Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

¡Levántate y ruge!: Un viaje al amanecer de la conciencia
¡Levántate y ruge!: Un viaje al amanecer de la conciencia
¡Levántate y ruge!: Un viaje al amanecer de la conciencia
Libro electrónico376 páginas4 horas

¡Levántate y ruge!: Un viaje al amanecer de la conciencia

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

A veces, hasta el sendero que recorremos, llegan ecos de otras vidas, como un dedo que nos indica el norte y nos señala caminos. Así sucede con esta bella obra, donde las aventuras y lo extraordinario se dan la mano con las experiencias místicas de alto nivel. Los grandes maestros y sus enseñanzas desfilan por sus páginas y apuntan en todo momento a un único objetivo: el despertar espiritual. Su lectura nos sumerge en un mundo de gratitud por la existencia, de comunión con todos los seres, y nos invita a vivir en la paz, en cada instante de nuestro camino.
Una obra que nos hace reflexionar, pero también sonreír, divertirnos, aprender y disfrutar con las experiencias muchas veces llenas de magia y misterio que el propio Mahendra fuente de inspiración y referente espiritual en el camino de muchos comparte con el lector.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 feb 2017
ISBN9788416233519
¡Levántate y ruge!: Un viaje al amanecer de la conciencia

Relacionado con ¡Levántate y ruge!

Libros electrónicos relacionados

Nueva era y espiritualidad para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para ¡Levántate y ruge!

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    ¡Levántate y ruge! - Mahendra Terar

    MERLO

    Capítulo 1

    En busca de un ser realizado

    ¡Oh! ¡Cómo te llamo desde lo más hondo de mi corazón, Luz Verdadera, Amor Sublime, Divino Maestro, que nos animas y nos iluminas, que nos guías y nos proteges.

    LA MADRE

    Hace algún tiempo comenzaron a confluir en mi camino una serie de «casualidades» que apuntaban en la misma dirección: los hombres santos que han vertebrado mi vida.

    Una noche, Sri Ramana Maharshi me visitó en un lúcido sueño. Él caminaba parsimonioso por algún lugar que no supe reconocer. Cuando pasó a mi lado, se detuvo. Sus serenos ojos se posaron en los míos y permaneció así, frente a mí, un breve espacio de tiempo.

    Me desperté en medio de la noche, envuelto en una gozosa calma, abrazado por la quietud que emanaba del santo y con la certeza de que se esperaba algo de mí. Fue como si una matriz que había permanecido dormida en mi interior se activara. Poco después, comencé a trabajar en la recopilación que había llevado a cabo en el pasado sobre las enseñanzas de este magno ser. De todo ello surgieron dos obras: La búsqueda del Ser y El sabio, ya publicadas.

    Algunos meses más tarde, mientras descansaba plácidamente, Sri Poonja apareció en el onírico escenario de mis sueños. Me miró de frente e hizo un leve gesto con la mano derecha. En ese instante sentí su voz clara dentro de mí: «Sígueme». Al despertar, no logré recordar íntegramente el mensaje que me había dado y que había dejado en mí la seguridad de que debía entregar al mundo la sencilla vida de este que escribe y dar con ello modesto testimonio de que la bondad y el Amor de Dios están siempre presentes en la existencia; de que maestros de alto nivel espiritual nacen en el mundo para ayudarnos a encaminar nuestros pasos de regreso al Hogar, en ese proceso de redescubrir que tú eres el Ser.

    Un tercer sueño revelador precedió el nacimiento de esta obra: una noche me vi en la sala donde Nisargadatta Maharaj otorgaba satsang a sus devotos. Él mismo dirigió mi atención a las paredes de las que pendían imágenes de santos y deidades hindúes; grandes seres que habían hollado la Tierra: Sri Ramana Maharshi 1, Krishnamurti 2, Ganesha 3, Dattatreya 4 y, entre ellos, Sathya Sai Baba.5 Este último cobró movimiento dentro del cuadro y esbozó una cálida sonrisa. Después pronunció unas palabras que no recuerdo con exactitud. Al poco tiempo, di comienzo a la redacción de esta autobiografía.

    Ahora que me voy adentrando en mi séptima década aquí, en la Tierra, agradezco la plenitud en la que transcurre mi vida, envuelta en la paz y el reposo que da el estar en íntima comunión con Dios.

    §§

    Antes de que viera la luz de este mundo por primera vez, mi madre ya sabía que pariría un varón al que pondría por nombre Josep Maria, y que tendría aspiraciones y sueños poco comunes para la época.

    Era 27 de abril de 1942. No supe los pormenores de mi nacimiento hasta muchos años después de la muerte de mi madre. Mi hermana, que había sido silencioso testigo de los hechos a sus ocho años, me los explicó para que siempre los llevara en el recuerdo y en el corazón: «Porque cuando yo me muera, aunque todavía tardaré mucho –aseguró–, nadie más en el mundo sabrá cómo llegaste hasta él».

    La casita en la que vivíamos, fría, húmeda, con su largo pasillo oscuro y su entrañable y sencilla decoración, me permitía vislumbrar el Turó de Montcada 6, la pequeña colina que tanto me recordaría, años después, a Arunachala, en el sur de la India.

    Jugaba a menudo con mi hermano Rafael en la puerta de casa. Juntos nos bañábamos en el río Besós, que circundaba el pueblecito. Desde allí, volvía mis ojos hacia la hermosa cumbre que se erguía majestuosa a lo lejos y me preguntaba qué secretos guardaría. Un día descubrí que escondía tras ella la montaña sagrada de Montserrat, la virgen negra, y que su festividad se celebra el 27 de abril –fecha de mi nacimiento.

    Mi infancia transcurría como la de tantos otros niños de mi edad, jugando en las calles por asfaltar. Un riachuelo discurría tranquilo bordeando nuestra casa. Yo me sentaba en la orilla a observar los pececillos que nadaban en sus aguas y a admirar el movimiento sinuoso de las largas y oscuras anguilas.

    Más allá de todo esto, había en mí una cierta inquietud por la vida espiritual, aunque le pedía a Dios que no me hiciera sacerdote católico porque esa posibilidad me producía una clara sensación de agobio. Pese a todo, leía la vida de los santos, como San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Ávila, y los Evangelios, que me hablaban de las enseñanzas crísticas.

    Una tarde, mi madre me reveló el triste secreto que escondía en su pecho: la sorprendí mirando, atentamente, la fotografía de un hombre.

    —Fue mi marido –me dijo–. Enviudé a los veintidós años, hijo. Este es el padre de tu hermana Rosita.

    Se hizo un silencio entre nosotros.

    —Mucho tiempo después –prosiguió–, conocí a tu padre. Su bondad y su amor me cautivaron, ganaron mi corazón. Y me casé con él.

    Por el tono de su voz supe que el hombre de la foto, joven, apuesto, había sido para ella un gran amor, y que la presencia de mi padre había aliviado en su alma el sufrimiento profundo de aquella pérdida.

    §§

    Corría 1961 cuando cambió mi vida para siempre. Fue por aquel entonces cuando la familia se trasladó a vivir a Sabadell. Tenía diecinueve años y acababa de terminar mis estudios. Me levantaba cada día a las cuatro de la madrugada y hacía corriendo los dos kilómetros que me separaban de la estación –adonde llegaba sin aliento– para tomar el tren.

    El oficio de mecánico tornero no era de mis preferidos, pero lo aceptaba porque en algún lugar, dentro de mí, sabía que se trataba de algo transitorio.

    Recuerdo el otoño de aquel mismo año. Era un 18 de octubre. Me había levantado, como casi siempre, con el tiempo justo para darme una ducha rápida y salir de casa poniéndome, mientras bajaba las escaleras, la cazadora de paño azul. Recorrí, veloz, los dos kilómetros acostumbrados. Los árboles comenzaban a perder sus hojas. Esa noche había llovido copiosamente y el viento frío de la madrugada me daba en la cara, produciendo en mí una agradable sensación.

    Los talleres de Renfe en los que trabajaba se encontraban ubicados en San Andrés. La jornada laboral empezó, como cada día, a las seis de la mañana. Entré en la nave donde se hallaba el torno que me había sido asignado. Una amplia gotera había ido acumulando un charco de agua, que yo no había visto, cerca del interruptor. Traté de conectarlo pero mis pies pisaron el agua y resbalé, por lo que caí inesperadamente sobre las poleas. Adelanté los codos, que toparon con el metal, en un intento de proteger mi cuerpo. Todo mi ser se estremeció. Me incorporé como pude, consciente ya de que, de haber estado funcionando, aquellos engranajes me habrían destrozado.

    Las poleas tenían que estar cubiertas; era la normativa. Pero los responsables se habían olvidado de colocar la chapa protectora bastantes meses atrás.

    Aquella jornada fue larga para mí. Los tornos emitían su sonido quejumbroso sin cesar, ensordeciendo mis oídos. Mis reflexiones fluían, una vez más, en la dirección habitual: ¿qué hacía yo en aquel lugar en el que nada me interesaba? El aguijón del descontento y la frustración se alzaron de nuevo. Ejercer de mecánico tornero, ocho horas al día, hasta los sesenta y cinco años, sin más expectativas, sin más proyectos, sin ninguna otra ilusión, era una realidad que, sinceramente, no podía concebir ni aceptar. Sentía en mi interior que si me resignaba y me entregaba a aquella vida, malgastaría toda mi existencia. Pero no encontraba la manera de liberarme de tal prisión.

    La sirena sonó a la hora acostumbrada. Los trabajadores se dirigieron a sus taquillas para cambiarse de ropa. Yo me acerqué al interruptor que detenía las poleas, pero olvidé que aquel charco seguía allí, cubriendo todavía gran parte del pavimento. Al pisar la zona encharcada, volví a resbalar. Mi cuerpo cayó pesadamente sobre las poleas, que giraban a muchísima velocidad. Mi mano derecha había quedado atrapada en una de aquellas enormes ruedas de hierro. En cuestión de milésimas de segundo tiré de ella, tratando de liberarla del metal que la aprisionaba. Los tensores seguían rotando vertiginosamente. Miré mi mano y un terror sin nombre me recorrió por dentro: el dedo anular pendía, separado de su nudillo, apenas sujeto por un delgado nervio. Lo vi colgando, pendulando de un lado a otro, y me pareció estar contemplando algo irreal. El impacto emocional había desplazado al dolor físico, a pesar de que este era también intensísimo. La sangre manaba abundantemente de la falange amputada, cubriéndome el brazo derecho y la ropa de trabajo que aún llevaba puesta.

    Una parte de mí reaccionó y corrí, horrorizado, hasta el dispensario de la empresa. Poco después me conducían, en el interior de un taxi, al hospital más cercano.

    §§

    Tardé varios meses en recuperar el movimiento de la mano. Había perdido el dedo anular. El accidente me sumió en una profunda depresión. Me preguntaba cómo Dios había permitido que me pasara algo así, y por qué a mí.

    ¿Has leído alguna vez, querido lector, un libro que haya cambiado el rumbo de tu camino? A mí me sucedió esto con una obra que trataba sobre la vida de un gran ser de la India. Habían transcurrido algunos meses desde el hecho terrible que acabo de relatar.

    Un día, estando de baja, mientras paseaba por Vía Layetana, en Barcelona, descubrí en el escaparate de una librería un libro en cuya portada aparecía el noble rostro de un anciano hindú. Aquellos ojos profundos me traspasaron. Fue como una llamada. Y entré a comprar el libro. El anciano: Sri Ramana Maharshi; la obra: El camino de la autorrealización, de Arthur Osborne, con traducción de Antonio Blay. Desde el mismo instante en que comencé la lectura, me convertí en un aspirante a yogui. Leía el texto con fruición. Asimilaba aquellas enseñanzas que parecían despertar en mí memorias ancestrales, como si una parte de mi ser ya hubiera estado en contacto con esas grandes verdades. La vida seguía tejiendo los hilos de mi sino, invisibles y certeros, en torno a mí. Mucho tiempo después he comprendido que cuando algo te está destinado, la Providencia te va empujando hacia ello, sembrando tu camino de causalidades que confluyen para dar forma a esa realidad nueva, y todo viene en tu ayuda. Si lo que pretendes hacer en la vida está alineado, querido lector, con la Divina Voluntad, un cúmulo de sincronicidades vendrán a apoyarte para que cumplas tu propósito.

    Por aquel entonces, hice un nuevo amigo: Mauricio, quien me prestó el libro Yoga y deportes, de Yehudi Menuhim. Esta obra señaló nuevos horizontes ante mí. Me impactó tanto que comencé a practicar hatha yoga diariamente. Mi cuerpo reproducía las posturas con una facilidad extraordinaria, como si estuviera familiarizado con ellas. Mi alimentación pasó a ser completamente vegetariana y mi visión del mundo cambió diametralmente. Fui, también, profundizando cada vez más en las enseñanzas de Ramana: el jnana yoga o yoga del conocimiento.

    En la primavera de 1962 conocí a un naturista, Luz de la Selva.7 Me presenté en el huerto donde solía dar sus charlas y recibir a sus invitados. Mientras nos estrechábamos las manos, miré aquellos ojos pequeños y brillantes, aquella cara de expresión amable y sonrisa franca, y supe que habíamos estado destinados a encontrarnos desde el principio.

    A sus ochenta y seis años, l’avi Selva 8 conservaba una vitalidad encomiable y una gran claridad mental. Comía únicamente alimentos vegetales crudos, y amaba profundamente la naturaleza.

    Mauricio me acompañaba, de vez en cuando, a visitar al noble anciano. Un día me dijo:

    —Creo que te gustaría conocer al padre Anselm Aguilar.

    Me quedé mirándolo en silencio, sin comprender su ofrecimiento.

    —¿Quién es? –pregunté, por fin.

    —Un monje benedictino del monasterio de Montserrat.

    —Ya –contesté yo sin saber muy bien por dónde iban los tiros.

    Mauricio advirtió mi desconcierto y se apresuró a añadir:

    —Ha estado en la India, hombre, y conoce a un discípulo directo de Sri Ramana Maharshi llamado Poonja.

    Mi expresión debió de cambiar de manera radical, porque Mauricio hizo un gesto con el dedo y se limitó a decir:

    —Sabía que te interesaría.

    §§

    Mi conciencia iba despertando, paulatinamente, a otra realidad. Algo dentro de mí se ensanchaba y comenzaba a conocer el gozo y la dicha del silencio interior: «Tú no eres tu mente –aseguraba Ramana–; hay dentro de ti una verdad más grande, tu auténtica identidad, tu Verdadera Naturaleza». Percibía, de una manera intuitiva, que el ruido mental, los pensamientos, estaban impidiendo que algo en mí se manifestara. Tardaría todavía nueve años en comprender, no con el intelecto sino con el corazón, que ya soy, que siempre he sido todo lo que puedo llegar a ser; que ninguna experiencia o pérdida pueden arrebatar nada a lo que hay dentro de mí.

    Animado por Mauricio, fui a visitar a Anselm Aguilar, el monje responsable, junto con el padre Basili, de la hospedería del monasterio. Permanecí tres meses en aquel lugar, viviendo como un aspirante monacal.

    El silencio y la belleza del entorno, la fuerza que emanaba la montaña me sedujeron desde el principio. Pasaba largas horas en profundo recogimiento, leyendo a Ramana, escuchando las lecturas que los buenos monjes hacían de los Evangelios, paseando por el jardín, tan lleno de gracia, con sus flores hermosas y sus bancos de piedra. Mi alma había comenzado a descubrir la luz que emana de la existencia, la profunda sacralidad que alienta en todo. En medio del mundo, perdido en su vorágine, jamás me habría percatado de esta realidad.

    Todavía a veces, me parecía percibir en la mano derecha el dedo anular, como si aún formase parte de mi constitución física. El sentimiento de rebeldía por la traumática experiencia había ido dejando paso a una serena aceptación.

    Algunos días iba a visitar al padre Estanislao, ermitaño que vivía en una cueva situada en la cima de la montaña. Se accedía a ella por una escalera sinuosa, de gran inclinación, que nacía en el jardín del monasterio y concluía en la peculiar cueva-ermita del religioso.

    En una de nuestras frecuentes conversaciones, el padre Estanislao me reveló el significado de mi nombre:

    —Es el que aporta la espiritualidad a la familia –me dijo.

    Desde aquel instante, los nombres dejaron de ser solo palabras y pasaron a representar «entidades vivas» para mí. Comprendí que la palabra es un principio de poder y manifiesta aquello que evoca. Los nombres son como un mantra que nos hace recordar cuál es la meta de nuestra existencia.

    Mientras escribo estas líneas he rememorado la miríada de apelativos que han confluido hasta mí a lo largo de mi vida: mi padrino siempre me llamó Josep Maria. Luz de la Selva me apodó Flor de un día, y su compañera prefería mencionarme con el calificativo de Progreso. Algunos años después, cuando me ordenaron monje budista, fui conocido como Bodhipriya, que significa «el que ama la iluminación», mientras que swami Muktananda me asignó el sobrenombre de Mahendra, el gran Dios Indra de la región celestial.

    Pese a ello, sé muy bien que no soy mi nombre. Soy una conciencia eterna cuya magnificencia y grandeza ningún nombre puede abarcar. Igual que tú, apreciado amigo que lees estas líneas.

    §§

    La vuelta al trabajo supuso para mí un disgusto atenuado solo por la certeza de que pronto marcharía a la India. Por las tardes visitaba a Luz de la Selva. Juntos contemplábamos la puesta de sol. Yo miraba a mi alrededor y descubría un mundo de quietud donde antes no hubiera visto más que árboles y huertos. La calma parecía habitar en aquel lugar, El Jardín de la Amistad, como lo llamaba l´avi Selva. En aquella parte del bosque ondeaba siempre la bandera blanca, símbolo de la paz. El sabio anciano se sumía en largos silencios. Con frecuencia, sus ojos reposaban en una flor, en un árbol, en una brizna de hierba, y yo tenía la sensación de que entraba en comunicación con esas expresiones de la vida.

    —La societat está equivocada –me dijo un día súbitamente, retirando sus ojos del horizonte y mirándome de frente. Yo lo observaba callado, seguro de que, tras aquellas palabras, latía una sabia reflexión. El ser humano se ha creado una vida lejos de la Mare Naturalesa, y al hacerlo, se ha alejado de su ritmo biológico, ha roto con la seva propia armonía.

    Pronunciaba cada vocablo con gran lentitud, sonorizando mucho las eses y ahuecando las eles por influjo de su lengua materna. Su castellano aparecía siempre salpicado de palabras catalanas. Alguien lo había encontrado, hacía casi un siglo, en la puerta de una masía, envuelto en pañales y medio muerto de frío, pero con la energía suficiente aún como para llamar la atención de las buenas gentes con su incesante llanto.

    —Hay que buscar la quietud en la naturalesa y estrechar lazos de comunión con toda la existencia, Flor de un día.

    Se hizo otro silencio. Luego prosiguió:

    —Las personas viven en nichos, en esos pisos pequeños que han edificado, unos sobre otros, contraviniendo la vida. Se sienten divididos porque se han separado de su Fuente, que es la Mare Naturalesa. Por eso construyen armas y hacen guerras.

    Los domingos, El Jardín de la Amistad era frecuentado por grupos de personas de diferentes ideologías y tendencias: adeptos a Krishnamurti, teósofos, vegetarianos, poetas, pintores, rosacruces...

    Un día vinieron seguidores del camino de la no violencia promulgado por Gandhi y llevado a Europa por Lanza del Vasto 9, discípulo de aquel. En Barcelona, Jordi Maluquer 10 regentaba una representación de la comunidad fundada por Lanza del Vasto, con sede en el sur de Francia.

    Maluquer y yo entablamos pronto amistad. Estuvimos de acuerdo en que estos seres excepcionales deberían conocerse y lo arreglamos todo para que ello fuera posible.

    El encuentro de ambos fue extraordinario. Lanza del Vasto tenía unos setenta años. Penetró en El Jardín de la Amistad con sus dos metros de altura, calzando unas sandalias, sin calcetines, en pleno invierno, y vistiendo una túnica blanca tejida en los telares de su comunidad.

    Luz de la Selva, ataviado al igual que Shantidas,11 con túnica blanca, luciendo sus barbas canas y sus cabellos largos, lo vio acercarse. Medía, el noble anciano, un metro y medio de estatura y contaba entonces ochenta y siete años. Cuando estuvieron uno frente al otro, se fundieron en un estrecho abrazo. Un sentimiento de profunda emoción recorrió el entorno, envolviéndonos a todos.

    Lanza del Vasto entregó a Luz de la Selva un bastón como reconocimiento y símbolo del patriarca. El anciano octogenario lo tomó en sus manos y ambos permanecieron mirándose, en completo silencio. Se podía sentir claramente el calor humano y el amor que aquellos dos seres desprendían. Yo no sabía ya hacia dónde mirar porque los ojos habían comenzado a humedecérseme.

    Algún tiempo después, el grupo de la no violencia de Lanza del Vasto, establecido en Barcelona, propuso participar en un ayuno de tres días para ayudar a la recuperación del papa Juan XXIII, que estaba gravemente enfermo. Accedí a vivir tal experiencia, aunque esta no tuvo el efecto deseado, pues Juan XXIII abandonaba este mundo unos meses más tarde. Corría el año 1963.

    En el invierno de 1965 me encontré con Lanza del Vasto en su comunidad. El gran pacifista había visitado, muchos años antes, a Ramana Maharshi. Él fue mi primer contacto con un occidental que hubiera conocido al sadhu brahmín. No obstante, quien causó un impacto profundo en Lanza del Vasto fue Gandhi con su filosofía de la no violencia y, más tarde, su continuador, Vinova Babe.

    Esta nueva forma de concebir la vida, la no violencia, se extendió por la India, recordando, en gran parte, a la doctrina de Jesús de Nazaret: «Si alguien te golpea en una mejilla, ofrécele también la otra».

    Pasé un tiempo de convivencia pacífica con las gentes de la comunidad. Las condiciones físicas eran duras. Yo había llegado allí en invierno, cuando se estaban edificando casas de piedra. Las heladas eran intensas en el sur de Francia. Transportaba material y ejercía de peón para ayudar al grupo. Recuerdo que sentía las manos doloridas por el frío mientras acarreaba aquellos pesados bloques.

    A cada hora guardábamos un minuto de silencio en una actitud de rezo. Comíamos todos juntos, compartiendo lo que hubiera. Ese acto era para ellos algo sagrado, un momento del día que reverenciaban de manera especial. Se vivía en profundo recogimiento, agradeciendo a la Providencia los alimentos que nos llevábamos a la boca.

    Yo observaba a aquellos hombres y mujeres sentados frente a mí, a mi lado, vestidos con las ropas que ellos mismos tejían en los telares de su propiedad, tratando de autoabastecerse en todos los ámbitos de la vida, empleando en sus labores agrícolas las herramientas tradicionales, rechazando mecanizarse y un sentimiento de respeto y admiración se despertó dentro de mí.

    Al finalizar el año, hacían recuento de sus ganancias, compraban lo que necesitaban y el resto lo donaban, de manera que comenzaban el mes de enero del nuevo año sin tener ni un franco en las arcas.

    §§

    De vuelta a Sabadell, a la casa de mis padres, estuve planteándome qué hacer para conseguir algún dinero que me permitiera viajar a la India. La Providencia quiso llevarme a Lloret de Mar, donde me habían ofrecido un trabajo de camarero en un hotel. Y allí me fui.

    Mi primer servicio resultó ser una experiencia desastrosa. Llevaba una olla de sopa. Los clientes esperaban sentados a la mesa. Resueltamente, me dirigí a ellos y, saludándolos con un leve movimiento de cabeza, me dispuse a servirles. Llené el cazo hasta rebosar y lo incliné muy cerca del turista, con tan mala fortuna que un chorro continuo del líquido viscoso salpicó sobre su plato y fue a estamparse en la impecable camisa del alemán. Mi azoramiento no conocía límites. Nervioso y notando que enrojecía hasta las orejas, continué sirviendo a los clientes, mientras el agraviado me miraba impertérrito. A partir de entonces, no volví a llenar los cazos.

    Mucho tiempo después llegó hasta mí una anécdota que me recordó a aquella que había vivido en el hermoso pueblo costero. En ella, un erudito fue a visitar a un maestro de zen. Siguiendo la costumbre de Oriente, el maestro sirvió al visitante una taza de té. Mientras este hablaba sin cesar, aquel iba llenando la taza, también sin detenerse. Así, cuando el té empezó a desbordarse de su recipiente, el erudito, reparando en ello, dijo al maestro:

    —¡Deje usted de servir té! ¿No se da cuenta de que la taza ya está llena?

    A lo que el maestro respondió:

    —Y tú, ¿no te das cuenta de que no dejas de hablar de tus conocimientos, y de que tu mente está tan llena que no hay manera de que puedas recibir la enseñanza? ¡Necesitas vaciarte de información para acoger lo nuevo!

    Con el transcurso de los días, aprendí a servir la ensalada sosteniendo tenedor y cuchara con una sola mano, y fui adquiriendo otras habilidades.

    Aunque trabajaba muchas horas, siempre encontraba algún rato perdido para bañarme en la playa, caminar por la arena y entregarme a mis reflexiones.

    Tuvieron que pasar siete meses antes de que lograra reunir el dinero suficiente para comprar un billete de ida y poder embarcar en el avión que me llevaría hasta la India. Cuando aterrizamos en Nueva Delhi, comprendí que había dejado atrás una etapa de mi vida. Era un 12 de noviembre de 1966.

    §§

    El casco antiguo me sedujo desde el primer momento. Descendí del autobús boquiabierto, admirando el sorprendente espectáculo que se presentaba ante mí. Las mujeres caminaban descalzas por las calles, llevando a sus bebés en improvisadas bandoleras anudadas a sus cuellos. Los colores de sus saris contrastaban vivamente con la tez oscura de sus rostros y con sus largos y negros cabellos trenzados. De todos lados me llegaban agradables olores azafranados. Más tarde supe que provenían del incienso y las especias.

    Andaba sin rumbo fijo, inmerso siempre en un tumulto de gente y acompañado por un ruido que no cesaba nunca. Por las calles circulaban parsimoniosamente, cual si se encontraran pastando en los campos más fértiles, vacas, búfalos, camellos, elefantes, bueyes tirando de carros que compartían su espacio con bicicletas, coches, rickshaws...12 A todo esto se unía un amplio mercado de frutas, especias, ropas y otras mercancías.

    Me detuve un instante, captando la belleza del ambiente, sintiendo la esencia de lo que veían mis ojos. Una sensación de gozo se iba abriendo paso en mi interior. No sé cómo fue pero, de repente, tuve la percepción, la certeza, de que había vuelto a mi hogar, de que estaba en casa.

    Los empujones

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1