La paz del hogar
Por Honoré de Balzac
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Honoré de Balzac
Honoré de Balzac (1799-1850) was a French novelist, short story writer, and playwright. Regarded as one of the key figures of French and European literature, Balzac’s realist approach to writing would influence Charles Dickens, Émile Zola, Henry James, Gustave Flaubert, and Karl Marx. With a precocious attitude and fierce intellect, Balzac struggled first in school and then in business before dedicating himself to the pursuit of writing as both an art and a profession. His distinctly industrious work routine—he spent hours each day writing furiously by hand and made extensive edits during the publication process—led to a prodigious output of dozens of novels, stories, plays, and novellas. La Comédie humaine, Balzac’s most famous work, is a sequence of 91 finished and 46 unfinished stories, novels, and essays with which he attempted to realistically and exhaustively portray every aspect of French society during the early-nineteenth century.
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La paz del hogar - Honoré de Balzac
Surville
1
La aventura narrada en esta historia tuvo lugar hacia el año de 1809, en aquella época en que el fugaz imperio de Napoleón llegaba al brillante apogeo de su gloria. Los clarines de la gran victoria de Wagran resonaban aun en el corazón de la monarquía austriaca.
Habíase firmado un tratado de paz entre Francia y los Aliados. Semejantes á astros que verifican sus revoluciones, reyes y príncipes se agruparon en torno de Napoleón, quien se complacía en uncir la Europa á su carro, como una especie de ensayo del magnífico poder que desplegó más tarde en Dresde.
Á guiarnos por el dicho de los contempo-ráneos, Paris no presenció nunca fiestas más hermosas que las que precedieron y siguieron al matrimonio de Napoleón con la archidu-quesa de Austria. Ni aun en los días más brillantes de la monarquía acudieron tantos reyes y príncipes á las orillas del Sena, ni jamás la aristocracia francesa gozó de mayores riquezas ni esplendidez. Los diamantes esparramados con profusión sobre los atavíos, y los bordados de oro y plata de los uniformes formaban tan singular contraste con la sencillez republicana, que parecía como si las riquezas del mundo entero se hubiesen amon-tonado en los salones de Paris. Una embria-guez general se había apoderado de este efímero imperio. Los militares, sin excluir al mismo Emperador, gozaban como advenedi-zos los tesoros conquistados con la sangre de un millón de soldados adornados con la senci-lla charretera de lana, y cuyas exigencias se habían satisfecho hasta entonces con algunas pocas varas de cinta encarnada. La mayor parte de las mujeres señalaban ya en esta época aquel bienestar de costumbres y aquel relajamiento moral que caracterizaron el rei-nado de Luis XV.
Ya fuese por imitar el tono de la desmoro-nada monarquía, ya por adoptar el ejemplo dado por la familia imperial, como lo preten-dían los maldicientes del arrabal de Saint-Germain, es el caso que hombres y mujeres, sin excepción, se entregaban al placer con un entusiasmo desencadenado que parecía anunciar el fin de los siglos.
No era esta la sola causa de la licencia. La simpatía que los militares despertaron en las mujeres equivalía á un frenesí que corría parejas con las miras de Napoleón lo sobrado para que éste tratase de refrenarlos. Los hechos de armas, grandiosos y repetidos, hacían que los grandes tratados entre la Europa y Napoleón pareciesen como cortos ar-misticios, exponiendo de este modo á las pasiones á desenlaces rápidos como las resolu-ciones de aquel caudillo supremo de tantos cascos, dolmanes y cordones que tanto agradaban al bello sexo. Esto hacia que entonces los corazones fueran nómadas, como eran nómadas los regimientos. Amante, es-posa, madre, viuda: He aquí la rápida y triste carrera que podía recorrer una mujer en el breve espacio de la publicación del primero al quinto boletín del Grande ejército.
Y, ¿no podían tal vez hacer tan seductores á los militares, las perspectivas de una viudez próxima, ó de una pensión, ó la esperanza de llevar un nombre heroico consagrado á la historia? Ó, ¿seria acaso el móvil de este ardor el que las mujeres tuviesen la certeza de enterrar el secreto de sus pasiones en el campo de batalla, ó bien era el valor, que tantas simpatías tiene entre ellas, la causa de este amoroso fanatismo? Todo ello entraría en aquella atracción que las mujeres sentían hacia el amor, y, sin duda que el historiador de las costumbres del imperio tendrá en cuenta tales razones. ¿Cuántas faltas no cu-brían entonces los laureles? Es preciso reconocer que las mujeres buscaban ávidamente á estos aventureros que les proporcionaban honores, riquezas y placeres, hasta tal punto que, á los ojos de las jóvenes, la charretera significaba á un tiempo la felicidad y la libertad. Todo cuanto resplandecía era objeto de una pasión; rasgo que caracteriza á una épo-ca sin igual en la historia. Jamás se dispararon más fuegos artificiales, ni los diamantes llegaron á tan subido precio. Hombres y mujeres se