Fe de Vida
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En una atmósfera inquietante, pero no asfixiante, en un mundo donde la muerte se acepta sin más, sin cuestionarse ni rebelarse contra el destino, la Corporación, que ha convertido los certificados en una suculenta fuente de ingresos, verá peligrar el negocio por hallazgos inesperados.
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Fe de Vida - Lluís Hernàndez Sonali
Sonali
Fe de Vida
Esta obra es una segunda versión corregida, aumentada y readaptada de Certificat C99+, publicada en catalán y en castellano en el año 2008, y que obtuvo en su momento el premio Folch i Torres de literatura.
© 2018 Lluís Hernàndez Sonali
© 2018 Ediciones Especializadas Europeas SL.
CIF: B-61.731.360
info@edicionesee.com /www.edicionesee.com
Editor: Burkhard P. Bierschenck
Coordinación: Joan Estapé i Llop
www.edicionesee.com
ISBN: 9788494834912
Ley radical de la fe de vida
Artículo 98.7
a) Se establece la categoría de Fe de Vida de Oficio y Función, que se expedirá a toda persona que haya demostrado la suficiente aptitud profesional para acceder a un puesto de trabajo para cuyo ejercicio sea indispensable la posesión de una Fe de Vida.
b) La expedición de la Fe de Vida de Oficio y Función será gratuita.
c) La vigencia de la Fe de Vida de Oficio y Función caducará en el mismo momento en que la persona a la que se le haya otorgado deje de prestar los servicios para los que se le ha expedido, con la excepción contemplada en el apartado c) del artículo 111 y en los apartados f) y g) del artículo 121 de esta ley.
d) Si el resultado de la Fe de Vida a que se refiere el apartado a) de este artículo no fuera positivo, quedarán anulados radicalmente la aptitud profesional demostrada y cualquier documento certificado a ella referido.
Alberto y Pedro
Alberto se aburría.
El profesor de física había iniciado una de aquellas clases tan rollo que les daba de vez en cuando, quizá para compensar una semana seguida de clases de esas en las que la pizarra se llenaba de fórmulas, y Alberto se aburría oyéndole hablar.
Claro que Alberto, como muchos de sus compañeros de grupo, era de los que se aburrían en clase, se aburrían con los amigos, se aburrían estudiando… Incluso, a menudo, cuando volvía a casa después de jugar un partido de fútbol y su padre le preguntaba cómo había ido, él contestaba:
—Un partido aburrido.
De todas formas, reconocía el propio Alberto mientras el profesor seguía hablando, había aburrimientos y aburrimientos. Por ejemplo, no es lo mismo decir que «Hoy, con los amigos, nos aburríamos sin saber qué hacer y entonces a Pedro se le ha ocurrido que podíamos ir a jugar un rato con la play en su casa… », que decir que «La clase de hoy de física ha sido una de ésas aburridas aburridas… ».
Y eso que a Alberto le gusta la física. Más que las mates y, por supuesto, más que la lengua o la historia. La física le gusta cuando se trata de medir fuerzas, de calcular movimientos e incluso de estudiar fórmulas que después podrá aplicar para hacer más cálculos… Pero todos esos rollos de la física de los astros y de millones de años luz y de constantes gravitatorias de fondo y del universo en expansión… no le gustan. Son cosas demasiado lejanas que no puedes tocar. La física que le gusta a Alberto es la de las cosas que se pueden tocar.
Tampoco le gusta, seguramente menos aún, oír hablar de las teorías de la física de siglos atrás. Los profesores, piensa Alberto, tienen especial manía en hacerles aprender cosas del pasado, del siglo xix o del siglo xx, cosas que, añaden inmediatamente, eran suposiciones equivocadas…
¿Por qué, piensa Alberto, nos hacen aprender cosas que no son ciertas, si ya saben que no son ciertas? ¿Qué sentido tiene seguir explicando y explicando cosas que no sólo han pasado de moda sino que, además, no sirven para nada?
Como si quisiera darle la razón, el profesor decía en aquel momento:
—A finales del siglo xx, por ejemplo, la mayoría de los físicos, incluidos los físicos más avanzados en los principales centros de investigación, aún aceptaban como cierta la teoría que decía que un agujero negro estaba formado por una estrella o por otro cuerpo estelar con una masa tan comprimida que su fuerza gravitatoria era capaz de impedir incluso la salida de la luz —es decir, de los fotones— fuera de su radio de influencia gravitatoria. Y eso sin contar con que había bastantes físicos que aún negaban la propia existencia de los agujeros negros…
Cuando tienes quince años no resulta fácil distinguir entre las cosas de hace trescientos años y las de hace quinientos, porque todas pertenecen a la misma nebulosa de lo que existió antes. Por tanto, Alberto nunca hablaba de tal siglo o tal otro; siempre decía «aquellos tiempos antiguos» o «antes». Y sabía, vaya si lo sabía, porque los profesores se habían encargado de metérselo en la cabeza una y otra vez, que en aquellos tiempos antiguos había quien pensaba que la Tierra era plana, y también sabía que hubo gente quemada en la hoguera por defender que la Tierra era —o no era— el centro del mundo. ¡En la hoguera!
De acuerdo. Eran estupideces, eran tragedias… Pero eran cosas del pasado. Y el profesor de física no era, ¿verdad que no?, profesor de historia o de ética. ¿Por qué se ponía tan pesado? ¿Por qué no se limitaba a explicarles las cosas que tenía que explicarles, las cosas del presente, tal como son?
Pero el profesor seguía:
—Pasó mucho tiempo antes de que los científicos más recalcitrantes llegaran a aceptar que había un tipo de energía que sí que podía salir de los agujeros negros, tal como había previsto un físico llamado Hawking…
Y los miraba como esperando ver en sus caras una expresión de incredulidad y de escándalo, como diciendo:
—¡No puede ser! ¡Qué brutos!
En realidad, Alberto, lo mismo que sus compañeros, lo había pensado la primera vez, y quizá también la segunda, que se lo habían explicado. Pero ahora ya no, ya lo sabían, ¡no sé por qué piensan los profesores que tienen que repetir las cosas una y mil veces!
—De hecho, a principios del siglo incluso había gente que decía que el hombre nunca había ido a la Luna, que todo había sido un engaño de los gobernantes y de la televisión. Pues, de igual manera, ahora todavía hay mucha gente, supersticiosa, ignorante, que se niega a creer en la Fe de Vida.
Aquí, el profesor había llegado a un punto que le interesaba incluso a Alberto, y también a muchos de sus compañeros de clase.
La Fe de Vida. Se necesitaba ser mayor de edad para poder solicitar una Fe de Vida, y