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Fuerzas de la naturaleza: La luz de la vida
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Fuerzas de la naturaleza: La luz de la vida
Libro electrónico286 páginas4 horas

Fuerzas de la naturaleza: La luz de la vida

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Segunda entrega de la trilogía Fuerzas de la Naturaleza.

Han pasado tres meses desde el encuentro con Bárbara. Julia, Gabriel y el resto de sus familias siguen huyendo de las consecuencias del amor de los jóvenes, acechados por la Hermandad de la Luminiscencia y su más despiadado cazador.

El estado de Julia amenaza su vida, cuando su única oportunidad es hallar un lugar ancestral Naturano antes del Fulgor. En su búsqueda surge un nuevo peligro. Alguien anónimo les pisa los talones para eliminarlos.

Obligados a una evasión continua, tendrán que afrontar las secuelas del destino mientras a Julia se le acaba el tiempo en una huida a contrarreloj. Deberán enfrentarse a una tempestad de riesgos acompañada de conspiraciones, desafíos, venganza y la sombra de los Nigrumanes.

Sin hogar donde refugiarse. Sin lugar donde esconderse. Sin nadie a quien acudir. Perseguidos por todos.

La Luz debe brillar por encima de la más cruel oscuridad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 oct 2015
ISBN9788416366033
Fuerzas de la naturaleza: La luz de la vida

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    Fuerzas de la naturaleza - J.P. Naranjo

    Guardianes

    Primera Parte

    Velocidad

    El turismo que conducía Javier pasaba a escasos centímetros de los demás usuarios de la autovía. Con los nervios controlando todo su ser, adelantaba a los vehículos por cualquier hueco posible. El lateral del Audi dejó marcado el guardarraíl para siempre con el color gris de la carrocería, al esquivar por el arcén a un camión de mercancías que le precedía.

    Con la vida de todos pendiendo de su dominio al volante, el hombre no dejaba de mirar hacia atrás a cada instante midiendo visualmente la distancia que le separaba del vehículo de la Hermandad.

    En el asiento trasero, Julia y Gabriel cruzaban los dedos con la esperanza de abandonar la autovía y perderles de vista cuanto antes.

    Junto al conductor, Carla informaba sobre las indicaciones que su hermano Enrique le daba por teléfono. Javier sabía que en las vías rápidas, y con afluencia de tráfico, tenían las de perder, pero nada indicaba que les fuera a ir mejor por otro camino a las afueras de Madrid.

    Una patrulla de la Guardia Civil de Tráfico se percató del juego entre los dos vehículos y, creyendo que se trataba de una peligrosa competición entre jóvenes, se unió a la carrera.

    Los miembros de la Hermandad solo distaban un par de coches tras ellos. En un tramo sin resquicio alguno de paso, se adelantaron y envistieron el coche de Javier dejando restos del paragolpes trasero sobre la vía.

    Julia comenzó a desesperarse y pensaba en actuar de un momento a otro si aquella situación no cambiaba.

    Como el que recibe una mano al borde de un precipicio, Gabriel indicó una salida hacia un polígono industrial a unos mil metros.

    Durante el kilómetro más largo de sus vidas, el vehículo cazador volvió a golpear a su presa haciéndoles girar sobre sí mismos a más de ciento cuarenta kilómetros por hora. Cualquier automóvil no hubiera soportado aquello sin acabar hecho un amasijo de hierros y plásticos, pero en el interior de aquel iba una Naturana. Una Naturana muy especial.

    Sin esfuerzo alguno, Julia dominó pequeñas ráfagas de aire para controlar los giros del coche y restaurar su estabilidad sobre la carretera, consiguiendo que continuara la marcha sin más problemas que un desgaste excesivo de los neumáticos.

    Los refuerzos de la Benemérita se incorporaron justo antes de que abandonasen la vía rápida para entrar en una zona industrial dividida por sectores y calles.

    Con intención de tomar un camino apartado, lejos de la vista de cualquiera, Javier cruzó la avenida principal del polígono imprudentemente rápido. Los trabajadores y vehículos, soltaban algún improperio y tocaban el claxon al ser rebasados a toda velocidad por los participantes en la persecución. Las sirenas de las patrullas resonaban en las chapas de las naves amplificando su volumen a niveles desquiciantes. Las luces azules de sus puentes de señales quedaban anuladas por el radiante sol que el mes de diciembre dejaba brillar inusualmente.

    En respuesta a sus ruegos mentales, Javier respiró un poco más tranquilo al ver el camino rural que partía al final de aquella travesía. Sin frenar apenas, se lanzó contra el piso de tierra como un lobo sobre un cervatillo, creando una estela de polvo digna de un motor a propulsión. Todo el circo de luces y motores que les seguían desaparecieron dentro de la nube de tierra en suspensión.

    Era el turno de la Naturana:

    —Adelante preciosa, no te cortes. Ten cuidado con los agentes —demandó Javier mirando a Julia a través del espejo retrovisor.

    Siguiendo los consejos de su tío, Julia alzó decenas de columnas de tierra, de diferentes alturas y en distintos lugares del camino, distribuidas de manera que fuese imposible de esquivar con un coche.

    Aunque sirvió para interceptar a los patrulleros de la Guardia Civil, los miembros de la Hermandad de la Luminiscencia ya contaban con la presencia de algún hecho semejante. El copiloto, y más anciano de los cuatro ocupantes, usaba su mano derecha para abrir paso entre la niebla amarillenta que desprendía el coche de Javier y atravesar sin inconveniente los pilares levantados por la joven Naturana.

    Sin apenas tiempo para reaccionar, Javier se adentraba en estrechos y mal señalizados caminos, llegando incluso a pisar los sembrados colindantes en algunos giros de volante.

    A través del móvil, Carla intentaba indicar a Enrique por dónde iban pasando para que el padre de Julia les buscara una salida:

    —¡Habla más alto Enrique, no te oigo! —gritaba la madre de Iván aferrándose al asiento—.¿Un canal? ¿Dónde? Acabamos de pasar una hacienda enorme.

    Julia seguía intentando parar el vehículo que amenazaba tras ellos. La joven lanzaba ráfagas de aire que los Naturanos de la Hermandad controlaban antes de que impactaran contra el coche. Creaba profundos surcos en el camino que volvían a cubrirse de tierra al instante. No jugaba contra novatos.

    —Ahí, a la derecha. Enrique dice que ve un canal de riego en las imágenes de satélite de internet —informó la tía de Julia colgando el teléfono.

    Javier avisó de un brusco cambio de dirección y tomó el camino de la derecha. A unos cien metros, un pequeño canal les acompañaba en paralelo por su izquierda.

    —Julia, ¿por qué no pruebas con eso que hiciste con el agua cuando estuvimos entrenando? —propuso Gabriel agarrando la mano de su chica.

    —¿Te refieres al tornado de agua?

    —Exacto —confirmó él.

    Julia se centró directamente en el canal de riego y elevó sin esfuerzo una gran cantidad de agua. Lo dejó casi seco. El líquido comenzó a alborotarse hasta formar un devastador cono transparente que colocó tras ellos en el camino. Entonces, lo empujó hacia sus perseguidores.

    El vehículo de la Hermandad chocó contra el torbellino y se elevó dentro del agua siguiendo el giro del elemento.

    Gabriel y Javier no cabían en sí de alegría.

    Pero, durante el momento de júbilo, Julia observó a lo lejos como el coche recuperaba la estabilidad y se posaba de nuevo en el suelo. El tornado acuático se deshizo en una corriente que volvió a su cauce.

    La Hermandad seguía tras ellos.

    La joven Naturana no sabía qué hacer para acabar con aquello sin provocar una catástrofe. Miró de nuevo a los que hacían que su vida peligrara desde hacía unos tres meses, se frotó la tripa hinchada y susurró:

    —A grandes males, grandes remedios.

    Comprobó los campos y terrenos que les rodeaban y se dirigió a su tío con una decisión inquietante:

    —Tío Javi, tira por el campo de trigo —ordenó señalando con el dedo.

    —Julia, podemos reventar alguna rueda, o volcar. Y aquello es centeno, no trigo —advirtió él.

    —No te preocupes, confía en mí.

    —¿Estás segura? —cuestionó Gabriel a su derecha.

    Julia asintió severamente y cerró los ojos.

    Javier se percató que, a unos metros, su sobrina había creado una bifurcación en el camino que se adentraba directamente en un campo de centeno enorme. Para asegurar el giro, la joven cerró el camino con una pared de tierra dejando solo la posibilidad de entrar en la plantación. Javier así lo hizo.

    El cultivo comenzó a abrirse al paso del vehículo, lanzando espigas y granos al aire. Para facilitar la conducción, Julia allanó el terreno con un golpe de mano.

    Cuando los miembros de la Hermandad entraron en el sembrado, la joven Naturana comenzó a contar en voz baja y volvió a cerrar los ojos. Al alcanzar el número diez, alzó las manos en el interior del coche y el campo entero comenzó a arder. Javier casi pierde el control del susto, Gabriel no pudo evitar alejarse de la ventana al ver arder la hierba a su alrededor, y a Carla se le escapó un grito de terror.

    El fuego se elevaba hasta alcanzar unos tres metros de altura. Perdieron de vista el coche que les seguía. Frente a ellos, un corredor libre de llamas les indicaba por dónde debían ir.

    La persecución había terminado.

    En cuanto abandonaron el centeno en llamas, Julia extinguió el incendio dejando en su lugar un terreno yermo y oscuro. Cenizas, humo. Entraron en otro camino.

    —Espero no haberle causado un daño irreparable al dueño del sembrado, pero era la única manera de librarnos de ellos —se lamentó la joven.

    —Lo primero es la familia —dijo el joven acariciando el vientre de Julia.

    —Tranquila, sobri. La naturaleza te lo da y la naturaleza te lo quita —comentó Javier al verla afligida.

    Nadie volvió a decir una palabra hasta que alcanzaron la nacional cuarta.

    —¿Dónde está Quique? —preguntó Javier rompiendo el silencio.

    —Me ha dicho que nos esperaba en un hostal de Navalcarnero —respondió Carla recuperando el ánimo desde lo del incendio.

    Una media hora después, entraban en el pueblo buscando el lugar de hospedaje. Junto a una gasolinera vieron a Enrique fumando a las puertas de un edificio viejo y ligeramente destartalado con un cartel luminoso del que solo funcionaba dos letras.

    —Cuñado, ¿vuelves a fumar a escondidas como en el colegio? —soltó Javier antes de bajar del vehículo.

    —Es lo único que me calma —dijo el padre de Julia.

    —Mamá te echaría una bronca de campeonato —comentó la joven saliendo del coche.

    —Si es por los nervios, te habrías fumado un paquete entero este mediodía. Vaya paseo —expresó Carla nerviosa al recordar el viaje.

    —¿Qué ha pasado? ¿Cómo os han encontrado? —preguntó él dirigiéndose a su hija para abrazarla.

    —La Hermandad tiene informadores por todos lados. Quién iba a imaginar que una visita al ginecólogo se convertiría en una persecución de película —comentó ella perdiéndose entre sus brazos.

    —Todo estaba saliendo bien, pero después de la consulta vimos a cuatro tíos salir del ascensor acelerando el paso hacia nosotros. Así que corrimos hasta el coche… —relató Gabriel estirando los músculos.

    —Os dije que no subestimarais a la Hermandad, son muchos años de experiencia. O siglos, más bien. No les costó nada nombrarme miembro del Comité y mandarme lejos de las reuniones y juntas, de iglesia en iglesia. Así cumplían con la tradición de contar con las familias más importantes en el órgano y a la vez se aseguraban que no alterase la toma de decisiones. Unos cabrones, eso es lo que son —dijo Javier con cierto resentimiento.

    —Maldita sea, tendría que haber ido con vosotros —lamentó Enrique lanzando el cigarrillo al suelo con odio.

    —Tenías que buscar un sitio donde dormir hoy. Al fin y al cabo, no nos ha pasado nada —añadió su hermana al comentario.

    —¿Y mi madre? —preguntó Gabriel.

    —Está con Iván, han ido a comprar algo para cenar. Vamos a la habitación, supongo que querréis daros una ducha.

    Por turnos, se fueron aseando y calzando ropa más cómoda.

    Julia le comentó a su padre que la revisión del bebé resultó perfecta. El médico quiso informarles sobre el sexo, pero la criatura no dejaba de moverse.

    Al salir Gabriel del baño, su madre e Iván entraban por la puerta.

    —Cariño, ¿cómo estáis? —Carmen soltó las bolsas de comida y corrió hacia Gabriel.

    —Estamos bien, mamá, y tu nieto también.

    —¡Qué alegría! Y no es mi nieto. Es mi nieta.

    —No nos han podido decir nada aún —él deseaba saberlo.

    —Pues yo espero que sea macho —dijo Iván sonriendo.

    —Qué burro eres Iván. No es un animal —le espetó la mujer—. ¿Dónde está Julia?

    —Está descansando en la otra habitación con Carla y Enrique. Quieren que comamos allí para que Julia se eche a dormir en cuanto acabemos —manifestó Gabriel recogiendo su ropa de encima de la cama.

    Estuvieron relatando todo lo ocurrido al detalle mientras cenaban. Iván describió cómo los hubiera noqueado en el hospital. Gabriel se burlaba de él. En momentos así, entre risas, Julia pensaba que era imposible que fuese más feliz en aquel momento que unos meses atrás. Antes de que todo cambiara para siempre. Sin casa, sin un hogar, sin tranquilidad alguna y sin Felicia. Era incapaz de asumir que aquel sentimiento fuera verdadero. Aunque ya no había secretos ni mentiras, echaba de menos a Felicia más de lo que hubiese pensado. No pasaba un instante sin que la imaginara allí con ellos.

    Antes de quedarse dormida sobre el hombro de Gabriel, Javier entró en la habitación con el teléfono en la mano:

    —Ya tengo la dirección. Lleva unos años viviendo en San Ildefonso —dijo el hombre con alegría.

    —¿Dónde está eso? —preguntó Iván apurando la última cerveza.

    —En Segovia. Se mudó allí después de que la encontraran los Nigrumanes —siguió informando el ex miembro de la Hermandad.

    —Aún no entiendo por qué tenemos que molestarla después de lo de Felicia —comentó Julia mirando al suelo con apatía.

    —Cariño, te he dicho que Feli me dijo una vez que si algún día faltaba y necesitábamos algo, acudiésemos a su hermana. Antes de la visita de Bárbara volvió a recordármelo. Creo que debemos ir a verla, me lo dice el corazón —le explicó Enrique.

    —Supongo que habrá que contarle lo que le ocurrió a Feli. Debe saber la verdad —dijo Carmen sin ánimos.

    Dorotea

    Salieron a primera hora de Navalcarnero y pararon en una estación de servicios para desayunar algo:

    —Papá, ¿Dorotea es alquimista también? —preguntó Julia devorando un bollo de chocolate.

    —Feli nunca dijo nada al respecto, pero si sigue con vida muy normal no será.

    —La familia de Felicia siempre ha estado vinculada a las ciencias ocultas. Aún recuerdo cuando me contó como la abuela de su madre conoció a Jimena, la primera Naturana de nuestra familia —aclaró su tío Javier.

    —Jimena, Javier, Jenara, Julia… ¿Por qué esa obsesión por la J a la hora de poner nombres? —preguntó Gabriel contagiando la intriga al resto.

    —Es una larga historia. Madre solía contarla en nuestros cumpleaños cuando éramos pequeños. Subamos al coche y os la cuento en el camino —les dijo Javier para apremiarles.

    Con ganas de conocer el enigma de los nombres, ninguno se opuso a la idea de continuar el viaje tan pronto. Igual de apretados que unos pies en un zapato dos tallas más pequeño, se ajustaron en el interior del vehículo. Por suerte, el tamaño del coche lo permitía.

    —Bien. Julia, la hija de Jimena, escapó mientras incineraban a su madre y, después de volver a esconder el Libro del Conocimiento, se ocultó en el bosque que hoy pertenece a la familia. Tras sobrevivir durante semanas comiendo lo que encontraba a su paso, la Orden de la Luz, antecesora de la Hermandad, la encontró desnutrida y casi helada entre unos arbustos. La acogieron y le dieron un hogar. Estando con los miembros de la Orden conoció a Cornelius Agrippa, un maestro de las artes espirituales y naturales. El joven escritor, filósofo y Naturano, le enseño todo sobre su naturaleza Naturana y se enamoró de ella —narró Javier al volante hasta que Iván le interrumpió.

    Todos estaban como niños pequeños alrededor de una fogata.

    —Pero, ¿esto es verdad o te lo estás inventando? —preguntó de manera insolente.

    —Cállate, es una historia preciosa. Disculpa, Javier, cotinua —respondió Carla con ansias de saber cómo acababa.

    —Como iba diciendo —miró con rencor a Iván por el retrovisor—, Cornelius se enamoró de ella. Antes de continuar con sus viajes por Europa le dio dos hijos, mellizos, Juan y Jacinta. En su carta de despedida le dejó una breve reseña sobre los nombres que debía de poner a los niños. Era algo así como, "mantén la J en los nombres de la familia, pues jamás habrá una materia más pura que nuestros descendientes, nunca se hallará en este mundo un elemento que lleve la J por nombre". Y esa es la historia de los nombres de la familia. Se acabó —concluyó Javier.

    Todos observaban en silencio sepulcral con los ojos como linternas, sin pestañear. Incluso Iván.

    —Vaya, sí que es una gran historia. ¿Es cierto que ningún elemento empieza por J? —preguntó Gabriel poniendo la guinda a la historia.

    —Ninguno chaval, no encontrarás en la tabla periódica ningún elemento que comience por J. Solo nosotros —guiño un ojo a Julia a través del espejo.

    —Jenara nunca me contó nada de esto. Tampoco le pregunté. Es increíble —añadió el padre de Julia sonriendo a su hija desde el asiento del copiloto.

    Con la admiración a bordo, siguieron el camino hasta San Ildefonso.

    Llegaron a media mañana. Callejearon un rato en busca de la dirección exacta. Quedaron maravillados con un pueblo que parecía salido de una superproducción de Hollywood. Los edificios antiguos restaurados, los jardines perfectamente cuidados y el gran Palacio Real… Todo parecía sacado de una España desconocida para el mundo.

    Al llegar a la calle de Dorotea, aparcaron el vehículo y esperaron sin saber muy bien cómo proceder con la visita. Barajaron posibles maneras de comenzar la conversación con la anciana. Incluso meditaron en presentarse frente a ella con algún regalo o presente. Lo que no pensaron es que la hermana de Felicia sabría nada más verles que su hermana había muerto. Aquella visita con Felicia ausente no tenía ningún otro sentido.

    —Bueno, vamos a ir Julia, Enrique y yo. Los demás esperad en el coche. No quiero que la mujer se asuste al vernos a todos en la puerta —aconsejó Javier antes de salir del vehículo.

    Todos asintieron.

    A medida que avanzaban por la calle, Julia sentía un dolor enorme creciendo en su interior. No sabía si aguantaría el llanto en cuanto viese a Dorotea. La ausencia de Feli la consumía por dentro y tener que hablar con su hermana sobre su muerte le oprimía el pecho.

    Se detuvieron frente al número veintitrés y, sin aviso, Javier llamó al timbre. Una voz decrépita acarició la puerta y se escurrió a los pies de los visitantes. Segundos más tardes, la puerta se abrió.

    Una copia más anciana de Felicia les examinaba de arriba a abajo sin decir nada. Enrique inició el diálogo:

    —Hola, Dorotea, no sé si nos recuerdas. Somos la familia…

    —¿Cómo ha ocurrido? —preguntó interrumpiendo al hombre.

    —Fueron los Nigrumanes —respondió él sin pensar.

    —Bárbara la mató —añadió Julia desde el fondo de su corazón.

    Su voz sonó ahogada. Los nervios y la angustia hablaban por ella.

    La mujer les abrió totalmente la puerta y, sin inmutarse lo más mínimo, se colocó a un lado para que pudieran pasar.

    Les acompañó al salón, se deshizo del delantal y les ofreció una bebida.

    —¿Cómo ocurrió todo? —fue la segunda vez que abrió la boca.

    —Bárbara quería el Libro del Conocimiento, ellos no lo tenían, yo se lo arrebaté a la chica para tener el apoyo de la Hermandad en el enfrentamiento contra Bárbara. El caso es…, llegamos demasiado tarde —explicó Javier a la vez que a Julia se le escurrían unas lágrimas por la mejilla.

    —El caso es que mi hermana está muerta. ¿Qué fue de Bárbara? —continuó la anciana con el interrogatorio sin mostrar sentimiento alguno.

    —La entregué en la Hermandad antes de saber que teníamos que huir de ellos. La chica está embarazada —respondió el tío de Julia sin saber que más añadir.

    —Y, ¿qué ocurre con el embarazo? ¿La ha preñado el diablo? —seguía impasible, no entendía el motivo de la persecución.

    —No, el hijo de Fernando Guerra Martín —contestó Enrique.

    —Ya entiendo. La Profecía de la Sangre. Entonces estamos condenados —murmuró la anciana entre dientes.

    —Nada de eso. La profecía está mal interpretada, mi hijo marcará la diferencia en la lucha de la luz contra la oscuridad —replicó Julia secándose las lágrimas y cambiando de actitud.

    —Espero que mantengas ese espíritu cuando te alcance la Hermandad, o los Nigrumanes.

    —Sentimos muchísimo la muerte de Felicia, para nosotros era una más de la familia. Ella fue quien me dijo que si alguna vez necesitábamos ayuda y ella no estuviera ya con nosotros, acudiéramos a ti —se defendió Enrique de los ataques de la anciana.

    —Perdonad si no muestro más empatía, pero la amable de nosotras dos era ella. Mi hermana dejó una caja en una de sus visitas. Me dijo que si alguna vez os presentabais en mi puerta os la entregase. ¿Cómo habéis dado con mi domicilio? —volvió la interrogadora.

    —Aunque me expulsaron de la Hermandad, aún me quedan algunos recursos. Hay gente que confía en mí, que confía en la familia De Santos —aclaró Javier mientras la anciana se levantaba del sillón.

    —Está bien, voy a buscar la caja. Y repito, disculpad mi actitud, pero… —se marchó antes de derrumbarse frente a ellos.

    —Es fría, no se parece en nada a nuestra Feli —susurró Javier.

    —No acepta que Felicia fuera capaz de dar la vida por nosotros.

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