domados, era soberbia, vanidad, envidia, egoísmo y ambición, y que cualquier cosa que aplacase su ímpetu valía la pena. Y así lo intento.

    A estas alturas de mi vida, y apenas llego a los cuarenta, hay pocas cosas en este mundo que me asombren. Nos acostumbramos, quiero creer que por supervivencia y no por maldad, a las malas noticias, a las tristezas que nos ofrece diariamente el mundo. La piel se convierte en poco tiempo en cuero, y la arruga, que mostró en un momento la sensibilidad ante cada uno de los vaivenes de la vida, se cosifica, perdiendo toda su expresividad. Los males del mundo me siguen indignando, por supuesto, por eso escribo compulsivamente, para recuperar en la palabra lo que tal vez perdí en el gesto.

    Vivo relativamente solo desde que, tras la muerte de mi madre y mi hermana, decidí cambiar de ciudad. Paso la mayor parte de mi vida entre los ochenta metros cuadrados de mi apartamento y el trabajo. El contacto cotidiano con la realidad que me rodea más allá de ese trayecto diario y de algunas gratas compañías, lo hago básicamente navegando por la fibra óptica. Conozco la realidad a través de lo que leo y veo en la red. La otra realidad, la que nos ofrece el contacto físico con los demás, la exploro más bien poco.

    He perdido el contacto con mis antiguos amigos. La distancia y las circunstancias hacen su labor sin pausa. En el tiempo que llevo en esta ciudad he podido construir cierta amistad con un par personas. No tengo aficiones que me permitan conocer a más gente, las esquivo. No me gusta bailar ni hacer senderismo ni estoy en ningún club deportivo o cultural ni milito en ninguna organización política o social. He aprendido a disfrutar, o mejor dicho, a llevarme bien con la soledad y a viajar a través de una lectura, una melodía, una frase, un olor…, a aquel pasado repleto de sensaciones que alguna vez viví. Tengo muy claro que mi entierro, cuando se produzca, será muy, pero que muy íntimo y que mi recuerdo no alcanzará ni siquiera otra generación.

    CAPÍTULO 2

    —¿Bajamos a almorzar, Héctor?

    La voz suave de Blanca es el sonido más agradable que escucho en todo el día. Durante toda la semana y gran parte del año.

    —Sí, claro. Un minuto.

    Blanca es mi pareja de almuerzo, y de los dos cigarrillos que fumamos a lo largo de la jornada. Yo empecé a fumar precisamente para acompañarla. Me gustaría que lo nuestro fuera algo más, pero nunca me atreví a dar un pasito en esa dirección. Está casada con un periodista de renombre y viven en una de esas urbanizaciones que revolotean el lujo residencial, imitando a los que tienen cierto poderío en la ciudad. El nombre de su marido es propio de los culebrones televisivos, Francisco Alejandro Sánchez Núñez. Parece ser que sus padres eligieron nombrarlo así para mantener, una generación más, la tradición del nombre de los abuelos, paterno y materno. Él, sin embargo, se hace llamar, a modo de nombre artístico, Fran Nuno.

    El nombre, dicen algunos, puede marcar la vida y el éxito de una persona. En mi caso, mi madre, esquivando la presión que mi padre ejercía para ponerme su nombre siguiendo una saga interminable de Juanes, impuso, no sin una dura batalla, y aprovechando que por aquel entonces estaba liada con la Ilíada, el nombre de uno de sus personajes heroicos. Decía, aunque yo nunca lo he percibido así, que tenía algo de aquel Héctor que ella imaginó en su lectura. Yo creo, sinceramente, que ella lo que sí tenía claro era que quería evitar, a toda costa, que su hijo tuviera el más mínimo parecido a su progenitor.

    Veo a Fran algunas veces por la oficina, cuando, de tanto en tanto, viene a buscar a Blanca. Siempre impecablemente vestido, reconozco que tiene cierto atractivo físico. Una voz redonda, grave, sin titubeos, reafirma una soberbia que ya presientes por su forma de andar y gesticular. Su gran ambición, por lo que cuenta Blanca, es dirigir algún día el periódico en el que trabaja, el de más tirada del país. En estos momentos, tras varios años en el área de negocios, es el redactor jefe de la sección nacional. Blanca dice que conoce a la flor y nata de la

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