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La muñeca rusa
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Libro electrónico207 páginas3 horas

La muñeca rusa

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¿Qué piensa un hombre que contempla la Tierra desde el espacio, donde va a morir sin regresar? Nunca podremos saberlo, sin embargo, la historia no se detiene, e Irina Belokoneva, hija de ese cosmonauta perdido entre la Luna y la Tierra, es parte de ella.
La muñeca rusa arranca con la entrada en 1968 de las fuerzas del Pacto de Varsovia en Praga. En un psiquiátrico de la ciudad, son testigos de ella el celador Milos Meisner e Irina. Ella ha ido a parar allí porque cuenta la extraña historia de su padre, un cosmonauta abandonado a su triste suerte en el limbo espacial; un relato que nadie puede ni quiere creer, salvo Milos Meisner.
La historia no se detiene y la del celador, convertido en protagonista de la narración ha de seguir en París, donde alcanza cierta notoriedad como escultor. Gracias a ello prosigue su errática carrera y va a parar a un pueblo perdido de Almería. Viaja con él la historia de Irina y la culpa de haberla abandonado por segunda vez. Se la relata al librero del pueblo y en su diálogo es donde el lector recupera la historia, esa historia que nunca se detiene…
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento11 jul 2016
ISBN9788416794300
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    La muñeca rusa - Juan Miguel Contreras

    La muñeca rusa

    Juan Miguel Contreras

    Baile del Sol

    Para Pablo y Celia

    Por todo

    Gracias a Iván Pérez, Andrés Sorel, Andrea Hauer, Mercedes Fernández, Chao de Pablo, y a la gente de la Librería Muga (Ígor y Santiago) por no dejar que esta novela se perdiera en el espacio.

    Pienso en usted, Bohumil. ¿Quién es usted? No quiero entrar en detalles.

    Péter Esterházy. El libro de Hrabal

    Todos desaparecemos sin dejar rastro.

    Sergéi Pávlovich Korolev

    Yo soy quien soy, o más bien soy los demás, todo lo que se halla fuera de mí. No soy más que una cámara fotográfica, una cinta magnetofónica. Y después, guiado por ese manual autodidáctico mío, recorto solo mis imágenes, mis palabras.

    Bohumil Hrabal, Quién soy yo

    Entre nosotros ha habido muertos. ¿Qué diréis a vuestras madres cuando volváis a casa?

    Pintada en las calles de Praga, agosto 1968

    1.

    La noche en la que el ejército soviético entró en Checoslovaquia, Milos Meisner interpretaría el ruido de los tanques por las calles de Praga como la gran y estúpida ironía que definiría el resto de su vida a partir de ese momento. Le asaltó entonces el deseo angustioso de escapar de su pequeño piso de la calle Na Hrázi, del hospital psiquiátrico donde trabajaba como celador, de salir de Praga, de abandonar Checoslovaquia, de exiliarse de su vida, como si esa fuga pudiese darle la calma y el consuelo que, desde hacía varios años, creía necesitar. Se asomó despacio por la ventana y vio un tanque en su propia calle. Inmediatamente pensó en Irina, y el miedo que le asaltó hizo que volviera a oír en su cabeza las risas incontenibles de su amigo Pavel Sisak y del escritor Bohumil Hrabal cuando, un par de días antes, les contaba que se sentía culpable porque se había enamorado de una paciente rusa del hospital y que decía ser hija de un cosmonauta ucraniano perdido en el espacio cuya vida había sido borrada por las autoridades soviéticas de cualquier archivo o documento. Echaba de menos aquellas risas, la de Pavel como la de un grajo luminoso y la de Bohumil como la del hermano mayor que sabe cosas que nosotros nunca podremos saber. Se vio de nuevo junto a ellos; los tres ebrios, felices y asustados; él mirándoles y descubriendo en sus miradas ese fuego de los que no tienen miedo a nada y a la vez están aterrados por todo.

    Estamos en 1968 y, por extraño que parezca, casi nadie imaginaba que la invasión de Checoslovaquia por parte de las fuerzas del Pacto de Varsovia realmente iba a ocurrir. Hacía más de un año que Irina Belokoneva había aparecido en el hospital mental de Praga y nueve meses desde que se habían iniciado las reformas democráticas de Dubček. La noche del 20 de agosto de 1968 se oyeron las explosiones de algunos obuses fortuitos a lo lejos, como si la brutalidad y la represión que se avecinaban quisieran entrar llamando a la puerta a pesar de no estar invitadas, tamborileando sobre el ruido de tanques, anunciando que, por muy cruel, injusto y desolador que pareciese, todo estaba a punto de terminar.

    El día que entraron los tanques en Praga, Milos salió del hospital psiquiátrico Bohnice sintiéndose distinto, intentando no sucumbir al escepticismo, obligándose a creer en Irina, en la historia que Irina le contaba una y otra vez como una salmodia liberadora. Atardecía, las noches comenzaban a ser frescas y decidió caminar. Durante casi un año venía oyendo esa extraña historia, pero aquel día no pudo evitar sonreír sarcásticamente mientras la escuchaba, creyendo ver en todo aquello un ceniciento paralelismo hacia lo que se estaba viviendo en Checoslovaquia. Por todos lados se hablaba de reformas democráticas, se organizaban asambleas en cada barrio, en cada calle, en cada bloque; se hablaba de la abolición de la censura, de las libertades recuperadas, de todo por conseguir tras tantos años grises vividos con sorna y resignación. Sin embargo ese día sentía algo distinto, como si al alejarse de aquel sanatorio, de ese edificio mezquino y trovo, también se alejase de Irina más allá de lo puramente físico, como si la locura que él ayudaba a sobrellevar a los pacientes de aquel lugar, la fuese esparciendo por todos lados conforme entraba a Praga, dejándola entre los árboles, entre los estudiantes, las mujeres, los obreros, entre la gente que iba o volvía de las asambleas, de los restaurantes, de los bailes, de los centros culturales; desmenuzaba aquella cruel locura en la que trabajaba y la veía volverse invisible, igual que ondas de radio, rodeándolo todo como el papel de regalo de un porvenir sin la férrea sombra soviética. Pero el sonido de los obuses le hizo desear estar con ella. Aquel miedo, aquel ocultarse en una casa a oscuras, se tiñó de pronto de reservas, de escudos protectores, de cínicos prejuicios, convirtiéndolo en una especie de actor mediocre perdido en una escena clave que no sabe continuar sin leer el guión. Sentía que las explosiones le alejaban de ella, alimentando sospechas ante la rocambolesca historia de Irina, viendo perecer la historia de su pueblo, vertiendo toda aquella marea a través de sus manos como un pez robusto y lunático. Durante meses había buscado por todos los medios sacar a Irina de ese sueño que la atormentaba, separarla de la Luna, de esa Luna que la había vuelto loca. Ahora, asomado imprudentemente a la ventana de su pequeño piso, lamentó comprobar que el destino de los checoslovacos estuviese ligado obligatoriamente al de los soviéticos. Una voz le inquirió desde abajo. Un kalashnikov apuntaba hacia su ventana. Asustado de verdad por primera vez, se agazapó y corrió las cortinas. Blasfemó con rabia y se maldijo a sí mismo por sentirse responsable del destino de Irina Belokoneva.

    Cuando por fin el cansancio empezó a vencerle, se quitó cuidadosamente la ropa. Al contemplarse desnudo en el reflejo del espejo del armario de su dormitorio, Milos se sintió de nuevo cerca de ella ignorando los miedos y las reservas. Al meterse al fin en la cama, buscó reírse de sí mismo, queriendo explotar como un abanico de amenazas, pero no lo consiguió. Sin embargo, en su cabeza surgió una pregunta: ¿Cómo es posible que me haya enamorado de una paciente diagnosticada de esquizofrenia paranoide que dice ser hija de un cosmonauta ruso desaparecido en el espacio tras un fracasado viaje a la Luna? ¿Cómo es posible que dude de la locura de una locuaz esquizofrénica ocasional, de una trovadora desquiciante martirizada por el recuerdo de un padre que imagina muerto, flotando inerte en el espacio, en una paradigmática imagen recurrente de película de ciencia ficción?

    A pesar de todo eso, aquella noche Milos durmió plácidamente. Soñó con Irina, con cosmonautas, con caballos, con la cara oculta de la Luna y con el mar, un mar que nunca había tenido la posibilidad de ver y que creía necesitar. Soñó que escapaba, que se marchaba pero no se perdía, que amaba pero no amaba, que pisaba la Luna sin billete de vuelta y que respiraba extrañamente tranquilo bajo la escafandra de un planeta mutilado como un pez sin futuro, tal vez su país.

    Todo esto yo lo sé porque Milos me lo ha contado un millón de veces, sentado en esta silla, frente a las estanterías de la sección de Literatura Hispanoamericana en una pequeña y ridícula librería de un pequeño y ridículo pueblo de la costa almeriense llamado Almarga. Hace muchos años de todo aquello y, por una razón que todavía desconozco, este lugar es el final de su viaje. Tal vez por eso haya decidido contarme su historia, una historia que en el fondo intuyo que ni es sobre él ni tampoco es suya. Lleva viviendo aquí dos años y aún tiene en su casa una maleta sin deshacer. Las veces que le he preguntado qué es lo que guarda ahí siempre me ha contestado lo mismo, ahí llevo lo único que me llevaría si tuviera que irme a otro lugar; el porqué la tengo hecha, o por qué no la he deshecho aún, es algo que vosotros nunca podríais entender del todo. ¿Quiénes?, pregunto. Y él responde, vosotros, mirándome como si le hubieran hecho la pregunta más tonta del mundo. Así que nunca vuelvo a insistir. Es entonces cuando Milos Meisner me sonríe, alza una de sus cejas y balancea levemente la cabeza, sumergiéndose de nuevo en todo aquello que lo atormenta y a la vez sé que le mantiene vivo.

    2.

    Alexi Belokonev, padre de Irina Belokoneva, se graduó con todos los honores en la Escuela de Pilotos Militares de Novosibirsk en 1960 y, un año después, se diplomó en el Centro de Entrenamiento Espacial de la URSS. El 17 de mayo de 1962, dos meses después de haber llegado a la treintena, fue lanzado al espacio junto a Gennedy Mikhailov en dirección a la Luna. El lanzamiento tuvo lugar en Baikonur, la base espacial que los rusos tienen a orillas del mar Aral. Durante el año que Irina vivió allí con Alexi y su madre, Margarita Belokoneva, nunca llegó a entender por qué llamaban Baikonur a una ciudad que le habían dicho que se llamaba realmente Tyuratam, puesto que en todos los mapas que miraba, la verdadera Baikonur aparecía a varios cientos de kilómetros al oeste. A no ser que aquella Baikonur tampoco se llamase realmente Baikonur.

    Aunque ella nunca lo hubiera admitido, llegó a odiar ese lugar infame donde era imposible salir a pasear y, cuando lo podía hacer, solo creía ver pastores de cabras cruzándose con las plataformas móviles de lanzamientos de cohetes, pero nunca se atrevió a decirle nada a nadie por temor a defraudar a sus padres con cosas de niña egoísta. Su padre estaba a punto de entrar en la historia como el primer hombre en pisar la Luna y ella no podía irle con el cuento de que no le gustaba ese lugar en el que no tenía amigos y donde parecía que todo el mundo estaba siempre muy nervioso.

    La primera vez que oyó hablar de esa ciudad fue un año antes, en Moscú, cuando su padre les comunicó a ella y a su madre que tendrían que dejar la capital y viajar hasta allí con él. Cuando Margarita le preguntó a Alexi por qué, él contestó radiante que, tras el glorioso viaje de Yuri Gagarin, había sido incluido en un grupo de diez nuevos cosmonautas para unirse a los diez que ya estaban preparándose en Baikonur en previsión de nuevos viajes espaciales, que tal vez sería enviado a la Luna, y que habían pedido a todos los que habían admitido en el proyecto que llevaran allí a sus familias.

    Irina, me envían a la Luna, le dijo al oído mientras se abrazaban…

    Pero es un secreto, no olvides que no puedes decirle nada a nadie.

    Irina se soltó de sus brazos y comenzó a llorar de alegría; en ese momento se disiparon casi todas las dudas que asaltaban a Margarita respecto a los cambios en los que se estaban viendo envueltos. Ya, insistió su madre, pero, ¿dónde está Baikonur exactamente? No puedo decíroslo, solo puedo contaros que la verdadera Baikonur no es la ciudad a la que vamos, aunque se llama igual, respondió Alexi. Margarita e Irina no supieron qué objetar a aquello. La madre, incrédula a pesar de haber hablado y hablado con Alexi de lo que significaba dejar de ser piloto y convertirse en cosmonauta. Respecto a Irina, la pequeña sabía que aquello era algo con lo que siempre había soñado su padre, y a ella le parecía tan increíble como evocador, por lo que no sabía qué decir, les miraba a uno y a otro, nerviosa pero sonriente, imaginando muda exóticos viajes novelescos donde sus padres se erigían como intachables héroes revolucionarios y ella como una perspicaz y valiente comunista cuyo inquebrantable amor hacia la gran madre patria sería digno de figurar en los libros de historia. ¿Y por qué no podemos saber adónde vamos, camarada Alexi?, preguntó con sorna y evidente admiración finalmente Irina. Es un sitio secreto, lo llaman igual que otra ciudad para que no descubran dónde está realmente.

    Aquello a Irina le pareció fascinante, al menos hasta que llegaron allí y averiguó que estaban en Kazajastán, a orillas del río Syrdanya, cerca del Mar de Aral, en mitad del desierto.

    ¿Cuántos años tenía Irina entonces?, le pregunté a Milos la primera vez que me contó todo esto. Doce, creo, me contestó, aunque otra vez también me dijo trece y otra once. Milos me dijo que un día intentó consultar su historial en el hospital, sobre todo para ver cómo había llegado hasta Checoslovaquia una soviética desde Kazajastán, esperando encontrar alguna explicación sobre todo aquel caos que contaba, sobre su evidente manía persecutoria, ese miedo basal a que un agente secreto la hiciese desaparecer, su obsesión por un cosmonauta perdido del que decía ser hija, flotando en el espacio lentamente, abandonado, repitiendo una y otra vez «soledad atroz, soledad atroz», una salmodia que con el paso del tiempo pasó a ser un lamento que la obsesionaba terriblemente, pero no le autorizaron y no quiso levantar suspicacias insistiendo. Milos a veces dudaba de la locura de Irina, seguramente influenciado por la atracción que sentía hacia ella o quizá por ese recelo ante los desmanes burocráticos que tienen la mayoría de los que crecieron tras la larga sombra soviética. Un día, como de casualidad, le preguntó a uno de los psiquiatras mientras pasaba consulta cuántos años tenía la rusa, pues así la conocían en el hospital, y logró la misma respuesta vaga que siempre le daba Irina.

    A principios de 1967, cuando Irina apareció en Praga, ella podría tener diecisiete o dieciocho años, pero no más de veinte ni menos de dieciséis, y a veces a Milos le parecía tan hermosa como solo las rusas pueden serlo.

    Ella le contó innumerables tardes cómo era el cosmódromo de Baikonur, aunque Milos dice que nunca logró hacerse una imagen concreta de aquella ciudad que miraba directamente al cielo. A veces era una bulliciosa urbe en mitad de un desolador desierto. A veces, una ciudad tranquila, con torres, andamios y maquinaria por todos lados donde no se podía hacer nada. Otras, una ciudad pequeña con gente extraña y eternamente preocupada. También una ciudad gigantesca, fantasmagórica, diseñada topográficamente por un extraterrestre demagogo y brutal, llena de gente asustada ante la posibilidad de engrandecer el destino del hombre liberándoles de las ataduras que lo alienan a la tierra. Quizá solo fuera una simple ciudad perdida para una niña perdida…

    Algo que siempre era igual en todos los relatos de Irina fue que su madre era profesora y que allí se puso a dar clases en un edificio enorme donde iban todos los hijos de los trabajadores, que a su padre apenas lo veía y que le fue imposible hacer amigos; excepto eso, cada vez relataba un lugar diferente, o al menos Milos lo imaginaba diferente, y cuando él se lo hacía notar, Irina con una gran sonrisa en la cara, la sonrisa de una loca, la sonrisa de una iluminada, de una derrotada, le decía, Milos… Baikonur no es Baikonur, se llama Baikonur pero no es Baikonur, el desierto que hay a su alrededor lo convirtió en espejismo, así que no me pidas que recuerde a la perfección un lugar que llaman por un nombre que le robaron a otro lugar, no me pidas que recuerde bien un lugar que me robó la vida…

    La familia Belokonev era totalmente atípica dentro del programa espacial pero a la vez era la que mejor representaba todos los valores soviéticos. A pesar de que Alexi era el cosmonauta de mayor edad de todo el programa, gracias a su entereza moral, a sus ansias de servir a su país, y sobre todo, al ser Alexi no solo un excepcional piloto sino un orgulloso soviético hijo de campesinos, casado con una brillante profesora de similares orígenes —Alexi y Margarita además se conocían desde niños— y padre de una niña típica y admirable, lo convertían en el aspirante a suceder a Yuri Gagarin. Inevitablemente todo aquello le otorgaba a él y a su familia un tentador filón en vistas a explotar su imagen tanto ante los propios soviéticos como ante todo occidente, tal y como había estado haciendo con Yuri Gagarin, cuya frustrante inclinación a la bebida y a las mujeres, acentuada desde su regreso a la tierra, ya les estaba planteando serios contratiempos. En noviembre de 1961 Alexi Belokonev se unió al segundo cuerpo de cosmonautas soviético que preparaba vuelos tripulados al espacio. Fue calificado como «sobresaliente» tanto en las simulaciones como en los exámenes escritos de enero de 1962. Solo Yuri Gagarin y Gherman Titov obtuvieron anteriormente una puntuación similar. El 8 de abril se le eligió como piloto de la Vostok 3 junto a Gennedy Mikhailov. A pesar de todas las reservas que despertaba aquella misión, la cual suponía un

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