Apacentad La Grey De Dios: Vivencias Pastorales a Lo Largo De Medio Siglo
Por Juan E. Huegel
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Juan E. Huegel
Breve biografía del autor Juan E. Huegel nació en la ciudad de Aguascalientes, México, hijo de padres misioneros. Él también sirvió como misionero de la Iglesia Cristiana (Discípulos de Cristo) en México por cuarenta y dos años. Durante ese tiempo fue pastor de varias iglesias evangélicas, profesor y presidente del Seminario Evangélico Unido en la ciudad de México, y director del Centro de Estudios Teológicos en la ciudad de San Luis Potosí. Después de jubilarse, se mudó al estado de Texas, donde sirvió brevemente como profesor de teología práctica en el Seminario Teológico de Edinburg y fue pastor interino de tres congregaciones. Ha escrito varios libros en inglés y español. Radica con su esposa, Yvonne West, en la ciudad de New Braunfels, Texas. Tienen cuatro hijos y once nietos. Todos sus hijos sirven a la Iglesia en diferentes ministerios.
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Apacentad La Grey De Dios - Juan E. Huegel
ÍNDICE
untitled.JPGIntroducción
1. Cómo aprendí a ser Pastor
2. Descubro el poder de la palabra
3. Administro el evangelismo
4. Sueño con el crecimiento de la Iglesia
5. Cómo aprendí a escuchar
6. La preparación de laicos
7. La renovación de la iglesia
8. La formación de discípulos
9. Regreso a mi primer amor
10. La cereza en el pastel
11. Y ahora ¿qué sigue?
Epílogo
Introducción
untitled.JPGTuve la dicha de nacer en una familia Cristiana. Mis padres fueron misioneros de la Iglesia Cristiana de los Discípulos en México por cincuenta años (1920-1970), y aunque mi padre nunca me presionó para que yo siguiera sus pasos, yo sabía que su gran deseo era que yo me preparara para servir al Señor. Muchos de sus amigos y colegas me expresaban en forma abierta estos mismos deseos. Recuerdo que en una ocasión un ministro no sólo me prestó un libro de testimonios de pastores que ofrecían las razones por las cuales habían decidido seguir una carrera de servicio en la iglesia, sino que me pidió, con cierta insistencia, que yo considerara seriamente ser pastor. Esto me incomodó pues yo resistía cualquier insinuación o sugerencia de que sirviera al Señor como ministro.
Mis inclinaciones juveniles iban por otro lado. Ya que desde la niñez me habían fascinado los trenes yo quería ser ferrocarrilero y acariciaba deseos de ser maquinista y conducir una poderosa locomotora de vapor. De adolescente también organicé una novena de beisbol que jugaba en los terrenos baldíos de la Colonia del Valle donde vivíamos, así que, como alternativa vocacional, soñaba con jugar beisbol profesional. En una ocasión, algunos años más tarde, le escribí a mi padre que pensaba asistir a un encuentro en donde los Yanquis de Nueva York buscaban reclutar jugadores jóvenes. Cuando mi padre recibió la carta, inmediatamente le pidió a un amigo lo acompañara en oración y entraron al santuario de la Iglesia Metodista, La Santísima Trinidad,
en la calle de Gante, en la ciudad de México, para pedirle a Dios que no prosperaran mis deseos. El resultado fue que aquel día ni siquiera me presenté en el campo de juego. Sabiamente mi padre no me platicó lo que había hecho hasta muchos años después.
Aunque yo no abrigaba deseos de cursar estudios superiores, mi madre insistió que ingresara a la universidad para que por lo menos supiera que se me había dado la oportunidad de estudiar. Me matriculé en la Universidad de Wisconsin e inicié una carrera en humanidades, pero como dicen los jóvenes, yo no sabía a qué le tiraba.
Los estudios no me interesaban ya que no contribuían a la realización de mis sueños. Me preguntaba: "¿qué estoy haciendo aquí? Ya que no estoy preparándome para ser ferrocarrilero, ¿estaré perdiendo el tiempo estudiando en la universidad?"
También luchaba por encontrar respuesta clara a otra pregunta más profunda: ¿Qué debo hacer con mi vida?
Lejos de mi familia, solo, lleno de nostalgia y desesperado, el segundo año de mi carrera sufrí una honda crisis existencial y vocacional. En mi agonía empecé a buscar a Dios, esperando me mostrara cuál sería su voluntad para mi vida.
Un domingo por la noche en la primavera de 1949 asistí a una iglesia donde predicó un joven seminarista. Al salir del servicio, me encaminé a la esquina para esperar el autobús que me llevaría a mi habitación. De pronto un pensamiento tocó a la puerta de mi mente, entró y se sentó cómodamente y me dijo: "Tú podrías predicar como ese joven." Cuando llegó el autobús me subí y conforme iba transitando por las calles de la ciudad inicié un diálogo con ese pensamiento que se extendió por varias semanas.
Finalmente, después de algunas discusiones internas, llegué a la conclusión de que el Señor me estaba llamando para servirle como pastor. Por carta le comuniqué mi decisión a mi padre, decisión que le trajo inmenso gozo, pero que produjo tristeza en mi madre ya que ella soñaba con que yo fuera médico.
Después de concluir mi carrera universitaria con una licenciatura en humanidades, ingresé al Seminario Teológico de Princeton y en tres años obtuve una maestría en teología. A los pocos meses inicié mis labores pastorales en una pequeña iglesia rural en el estado de Zacatecas, México.
Algunos años después, al confrontar una crisis emocional personal, decidí buscar ayuda y asesoría del Dr. Eduardo Dallal y Castillo, un amigo psicoterapeuta. En las sesiones con este asesor descubrí que un factor importante que contribuyó a mi decisión de ser pastor fue la necesidad interior de complacer a mi padre y ganar su aprobación. Frente a este descubrimiento me sentí obligado a revaluar mi vocación. Percibí que se me presentaban tres opciones: Por un lado, ya que mi decisión de ser pastor había sido motivada por móviles internos que años antes yo ignoraba, podría desconocer esa decisión, y en un acto de afirmación adulta dejar el ministerio y escoger otra vocación que considerara auténticamente mía; o por otro lado, ya que no se me presentaba ninguna otra alternativa clara, podría someterme a lo que ahora reconocía habían sido los deseos de mi padre y seguir como pastor. Pero se asomaba una tercera opción. Me sentía feliz y realizado en el ministerio y estaba descubriendo dones que antes no reconocía tener, y aunque hubiera sido por el deseo de complacer a mi padre, yo creía firmemente que el Señor me había llamado para servirle como pastor. Por consiguiente, yo podría retomar la decisión de continuar sirviendo al Señor y hacerla mía, una decisión autónoma y madura. Esta fue la decisión que tomé y no lamento haberla tomado.
Debo aclarar que durante los años que serví en distintos ministerios en México trabajé siempre bajo la cobertura de la sociedad misionera de la Iglesia Cristiana de los Discípulos de Cristo, conocida primero como The United Christian Missionary Society (UCMS) y después como The Division of Overseas Ministries of the Christian Church (DOM). Agradezco el apoyo que siempre tuve de sus secretarios ejecutivos para la América Latina, Mae Yoho Ward, William Nottingham y David Vargas, y la libertad que me concedieron para colaborar en una diversidad de ministerios.
Ahora, después de más de cincuenta años de ministerio activo veo pasar por la pantalla de mi memoria un sin número de vivencias. Confieso que hubo sus sin sabores y desilusiones y que nunca tuve lo que podría considerarse extraordinario éxito,
pero puedo afirmar que el ministerio cristiano ha sido una aventura, una vocación que me ha ofrecido abundante satisfacción, realización y gozo personal, pues creo que no hay labor más noble que la de anunciar las inescrutables riquezas de Cristo y pastorear el rebaño del Señor. En palabras del Dr. Thomas W. Gillespie, finado Presidente del Seminario Teológico de Princeton, quien fue mi compañero de generación, no hay trabajo en el mundo más interesante, más desafiante y más gratificante que la labor del ministerio pastoral. Entre los honores que he recibido considero que no hay uno más grande que el escuchar a un miembro de mi congregación presentarme con un amigo y decir, ‘Quiero presentarle a mi pastor.’
En esta pequeña obra pretendo escoger algunas vivencias recopiladas a lo largo de mi jornada como pastor y también presentar breves sumarios de mis labores en otros ministerios cristianos. Quizás, este esfuerzo sirva para ayudar a mis hermanos pastores y otros obreros del Señor a reflexionar sobre la nobleza y belleza de su vocación y posiblemente ayude a algunos que se encuentran hundidos en el desaliento y la desilusión a recobrar con entusiasmo su visión original. Si algún joven o señorita, indeciso o indecisa sobre el futuro de su vida, al leer estas experiencias, sienta que Dios lo/a está llamando para servirle en el santo ministerio, me sentiré doblemente complacido. Mi ruego es que el Buen Pastor use estas viñetas para convencer a mis lectores que el ministerio cristiano puede ser una emocionante aventura.
Mis lectores merecen una explicación acerca del título, Apacentad la Grey de Dios, que pudiera sonar extraño para algunos por las anticuadas palabras apacentad y grey. El título es tomado de 1 Pedro 5:2 en la Versión de la Biblia de la Reina Valera Revisada de 1960, Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella... Según el Diccionario de la Real Academia Española, el verbo apacentar
significa, (1) dar pasto a los ganados, y (2) dar pasto espiritual, instruir, enseñar. Apacentad, es la antigua forma de la segunda persona plural del imperativo del verbo que podría traducirse hoy, ustedes apacienten. Y el sustantivo grey significa (1) rebaño de ganado menor o mayor, y (2) congregación de los fieles cristianos bajo sus legítimos pastores. El título, Apacentad la Grey de Dios, por ser una expresión poco común en nuestra manera de hablar, podría rendirse, Cuiden el Rebaño de Dios, pero éste título no expone tan claramente como el primero lo que he intentado hacer a lo largo de mi jornada como pastor y maestro. En esta pequeña obra trato de explicar cómo he tratado de responder a aquel imperativo, apacentad, instruyendo, enseñando y alimentando al pueblo de Dios, la grey de Dios.
Hago mías las palabras del apóstol San Pablo, Así que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano (1 Co. 15:58).
1
Cómo aprendí a ser Pastor
untitled.JPGIglesia de los Discípulos, Los Nogales, Zacatecas (1954-1957)
Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella...
(1 Pedro 5:2)
(Nota: Gran parte del contenido de este capítulo fue tomado de mi libro, Recuerdos de un Pastor, publicado en 2001.)
El camión de redilas en que transportaba mis pocas pertenencias brincaba sobre las piedras, zanjas y bordos del camino de brecha. Yo iba sentado en la cabina en medio del chofer y el dueño del camión, don Francisco de Haro, quien era comerciante y hacía recorridos por los ranchos del Valle de Jerez en el Estado de Zacatecas, recogiendo y entregando mercancía. Cada vez que saltaba el camión mi codo derecho golpeaba la culata de la pistola que don Pancho portaba en la cintura pero escondida debajo de su chamarra. Yo nunca había estado con personas que portaban armas y en mi inocencia pensé, ¿Y para qué carga don Pancho una pistola?
El camión subía lentamente por el camino que pasa entre las lomas que atraviesan el valle de Jerez. Por el parabrisas yo veía el camino de frente y en la distancia el cielo zacatecano de intenso azul. Al llegar al final de la pendiente e iniciar la bajada por el otro lado, el horizonte parecía elevarse, descubriendo primero el Cerro Grande en la distancia, llamado también, La Leona. Luego, a la izquierda apareció el rancho de La Ermita, en el centro del valle un grupo de frondosos álamos y a la extrema derecha el rancho de San Cayetano. Por todo el valle se veían las parcelas con las milpas listas para la cosecha de otoño. Finalmente, casi a nuestros pies, apareció el rancho de Los Nogales dominado en el centro por otro conjunto de álamos que escondían un pequeño templo, y en una línea de oriente a poniente se extendían las casitas de adobe.
El camión se detuvo frente al templo y unos hermanos se acercaron para ayudarme a bajar mis tiliches
(modismo que significa pertenencias). Cuando le estaba pagando a don Pancho por el transporte me preguntó con cierta curiosidad:
-- Bueno... y usted ¿qué manda viene a pagar a este rancho tan triste y abandonado?
Su pregunta me tomó por sorpresa, y después de unos momentos le contesté:
-- No, don Pancho, yo no vengo a pagar ninguna manda. Vengo para ser pastor de la iglesia cristiana de este lugar.
En ese momento no me imaginé que los hermanos de esa congregación me enseñarían muchas cosas que yo necesitaba aprender para ser su pastor. Descubriría que de los libros sobre teología pastoral a la práctica pastoral hay un gran trecho. Toda mi carrera pastoral sería marcada por las experiencias iniciales que tendría en el rancho de Los Nogales.
Gracias a la labor del pastor Marcelino Medina varios miembros de la familia Pérez se habían convertido y en 1933 se celebró la Convención de las Iglesias Cristianas de los Discípulos en el templo que estaban terminando. Posteriormente la misionera Florinda Cantrell se estableció en este lugar y gracias a su labor médica y evangelística casi todo el rancho se convirtió al evangelio. Cuando yo llegué la congregación se componía de doce o trece familias principales, sus hijos y nietos.
El rancho de Los Nogales se encuentra a unos 18 kilómetros al norte del pueblo de Jerez de García Salinas. Cuando llegué de pastor sólo se podía viajar a Jerez sobre un camino de brecha y sólo un autobús rojo pasaba por el rancho en la mañana rumbo a Jerez y regresaba en la tarde con destino a La Ermita. No había ningún puente sobre los varios arroyos y en tiempo de lluvias el camino se volvía casi intransitable. En aquel tiempo no había luz eléctrica, ni teléfono, ni agua potable en el rancho. Ubicado a unos 2100 metros sobre el nivel del mar, las noches son siempre frescas y en invierno bastante frías. Se dice que en Zacatecas hay dos temporadas del año, la seca y la reseca y por consiguiente las siembras de temporal siempre han sido una empresa incierta.
La tragedia en el rodeo
Cuando llegué al Valle de Jerez para iniciar mi ministerio en el otoño de 1954 me hospedé en la Casa del Amigo
en el rancho de Los Haro, ya que no estaba lista mi casita en Los Nogales. La Casa del Amigo
era un centro comunal establecido por la misionera y enfermera Florinda Cantrell en 1942, con una pequeña clínica de maternidad para atender en sus partos a las mujeres de los ranchos circunvecinos, y un centro de adiestramiento para parteras rurales. Con el tiempo, se agregó un proyecto de asistencia social para ayudar a la comunidad, y un programa de educación cristiana para apoyar a las iglesias del Valle de Jerez.
Un día poco después de que yo llegué a Los Haro, los profesores de la escuela primaria se propusieron celebrar un rodeo con el fin de levantar fondos para hacerle mejoras materiales al plantel escolar. Aunque no asistí a las festividades, sí escuchaba la música y los cohetes, y se sentía la alegría que reinaba. A eso de las dos de la tarde, de pronto dejó de tocar la banda, y un extraño silencio descendió sobre el pueblo. A los pocos minutos una niña llegó buscando a la señorita Florinda. Ésta se levantó, salió de la Casa del Amigo y siguió a la niña. Cuando después de media hora regresó la señorita, le pregunté:
-- ¿Qué pasó?
-- En una casa dos jóvenes estaban tomando cerveza. Uno levantó su botella y retó a su compañero que le disparara un tiro -- contestó ella, y luego agregó --, pero a éste le falló el tino y le pegó a su amigo y lo mató.
-- ¿Qué sucede ahora? -- pregunté.
-- El rodeo se suspende, se termina la fiesta, y los profesores no recogen el dinero que necesitaban para la escuela.
En las próximas horas experimenté lo que algunos han llamado la opresión satánica
que se siente ante las fuerzas del Maligno. Todo el ambiente del rancho cambió. En lugar del alegre ruido de la fiesta ahora se escuchó un silencio impregnado de desolación y me envolvió una tristeza espiritual que apretaba mi alma.
Poco tiempo después, y antes de que oscureciera, la señorita Florinda me sugirió, con su característica insistencia, que sería conveniente que esa noche yo la acompañara al velorio. A pesar de tener veinticuatro años de edad yo nunca había asistido a un velorio. No sabía qué esperar. Confieso que no tenía ningunos deseos de asistir, pero a la vez, había algo en mí que me decía que debía hacerlo, que había algo que como pastor tarde o temprano tendría que confrontar.
Como a eso de las ocho de la noche, cuando la oscuridad había invadido todos los rincones del rancho, salimos por el portón grande de la Casa del Amigo, dimos vuelta a la izquierda y caminamos hasta la esquina, donde dimos vuelta nuevamente. Yo nunca había sentido la oscuridad como aquella noche; era como si hubiera perdido totalmente la vista. La señorita, quien ya estaba acostumbrada a caminar de noche por las calles del rancho, iba delante de mí, con su paso asertivo y