Poemas
Por Edgar Allan Poe
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Edgar Allan Poe
Edgar Allan Poe (1809-1849) was an American poet, short story writer, and editor. Born in Boston to a family of actors, Poe was abandoned by his father in 1810 before being made an orphan with the death of his mother the following year. Raised in Richmond, Virginia by the Allan family of merchants, Poe struggled with gambling addiction and frequently fought with his foster parents over debts. He attended the University of Virginia for a year before withdrawing due to a lack of funds, enlisting in the U.S. Army in 1827. That same year, Poe anonymously published Tamerlane and Other Poems, his first collection. After failing to graduate from West Point, Poe began working for several literary journals as a critic and editor, moving from Richmond to Baltimore, Philadelphia, and New York. In 1836, he obtained a special license to marry Virginia Clemm, his 13-year-old cousin, who moved with him as he pursued his career in publishing. In 1838, Poe published The Narrative of Arthur Gordon Pym of Nantucket, a tale of a stowaway on a whaling ship and his only novel. In 1842, Virginia began showing signs of consumption, and her progressively worsening illness drove Poe into deep depression and alcohol addiction. “The Raven” (1845) appeared in the Evening Mirror on January 29th. It was an instant success, propelling Poe to the forefront of the American literary scene and earning him a reputation as a leading Romantic. Following Virginia’s death in 1847, Poe became despondent, overwhelmed with grief and burdened with insurmountable debt. Suffering from worsening mental and physical illnesses, Poe was found on the streets of Baltimore in 1849 and died only days later. He is now recognized as a literary pioneer who made important strides in developing techniques essential to horror, detective, and science fiction.
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Poemas - Edgar Allan Poe
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POEMAS
CON UN PRÓLOGO
DE
Rubén Darío
EDITOR: CLAUDIO GARCIA SARANDI, 441
1919
POEMAS
PRÓLOGO
En una mañana fría y húmeda llegué por primera vez al inmenso país de los Estados Unidos. Iba el _steamer_ despacio, y la sirena aullaba roncamente por temor de un choque. Quedaba atrás Fire Island con su erecto faro; estábamos frente a Sandy Hook, de donde nos salió al paso el barco de sanidad. El ladrante slang yanqui sonaba por todas partes, bajo el pabellón de bandas y estrellas. El viento frío, los pitos arromadizados, el humo de las chimeneas, el movimiento de las máquinas, las mismas ondas ventrudas de aquel mar estañado, el vapor que caminaba rumbo a la gran bahía, todo decía: _all right_. Entre las brumas se divisaban islas y barcos. Long Island desarrollaba la inmensa cinta de sus costas, y Staten Island, como en el marco de una viñeta, se presentaba en su hermosura, tentando al lápiz, ya que no, por falta de sol, a la máquina fotográfica. Sobre cubierta se agrupan los pasajeros: el comerciante de gruesa panza, congestionado como un pavo, con encorvadas narices israelitas; el clergyman huesoso, enfundado en su largo levitón negro, cubierto con su ancho sombrero de fieltro, y en la mano una pequeña Biblia; la muchacha que usa gorra de jockey, y que durante toda la travesía ha cantado con voz fonográfica, al són de un banjo; el joven robusto, lampiño como un bebé, y que, aficionado al box, tiene los puños de tal modo, que bien pudiera desquijarrar un rinoceronte de un solo impulso... En los Narrows se alcanza a ver la tierra pintoresca y florida, las fortalezas. Luego, levantando sobre su cabeza la antorcha simbólica, queda a un lado la gigantesca Madona de la Libertad, que tiene por peana un islote. De mi alma brota entonces la salutación:
«A ti, prolífica, enorme, dominadora. A ti, Nuestra Señora de la Libertad. A ti, cuyas mamas de bronce alimentan un sinnúmero de almas y corazones. A ti, que te alzas solitaria y magnífica sobre tu isla, levantando la divina antorcha. Yo te saludo al paso de mi _steamer_, prosternándome delante de tu majestad. ¡Ave: Good morning! Yo sé, divino icono, ¡oh, magna estatua!, que tu solo nombre, el de la excelsa beldad que encarnas, ha hecho brotar estrellas sobre el mundo, a la manera del _fiat_ del Señor. Allí están entre todas, brillantes sobre las listas de la bandera, las que iluminan el vuelo del águila de América, de esta tu América formidable, de ojos azules. Ave, Libertad, llena de fuerza; el Señor es contigo: bendita tú eres. Pero, ¿sabes?, se te ha herido mucho por el mundo, divinidad, manchando tu esplendor. Anda en la tierra otra que ha usurpado tu nombre, y que, en vez de la antorcha, lleva la tea. Aquélla no es la Diana sagrada de las incomparables flechas: es Hécate.»
Hecha mi salutación, mi vista contempla la masa enorme que está al frente, aquella tierra coronada de torres, aquella región de donde casi sentís que viene un soplo subyugador y terrible: Manhattan, la isla de hierro, Nueva York, la sanguínea, la ciclópea, la monstruosa, la tormentosa, la irresistible capital del cheque. Rodeada de islas menores, tiene cerca a Jersey; y agarrada a Brooklyn con la uña enorme del puente, Brooklyn, que tiene sobre el palpitante pecho de acero un ramillete de campanarios.
Se cree oír la voz de Nueva York, el eco de un vasto soliloquio de