LA BELLEZA DIFAMADA
Los personajes históricos, sobre todo los muy antiguos, son menos seres de carne y hueso que una imagen en remodelación constante. Cada época los retrata a su manera, de acuerdo con la mentalidad imperante o el criterio particular de dos o tres voces con autoridad. Helena de Troya es una de estas criaturas con tantas máscaras como se le han querido colocar a través de los siglos. Su relevancia como arquetipo es tal que resulta secundario si esta reina espartana de la civilización micénica, que brilló en Grecia a finales de la Edad del Bronce, fue real o ficción. Puede que viviera o no entre 1600 y 1100 a. C., cuando tuvieron lugar algunos de los hechos y personajes con que se fueron elaborando los mitos y leyendas que circularon más tarde, en los períodos arcaico, clásico y helenístico.
Lo más importante con respecto a Helena, como afirma el mitógrafo Carlos García Gual, “es su figura como símbolo del terrible poder de la belleza”. En efecto, en la línea de la Eva hebrea o la Ishtar babilonia, esta reina griega representa como pocas la mujer cuyo aspecto deslumbrante produce consecuencias catastróficas. Sin embargo, el mismo estudioso reconoce que “es la hermosa que provoca sin querer, por la atracción fatal de su encanto femenino, la terrible guerra” de Troya.
De hecho, Homero –o el autor o autores que se personifican desde la Antigüedad como Homero a falta de mejores datos– no culpa del conflicto a Helena. Tampoco la responsabiliza del abandono de su marido Menelao. Al contrario, trata a la bella soberana como una persona honorable. Incluso admira su carácter noble. Contra quien carga las tintas
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