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Asesinar toma tiempo
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Libro electrónico495 páginas6 horas

Asesinar toma tiempo

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Información de este libro electrónico

Sólo había una regla en nuestro vecindario—nunca romper un juramento. Pero los juramentos son fáciles de hacer y muy difíciles de mantener. Ahora estoy viendo a mi mejor amigo, tirado en el suelo en una piscina de sangre, mi bala en su abdomen. ¿En qué momento se fue todo al diablo?

Una serie de brutales homicidios ha ido acumulando cuerpos en Brooklyn y el detective Frankie Donovan sabe qué está pasando. Las pistas dejadas en las escenas del crimen señalan a alguien del viejo vecindario, y eso no es bueno.

Frankie ha hecho dos juramentos en su vida—el que hizo para mantener la ley cuando se convirtió en policía, y el que hizo con sus dos mejores amigos cuando tenían ocho años y eran inseparables.

Esas relaciones han forzado a Frankie a tomar varias decisiones difíciles, pero ahora se enfrenta a la más difícil de su vida; tiene cinco homicidios que resolver y uno de esos dos amigos es responsable. Si Frankie lo deja ir, rompe el juramento que hizo como policía y arriesga perder su carrera. Pero si trata de arrestarlo, rompe el juramento que ha mantenido por veinticinco años—y arriesga perder su vida.

En el vecindario donde Frankie Donovan creció, nunca rompes un juramento.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento17 dic 2017
ISBN9781547510641
Asesinar toma tiempo
Autor

Giacomo Giammatteo

Giacomo Giammatteo lives in Texas, where he and his wife run an animal sanctuary and take care of 41 loving rescues. By day, he works as a headhunter in the medical device industry, and at night, he writes.

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    Vista previa del libro

    Asesinar toma tiempo - Giacomo Giammatteo

    Asesinar toma tiempo

    Primer libro en la serie Amistad y Honor

    una novela de

    Giacomo Giammatteo

    Traducción de Itzael Andrade

    Asesinar toma tiempo

    Autor: Giacomo Giammatteo

    Título original: Murder Takes Time

    Traducción de Itzael Andrade

    Copyright ©2017 Giacomo Giammatteo

    Todos los derechos reservados.

    Distribuido por Babelcube, Inc.

    www.babelcube.com

    Babelcube Books y Babelcube son marcas registradas de Babelcube, Inc.

    Capítulo 1

    Regla número uno: Asesinar toma tiempo

    Brooklyn, Nueva York – Presente

    Sorbió lo último de una terrible taza de café y observó fijamente al otro lado de la calle a Nino Tortella, el sujeto que mataría. Asesinar era un arte que requería fineza, planeación, habilidad—y, sobre todo—paciencia. Paciencia había sido lo más difícil de aprender. Matar era natural. Se maldijo por eso. Oraba a Dios todas las noches por la fuerza para detenerse. Pero hasta el momento Dios no le había respondido, y había todavía algunas personas más que necesitaban ser asesinadas.

    La mesera se inclinó para rellenar su taza, su escote insinuando que no sólo el café estaba siendo ofrecido. – ¿Quieres más?

    Agitó una mano. Nino se dirigía a su auto. – Sólo la cuenta, por favor.

    Detrás de ella sacó un lápiz amarillo, puesto en un ajustado chongo de cabello rojo, luego abrió la libreta de recibos adjuntada al bolsillo de su delantal. Humo de cigarrillo permanecía en su aliento, casi escondido por el chicle que masticaba.

    Hierbabuena, pensó y sonrió. Era su favorito también.

    Esperó a que ella se fuera, escaneó la mesa y la cabina, arrancó un par de mechones de cabello del cojín desgarrado y un trozo de uña del alféizar. Después de ponerlos en una pequeña bolsa de plástico, limpió todo con una servilleta. La cuenta era $4.28. Sacó un dólar de cinco y uno de uno de su monedero, y los dejó sobre la mesa. Mientras se movía hacia la puerta, miró a través de la ventana. Nino ya había dejado el estacionamiento, pero era jueves, y los jueves Nino se detenía por pizza.

    Se estacionó a tres cuadras de la casa de Nino, encontrando un lugar donde la nieve no estaba tan acumulada en la banqueta. Después de colocarse un gorro de lana negro sobre la frente, se puso unos guantes de piel y elevó el cuello de su abrigo, luego tomó su mochila deportiva negra. Favoreciendo su pierna izquierda, caminó calle abajo, dejando caer sus ojos si pasaba a alguien. Lo último que quería era un testigo recordando su rostro.

    Contó las uniones en el concreto mientras caminaba. Los números lo forzaban a pensar de manera lógica, mantenían su mente lejos de lo que tenía que hacer. No quería matar a Nino. Tenía que hacerlo. Pareciera como si toda su vida estuviera haciendo cosas que no quería hacer. Agitó su cabeza concentrándose en los números otra vez.

    Cuando se acercó a la casa, volteó rápidamente para asegurarse que los autos de los vecinos no estuvieran ahí. La puerta tomó menos de treinta segundos para abrirla. Mantuvo su gorro y guantes puestos, caminó a la cocina y dejó su mochila en la meseta. Removió un par de pinzas y un vaso tequilero, los puso en la mesa del café. Una mirada alrededor de la habitación hizo que enderezara los portarretratos y moviera los platos sucios al lavabo. Un portarretrato de una mujer mayor lo observaba desde una repisa sobre una mesilla. Podría ser su madre, pensó y gentilmente lo colocó boca abajo. De regreso a la cocina. Abrió la mochila negra y sacó dos bolsas más pequeñas. Puso una en el refrigerador y tomó la otra con él.

    Los contenidos de la segunda bolsa—cabello y otros objetos—los esparció a través de la sala. La unidad de la escena del crimen se divertiría con ello. Hizo una revisión final, removió el bate de béisbol de la mochila, luego se sentó en el sillón detrás de la puerta. El bate permaneció en el cojín a su lado. Mientras estiraba sus piernas y se recostaba, pensó sobre Nino. Sería fácil sólo dispararle, pero eso no sería justo. Renzo sufrió por lo que hizo; Nino también debería. Recordó las advertencias de Mamma Rosa, que las cosas que las personas hicieron regresarían a acosarlos. Nino pagaría el precio ahora.

    Un auto estacionó en la entrada. Se sentó bien y agarró el bate.

    #

    Nino tenía una sonrisa en el rostro y un alegre andar. Apenas era jueves y ya había vendido más autos de los que necesitaba para el mes. Tal vez le compre a Anna ese abrigo que quiere. El estómago de Nino rugió, pero tenía una pizza de pepperoni en la mano y una botella de Chianti en el bolsillo de su abrigo. Abrió la puerta, deslizó las llaves en su bolsillo y cerró la puerta con su pie.

    Había una mochila deportiva negra en la mesa de la cocina. No estaba ahí antes, Nino pensó. Un escalofrío recorrió su espalda. Sintió una presencia en la casa. Antes de que pudiera voltear, algo se estrelló contra su espalda. Su riñón derecho explotó con dolor.

    – Maldita sea. –Nino tiró la pizza, tropezó y cayó al suelo. Su lado derecho se sentía en llamas. Mientras que su hombro izquierdo chocaba con el piso de madera, un bate lo golpeó justo sobre la muñeca. El chasquido de los huesos sonó antes del arrebato de dolor.

    – Carajo. – Rodó a un costado y se estiró para llegar a su pistola.

    El bate lo golpeó otra vez.

    Las costillas de Nino se quebraron como madera para encender fuego. Algo filoso se clavó profundamente dentro de él. Su boca se llenó con un cálido sabor a cobre. Nino reconoció al hombre que estaba parado sobre de él. –Lo que sea que quieras, –dijo– sólo mátame rápido.

    #

    El bate golpeó la rodilla de Nino, el crujido de los huesos ahogado por sus gritos. El hombre miró fijamente a Nino. Lo dejó llorar. – Hice pagar a Renzo el mes pasado. ¿Escuchaste sobre eso?

    Nino asintió.

    Se arrodilló al lado de Nino, tomó el vaso tequilero de la mesa del café. – Abre tu boca.

    Nino abrió grande los ojos y agitó la cabeza.

    El hombre tomó las pinzas, metió de un empujón una punta en un costado de la boca de Nino y apretó el asa, abriendo las pinzas ampliamente. Cuando tenía la boca de Nino abierta a la fuerza lo suficientemente grande, empujó el vaso tequilero adentro. Era un vaso pequeño, pero a Nino debió parecerle tan grande como un galón. Nino intentó gritar, pero no podía. Tampoco podía hablar con el vaso ahí. La cabeza de Nino se movió arriba y abajo, y se retorció. Nada más que gruñidos salían—murmullos teñidos de miedo y bañados en sangre.

    El hombre se paró y fulminó con la mirada a Nino. Agarró el bate con ambas manos. – No debiste hacer eso.

    Una mancha oscura se esparció al frente de los pantalones de Nino. El hedor a excremento llenó la habitación. Miró a Nino, el bate elevado sobre su cabeza, y golpeó. Los labios de Nino se desgarraron de un estallido, abriéndose de ambos lados. Dientes hechos añicos, algunos volaron fuera, otros se incrustaron en la piel de sus cachetes. El vaso tequilero explotó. El vidrio excavó profundos huecos en su lengua, dañando el frente. Astillas de vidrio se clavaron en sus labios y cavaron dentro de su garganta.

    Miró fijamente la cara de Nino, las tiras de piel desgarrada cubiertas en sangre. Tragó. Casi se detuvo. Pero luego pensó en lo que Nino había hecho y golpeó con el bate una vez más. Después de eso, Nino Tortella permaneció quieto.

    Regresó a la cocina y tomó una pequeña caja de la mochila en la meseta, luego volvió a la sala. Dentro de la caja había más cabellos, sangre, piel y demás evidencia. Esparció los objetos sobre y alrededor del cuerpo, luego hizo un viaje final a la cocina para limpiar. Se desvistió y metió su ropa dentro de una bolsa de plástico grande, la amarró y la dejó dentro de la mochila negra. Sacó un cambio de ropa, incluyendo zapatos y cubiertas de plástico para ellos. Con cuidado de no pisar sangre, regresó a pararse sobre el cuerpo.

    Nino yacía en su propia orina, mierda y sangre, ojos abiertos ampliamente, boquiabierto.

    Nunca debiste hacerlo, Nino.

    Se persignó con la señal de la cruz mientras repetía la fórmula trinitaria. – In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. – Luego le disparó a Nino. Una vez en la cabeza. Una vez en el corazón. Ojo por ojo. Y luego algo más.

    Antes de salir por la puerta, removió los plásticos de sus zapatos y los metió en la mochila, luego salió y cerró la puerta detrás de él. El viento había aumentado desde que llegó, trayendo frío con él. Elevó el cuello del abrigo y ocultó la cabeza en su pecho.

    Perdóname, Padre, por lo que he hecho.

    Caminó dos cuadras más, casi en el auto, cuando una imagen de Donnie Amato apareció en su cabeza.

    Y por lo que todavía tengo que hacer.

    Capítulo 2

    Un gran error

    Cuatro de los hombres de Tony Sannullo esperaban fuera del restaurante de Cataldi, alertas a cualquier señal de problemas. Un Lexus dorado llegó y un hombre vestido en un traje Brioni salió. Paulie The Suit Perlano enderezó su corbata de lino azul, pasó un peine por una barba completa de cabello oscuro, luego caminó a los muchachos reunidos en la puerta.

    – Qué hay, Suit–uno de ellos llamó.

    – Qué onda, Paulie –otro dijo.

    – ¿Alguien ya le dijo a Tony?

    Cuatro cabezas se agitaron al mismo tiempo. – Tú cuéntale, coño –uno de ellos dijo.

    Paulie se paró sobre la punta de sus dedos y miró a través de la ventana. Tony The Brain Sannullo estaba sentado solo en una mesa redonda para seis, con su espalda contra la pared. Un espresso estaba a la derecha de su crucigrama y él masticaba el otro extremo de un bolígrafo. A pesar del consejo que había recibido toda su vida, Tony era una creatura de hábitos. Los viernes por la mañana tomaba su espresso, junto con el desayuno, en Cataldi.

    Paulie agitó la cabeza, luego caminó tres pasos para ingresar. – No le va a gustar.

    Anna Cataldi lo saludó. – Buongiorno, Paulie. Hermoso día, ¿verdad?

    – Eso depende –Paulie dijo, pero luego se rio. Tenía una risa fácil, del tipo que venía de uso frecuente. – ¿Cómo estás, Anna? ¿Cómo va el nuevo bebé?

    – Bien, Paulie. ¿Y tus niños?

    – Oye, Anna, los niños son niños. Siempre están bien. Un dolor de cabeza, pero bien. –Conforme caminaban a la parte de atrás, Paulie preguntó. – ¿Está de buen humor?

    Anna levantó sus cejas y se encogió de hombros. – Es febrero.

    – Ah, mierda.

    – Sí –dijo ella y dejó a Paulie entrar.

    Se dirigió a la mesa de Tony, el rugido en su panza una combinación de hambre y nervios.

    Tony arañó una de las últimas respuestas del crucigrama mientras Paulie llegaba a la mesa. – ¿Cuándo te vas a vestir como todos nosotros, Paulie? Nadie usa trajes ahora.

    Paulie movió nervioso los cubiertos mientras miraba fijamente el crucigrama de Tony. – Todavía te quedan algunos por hacer, ¿eh? –A nadie le gustaba interrumpir los crucigramas de Tony.

    – ¿Tienes una palabra de doce letras para radiante o deslumbrante?

    – Claro, Tony. La tengo en la punta de la lengua.

    – Empieza con c.

    – Sí, tengo una, cabronamente, como cabronamente brillante.

    – Ese es mi amigo, Paulie. Sabía que podía contar contigo. — Tony masticó el extremo final de su pluma mientras el mesero trajo otro espresso para él y uno nuevo para Paulie. – Centelleante. Esa es la palabra que estaba buscando.

    Paulie se movió nerviosamente otra vez. Mejor decirlo de una buena vez. – Está bien, señor Centelleante, si pudieras sacar la nariz de ese crucigrama por un minuto, tengo algo que decirte.

    – ¿Qué?

    – A Nino Tortella lo mataron anoche.

    – Mierda. –Tony abofeteó la mesa. – ¿Cómo?

    – Igual que Renzo.

    – Sabes lo que esto significa.

    – Sí, lo sé. No hay manera que Nino no haya hablado. Tal vez haya un par de muchachos lo suficientemente inteligentes como para no hablar, pero no Nino.

    – ¿Alguien ha visto a Donnie Amato?

    Paulie sorbió su espresso. –Llamé. No tuve respuesta.

    – Manda a un par de muchachos a advertirle.

    – Ya sabes qué testarudo es Donnie. Piensa que puede defenderse solo.

    Tony se tragó lo último de su espresso. – Poco probable esta vez. –Aventó dos dólares de veinte a la mesa. – Tengo que llamar a Tito. Alcánzame después.

    Paulie entrecerró los ojos. – No tuviste nada que ver con esto, ¿verdad?

    – Sabes quién está haciendo esto.

    – No debimos hacerlo, Tony. Estaba mal desde el inicio.

    – Lo sé –Tony dijo y fue hacia la puerta. Mucha más gente morirá ahora.

    Capítulo 3

    Lazos al pasado

    El detective Lou Mazzetti se orilló y salió del auto, sus arrugados mocasines Oxford salpicaban aguanieve al borde deshilachado de sus pantalones. Abotonó su abrigó, colocó su sombrero para cubrir un espacio calvo, y luego siguió el camino a la vieja casa de ladrillos. La casa todavía estaba en buen estado—la mayoría lo estaban en este vecindario, una comunidad predominantemente italiana e irlandesa, con una buena mezcla de polacos y una pizca de judíos. Lou asintió hacia un oficial estacionado en la puerta mientras subía los escalones. Hoy se sentía tan cansado cuan viejo era.

    – ¿Cómo está? –Lou preguntó.

    – Los vecinos no escucharon nada, pero no llegaron a casa hasta tarde–. El oficial agitó la cabeza. –Se ve igual que el primero.

    Igual que el primero. Un inquietante pensamiento, pero, conforme Lou examinaba la escena, comprobó ser real: hombre muerto disparado una vez en la cabeza, una vez en el corazón. Y casi todos los huesos de su cuerpo rotos. No había casquillos y estaba seguro que la unidad de la escena del crimen encontraría cabellos, sangre, piel y ADN de una gran variedad de personas. Lou volteó hacia la médica forense, Kate Burns, una linda chica con piel tan pálida y pecosa como su nombre irlandés sugería. – ¿Algo?

    Kate agitó la cabeza, guardó su kit y lo metió en una mochila. – Estoy segura que tenemos su ADN, pero está mezclado con el resto.

    – Procésalo todo.

    – Lo haré, pero al menos que consigas algo más, no te servirá de nada.

    #

    El detective Frankie Donovan pasó a través de la puerta y limpió la aguanieve de sus zapatos Moreschi usando un pañuelo monogramado. Desabotonó su abrigo de cachemir, lo colgó en el perchero detrás de la puerta y luego supervisó la escena del crimen con ojos color avellana que heredó de su padre. Los rumores decían que obtuvo la suerte irlandesa de su padre también, pero ahí se detenían los dones. La piel oscura, nariz ancha y el cabello café provenían de su madre siciliana, junto con la marca de nacimiento en su cuello que su abuelo juraba se parecía a un mapa de Sicilia. Era un pigmento oscuro, casi negro, y permanecía justo abajo a la izquierda de una mandíbula sólida y cuadrada que parecía a punto de romperse. La había golpeado las suficientes veces para saber que no sucedería.

    – Acabo de toparme a Kate. Dijo que no tenemos nada.

    – Qué hay, Frankie. –Lou caminó hacia él y le dio una palmada en la espalda. – Me dijeron que vendrías. ¿Alguien ya te puso al corriente?

    – El teniente me dio lo básico. Dijo que tienes tres ahora.

    Mazzetti asintió. – Tres, sí, pero éste podría ser el peor.

    Frankie movió el brazo para que Lou lo siguiera a la cocina. –Lou, escucha, yo-

    – Donovan, no te preocupes. Sabía que el capitán iba a darle la batuta a alguien. Me alegra que seas tú.

    – Gracias, Lou.

    – Deja te pongo al corriente. El primero fue feo, como éste. El sujeto los hace sufrir. Kate dice que mueren antes de que les dispare.

    Frankie escuchó a Lou conforme abordó los detalles, luego pasó tiempo caminando alrededor de la escena. Revisó el cuerpo, observó el desastre en el suelo, levantó algunas cosas del vestidor y luego fue a la cocina. –¿Qué es esto? –preguntó mientras veía la bolsa de evidencia en la meseta.

    – Mierda de rata.

    – Dijiste que no había pistas.

    – Lo embolsé, ¿no? Pero no es una pista; es mierda de rata. –Mazzetti se rio. – ¿Quieres más? Tenemos cabello de gato en el lavabo, pero él no tiene un gato. Tal vez haya mierda de perro en la recámara, o quién sabe, tal vez en el maldito congelador. Pero no hay perro. Y tenemos suficiente ADN para representar a la mitad de los criminales en Rikers. – Mazzetti movió la mano en el aire como si se rindiera. –Es la misma mierda. Por eso no tengo ninguna pista después de tres asesinatos.

    – Supongo que tenemos muchas pistas– dijo Frankie y levantó una bolsa de papel café al final de la meseta. –¿Qué hay aquí?

    – Rata muerta. La encontré en el refrigerador. ¿Qué tal eso para un psicópata? ¿Piensas que este sujeto se las comió?

    Mierda de rata y una rata muerta. – Mazzetti, quiero todo lo que tengas sobre estos asesinatos. Cada pedazo de información. Cada foto.

    – Te acabo de decir. No tenemos nada.

    – Prepáralo para mí.

    – ¿Sabes algo?

    Frankie recordó la vez que Nicky y Tony irrumpieron en la casa de Billy Flannagan y metieron una rata en su refrigerador. –Tal vez.

    – ¿No piensas compartir?

    Frankie consideró su respuesta con cuidado. Hay algunas cosas que los compañeros no comparten. – Lo pensaré.

    – ¿De qué chingados hablas? ¿Así es como trabajas con un compañero? Hubiera estado mejor con Jumbo.

    Frankie abrió la puerta, volteándose hacia Lou antes de irse. – Creo que alguien me mandó un mensaje. Si tengo razón, no quieres saberlo.

    #

    Frankie se estacionó y caminó a su departamento. Alex y Keisha, dos niños del edificio, estaban sentados en la escalera de la entrada. Tenía prisa por subir, pero siempre hacia tiempo para estos dos. Alex tenía diez años y, como muchos niños de la calle, no era más que costillas y piel. Keisha tenía doce y pasaba por esa fase robusta que las niñas odiaban. – ¿Qué hacen mis bastardos favoritos afuera con este frío?

    Alex no se molestó en levantar la mirada. –No todos odian el frío como tú, FD.

    – Sabes por qué estamos aquí–dijo Keisha.

    Frankie se sentó al lado de ellos, temblando cuando su trasero tocó el pavimento. Estiró el brazo y acarició la cabeza de Alex. – ¿Tu mamá tiene compañía?

    El mentón de Alex descansaba en sus manos. – Sí...

    – Además de eso, ¿qué tal les va?

    Eso consiguió una sonrisa. – Nada mal, FD, ¿qué tal tú? ¿Todavía atrapas tipos malos?

    – No tanto atrapando sino buscando, eso me mantiene ocupado. –Frankie puso todo el entusiasmo que podía en su voz. –Tengo que salir de este frío. ¿Por qué no suben conmigo? Haré la cena.

    – He probado tu comida–dijo Alex.

    – Supongo que sólo seremos mi novia y yo.

    Keisha enderezó su falda, tomó la mano de Frankie y caminó adentro.

    Alex los siguió. –No dije que no vendría. Tu comida es mala, pero es mejor que lo que tenemos.

    Frankie mantuvo su sonrisa mientras subían las escaleras. Lo que quería hacer era arrestar a la mamá de Alex y llevar su trasero a la cárcel. Lo haría si pudiera encontrar una forma para mantener a Alex fuera de servicios infantiles.

    Cuando llegaron al segundo piso, la mamá de Keisha sacó la cabeza por la puerta. –Keisha, es hora de comer, bebé.

    – Comeremos con FD.

    Salió al pasillo con las manos en la cadera y una estricta mirada en su cabeza ladeada. – Niña, cuántas veces tengo que decírtelo—el detective Donovan no necesita que tú y Alex lo mantengan alejado del trabajo. Dios sabe que necesitamos a algunas personas arrestadas en esta ciudad. Nos servirían unos arrestos justo aquí en este edificio. –Le dio a Frankie una fija mirada con la ceja alzada cuando dijo eso.

    Keisha protestó, pero su madre la detuvo. –Sin discusiones. – Caminaba de regreso a su departamento cuando se volteó. –Trae a Alex si quieres.

    Alex resopló con la nariz y luego miró a Frankie. –FD, voy a pasar de tu invitación. ¿Hueles esa cacerola asada? Será mucho mejor que lo que tú hagas.

    – No te sorprendas si vengo a comer con ustedes–dijo Frankie y subió los escalones a su departamento. Estaba aliviado de tener la noche libre, pero triste que los niños no lo acompañaran. Algunas personas tenían un punto débil por los perros o gatos. Para Frankie eran los niños. No podía rehusarse a un niño en problemas. Tal vez era por su propia juventud problemática o tal vez pensaba que podía hacer una diferencia.

    Para cuando llegó a lo alto de las escaleras, tenía la corbata en la mano y la camisa desabotonada a pesar del fresco. Introdujo la llave y empujó la puerta para abrirla, saludado por un amplio vacío. Una casa vacía para una persona vacía. Eso es lo que Mamma Rosa solía decir. Se encogió de hombros, aceptando lo inevitable, y fue a su cocina. Abrió una botella de Chianti, luego tomó un baño.

    Cuando salió, vestido en shorts y una playera, se sirvió un vaso de vino y se sentó en su escritorio. Escribir le abría la mente y lo ayudaba a pensar diferente. Pensó sobre el día y la escena del crimen. Mierda de rata y una rata muerta. La rata tenía un significado especial. Para cualquier otro detective no sería nada, pero para Frankie decía mucho. Si alguien del viejo vecindario estaba involucrado, eso reducía su lista de sospechosos de un millón a unos cuantos. Al principio de esos cuantos había dos personas—Tony Sannullo, jefe de la familia criminal Martelli, y Niccolo Fusco, también conocido como Nicky la Rata.

    Presionó el extremo de su bolígrafo, tomó una libreta de rayas del cajón y empezó. Frankie usaba computadoras para casi todo, pero prefería escribir a la antigua, con pluma en papel. La pluma se sentía cómoda en su mano. Incluso las monjas de la primaria le dijeron que sería escritor algún día.

    Cualquiera con una caligrafía como la tuya debería aprender a escribir. Eso le decía la Hermana Mary Thomas. Tal vez su inspiración lo hacía seguir adelante cuando quería renunciar. Frankie sorbió el vino, puso tinta al papel y escribió:

    Esta historia comenzó hace treinta años, abajo en Philly. Pero eso está muy lejos y ya pasaron muchos años. Aun así, mi memoria está clara en esto—cómo, preguntas—es fácil para mí. Tony, Nicky y yo éramos mejores amigos. Entonces, ¿cómo Frankie Donovan, un detective de Brooklyn, y Tony Sannullo, un jefe mafioso, y Nicky la Rata Fusco se volvieron mejores amigos?

    Frankie dejó la pluma y se reclinó en su silla. No se sentía bien contando esta historia. Tal vez por eso no podía empezar. La gente dice que el pasado tiene la llave al futuro. Frankie no sabía qué tanto de eso era verdad, pero sabía que alguien del viejo vecindario estaba involucrado en estos crímenes. Si esperaba resolverlos, tenía que descubrir dónde las cosas se pusieron mal. Frankie colocó sus manos detrás de su cabeza y subió los pies al escritorio. Si esto es sobre el viejo vecindario, entonces realmente es la historia de Nicky. Tal vez él deba contarla.

    Capítulo 4

    Con la vida viene la muerte

    Wilmington, Delaware. Verano—hace 32 años

    El nombre de mi madre era María Fusco. Dicen que sufrió su embarazo y que los primeros ocho meses se sintieron como dieciocho. Las náuseas matutinas duraron cuatro meses, luego vinieron los dolores de cabeza, de espalda, cólicos estomacales—todas las cosas que no quería, en especial con su primer hijo. Rosa Sannullo, su vecina y mejor amiga, decía que era una señal, y no una buena. Problemas en los primeros meses significaban que el bebé podría tener dolores de dientes o de gases. En los segundos meses significaban un joven problemático. Pero problemas durante todo el embarazo significaban un niño malo, el signo del diablo trabajando. Rosa siempre se persignaba después de decir esto y siempre cargaba un cornicello—un amuleto para ahuyentar el mal—para colocárselo al niño cuando naciera.

    Rosa se quedaba con su madre todo el día, untando suavemente en su cabeza un paño fresco cuando la fiebre llegaba, cuchareando pastine en su boca cuando menguaba. –Come, María.

    – No tengo hambre–murmuró– ¿Dónde está Dante?

    – Dante sigue trabajando. Pero escúchame. He tenido cuatro bebés, cuidado ocho o diez más y estoy a punto de tener otro. Tienes que comer por el bebé. Necesita fuerza.

    La risa de María era débil y forzada. –Sigues diciendo él. ¿Cómo sabes que no es una niña?

    Rosa bufó. – Una niña nunca causaría tantos problemas. Las niñas esperan hasta haber crecido—entonces causan problemas. –Levantó la cabeza hacia el cielo y suspiró. –Dio santo. No quieres saber los problemas que causan entonces.

    Rosa lavó la cacerola en la que cocinó la sopa de pastine, luego la dejó a un lado para que se secara mientras terminaba con los trastes. –Además, necesitas tener un niño para que juegue con mi Antonio. –Sobó su crecido abdomen y rio.

    María se acomodó sobre su lado, agarrando su estómago. –Tal vez deba ingresarme.

    Rosa se inclinó, puso una mano en el estómago de María. –La fuente no se ha roto, pero está pateando fuerte. Esa es una buena señal. –Se levantó, pensando. –Pero si tienes dolor, tal vez debamos ingresarte. Voy por Dominic.

    #

    Rosa habló todo el camino hacia el hospital y todo el tiempo sujetó la mano de María. –Betty McNulty preguntó por ti. Y esa mujer Snyder allá en la calle Chestnut.

    María asintió. –Es linda. ¿Cómo está su pequeña? ¿No tuvo problemas en el parto? –Las manos de María volaron a su estómago. Sus rodillas estaban levantadas. –Rosa. –Sus dientes rechinaron, su frente se arrugó. –Oh, Dios. Duele.

    Rosa acarició la cabeza de María mientras le apretaba la mano. –Todo estará bien. Espera tantito. –Se inclinó hacia Dominic y susurró. –Sbrigati.

    – Me estoy apurando, Rosa. –Dominic aceleró, pero cada cuadra Rosa gritaba más. Casi un kilómetro después las llantas chillaron cuando se detuvo en la entrada del hospital. Saltó fuera, abrió con prisa la puerta de atrás y sacó a María, cargándola en sus brazos.

    Rosa les abrió la puerta y gritó. –Traigan un doctor. Esta mujer está teniendo un bebé. Y está sangrando.

    Un enfermero se acercó a ellos en el pasillo con una silla de ruedas. Ayudó a María a bajar de los brazos de Dominic, y luego la llevó rápidamente a la sala de operaciones. Rosa llamó a un doctor que hablaba con una enfermera. –Dottore, entre ahí con María. Esa mujer está teniendo un bebé. Sanguina. Está sangrando.

    Esperaron cinco o diez minutos antes de que Rosa recordara que nadie le había dicho a Dante, el esposo de María por diez años. Era difícil decir a veces quién amaba más al otro. Él la adoraba y ella lo esperaba como si fuera su único trabajo en la vida. –Dios me ayude, Dominic, no le dijimos a Dante.

    – Tranquilízate, Rosa. ¿Sabes dónde está trabajando?

    – Algún trabajo...–se rascó la cabeza. –Cerca de la ribera. Allá en la calle Front.

    Dominic asintió. –Ya sé cuál.

    En menos de media hora, Dominic regresó con Dante, su rostro teñido de preocupación. Corrió y abrazó a Rosa.

    – ¿Cómo está?

    – Tenía mucho dolor.

    Por más de una hora se sentaron, caminaron de un lado al otro y se preocuparon. Rosa oraba con su rosario cuando Dante se levantó una tercera vez. Caminó más. Estrechó manos secas. – ¿Qué podría estar mal? – Su ceño era un desastre de arrugas.

    – Por favor siéntate–dijo Rosa–Preocuparse encrudece al corazón.

    Dante regresó al sofá y dijo. –No podemos perder ese bebé. Es por todo lo que María ha vivido.

    Rosa lo miró a los ojos y le sujetó la cara. Dante Fusco era un mampostero, un hombre fuerte. Pero aún más, era un hombre respetado. Lo abrazó de nuevo y agitó la mano para que su esposo los dejara solos. –Todo estará bien, Dante. Trata de no preocuparte.

    Minutos después el doctor salió de las puertas dobles de la sala de espera. Buscó en derredor mientras se quitaba la máscara verde del rostro. –¿Señor Fusco?

    Dante saltó y corrió a él. –Yo soy Dante Fusco. ¿Cómo está María?

    El silencio pareció durar un año. Mientras el doctor tomaba las manos de Dante, Rosa se levantó y corrió a él.

    – Lo siento, señor Fusco–el doctor dijo. –No pudimos salvarla.

    Dante escuchó las palabras y sabía su significado, pero no podía aceptarlas. Algo se torció dentro de él. Se rompió. Se quebró. Observó fijamente al doctor. Sin lágrimas. – ¿Y él bebé?

    – Tiene un saludable niño.

    Dante asintió, se volteó y se alejó. Caminó más allá de Rosa, quien esperaba para consolarlo. Después más allá de Dominic, quien regresaba con café. Caminó hasta salir por la puerta y todo el camino a casa, sin detenerse nunca por algo, pensando en ninguna otra cosa que María. Sobre la vida que nunca tendrían juntos.

    #

    Tres días después Rosa fue con Dante por el bebé. Dominic manejó.

    – Dante, el bebé no puede pasar tanto tiempo sin nombre. Si lo hace, perderá su alma.

    – Una vez que lo tenga en casa le encontraré un nombre.

    – Siempre me gustó Gianni–dijo Rosa. –O Vittorio.

    – Pensaré en ello, Rosa.

    Rosa se persignó. –Piensa todo lo que quieras—sólo dale un nombre antes de que lo haga Satanás.

    Conforme se acercaban a casa, Rosa se estiró y persignó al bebé. Ya le había puesto el cornicello alrededor del cuello. –Debería ser amamantado. A dos cuadras, la mujer del vecino Snyder acaba de tener un niño. Ella podría alimentarlo. Y esa chica irlandesa en la avenida Maryland—Camille, creo que se llama—su bebé tiene tres meses de nacido. Debería tener suficiente leche. Esas irlandesas siempre tienen buena leche.

    Rosa se reclinó, sobando su propio grande estómago. –Este pequeño está pateando. Creo que quiere salir a jugar.

    – ¿Cómo sabes que es un niño?

    – Porque es una bruja–dijo Dominic desde el asiento del conductor.

    Rosa sacudió sus manos en el aire. –Porque ya tuve cuatro niños y tengo el mismo sentimiento que con ellos. Debo haber hecho algo muy mal para que Dios me castigue así. –Se persignó al decirlo. –Dio Santo. Pateó otra vez. Tal vez no necesitemos a esa muchacha irlandesa. Parece que Antonio estará aquí antes de lo que el doctor piensa.

    Dante palmó su brazo. –Eres una buena mujer, Rosa. Gracias por tu ayuda. –Se inclinó hacia delante, luego dijo: –Y gracias, Dominic. Aprecio todo lo que tú y Rosa han hecho.

    – No olvides lo que dije sobre amamantar. Ya se ve flaquito.

    Dante suspiró. –Rosa, sé cómo te sientes, pero a los bebés les va bien con fórmula. – Mantuvo un agarre firme, aunque suave, en el bebé envuelto en una sábana que Rosa tejió. Observó sus torcidas características, la cara rosada, los pies enrollados. No es un buen intercambio por María. No es un buen intercambio para nada.

    Mi padre no me dio un nombre hada que tuve cinco días de nacido. Rosa le advirtió que no esperara, dijo que Satanás me reclamaría.

    Niccolo Conte Fusco—ese fue el nombre que me dio. Supongo que es cuestionable si lo hizo a tiempo. Algunos, como Rosa, juran que sí; otros... bueno, otros dirían que esperó mucho. Demasiado.

    Capítulo 5

    Monedas

    Wilmington—hace 26 años

    Desperté feliz en mi sexto cumpleaños. El primero de agosto fue el día que nací, pero Mamma Rosa me hacía celebrar dos cumpleaños—el día que nací y el día que Papá me nombró, en caso de que los santos se revolvieran.

    La escuela estaba a un mes de distancia, por lo que teníamos mucho tiempo para hacer cosas. Mucho tiempo para meternos en problemas, mi padre decía. En su mayoría estaba en lo correcto. Tony, Frankie y yo manejábamos el vecindario, al menos en nuestras mentes. Teníamos seis, yendo a ocho e imaginando que teníamos diez.

    Fumar cigarros era un viejo hábito ahora. Era una de las cosas por las que vivíamos. Cada vez que estábamos lo suficientemente lejos de casa o de los ojos entrometidos de un vecino, había cigarros colgando del lado izquierdo de nuestras bocas. Tenía que ser del lado izquierdo. No sé de dónde vino eso, pero alguien que

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