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Cinturón de castidad. La mujer de clase media en el Perú
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Libro electrónico319 páginas5 horas

Cinturón de castidad. La mujer de clase media en el Perú

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Cinturón de castidad. La mujer de clase media en el Perú aborda la historia de las mujeres que han remozado el rol tradicional femenino desde sus prácticas cotidianas, enfrentándose muchas veces no solo con la familia sino con los valores sociales de la época. Publicado por primera vez en 1979, este libro se ha constituido en un clásico pues la problemática en él descrita lejos de desaparecer a cobrado alarmante vigencia. Maruja Barrig analiza "cómo en las décadas de 1950 y 1960, desde las normas de la Iglesia y del Estado, se consolidaba sin pausa un modelo de mujer que pretendía contrarrestar las amenazas mundiales: del comunismo a la píldora anticonceptiva, del trabajo fuera de casa hasta la desestabilización de la familia y el desplome de la sociedad toda. Estas visiones apocalípticas se enarbolan aún en pleno siglo XXI, esta vez en reacción a la diversidad sexual, a la cada vez mayor ampliación de derechos de las minorías, a los feminismos y a una creciente resistencia de las mujeres a que su vida la comanden otros. En el vértice de esta reacción conservadora que niega a Darwin y levanta la Biblia está la mujer y el poder sobre su cuerpo, su sexualidad y la reproducción". Esta cuarta edición incluye un nuevo capítulo donde la autora sugiere que, para un grupo social, Lima sigue siendo una gran Casa Real, donde los habitantes de su élite se conocen o se emparentan, donde sus delincuentes son tratados benignamente como pecadores o personas desorientadas, y cuyo poder e influencia se mantienen intactos no importa quién esté en el comando del país; un país al cual se le vendió la ilusión de que con los estudios en institutos y universidades académicamente precarias y un par de centros comerciales con patio de comidas se avanzaba a la igualdad.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 dic 2017
ISBN9789972516573
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    Cinturón de castidad. La mujer de clase media en el Perú - Maruja Barrig

    Introducción a la cuarta edición

    Dictando un curso en la universidad, les explicaba a las alumnas cómo el feminismo en la década de 1960 había surgido con reacción a —y en diálogo con— otros movimientos sociales. En los Estados Unidos, las activistas por los derechos de la población afroamericana habían rastreado ciertas similitudes en su condición de subordinación (John Lennon no había escrito todavía woman is the nigger of the world). Y con las universitarias enroladas en el movimiento estudiantil de fines de dicha década en Francia y en Italia había pasado otro tanto. Más aún, abundé con una anécdota: las feministas italianas, satirizando ante sus compañeros de izquierda —que las habían relegado a tareas casi domésticas, casi secretariales, mientras ellos debatían sobre la toma del poder—, le daban un giro a la frase de Benito Mussolini, para quien la mujer era un angelo del focolare (un ángel del fogón) y para los estudiantes y militantes varones ellas parecían ser un angelo del ciclostile : un ángel del mimeógrafo. Si hubiera traducido la palabra al sánscrito el resultado hubiera sido el mismo, porque ¿qué es un mimeógrafo, profesora?

    No he podido dejar de recordar la historia del mimeógrafo mientras releía el libro preparando esta cuarta edición. He debido contenerme para no corregir algunas afirmaciones y caer en el pentimento. En la introducción a la primera edición, confesaba mi desconfianza de los grupos feministas, a los que creía desenganchados de la impronta colectiva y política de las urgencias que la pobreza y la desigualdad social nos imponían. El feminismo me ofreció, algunos años después, la capacidad de reconocer el valor del individuo y de la libertad para ser lo que una quiere ser. Pero se podría ir más allá. Por ejemplo, cuando escribí el siglo pasado me estaba refiriendo al siglo XIX y no al XX. Y podría seguir. Es un libro de historia, a estas alturas del partido; de cómo en las décadas de 1950 y 1960, desde las normas de la Iglesia y del Estado, se consolidaba sin pausa un modelo de mujer que pretendía contrarrestar las amenazas mundiales: del comunismo a la píldora anticonceptiva, el trabajo fuera de casa, la desestabilización de la familia y el desplome de la sociedad toda. Estas visiones apocalípticas se enarbolan en pleno siglo XXI, esta vez en reacción a la diversidad sexual, a la cada vez mayor ampliación de derechos de las minorías, a los feminismos y a una creciente resistencia de las mujeres a que su vida la comanden otros. En el vértice de esta reacción conservadora que niega a Darwin y levanta la Biblia está la mujer y el poder sobre su cuerpo, su sexualidad y la reproducción.

    En los últimos treinta años, se han publicado miles de libros sobre la condición de las mujeres, en el Perú y en el mundo. Se han sucedido conferencias internacionales auspiciadas por las Naciones Unidas a favor de las mujeres y las niñas y sus derechos; se han realizado además movilizaciones y entonado millones de eslóganes; pero mientras estas líneas se escriben, las calles se agitan con un movimiento encabezado por líderes religiosos y afanosos parlamentarios, quienes denuncian una supuesta ideología de género que, desde el Estado, quiere volver homosexuales a los escolares y destruir las bases de la familia. El celeste es el color de los varones, dicen; y el rosadito, siempre para las niñas. Esta reacción no pasaría de ser una anécdota grotesca de sabor nacional si no fuera porque encaja en una ola mundial que fusiona el regreso a la tradición y a la patria —ese concepto huidizo y conservador—, a la xenofobia y a la persecución de los migrantes, los homosexuales y desviados. Las Iglesias se entronizan, y su discurso no conoce de posturas políticas.

    Esta cuarta edición de Cinturón de castidad incluye un nuevo capítulo, el cuatro, que es una suerte de reparación de una situación soslayada a fines de la década de 1970: la clase media. Como aseguran algunos estudios, abordar la clase media es complejo por su heterogeneidad y por los discursos exitistas que suelen barnizarla. A contramano, intento sugerir que para un grupo social Lima sigue siendo una gran Casa Real, como la denominaría Norbert Elías, donde los habitantes de su élite se conocen o se emparentan, donde sus delincuentes son tratados benignamente como pecadores o personas desorientadas, y cuyo poder e influencia se mantienen intactos no importa quién esté en el comando del país; un país al cual se le vendió la ilusión de que con los estudios en institutos y universidades académicamente precarias y un par de centros comerciales con patio de comidas se avanzaba a la igualdad. Enorme pantomima que se evapora con las playas del sur clausuradas a los intrusos, los bares cerrados a los morenos y las grandes empresas esquivas al certificado de estudios de una universidad de medio pelo. Al final de ese capítulo, añado unas pocas páginas sobre cuánto cambiaron las mujeres, aunque en el fondo no tanto.

    El capítulo cinco incluye una brevísima reflexión sobre los testimonios que lo prosiguen, con los ojos de 2017.

    Cecilia Blondet, investigadora del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), fue una entusiasta lectora de las nuevas páginas. Le doy las gracias a ella por su aliento y al Instituto por su acogida. Ludwig Huber y Odín del Pozo del área de Publicaciones mostraron una paciencia tranquilizadora mientras trabajaba sobre esta nueva versión.

    Mirko Lauer, director de Mosca Azul Editores en 1979, año de la primera edición de Cinturón…, nunca será agradecido lo suficiente. Leyó, diseñó y distribuyó el libro, y apostó por él con convicción. Casi cuarenta años después, leyó y comentó las nuevas páginas, su tono y su orden, convirtiendo este libro en un testimonio concreto de décadas de afecto y de amistad. Las gracias renovadas.

    MARUJA BARRIG

    Lima, marzo de 2017

    Sostener que la situación de opresión de la mujer es el resultado del exclusivo control masculino sobre el mundo y sus reglas de juego es una explicación que, además de simplista, cae en la trampa de reconocerle al varón una astucia y una inteligencia tales, que dominar durante siglos al sexo opuesto sería una prueba innegable de su supremacía. Es cierto que el machismo —ese término desgastado y privilegiado por la retórica feminista— suele ser la causa visible de múltiples marginaciones de la mujer; pero siempre me ha resultado difícil aceptar que el hombre macho pueda prosperar sin que exista un sistema ideológico, pero también político y económico, que lo avale.

    Ni uno ni varios hombres a lo largo de la civilización inventaron gratuitamente los lugares comunes que definen a la mujer. La ideología es un fenómeno que se remite a una determinada estructura social y que responde, con leyes y dinámica propias, a un esfuerzo, en parte premeditado, del poder y de quienes lo sustentan para perdurar su dominación. Y sin embargo, una revolución ideológica es tanto más difícil de lograr que aquella económica porque, sutilmente, las ideas se sedimentan en los individuos y condicionan su permeabilidad y predisposición a las transformaciones de la estructura.

    Es indudable que muchos de los signos de la república señorial peruana —aquella aristocrática y excluyente— se han ido extinguiendo a lo largo de la última década: los años sesenta fueron el escenario de importantes movilizaciones políticas en el Perú y América Latina; la corriente progresista que se afianzó dentro de la Iglesia católica, y también el fallido proyecto nacional del velasquismo, cuestionaron algunas de sus arcaicas concepciones. Paralelamente, la modernización industrial del país, una cierta democratización de la enseñanza y la difusión de las píldoras anticonceptivas fueron factores que, entre muchos otros, fomentaron nuevas actitudes y comportamientos en la mujer de las ciudades peruanas.

    Al decidirme a tratar este tema, tuve la intención de escribir —a manera de extensos testimonios— la historia de las mujeres que habían vivido, en un momento clave de su desarrollo personal, este conjunto de factores que remozaron, par cialmente, el rol tradicional de la mujer. Ellas pertenecen a una generación de transición, y sus vivencias me parecieron importantes para identificar tanto las normas tradicionales de conducta de las mujeres de la generación precedente como algunas alternativas a aquellas pautas que germinaron a lo largo de la última década.

    Para poder precisar cuánto de las antiguas concepciones sobre la mujer se han modificado, tuve que detallar cuáles eran estas; fue así como lo que yo había imaginado solo como una introducción se convirtió en tres capítulos; en ellos pretendo dar una visión bastante general de los principales con dicionantes ideológicos de la mujer pequeñoburguesa en nuestro país.

    El primer capítulo señala algunas de las fuentes ideológi cas que nutrieron a la mujer de la pequeña burguesía urbana. La impunidad con que se asentaron las nociones sobre su misión natural de madre y esposa contuvo, hasta entrado el siglo XX, el ingreso de la mujer peruana de sectores medios y altos a liceos y universidades. Mientras la influencia clerical alimentaba esta marginación, la sociedad limeña y sus aprensiones sobre el trabajo femenino terminaron por sellarla.

    El esbozo de esta mujer ideal, consagrada al hogar y a la familia según inclinaciones innatas, se plasmó posteriormente en las disposiciones que rigen, en el ámbito jurídico, su actuación en la sociedad. Pero la observancia de este rol social —marginal, de segundo orden— no tuvo solo al marido como beneficiario directo; fue el conjunto de la sociedad quien recibió los dividendos. De un lado, al ungirse la familia como célula básica de la sociedad, el estricto cumplimiento de sus leyes de funcionamiento interno fue percibido como una garantía del equilibrio global del orden social. Es por esta razón que la mujer ha venido siendo rigurosamente vigilada, ideológicamente asistida, para que su preparación y expectativas armonicen con la distribución de deberes y derechos socialmente asignados, en consonancia estos con una débil estructura productiva que era incapaz de incorporarla.

    Por otro lado, hasta hace pocas décadas, la familia fue el principal y más eficaz centro reproductor de la ideología dominante. En ese contexto, el papel de la mujer fue aquel de un artesano laborioso en la construcción del clima moral adecuado, catalizador conformista de las tensiones y pasiones y, sobre todo, tenaz opositor al cambio.

    Al asignársele también en el Perú tal función a la familia, la normatividad puso de lado la ancestral y extendida práctica de la convivencia. Las características excluyentes del Estado oligárquico legitimaban solo a una cúpula de personajes, quienes exitosamente conquistaron a los sectores medios en la aceptación de ciertos esquemas de comportamiento social: el control de la población a través de la familia legalmente constituida y su preservación mediante el rechazo al divorcio.

    La ideología sobre el sexo merece un capítulo aparte. Mientras en Europa la represión sexual acompañó a la industrialización y al asentamiento de la burguesía como clase dominante, en el Perú ese proceso podría ubicarse en los años que siguen al boato y al despilfarro de la explotación del guano, en la gestación del civilismo y el posterior advenimiento de la República Aristocrática. De otro lado, la religión católica transmitió un código estricto de comportamiento sexual que impuso penas más severas a medida que este se alejara del paradigma de la Virgen María.

    La pequeñoburguesía peruana fue adoctrinada, entonces, en la conservación del himen; un patrimonio que ella aportaba al matrimonio. Entrevisto este como la única posibilidad de realización social y económica, la mujer conservó una distante indiferencia con respecto a su sexualidad, indiferencia que devino muchas veces en frigidez. Más aún, dentro del esquema divino y natural que determinaba a la mujer como madre y esposa, fue excluido el reconocimiento de la sexualidad femenina, salvo en su líricamente ensalzada función reproductora.

    En el tercer capítulo intento resumir algunos de los factores más saltantes que, a inicios de la década de 1960, posibilitaron la participación de la mujer en el escenario social. La industrialización basada en la inversión extranjera, la democratización de la enseñanza, el paulatino reemplazo del romanticismo por el erotismo en los medios de comunicación, pero también los movimientos guerrilleros de América Latina, la corriente progresista en la Iglesia católica peruana y la píldora anticonceptiva confluyeron para hacer posible una ampliación del limitado mundo de la peruana de clase media. Estos elementos han venido a ser absorbidos, asimilados por el sistema, que ha reemplazado con los medios de comunicación de masas la adscripción ideológica al orden social que antes era responsabilidad de la familia. Este proceso ha significado, además, la perduración, en lo esencial, de la condición subordinada de la mujer. Sin embargo, los últimos quince años han sido una época de transición, con resultados globales difíciles de evaluar a corto plazo, aunque sí con efectos mensurables en un reducido y privilegiado sector de mujeres peruanas, que podríamos ubicar como pequeña burguesía ilustrada. A estas pertenecen los tres testimonios a los cuales introduce el cuarto capítulo.

    Cada uno de los temas tratados en los tres primeros capítulos podría significar un libro aparte. El periodismo me ha habituado a las visiones superficiales, y esta es, quizá, una de ellas. Para completarla, sería preciso recurrir a un estudio más minucioso y detallado que relacione a la mujer con la política y la economía peruanas a través de la República.

    Este libro no pretende ser un análisis exhaustivo ni una historia de la ideología sobre la mujer peruana. El nuestro es un país desarticulado y fragmentado, imposible de uniformizar sobre la base de un puñado de constantes. Es en el contexto de la burguesía y pequeña burguesía urbana donde se asientan algunas de las ideas sobre lo femenino que se presentan en el texto. Y lo femenino implica no solo la represión de la sexualidad, sino también un conjunto de barreras ideológicas impuestas y asumidas por la mujer como un cinturón mental de castidad. Es cierto que la pequeñoburguesa no sufre una marginación tan flagrante como la campesina, ni es acometida por la violencia cotidiana de la pobreza como la mujer de las barriadas, pero ella vive en soledad sus contradicciones con el sistema e ignora quizá que sus frustraciones no son producto de un interno desajuste individual, sino de una permanente sojuzgación cuyas causas debe identificar en la sociedad.

    Tampoco intento presentar alternativas. A pesar de que en el curso de la investigación y redacción de este libro he observado con menos prejuicios que antes a los movimientos feministas de nuestro país, creo que el problema de la mujer —como genéricamente se le conoce— no puede ser ignorado en el conjunto de la dominación y la opresión que vive todo el pueblo, pero tampoco debe ser materia de un trabajo aislado y marginal respecto de los diferentes grupos políticos que aspiran al socialismo. La mayoría de las reivindicaciones feministas tropiezan en el Perú con una estructura económica y política que legitima la discriminación de las mujeres, pero también de los hombres. A ella debe oponerse una acción coordinada de lucha que incluya un programa femenino; para elaborarlo, sería preciso emprender las tareas de definir cuál es la verdadera situación de la mujer en el Perú y analizar su inserción en el aparato productivo y sus problemas más agudos, así como también señalar los condicionantes ideológicos de su mar ginación.

    Quisiera agradecer a Jesús Ruiz Durand, quien un día, seguramente agobiado por mis extensos monólogos sobre la problemática femenina, me sugirió escribir un libro; con él discutí el esquema original que, aunque no respeté, sirvió de base para el desarrollo posterior del texto. Mi reconocimiento a Luis Pásara, cuya cercanía y confianza fueron insustituibles en los momentos que sentí que mi entusiasmo por el libro de caía; gracias también por sus comentarios inteligentes, que me auxiliaron en distintas etapas del trabajo, y por su paciencia en la corrección de estos originales.

    La discusión, las sugerencias y también las críticas y los conocimientos de mis amigas me sirvieron para enriquecer el contenido de este libro. Sería inexcusable olvidar el nombre de alguna de las varias amigas que estuvieron cerca de mí durante los meses de trabajo, por eso no las menciono; ellas saben quiénes son y saben que les estoy agradecida.

    Por último, mi agradecimiento a las tres anónimas informantes; vencer la barrera de sus vivencias más íntimas y confiármelas fue una de las mayores demostraciones de confianza que recibí para convencerme de que valía la pena escribir este libro.

    MARUJA BARRIG

    Lima, enero de 1979

    Uno

    Dios no ha querido que las mujeres participasen de lo que pone a los hombres en gravísimo, y a veces deshonroso peligro de sediciones, de tumultos, de guerras, sino que se conservasen a cubierto de los males presentes para salvar el porvenir.

    FRANCISCO DE PAULA GONZALES VIGIL

    El hombre es en la familia el burgués; la mujer representa en ella al proletario.

    FEDERICO ENGELS

    Después de más de cien años de intransigencia patronal, en la empresa donde laboraba mi esposo los trabajadores habían podido organizar un sindicato. Y estaban celebrándolo. Yo tenía algo más de veinte años y una incipiente rutina de ama de casa que me dejaba mucho tiempo libre. Contagiada por las anécdotas eufóricas, me acerqué a uno de los dirigentes más combativos y, tímidamente, ofrecí mi ayuda para los trámites burocráticos y otros detalles sindicales que aún faltaban concluir. No, señora —sonrió astuto el sindicalista—, la mejor manera como usted puede ayudarnos es hacer lo que está haciendo ahora; tenga su casa bien arreglada, a su esposo bien comido y contento. Su marido nos es muy útil en el sindicato y lo necesitamos. Así que la mejor manera como nos puede ayudar es teniéndolo feliz al hombre, subrayó mientras palmeaba paternalmente la espalda de mi marido.

    La historia me llamó la atención lo suficiente como para recordarla ahora, casi diez años después, pero salvo el desconcierto inicial, el rechazo no me produjo una frustración demasiado grande. Las frecuentes y —generalmente cordiales— expulsiones que las mujeres sufrimos de los cotos masculinos han sido sintetizadas en la definición del desarrollo femenino como una frustración permanente. Resultaría excesivo tildar de reaccionario a un trabajador que había desafiado las iras de una de las familias más poderosas del Perú; simplemente respondía como un hombre, y quizá hasta una mujer podía pensar igual.

    De la costilla a la esposa sumisa

    Sin exageraciones, rastrear el principio de la demarcación ideológica que separó actividades de hombres y mujeres nos remonta a la Biblia. Si bien desde los orígenes de la civilización occidental los pensadores griegos habían asignado un rol preponderante al hombre frente a la mujer, la Biblia es uno de los textos básicos de difusión de pensamiento no solo religioso, al cual se accede desde el inicio de la escolarización.

    Dios, indignado por esa eufemística mordida a la manzana, expulsó a sus hijos del Paraíso; a uno lo condenó a ganar el pan con el sudor de su frente, es decir, a trabajar. A Eva le correspondieron los dolores del parto y la sujeción de sus propios deseos a la voluntad de su marido: El será tu Señor (Génesis: 16). La inferioridad de la mujer fue evidente desde su creación: para ella bastó la costilla del hombre; su vanidad y desobediencia al caer en la trampa que le tendió la serpiente condicionarían su futura fama de torpeza, escasa previsión y agente del demonio. Posteriormente, el compendio de rituales religiosos del pueblo judío explicitaría esta diferenciación. Si una mujer daba a luz un varón quedaría inmunda por 7 días y necesitaba una purificación de 33 días que coincidían con el clínico periodo puerperal; pero si paría una mujer, su inmundicia se extendería a 14 días y el periodo de purificación de su sangre comprendería 66 días (Levítico: 12).

    La imagen de la mujer que la Biblia nos transmite es una mezcla de aliado, instrumento de las fuerzas del mal —que tienta a los santos varones, traiciona a los justos— y manso recurso a las necesidades de bíblicos personajes. Como Abraham, quien antes de nacer Isaac llevó a Sara a Egipto escapando de una mala situación económica, y le sugirió que se hiciera pasar por su hermana, ya que por ser ella hermosa, sus vidas no correrían peligro y ganarían los favores del faraón. Fue cierto. El faraón, atraído por los encantos de Sara, la llevó a su casa y estuvo con ella. Después vinieron las plagas que castigaron esa osadía y que afectaron no a Abraham, sino a Egipto, mientras este regresó a su tierra con su mujer y los regalos del faraón. O Lot, que visitado por dos ángeles quiere aplacar con sus propias hijas los apetitos de los sodomitas que rodeaban su casa, atraídos por la belleza de los enviados divinos, sale a negociar con los sodomitas y les dice: He aquí que tengo dos hijas que no han conocido varón [es decir, que son vírgenes]; os las sacaré afuera si os place y haréis con ellas cuanto bien os pareciere… pero no le hagan nada a estos varones (Génesis: 20).

    La mujer, en la versión bíblica, es sistemáticamente despojada de voluntad propia y, dependiente del hombre, no tiene más remedio que obedecer hasta sus caprichos más absurdos. La desobediencia la condena al desamparo, como a la reina Vasti, esposa legítima del rey Asuero, personaje que irá a tomar a la bíblicamente ejemplar Ester como concubina después de este incidente: Asuero, poderoso señor, ofrece un banquete a los príncipes medos y persas; los festejos se prolongan por varios días; al séptimo, estando alegre su corazón por el vino, Asuero manda llamar a la reina para que se presente, engalanada con todas sus joyas, delante de los príncipes. Al parecer la reina no está dispuesta a complacer engreimientos de borrachos, y se niega a comparecer ante el rey y sus amigos. Asuero, sorprendido por esta desafiante actitud, llama a consejo de sabios. Los jueces consideran que Vasti ha pecado no solo contra el rey, sino contra todos los príncipes porque su desobediencia será conocida por otras mujeres y princesas, quienes se envalentonarán con ese gesto de la reina. Como resultado de la consulta, Asuero repudia a la reina y redacta un edicto que tiene que ser repartido por todo su reino; en él se ordena que las mujeres den honra a sus maridos desde el mayor hasta el menor y que todo hombre sea señor en su casa (Ester: 2). Si los deseos de un hombre deben ser acatados por su mujer, los malos ejemplos no solo merecen ser castigados, sino además eliminados antes de que se difundan y causen una rebelión en cadena. Asuero confiere así a sus súbditos varones la capacidad real de hacer de su mandato ley.

    Esta era la situación antes de Cristo, es cierto. Y Jesús aportó la indisolubilidad del matrimonio en el Nuevo Testamento como una protección especial a la mujer; no apedreó a la adúltera y eliminó el repudio, que autorizaba al hombre a despedir a su mujer. Pero el proteccionismo no elimina la discriminación, antes bien, la recubre, y estas concesiones cristianas al débil contribuyeron a consolidar la inferioridad de la mujer respecto del varón con el sello paternalista de sus sucesivos teóricos. San Pablo, en sus difundidas cartas, aconseja a las mujeres a estar sujetas a sus maridos porque el hombre es cabeza de la mujer, así como Cristo es también cabeza de la Iglesia, y así como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres lo han de estar a sus maridos, en todo (Efesios: 5). En el ritual religioso que se implantó luego, el apóstol dictamina, por ejemplo, que las mujeres no puedan hablar durante las asambleas, por ser indecoroso, y que si desean aprender algo en particular les pregunten a sus maridos en casa (Corintios: I, 15). Todos los detalles son previstos; incluso una de las costumbres más extendidas hasta hace algún tiempo, el uso de velo por la mujer al entrar a un templo católico, conlleva una significación de su condición inferior:

    Porque el hombre en verdad no debe cubrirse la cabeza con velo, siendo como es la imagen y gloria de Dios; pero la mujer es del hombre. Porque no es el hombre de la mujer sino la mujer del hombre; y en verdad no fue creado el hombre a causa de la mujer, sino la mujer a causa del hombre. Por tanto debe la mujer traer sobre su cabeza divisa de la autoridad del marido, a causa de los ángeles. (Corintios: I, 11)

    Siglos después, la docta argumentación del apóstol perduraría en las alocuciones de todos los príncipes de la Iglesia. La reglamentación de la vida conyugal, cristalizada en la encíclica Casti Connubi del papa Pío XI, se dirigía a los esposos de la década de 1930 con estos consejos: Finalmente, robustecida la sociedad doméstica con el vínculo de esta caridad, es necesario que en ella florezca lo que San Agustín llamaba ‘Jerarquía del Amor’, la cual abraza tanto la primacía del varón sobre la mujer y los hijos, como la diligente sumisión de la mujer y su rendida obediencia […] (Pío XI 1964: 13).

    ¿De qué sirve ser mujer?

    Si Dios creó a la mujer de un hueso del hombre, su primera misión fue la de complemento y compañera; agraciada en el sorteo biológico con la capacidad de concebir, su otro único rol no pudo ser más que la educación de los hijos. Para asegurar el cumplimiento de estas tareas fue necesario crear aptitudes naturales que correspondieran al diseño divino, y el pensamiento científico concurrió a tales necesidades. Fue así como la mujer adquirió sus cualidades de fragilidad, dulzura y pasividad, su predisposición a los quehaceres domésticos y su absoluta indiferencia a las cosas de este mundo situadas más allá del hogar. La naturaleza reservó distintamente para los hombres la audacia, la inteligencia, el espíritu empresarial e innumerables dotes que lo hicieran apto para cumplir una misión productiva y creadora.

    La caricatura de esta corriente ideológica es tan impunemente reproducida que en un folleto de la Acción Católica Peruana podemos leer:

    ¿Qué espera del hombre la mujer? […] En el hombre quiere ver una mezcla de fuerza y delicadeza; quiere ser acariciada por una mano que podría destrozarla. Así es como se siente protegida, así es como se siente necesitada, frágil, quebradiza, mujer. […] A la mujer le encantan los contrastes entre su propia piel delicada y la recia y velluda de él. Quiere poderlo temer. […] A la mujer le gusta sentir que tiene alguien a quien obedecer, a quien sujetarse; le gusta sentir que pertenece. A la mujer le gusta sentir que tiene un dueño. (Mosquero s. f. a: 119)

    Pese a que los condicionantes biológicos, supuestamente decisivos en la diferenciación de roles sexuales, nunca fueron científicamente comprobados, la determinación natural y divina de la misión de hombres y mujeres sigue siendo muy extendida. Hace treinta años, la feminista francesa Simone de Beauvoir aseguró que no se nacía, sino que se devenía mujer; posteriormente las investigaciones antropológicas de Margaret Mead y más recientemente de la italiana Elena Gianini han demostrado cómo cada cultura utiliza la educación y otros medios a su disposición para obtener de hombres y mujeres

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