La fila de Mario
Por Facundo Ortiz
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La fila de Mario es una extraordinaria parábola kafkiana de profundos recorridos existencialistas, a través de la cual podemos extraviarnos en infinitas alegorías acerca de la religión, la política o el amor.
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La fila de Mario - Facundo Ortiz
Mario cruza una puerta y se encuentra en un pasillo en cuyos extremos no se observa final alguno. A ambos lados, solo hay más puertas. Decide cruzar una de ellas comprobando, para su sorpresa, que da acceso a otro pasillo idéntico. Mario pronto se encuentra con otras personas que, como él, están convencidos de que al final de su enrevesado trayecto hallarán un premio prometido. Por eso se organizan en filas y en más filas a través de esos pasillos y puertas con la esperanza de hallar algún final, pero consiguiendo tan solo ralentizar el ritmo de su avance.
La fila de Mario es una extraordinaria parábola kafkiana, a través de la cual podemos extraviarnos en alegorías acerca de la opresión, la angustia, el amor y el sentido de la libertad individual.
La fila de Mario
Facundo Ortiz
www.edicionesoblicuas.com
La fila de Mario
© 2018, Facundo Ortiz
© 2018, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-17269-44-9
ISBN edición papel: 978-84-17269-43-2
Primera edición: mayo de 2018
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: Héctor Gomila
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
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Contenido
La fila de Mario
Facundo Ortiz
El autor
Mario abrió la puerta y vio un pasillo que se extendía ante él. No se veía el final y parecía infinito. En el techo, una hilera de bombillas iluminaba uniformemente el corredor, y de los espacios que quedaba entre cada una de ellas se descolgaban unas piezas de hierro semejantes a ganchos. Por último, a la altura de Mario, a izquierda y derecha, había puertas que se sucedían las unas a las otras a lo largo de las paredes que formaban el pasillo, separadas por escasa distancia las unas de las otras, comunicando aquel pasillo con lo que Mario supuso que serían otras habitaciones. Sin embargo, a él le correspondía esta habitación, o eso es lo que le habían indicado en la entrada. Con cierta inseguridad, Mario empezó a avanzar. Tras caminar unos minutos sin hallar nada ni a nadie en particular, se impacientó, y aceleró hasta convertir su andar en una carrera. Corrió y corrió, y el pasillo no terminaba. Falto de aliento, paró a descansar, apoyándose contra una de las paredes.
«Esto es muy extraño», se dijo Mario. «Quizá me han dado una indicación equivocada». Sopesó la idea de volver atrás, abandonar el pasillo y preguntar de nuevo en la entrada, para asegurarse así de que no se hubiesen equivocado, dirigiéndole por descuido a una habitación errónea. Recordó entonces los minutos que llevaba avanzando, y se imaginó recorriendo aquel tramo de vuelta. La sola idea le provocó una enorme pereza. Más fácil sería continuar hacia delante. La salida no podía estar mucho más lejos.
Media hora después, Mario estaba ya desesperado. Aquel pasillo era completamente absurdo. No se veía final alguno. ¿Qué pretendían? ¿Que él siguiese caminando y caminando, solo y sin itinerario preciso, para siempre? Con toda seguridad, alguien se había equivocado, y él estaba pagando los platos rotos de una torpe organización burocrática. Llamó a la puerta más cercana que tenía a mano con la esperanza de que hubiese alguien en aquella habitación que le pudiera asesorar, y aguardó unos instantes. Nadie contestó, así que Mario asió el pomo circular de la puerta y lo giró para pasar al otro lado.
Se hallaba en otro pasillo. En otro pasillo idéntico, que discurría en paralelo al pasillo que acababa de abandonar. Y aquel pasillo estaba igualmente vacío. Mirando a derecha e izquierda, no se distinguía principio ni final.
«¿Pero qué clase de broma es esta?», se preguntó Mario. Se internó en el nuevo pasillo y abrió la puerta más cercana de la pared contraria. Nuevamente, se encontró en un pasillo desierto. Irritado, se dedicó durante unos minutos a avanzar en línea recta, en ángulo perpendicular al eje de los pasillos, atravesando puertas, hallando más y más pasillos, todos ellos interminables y vacíos.
Angustiado, decidió que lo mejor sería regresar al pasillo del que provenía, visto que aquellas otras habitaciones no le ofrecían nada diferente. Solo entonces constató que se había extraviado. No había llevado la cuenta del número de pasillos que atravesaba, y las puertas se habían ido cerrando a su paso, con que no tenía modo alguno de ubicar el pasillo original en el que todo había empezado.
«Mierda», se dijo. Sin embargo, también comprendió lo siguiente: «Como todos estos pasillos están colocados en paralelo, si me dirijo hacia la derecha por este mismo pasillo, seguro que llegaré a la entrada de todos modos». Comenzó a caminar a paso firme, combatiendo la ansiedad, e intentando calcular lo que tardaría en desandar lo andado. Entonces, a lo lejos, le pareció ver un punto negro intermitente. Se frotó los ojos para asegurarse de que aquello no se trataba de un espejismo, y comprobó que el punto, efectivamente, iba creciendo. La intermitencia era un efecto óptico producto de la distancia a la que aquel cuerpo se encontraba, pero sin ninguna duda se trataba de alguna clase de cuerpo en movimiento. Empezó a correr hacia allí, y, tras un tiempo, distinguió con claridad que aquella mancha era, sí, ¡otra persona!
—¡Eh! ¡Eh! ¡Aquí! —empezó a gritar Mario, sin dejar de correr, sacudiendo los brazos para hacerse ver por aquella lejana figura. También oyó que aquella persona respondía:
—¡Ya llego, ya llego! ¡Espérame!
Mario pensó en aconsejarle a gritos a su interlocutor que, en vez de esperarle, mejor sería que fuese él o ella quien esperase, puesto que lo único lógico era dar media vuelta. Sin embargo, temió quedarse solo, así que no dijo nada y tan solo siguió corriendo en su dirección.
Finalmente, ambos se encontraron. La figura era un joven de su misma edad. Tenía rizos negros y pecas por todo el rostro. Ambos se apoyaron contra las respectivas paredes del pasillo, faltos de aliento, agotados por sus mutuos acelerones. Viéndose uno y otro en semejante situación, se echaron a reír.
—No te imaginas lo mucho que