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El Viento antes del viento: Historia cubana en los tiempos  de la Revoluciόn
El Viento antes del viento: Historia cubana en los tiempos  de la Revoluciόn
El Viento antes del viento: Historia cubana en los tiempos  de la Revoluciόn
Libro electrónico403 páginas6 horas

El Viento antes del viento: Historia cubana en los tiempos de la Revoluciόn

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En pocos minutos, los teléfonos de todas las agencias de prensa del  mundo comenzaron a sonar:  el famoso piloto de Fórmula 1 Manuel Fangio había sido raptado por un comando revolucionario del Movimiento 26 de Julio.  Alrededor de este rapto anómalo se desarrolla la historia de Yara Gutiérrez, la hermosa heredera de una de las familias más ricas de la isla, entre los ríos de sangre, la violencia de la corrupción de la mafia italo-norteamericana, la ferocidad de la dictadura, las pasiones, las traiciones, las venganzas y el viento de la revolución.  Entre las luces centellantes de La Habana de los fines de los años 50, los claro-obscuros de un complejo juego de máscaras, un thriller histórico que concluye la saga que ha narrado un siglo y medio de revoluciones en la isla del Caribe.  El “Viento antes del viento” es el cuarto y último episodio de la saga de los Gutiérrez y revela la fuerza del movimiento castrista y las debilidades del régimen del dictador Batista que, pocos meses después, habría sido derrotado por el ejército revolucionario.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 oct 2018
ISBN9788829521043
El Viento antes del viento: Historia cubana en los tiempos  de la Revoluciόn

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    El Viento antes del viento - Roberto Fraschetti

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    Antecedentes

    Subí al taxi sin hablar, pensando a los últimos sobresaltos del increíble año, el 1958 y de aquel 31 de Diciembre, noche en que la población cubana finalmente pudo acudir a las calles y gritar : Batista ha huído.

    La noche en la que, junto con el dictador, se fueron los sueños de los mafiosos desembarcados desde los Estados Unidos.

    La última noche pasada lejos de la capital habanera de los hombres de la Revolución fidelista.

    Por ironía de la suerte la emisora en la que estaba sintonizada la radio del taxista transmitía una vieja canción: ...aquí se queda la clara, la entrañable transparencia, de tu querida presencia, comandante...

    Prólogo

    Cuba. Yara, provincia de Oriente – Enero 1957

    El cielo sobre la Sierra había tomado una tonalidad oprimente, jaspeado de un amasijo de nubes oscuras. Por unos veinte minutos, antes de que se desencadenara la tempestad, la noche había sido borrada por un viento caliente que hacía estremecer la hierba, levantando salpicones de agua de la piscina. De repente, la lluvia había comenzado a caer con violencia, chisporroteando sobre los techos, sobre las hojas, sobre las calles polvorientas, cargada de rabia, acompañada por una descarga de truenos, tan puntales en su martillar que parecían disparos de armas de fuego.

    Cuando Yara Gutiérrez vió una Chevrolet parqueada con el motor encendido delante del portón de la villa de sus padres, comprendió que en aquel preciso momento, su vida habría cambiado para siempre. Y entonces comenzó a correr, correr, sin pensar en nada más, siguiendo justamente aquellos senderos de los que conocía cada hilo de hierba. Con el miedo que le llenaba la boca seca, los ojos abiertos sobre un futuro negro como la noche. Enceguecida por el pánico, sin tener tiempo para llorar. Hubiera querido gritar, pero el miedo la invadía como olas similares a golpes y entorpecía sus reacciones. Se sentía como si hubiera fumado una de aquellas yerbas del sabor denso que circulaban entre los estudiantes, arrastrada en un mundo lejano, en una pesadilla que no le pertenecía y, de la que no tenía ningún control. Y así, después de vestirse rápidamente, con un par de pantalones de algodón, una camiseta y un par de zapatos que cogió al vuelo, huyó de la villa. Salió por la parte posterior de la casa y esa fue su salvación. Atravesó el gran jardín temblando, con el agua que le mojaba los cabellos y penetraba por debajo de la ropa. Una cartera con algunos diarios y pocos dólares que su padre, el jefe Gutiérrez, había logrado meterle adentro, eran toda su riqueza.

    Yara, vendrán a buscarte pronto. Es mejor que no te encuentren – le había dicho.

    Se detuvo antes de asomarse a la calle, indecisa, con el cuidado natural de la presa que huele el olor de la trampa. Delante a sí, se extendía el simple trazado de los campos, hecho de calles rectas. Un territorio conocido que de repente se volvía enemigo. Media Luna escogió como dirección, ir hacia el río Yara, donde había sido concebida, y del que había tomado el nombre.

    Apretó los diarios contra su pecho, la historia de su familia, como para protegerse y se puso en camino sobre el borde de la calle desierta, cabizbaja, sin mirar ni a la derecha ni a la izquierda, con el paso veloz para poner la mayor distancia posible entre ella y la vida pasada que se apagaba a sus espaldas. Recorrió la noche sin mirar hacia atrás. Millas y millas entre la campiña. Los zapatos se le habían soltado, decidió de quitárselos. Amarró los cordones y se los pasó a los lados del cuello. Dejando balancear los zapatos y ríendo al solo pensarlo. En la oscuridad nadie la habría visto pero con la luz del día, una muchacha descalza habría llamado la atención de miradas sospechosas. Esperó no tener que correr sobre un terreno tortuoso. Se habría torcido un pié si hubiera tenido que correr sobre un terreno tan accidentado, y continuó sintiendo bajo sus pies la pista de tierra, a través de los campos, escuchando ladrar a los perros de vez en cuando. Se detuvo varias veces tratando de orientarse para controlar si la seguían. Tenía necesidad de pensar. No vió nada de sospechoso o que indicara peligro y para tomar aliento y calmar el latido de su corazón, se apoyó a un árbol grande sin perder nunca de vista el camino. La fatiga, el sueño, el ansia parecían no darle tregua. Decidió de no empujar hacia atrás los cabellos húmedos. Una vez secos habrían escondido sus rasgos a las miradas indiscretas. El pensamiento regresaba a los diarios que su padre le había entregado unos instantes antes de dejarla ir: números de teléfono, direcciones, apuntes, contactos. Así tantos nombres de amigos y enemigos que no era fácil distinguir los unos de los otros. Algunos mexicanos, otros estadounidenses, pero sobretodo cubanos, de La Habana y de Santiago de Cuba.

    Los diarios léelos y luego quémalos – le había gritado – júrame que lo harás".

    Yara, confundida había asentido. Luego había huído en la oscuridad de la noche. No había tenido mucho tiempo para entender. Ni siquiera había llevado consigo el reloj que sus padres le habían regalado para su cumpleaños. Alejó aquel pensamiento frívolo. Miró hacia el mar y se dió cuenta de que estaba amaneciendo. Il sendero parecía tranquilo, el tráfico todavía inexistente, algún campesino se asomaba en las granjas. Nadie en las cercanías. El pueblo no debería estar lejos. Eran ya dos horas que estaba caminando. No tuvo el coraje de mirarse los pies cuando se puso los zapatos. Vió la carreta de un pobre hombre que vendía bebidas, cigarrillos y periódicos. El hombre estaba acostado en el suelo, sobre un cartón de embalaje.

    Nuevamente sintió un dolor a la espalda, a los músculos bajo esfuerzo. Culpa del frío de la noche que la había asediada. Se sentía golpetear en los tímpanos: un pulsar sordo, repetitivo, que se sobreponía a los pensamientos que retumbaban en su cabeza. En aquel momento, no habría sido capaz ni siquiera de entender desde donde habría partido el disparo que pondría fin a ese suplicio. El sabor amargo que tenía en la boca se acentuó de golpe. Tuvo que pararse y provocar el vómito, todo lo poco que había comido la noche anterior.

    Una vida ... antes.

    Aquella hebra de sobrevivencia la había impulsado a ir hacia adelante. Le había dado el tirón justo cuando se convenció de que habría caído en un torbellino de tinieblas, donde los enemigos de su padre la habrían querido relegar. Su carácter y su fuerza le habían indicado la vía de la salvación. Vió en la lejanía resplandecer las lucecitas del cementerio e intuyó que allí adentro, en el reino de los muertos, habría encontrado una protección. Así, aquella noche, nublada y sin luna, la ayudó en la fuga, cubriendo sombras y sonidos. Los cipreses, alineados como un ejército de vigilantes mudos a los lados del pequeño sendero parecían doblarse en señal de luto e inclinarse al dolor, mostrando un gesto de respeto al pasar la heredera de los Gutiérrez. El soplo del viento pareció querer arrastrar todo, mezclando con las sombras de la noche, el miedo, el dolor y el ansia que se anidaban dentro de ella, nublándole los sentidos, dejando vivo sólo el instinto de sobrevivencia, hasta que la carrera, el jadeo y la falta de oxígeno se convertieron en anestesia y su correr terminó en una capilla vacía. Decidió esconderse allí para disponer del tiempo de pensar a su familia, a las palabras de su padre, a su nueva vida. Si su padre la hubiera visto así, tal vez se habría burlado pero ¿para qué había servido su dinero? Dónde habían ido a parar sus amigos potentes. Dónde estaban, qué es lo que hacían. Por qué no lo habían avisado. ¿Y qué cosa habría hecho ella, ahora que todo parecía acabar? No tuvo el tiempo de responderse, que se quedó dormida exhausta.

    * * *

    El agua del golfo de Guayacanabo, de color cobalto, la playa inmaculada y un camino de palmas y mangos, luz y naturaleza incontaminada, inspiraban una sensación de paz y de armonía. Yara se había dejado a sus espaldas Niquero y había recorrido diez kilómetros hasta llegar a Media Luna. Sabía muy bien que arriesgaba mucho cuando entró en la ciudad, dirigiéndose hacia la calle General Maceo. El sol estaba alto en el cielo. Amarillo intenso, como sus cabellos. Demasiado.

    Su padre le había explicado que, si alguna vez la hubieran seguido, habría tenido que recorrer calles secundarias y avanzar en sentido contrario del tráfico, para poder observar mejor los autos que se acercaban. Llegó al centro, evitando el edificio descolorido del Municipio.

    Los negocios habían abierto desde hacía un buen rato. Entró en un café. Una radio a todo volumen transmitía música. Yara conocía la canción. La conocía muy bien, porque estaba de moda en la isla. Pidió un cigarrillo a la camarera, se lo hizo encender, ignorando la mirada asombrada con que la muchacha fijaba su ropa húmeda y los pies llenos de fango. Se quedó tranquila fumando, mientras buscaba reordenar las ideas. Ahora el humo en los pulmones le restituyó una cierta serenidad; suficiente para pensar en el siguiente paso. Pidió un par de tijeras y se dirigió al baño. Cortó con rabia todas los mechones de sus largos cabellos. Se sintió más segura. Salió del bar, y se mezcló a la muchedumbre decidida a subir a un autobús.

    Quédate en los lugares concurridos. No te asesinan casi nunca en lugares así. Y tampoco te secuestran. Debes alejarte sin dar la idea de que estás huyendo – repitió en voz alta las palabras de su padre para sofocar el sollozo que le estaba subiendo por la garganta. Miró a la derecha y a la izquierda, continuando a escudriñar la plaza en busca de un indicio, de una presencia que indicara una amenaza. De seguro los enemigos de su familia no se hubieran dado por vencidos y, habrían enviado a alguien a terminar el trabajo. Su única esperanza era de lograr poner algunas horas y mucha distancia entre ella y sus asesinos, que usualmente andaban en pareja, para ayudarse y controlarse, en un ambiente en el que no te podías confiar ni siquiera de tu madre. Pero si también los hubiera reconocido, qué cosa habría podido hacer ¿habría gritado? ¿Quién la podría ayudar?

    La bocina de un autobús anunció su partida y Yara vió en el vehículo su salvación. Subió yendo hacia una nueva vida, sin saber su destino, convencida que era inútil saber donde ir. Viajó por dos horas. La cabeza baja encojida, la fatiga en los huesos, la desesperación en el alma. Sin escuchar las voces de los pasajeros que se apiñaban alrededor de sus pensamientos. Había un no se qué de absurdo en aquellas palabras, en aquellos discursos de todos los días, casi como si fueran sonidos extranjeros que intensificaban la impresión de irrealidad. Como un pájaro obligado a salir de la jaula – pensó. El aire caliente y viciado del autobús llenó sus pulmones de un sabor pesado. Plomo fundido.

    Bajó poco antes de llegar al final del recorrido y volvió a caminar sin dirección alguna. El sol le quemaba los ojos, el hambre le hizo doler el estómago. Pensó que en su vida no había provado una sensación tan lacerante. La calle se estaba convirtiendo en su compañera junto a la soledad. Continuó avanzando con lentitud, mirándose a las espaldas con el rabo del ojo. Ver aunque sea a lo lejos el carro de la Policía, fue como un salto al corazón. Muchos de los Guardias Rurales estaban sobre el libro paga de los gangsters, con la cantidad diaria de cocaína a disposición, los ingresos gratis en los locales y una mulata siempre caliente. Eran los ojos y los oídos de los boss locales, mirando hacia otro lado en cada momento oportuno y capaces de intuír un movimiento sospechoso a centenares de metros de distancia. Desde hacía algunos años tenían la obligación de revisar a los vehículos de los campesinos, en búsqueda de armas destinadas a los rebeldes que se anidaban no muy lejos. La habrían detenido y seguramente llevada al cuartel. Debía abandonar las calles principales y caminar por callejuelas y senderos. ¿Avanzar? ¿Hasta cuándo y para adónde?

    En un claro vió las ruinas de una vieja construcción. Los árboles sobresalían entre los muros como un totem. El clima tropical no había tenido piedad de las ruinas, cubriéndolas con una densa vegetación. Entró y se cubrió en la sombra. Se apoyó a un muro, abandonándose al sueño y al cansancio.

    * * *

    ¡Ahí está! – exclamó una mujer alzando apenas el tono de la voz, indicando el cuerpo de Yara, acurrucada y adormecida en el suelo, en la cavidad de lo que había sido una chimenea. Cuando abrió los ojos, junto a la cognición del tiempo, Yara tuvo la sensación de haber perdido hasta el uso de las piernas. Caminar por horas y quedarse luego agachada sobre sí misma en posición fetal, le había provocado una parcial atrofia de los músculos. Se dió cuenta de que no lograba mantenerse en pié y se sintió alzar por dos hombres que la pusieron sobre una camilla. Llegando a una cabaña que servía como enfermería fue colocada sobre un colchón de paja que le pareció un paraíso. Gimió dolorosamente, la espalda estaba tan contraída que no le permitía ni siquiera asumir una posición confortable. Los pies, enfangados, parecían rogar piedad.

    Escuchó voces lejanas, una percepción apenas advertida de sonidos y colores del mundo real. Y el dolor, que como una sirena aullaba en su cabeza, le impedía olvidar.

    Yara se rindió a la fatiga, se miró alrededor y vió a un jóven que se estaba acercando: Fuerza, tratemos de levantarla – exclamó mientras una mujer la alzó sosteniéndola por las axilas.

    Yara temblaba y estaba empapada de sudor frío. "¿Estás bien? – le preguntó la mujer.

    Déjenme – dijo Yara tratando de defenderse. Las personas no parecían pertenecer a la Policía, ni tampoco a sus verdugos, pero en sus condiciones cada momento podía ser el último. La mujer sonrió: Te ves tan mal, muchacha mía. ¿Cuánto tiempo es que estás caminando? Ella sonrió apenas, como si aquella pregunta le hubiera dado la energía para retomar la lucha. A pesar de tambalearse logró dejar el lugar donde se había adormecido. Miró los ojos de la mujer que acudió a ayudarla que le susurró: Quédate tranquila, nadie de nosotros te hará daño.

    Yara se relajó.

    Dejémola reposar – dijo la voz del muchacho. Regresaremos más tarde.

    Pasaron las horas y Yara abrió los ojos. Le trajeron dos bananas y un higo, robados probablemente por la calle. Se quedó inmóvil por un momento, incapaz de poner los pensamientos en órden, hasta que no le vinieron ganas de llorar.

    Giró apenas la cabeza encontrando el rostro del muchacho. Desconocido, pero con una sonrisa bondadosa: Fuerza muchacha, lo peor ha pasado – fueron las primeras palabras que logró entender.

    Yara Gutiérrez sintió un escalofrío. ¿Qué cosa le habría sucedido ahora?

    La fruta le había dado un poco de energía. Logró enfocar la figura inclinada sobre ella: los lineamientos sutiles, delicados, como la suave sonrisa que le dirigía, los ojos agudos y en movimiento, la barba fina y poco espesa, casi caprina. Los cabellos rebeldes que salían de una boina negra con la incrustación de una estrellita roja. Era poco más que un adolescente. Pero no habían otras personas en las que podía confiarse.

    Soy el médico del Movimiento 26 de Julio – le dijo – y no estás bien.

    El acento de un país lejano, lo traicionó. Podía ser una buena noticia, pensó Yara.

    Debemos hacer un pequeño control – sugirió el jóven, sentándose sobre la paja, a su lado. Luego la examinó: ¿Quién eres, de quién estas huyendo?

    Yara Gutiérrez se sumió en un placentero entumecimiento. Ahora recordaba el nombre del que escapaba y recordar su cara la hizo estremecer: Masferrer – dijo solamente, como si aquel sonido fuera un santo y seña.

    El jóven médico asintió. Verificó sus condiciones con un gesto afirmativo.

    Yara Gutiérrez entrecerró los párpados. Estoy de nuevo en el mundo de los vivos, pensó. Por el momento debía tratar de recuperar las fuerzas. Dios, cuanto eran buenas esas bananas. Se durmió sin ni siquiera darse cuenta.

    01

    Roma, 2016

    Manuel Fangio en La Habana. ¿Te dice algo esta historia?

    Con una foto en blanco y negro del campeón entre las manos, Sanpi mi editor, me había acogido en su oficina, sentado detrás de su inmenso escritorio lleno de papeles y apuntes como de guión. Frente a él estaba el responsable de la página deportiva, Muzi, ocupado en observar algunas fotografías del campeón.

    En realidad, más que una reunión de redacción, parecía una reunión social entre camaradas. Siéntate. ¿Reconoces a estos cuatro? –preguntó el jefe, agitando bajo mis ojos una foto. Sonreí. Conocía bien aquella foto que retrataba a mi padre, los dos individuos que tenía delante y el fotoreportero Ermanno Bonvelli. Que más tarde se volvió famoso por sus fotografías, se había transferido a Cuba gozando el sol caribeño, mientras los otros en Italia, habían continuado a llenar las páginas de los periódicos y compartido responsabilidades, nostalgias, arrugas y cabellos blancos. Todos amigos de mi padre, fallecido desde hacía tiempo, todos unidos por el sagrado vínculo de la amistad del período en el que, jóvenes reporteros dividían las ansias por las críticas a sus artículos y los placeres de la vida sin preocupaciones.

    Vamos a comer algo – dijo Maci después de las formalidades.

    Aquel día, alrededor de la mesa la propuesta me llegó de repente y estudiada mientras comíamos fettuccine al ragù: Estamos reconstruyendo la historia de Manuel Fangio – dijo Depetri. Nos faltan las informaciones relativas a los días transcurridos en Cuba. ¿Deseas hacer parte del juego?

    Me negué mientras batallaba para no mancharme con la salsa. El contrato con la casa editora preveía solo novelas, nada de biografías o artículos periodísticos. Pero la relación que me ligaba a estas personas era afectiva más que de trabajo : No soy un periodista, las historias las invento y son de carácter histórico – respondí en mi defensa.

    Entonces trata de que sea una investigación histórica.

    Dudé con un bife a punto, acepté durante el postre. Habían ganado. Al café estábamos analizando los pro y los contra de la investigación. El asunto de Fangio en tierra cubana estuvo desde siempre envuelto en un velo de misterio. O para decir mejor, los eventos que giraron alrededor del campeón nunca fueron profundizados. No conociendo La Habana me preparé a la expedición a la isla caribeña, buscando informaciones sobre la ciudad que era solo un punto vago sobre el mapa, una idea bajo forma de algunas fotografías y de recortes de periódicos, playas inmaculadas y muchachas bellísimas. Así, después de haber tomado posesión de todas las noticias necesarias para el viaje, empecé a interesarme a los lugares frecuentados por aquel as del volante. Después de dos semanas, el editor me llamó, para decirme que había contactado a Bonvelli el fotógrafo que desde hacía tiempo residía en Cuba y que un pasaje aéreo, hacia la isla caribeña, me esperaba en su oficina, para que pudiera completar la reconstrucción de aquellos hechos.

    Al final abracé con entusiasmo la idea de visitar la perla del Caribe, volé a La Habana y la investigación se transformó enseguida en un proyecto literario complejo, en el que el campeón y su historia fueron solamente el telón de fondo.

    * * *

    Ermanno Bonvelli me recibió afectuosamente.

    En los tiempos de su hambrienta juventud se había encariñado con mi familia. Con mi padre, Sanpi y Muzi habían compartido aventuras y pasiones. Me lo contó en mis días de permanencia en Cuba, cuando aceptó de recibirme en su departamento del Vedado, fresco y lleno de libros. Lo encontré rodeado de papagallos de todos colores y de sus máquinas fotográficas que habían atravesado la historia. Las fotografías de Man, como había sido rebautizado enseguida en la isla, relativas a aquel período de su vida, eran conocidas también en Europa. El equipo fotográfico ocupaba un lugar central en su existencia. Man recorrió el mundo y fotografió convulsiones y sufrimentos, ruinas en el inmediato post–guerra en Europa o la carestía en India. Para derrotar la pobreza y construír un porvenir de libertad, la foto según él, debía conmover con respeto, evocar con equilibio y expresar sin insistencia toda la dramaticidad del mundo. La historia del fotógrafo italiano se ligó indisolublemente a aquella del piloto y sobretodo a la de una mujer. Antes de sus éxitos internacionales como fotógrafo, sólamente se sabía que había desembarcado en La Habana pocos días antes del campeón y que se había hospedado en uno de los mejores hoteles de la capital, gracias a las recomendaciones del director de un periódico cubano, José Fernández, que lo había presentado a la alta sociedad de la ciudad. En cuanto a él, tosía y gesticulaba como si las palabras no fueran suficientes para relatar su mundo. Alto, delgado, huesudo, los hombros anchos y pecho protuberante, se jorobaba un poco cuando caminaba. Su cuerpo vigoroso, se había hecho un poco más delgado desde los tiempos de la famosa foto que me mostró después, tan apreciada por los periódicos, y la edad había domado y despoblado su melena rebelde. Las arrugas, que circundaban los labios delgados, parecían ser una sola cosa con la nariz larga y afilada que olfateaba el aire. La piel del rostro, después de años pasados al sol del Caribe, había tomado un colorido bronceado. Su mirada era dura y penetrante, y sus movimientos tenían algo de instinto felino y al mismo tiempo, una amabilidad entonada a la sonrisa delicada que dirigía a su interlocutor. Mientras hablaba las cejas espesas se fruncían fácilmente, los ojos grandes y grises tenían una extraordinaria riqueza de expresiones. Entendí, escuchándolo, que estaba dominado por una avidez de conocer y comprender las cosas que lo rodeaban, de no detenerse a las apariencias, no toleraba la mentira. La verdad a cualquier precio.

    Durísimo hacia los americanos, despótico a su parecer, por el tratamiento reservado a la perla de las Antillas y a su pueblo, vi inmediatamente en él el testimonio por excelencia de los eventos que se desarrollaron al final de los años 50. El observador imparcial que, siendo extranjero, había entendido los principios de la Revolución y los había apoyado. Sin condiciones. Y como tal, me ilustró la situación de Cuba, sus riquezas y sus miserias. Habló conmigo con entusiasmo y aún más con un sufrimiento mezclado a la cólera por el embargo, no obstante los años y el traje respetable que le daba un aire de sólido burgués. Citó a Martí, el héroe de la Revolución preguntándome si había leído algo suyo.

    Recuerdo perfectamente la sonrisa que se dibujó en el rostro de quien ha vivido la vida con plenitud. Una mezcla de satisfacción y gratificación, la mirada distante y taciturna. Fue un momento de intensidad y de silencios, tan largos que sentí miedo de que nuestra conversación fuera a terminar con un suspiro: Cierto –añadió – todos en Cuba conocen las palabras de José Martí.

    Imaginé que detrás de aquellas palabras hubieran recuerdos, sufrimientos, esperanzas, sueños, vuelos y regresos a la tierra. No quería romper el encanto, parecer indiscreto, por lo que me quedé callado. Su largo viaje de fotógrafo encerraba episodios que me interesaban mucho más que sus fotos, de las mujeres inmortalizadas, de los panoramas. Su voz era más preciosa que cualquier otra cosa.

    Creo que la expresión exacta para describir mi estado de ánimo fuera –feliz–. La felicidad de haber encontrado la persona que seguía desde hace años a través de sus trabajos, feliz de escuchar sus palabras. La alegría de la espera que se hace voz, cuerpo y ojos veloces que seguían a los míos. En aquella habitación ahora se confrontaban dos modos diferentes de ser artista. La palabra escrita, las imágenes, los deseos de relatar y de saber que se cruzaban deteniendo el tiempo.

    Fuera de este cuarto – dijo – a pocos metros de nosotros, palabras e imágenes arriesgan de ser conceptos abstractos; todo se construye, hasta que la realidad y la leyenda se vuelven simples materiales de trabajo, cartas de juego que se mezclan, listas para jugar un nuevo partido. He dejado Italia con mi Leika, una reflex Voigtlander y dos objetivos con la idea de buscar el alma de cada cosa, rechazando a priori el abstracto – dijo, mostrándome orgulloso sus críaturas. A continuación, como tejiendo un mosaico, apoyó algunas fotografías sobre la mesa: No son simples imágenes sino huellas de vida vivida, pasajes de tiempo, eventos, miradas, mensajes escondidos que sé de haber visto, de haber conocido y de haberlos captado con mis objetivos".

    Miré las imágenes en blanco y negro de un mundo lejano.

    Mientras tanto, él continuaba: Estas fotografías son testimonios que cuentan los pasajes de la historia y volver a verlas me deja siempre una sensación de plenitud. El ojo ve el todo pero la memoria se deja a las espaldas la información, los detalles. Y entonces aquí está el objetivo, completa el recuerdo. Es como si estas imágenes ofrezcan substancia a un público lejano, capaz de encontrar en ellas los pensamientos y las acciones de quien las ha habitado y, que a través de ellas vivirá para siempre.

    Había sacado un cigarro de la camisa y me había mirado fijo: ¿Sabes de dónde viene este cigarro?.

    No – respondí.

    De aquella que un tiempo era la hacienda de un español.

    ¿Y entonces? – pregunté invitándolo a continuar.

    Pertenece al pueblo cubano. Estás aquí por ésto, ¿no?

    Asentí sin entender el sentido de la pregunta.

    Sabía de mí, obviamente, pero sentí la necesidad de explicar el porqué de mi permanencia: Estoy escribiendo la historia del gran Manuel Fangio y de sus carreras.

    Sonrió. Había ya entendido donde habría ido a parar.

    Me falta una foto de su vida. La más importante.

    Manuel Fangio, no corrió nunca aquí en La Habana.

    ¿Es decir?

    Apoyó sobre la mesa un encendedor y algunos cigarros: Tengo algunas fotos de las pruebas. De su llegada y de la conferencia de prensa.

    Bien.

    Pero nada más.

    ¿Y la carrera?

    Oh, la carrera. Es una historia larga y está ligada a una mujer fascinante.

    Tendrás una foto...

    ¿Una foto? Tengo muchas.

    De nuevo aquella mirada de la expresión soñadora. Se quedó a fijarme envuelto en el humo del cigarro, con los ojos apenas entreabiertos, como leyendo un pasado lejano.

    Luego se levantó y fue hacia un aparador para regresar con dos vasos y una botella de Añejo, el ron que hacía enloquecer a los cubanos.

    " Sabes – retomó – nosotros los fotógrafos tenemos la ventaja de que quien ve nuestros trabajos acepta con sorprendente facilidad nuestro punto de vista. Por este motivo en aquella mañana de sol implacable, cuando llegué a La Habana, sabía que las cosas habrían cambiado. Y la ciudad, esta hermosa mujer que jamás se ha concedido al extranjero, no habría sido más la misma. Aquella que tenía delante, era una ciudad llena de vicios, que para ellos vivía. Prostitución, juego de azar, droga, hambre y riquezas, luces de neón y éxitos. Pero afuera, más allá de los hoteles, los perfumes y las fiestas llenas de sonrisas y de fácil optimismo, la gente se moría de hambre. Entendí que pronto otra ciudad la habría reemplazada, creada en parte por los acontecimientos de la historia que yo habría reconstruíto uniendo fotograma tras fotograma. Un fotomontaje hecho de tantas imágenes. Una historia a veces incompleta que llegó a su conclusión, gracias a aquellos que a la isla la habían odiado y amado.

    Te contaré lo que sucedió en aquellos días.

    Estoy listo, exclamé atraído por sus palabras.

    Ponte cómodo, tendremos para rato – y se preparó a relatar, apoyando sobre la mesa algunas fotografías en un órden preciso, una después de la otra, memoria de acontecimientos lejanos.

    Y yo lo escuché como se escucha a un viejo amigo que regresa de un viaje. Lo escuché con estupor. Porque cuando realidad y leyenda se combinan con la historia, son dos los problemas: el primero es que no es posible escuchar los relatos de mundos lejanos y quedarse indiferente.

    El segundo, y lo entendí en mi propia carne, era que no se puede enviar a un novato, por cuanto pueda estar dotado de la mejor cámara fotográfica y cultura universitaria a enfrentar a los leones, a sus historias, a sus palabras. Terminar desmembrado, a un cierto punto, puede ser una salvación.

    Y cuando descubres que la realidad es muy diferente de lo que pensabas conocer, entonces llegas a la conclusión de que eres un mocoso ingenuo.

    Si en seguida todo eso se mezcla bien se obtiene una idea que te entra en la cabeza con tanta fuerza y verosimilitud, que al final resulta imposible dejarla a un lado, hasta entender de haber dejado tu casa por estas palabras, por esta historia y por los leones hambrientos.

    02

    Ermanno encendió el cigarro y una nube de humo llenó la habitación.

    Los fabulosos años 50, decíamos.

    En 1953 la revista Cabaret había decidido publicar las imágenes de las veinte muchachas más agraciadas de la Universidad de La Habana. Aquellas fotografías habían quedado impresas en la memoria de los cubanos. Eran tiempo despreocupados para quien podía estudiar. Diecinueve muchachas, en aquel periódico, reían felices. Una vitrina importante. El centro de la atención, la notoriedad. Una sóla había sido retratada sin sonreír. Yara Gutiérrez, en la fotografía publicada en tercera página, se entreveía detrás de la ventanilla de un automóvil, el rostro fruncido, los ojos protegidos por gafas oscuras. Tal vez presagiaba lo que de allí a poco habría ocurrido en su vida – se sirvió otro poco de ron para aclararse la garganta, y añadió empecemos desde el inicio...

    La expulsión de los españoles a fines del siglo diecinueve no había cambiado la vida de la mayor parte de los cubanos. El analfabetismo, el hambre, la mortalidad infantil, las condiciones infernales de vida, continuaron a ser la normalidad. La capital gozaba de un estándar de vida entre los más altos de toda América Latina; no existía en realidad una distribución de los ingresos, los que terminaban siempre en los bolsillos de la élite cubana, que se había ligado velozmente a aquella norteamericana, formando un cartel dominante que había unido magnates del azúcar, del tabaco y de la fruta, del turismo y financistas de calibre internacional. En el lapso de diez años, la brecha entre ricos y pobres había aumentado sin medida. En los primeros meses del año 1952 Batista, con un golpe de Estado muy bien preparado, había tomado el poder en una noche, sin disparar ni una sola bala, suspendiendo la constitución, disolviendo los partidos, prohibiendo las manifestaciones. La administración Truman se había alineado, sin reservas, al lado del dictador. El pueblo cubano, atónito, no había reaccionado, a excepción de Castro que había afirmado: No existe nada de más amargo en el mundo que el espectáculo de un pueblo que se duerme libre y se despierta esclavo.

    El mundo político y aquel de los negocios, acostumbrados a la corrupción, intuyeron que se estaba preparando un pastel aparentemente sin límites. La apertura de los cordones de la bolsa estatal era codiciada por muchos y, para quienes actuaban en las zonas grises del tejemaneje entre comercio,

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