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Asesinato en la Ciudad Prohibida: El Inspector Gong y Lady Li
Asesinato en la Ciudad Prohibida: El Inspector Gong y Lady Li
Asesinato en la Ciudad Prohibida: El Inspector Gong y Lady Li
Libro electrónico208 páginas2 horas

Asesinato en la Ciudad Prohibida: El Inspector Gong y Lady Li

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Información de este libro electrónico

Al enterarse de que una de sus damas de compañía ha sido asesinada dentro de la Ciudad Prohibidad, la emperatriz ordena al inspector Gong que encuentre al asesino. Por desgracia, por ser un hombre, no puede entrar en el Patio Interior. ¿Cómo se supone que pueda resolver un asesinato si no puede ver la escena del crimen ni hablar con las mujeres que conocían a la víctima? No podrá resolver solo este crimen.

Lady Li, una dama viuda, se siente desconsolada cuando se entera de la muerte de su cuñada, quien estaba sirviendo a la emperatriz como dama de compañía. Está decidida a encontrar al asesino, aunque eso implique ayudar al grosero y detestable inspector Gong y tenga que volver a la Ciudad Prohibida a investigar de manera encubierta.

¿Podrán Lady Li y el inspector Gong encontrar al asesino antes de que vuelva a matar?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jul 2020
ISBN9781386939948
Asesinato en la Ciudad Prohibida: El Inspector Gong y Lady Li

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    Asesinato en la Ciudad Prohibida - Amanda Roberts

    1

    La emperatriz, sentada en su tarima elevada, lloraba desconsoladamente. Mientras se cubría el rostro con manos temblorosas, sin poder controlar el llanto, los adornos que colgaban de su elaborado peinado se sacudían para todos lados.

    La joven muerta, una de las damas de compañía de la emperatriz, yacía sobre una mesa larga frente al inspector Gong. La investigación ya estaba comprometida y tal vez no se resolviera, porque el cuerpo de la joven había sido movido de la escena del crimen y ya era imposible saber cuántas personas habían pisoteado el lugar. Probablemente, los eunucos habían trabajado con rapidez para limpiar todo el lío. Los otros hombres presentes, los ministros y consejeros, no encontraban palabras para reconfortar a la emperatriz. Todas las personas importantes estaban presentes, salvo el emperador. Semejantes horrores no eran apropiados para un niño.

    —¿Quién lo hizo? —chilló la emperatriz—. ¡Exijo una respuesta!

    Ella seguía llorando y en la habitación reinaba el silencio. La emperatriz, a pesar de su juventud, tenía una presencia formidable, y aun así, el inspector sabía que el asesino o asesina no se delataría por más que la emperatriz lo ordenara. En una situación como esta, ella no se iba a salir con la suya.

    —Su Majestad —dijo por fin el inspector Gong—, ¿puedo acercarme al cuerpo para observarlo?

    La emperatriz asintió con un gesto. —¡Pero no la toque! —gritó.

    —Por supuesto —respondió el inspector, a pesar de que el pedido era ridículo. ¿Cómo podría comprender lo que había sucedido si no examinaba el cuerpo en detalle? Se acercó a la joven y se arrodilló a su lado. La habían apuñalado muchas veces en el cuello y en el pecho; en los lugares donde el puñal había penetrado, el arma había destrozado la hermosa tela de su qaopao. El satén celeste estaba salpicado de manchas oscuras de sangre, de un color tan oscuro que parecía negro. A pesar de que la sangre por lo general se oscurece con el tiempo, este color se veía demasiado oscuro; no parecía natural. Las manos de la joven también estaban cubiertas de sangre, y evidenciaban que había luchado. Tal vez estuvieran cubiertas con la sangre de otra persona. Su cabello estaba todo desarreglado y no llevaba puestos los zapatos. Se había defendido y, probablemente, había tratado de huir de su atacante. Tenía la mandíbula apretada con fuerza y los ojos cerrados. Había tenido una muerte violenta y dolorosa.

    —¿Cómo se llamaba? —preguntó el inspector con voz alta y clara, para que todos lo oyeran. Se incorporó, cruzó los brazos, y miró a todos en la habitación.

    —Lady Yun —respondió uno de los eunucos.

    —¿Cuántos años tenía? —preguntó.

    —Quince, señor.

    El inspector gruñó. Quince. Y era hermosa, incluso de muerta. Las largas pestañas de sus ojos cerrados se apoyaban en las pálidas mejillas.

    —¿Quién era su familia? —preguntó.

    —No tenía parientes varones —respondió el eunuco.

    —¿Era huérfana? —preguntó el inspector.

    —No, señor. Tiene madre, pero está enferma. La cuidaban su hermano y su cuñada, hasta que su hermano murió. Su cuñada es su tutora, pero la joven vivía aquí, en la Ciudad Prohibida, desde hacía un año.

    —Tengo que hablar con su cuñada —dijo—. ¿Ya le informaron de la muerte de la joven?

    —No, señor.

    —Bien, prefiero ser yo quien se lo diga. Necesito ver su reacción.

    —Lo que sea que necesite —habló por fin la emperatriz—, solo pídalo. Tiene que encontrar a la persona que hizo esto.

    —Necesito ver en qué lugar la asesinaron, y también tengo que hablar con todas las otras jóvenes del Patio Interior que la conocían.

    En la habitación se sintió una especie de grito ahogado, y la emperatriz lo miró fijo, azorada. Los hombres empezaron a murmurar y a discutir entre ellos.

    —Eso no es posible —dijo uno de ellos en voz alta, señalando con el dedo al inspector—. Ningún hombre tiene acceso al Patio Interior. Es para proteger a las mujeres.

    —¿Proteger? —preguntó el inspector—. Una de las damas de la emperatriz fue asesinada dentro de las paredes de la Ciudad Prohibida. No se equivoquen; si alguien pudo matar a esta joven, nadie aquí está a salvo. Miren sus manos, las heridas de puñal. Seguro que gritó. ¿Cómo es que nadie la oyó? Necesito permiso para investigar este crimen a fondo si es que los miembros de la familia real quieren volver a sentirse seguros en su propia casa.

    El inspector sabía que estaba haciendo ver las cosas peor de lo que eran. No había evidencia de que el asesino fuera a actuar de nuevo ni de que la emperatriz o el niño-emperador estuvieran en peligro, pero a menos que le permitieran pasar tras las puertas selladas del Patio Interior, nunca encontraría al asesino. Si tenía que asustar a la emperatriz para conseguirlo, lo haría.

    La sala se llenó de gritos y peleas. La emperatriz ya no lloraba, pero miraba a su alrededor con sus ojos grandes y oscuros.

    —Inspector —dijo finalmente, y la sala quedó en silencio—. ¿Está diciendo que yo podría estar en peligro?

    —No lo sé, Su Majestad —dijo el hombre—. Pero no puedo descartar nada. No sé si Lady Yun era el objetivo de la furia del asesino o si ella tan solo se cruzó en su camino. No sé si el asesino ha huido o si él, o ella, está en esta sala —se produjo otra ronda de gritos ahogados—. Lo que sí sé —continuó—, es que esta investigación debería ser la prioridad de la corte, y para que yo haga mi trabajo como se debe, para que el asesino sea juzgado, necesito que me permitan entrar en el Patio Interior de las mujeres.

    La emperatriz abrió la boca para hablar, pero fue interrumpida por un ministro de la corte llamado Song. —¡No! —dijo con firmeza—. Está prohibido y es indecoroso. Usted no puede violar el espacio sagrado de las habitaciones de las mujeres. Hacerlo sería como violar a esas mujeres.

    —Ministro —dijo el inspector Gong, casi riendo—. Sería muy difícil que investigar un asesinato fuera lo mismo que llevar a una mujer a la cama… al menos en mi caso.

    —Varios de los otros hombres rieron.

    —Esto no es motivo de risa —irrumpió el ministro Song—. Si no puede hacer su trabajo por fuera del Patio Interior, entonces usted no está a la altura de su puesto; ¡deberían quitarle el rango y el salario de inmediato!

    —Bueno, mire, ministro… —comenzó el inspector.

    —Estoy de acuerdo —interrumpió otro ministro—. ¿Vale la pena hacer este trabajo si viola la integridad de la emperatriz?

    Varios hombres estuvieron de acuerdo.

    —Suficiente —dijo por fin la emperatriz, con voz clara y firme. La sala quedó en silencio. Ahora ella estaba calmada. Hasta sus manos habían dejado de temblar—. Estoy de acuerdo con que este caso debería ser de la mayor importancia. Mi seguridad y la del emperador dependen de eso.

    —Gracias, Su Majestad —contestó el inspector Gong.

    —Sin embargo —continuó ella—, no podemos permitir que este asesino, quienquiera que sea, interfiera en nuestras vidas y en el modo de hacer las cosas. La tradición y el procedimiento de la corte son el corazón del trono y del país. Tengo que darles la razón a los ministros. No se le puede permitir que entre en el Patio Interior, inspector.

    —¿Entonces permitirá que el asesino ande libre? —preguntó—. ¿Permitirá que un asesino pasee por sus mismísimos salones?

    —No —dijo ella—. Usted encontrará al asesino. Y lo hará rápido, para asegurarnos de que mi hijo esté a salvo. Usted tendrá todo lo que necesite a su disposición, pero lo hará desde afuera del Patio Interior.

    Habiendo dicho eso, la emperatriz se puso de pie para irse. De inmediato, todos los hombres se pusieron de rodillas y tocaron el suelo con la frente en señal de pleitesía. Ella salió por una puerta lateral, seguida por su séquito de mujeres, criadas y eunucos. Luego de que la puerta se cerrara tras su salida, todos los hombres se incorporaron y algunos se reunieron alrededor del cuerpo de la joven asesinada; otros, fueron a sus lugares.

    El inspector Gong le hizo señas a uno de los eunucos que se había quedado.

    —Tú, asegúrate de que lleven el cuerpo a la casa del Dr. Xue, en el Distrito Qifeng. Él sabrá qué hacer —. El eunuco hizo una reverencia y salió a buscar a otros eunucos y un carro para hacer los arreglos necesarios.

    —¿De veras cree que la familia imperial podría estar en peligro? —preguntó el príncipe Kung, cuñado de la emperatriz y regente del emperador (pero no de hecho).

    —No lo sé —dijo el inspector con un suspiro, y se inclinó para arreglar unos cabellos sueltos sobre la cara de Lady Yun—. A esta altura no tengo nada. Si no puedo hablar con las otras mujeres, si no puedo ver dónde la mataron… ¿cómo se supone que investigue este crimen desde afuera?

    El príncipe sonrió y le dio una palmada en la espalda. —Me alegro de no estar en sus zapatos.

    —Por lo general yo digo lo mismo de usted —le sonrió el inspector Gong—. No me gustaría tener que lidiar con ella a diario. Con hoy ya fue suficiente.

    —Ella no es tan mala una vez que se la llega a conocer —respondió el príncipe.

    —¿Y qué hay de esta joven? —preguntó, señalando a Lady Yun—. ¿Usted la conocía bien?

    —Esas muchachas son todas iguales para mí —dijo—. Vienen y van tan rápido. Son las jovencitas más hermosas, de las mejores familias. Están al servicio de la emperatriz por un par de años, se casan, se van, y vienen otras a ocupar su lugar. ¿Para qué me voy a preocupar por aprender sus nombres?

    —Bueno, alguien sabía quién era ella.

    —¿Qué quiere decir? —preguntó el príncipe.

    —Este tipo de violencia hacia una mujer, una joven, evidencia mucha furia. ¿Quién desataría su furia contra una jovencita de esa manera?

    —Usted no conoce la vida de la corte —dijo el príncipe—. Es… competitiva. Todas las mujeres compiten entre sí por llamar la atención, por dinero, por una mejor posición…

    —Suena como un buen lugar para comenzar, pero no me permiten entrar.

    —¿Qué hará? —preguntó el príncipe.

    —¿Y la tutora de la joven? ¿Su cuñada?

    —Hablaré con Te-hai, el eunuco principal. Él tiene que saber.

    —Gracias —dijo el inspector. Al menos, hablando con la familia tal vez encontrara algo sobre el pasado de la joven.

    2

    —E n el undécimo año del emperador Xianfeng, el emperador murió —recitó la niñita leyendo su libro.

    —¿Y dónde murió? —preguntó Lady Li.

    —En el palacio de caza, en Jehol —respondió su hija mayor.

    —Muy bien. ¿Y por qué estaba allí?

    —Porque los Demonios Blancos lo llevaron fuera de Pekín.

    —Correcto —contestó Lady Li—. Intentamos escondernos en el Palacio de Verano, el más opulento de toda China, pero los bárbaros extranjeros nos siguieron y quemaron el Palacio de Verano, pero primero lo saquearon y robaron todo lo que pudieron llevarse.

    —¿Usted tenía miedo, Mamá? —preguntó su otra hija, la más joven.

    —¡Por supuesto! Pensamos que los extranjeros nos seguirían y nos cortarían en pedacitos con sus espadas enormes.

    —Pero no lo hicieron —dijo la hija mayor.

    —No, no lo hicieron. Luego de que el emperador murió, con la ayuda del Príncipe Kung la emperatriz pudo hacer las paces con los poderes extranjeros y ellos le permitieron volver a la Ciudad Prohibida.

    —¡Con el pequeño príncipe! —agregó la hija más jovencita.

    —Sí, con el pequeño príncipe, ¡que ahora se había convertido en el pequeño emperador! Pero era demasiado pequeño para gobernar, y todavía lo es. Así, mientras él crece, tenemos una emperatriz hermosa y buena que nos gobierna.

    —Quiero ver a la emperatriz —dijo la hija mayor.

    —Estoy segura de que un día lo harás —respondió Lady Li—. Tu tía, Yun Suyi, trabaja a su servicio ahora. Yo también lo hice. Y cuando tú tengas la edad suficiente, seguramente ella pedirá por ti.

    —¡Eso sería increíble! —dijo la niña mayor, saltando del regazo de su madre—. ¡Vivir en el palacio! ¡Y tener gente a tu servicio todo el día! ¡Y comer las mejores comidas y vestir las mejores ropas!

    Lady Li podría haberle dicho a su hija que vivir en el palacio no era ni divertido ni fácil. Las damas de compañía de la emperatriz tenían que levantarse a la hora del conejo para ayudarla con el baño, vestirla, maquillarla y peinarla, todo antes del desayuno. Luego tenían que quedarse a un costado mientras ella comía, y recién cuando ella hubiera terminado se les permitía comer las sobras. Tenían que permanecer a su lado en las audiencias públicas, que a veces duraban horas. Tenían que mantenerla entretenida. Incluso tenían que limpiarle el trasero luego de que ella usaba el bol de porcelana para hacer sus necesidades. Ellas no podían descansar hasta que la emperatriz se dormía, a menudo bien entrada la noche. No era una vida glamorosa. Pero no le contó eso a su hija, ahora no. Ella todavía era joven, apenas tenía seis años. Tenía tiempo para vivir de sueños hasta que creciera. Su otra hija solo tenía cuatro y todavía era su bebé. Probablemente su último bebé.

    En su condición de viuda, Lady Li no abrazaba la idea de volver a casarse y a tener más hijos. Se esperaba que ella honrara a su último esposo por el resto de sus días. Llevar otro hombre a la cama, aunque se casara, sería una deshonra para ella. Teniendo en cuenta la enorme fortuna que su marido había dejado, la emperatriz podría ordenarle que se volviera a casar, sobre todo si la emperatriz necesitaba sobornar o comprar a alguien. Si ella se casaba, su nuevo marido controlaría su patrimonio y podría gastar su dinero como él quisiera. Pero si no se casaba, finalmente podría dividir los bienes entre sus hijas. ¡Qué dote para ellas! Podrían casarse con cualquiera que a ella le pareciera bien, hasta con un príncipe o, por qué no, con el emperador.

    Lady Li dejó de soñar despierta y ordenó a sus hijas que fueran a trabajar con su bordado. —Basta de estudiar por hoy —dijo—. Vayan a sentarse con la concubina Song y pídanle que las ayude con los puntos.

    —Sí, Mamá —dijeron las niñas, y salieron corriendo.

    Lady Li se sumió en sus propias actividades: preparativos para la cena, pedir nuevos rollos de satén, hilo de seda y pieles para comenzar a preparar sus ropas nuevas de invierno. También tenía que ver los gastos de la casa. A Lady Li le gustaba su vida ocupada y a la vez relajada. Sin un esposo ante quien arrodillarse, Lady Li era libre de manejar su casa como quisiera y no se tenía que preocupar por hacer feliz a nadie más. No es que estuviera feliz por la muerte de su marido; simplemente le era indiferente. Sí lamentaba,

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