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Meditaciones, Tomo 1
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Libro electrónico376 páginas6 horas

Meditaciones, Tomo 1

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El autor de este libro le ofrece al lector la oportunidad de vivir una experiencia espiritual de carácter mística y de aguda profundidad en medio del dolor y las dificultades causadas por la venganza de un ex-socio colombiano, por asuntos de su vida pasada, los cuales lo llevan a una experiencia drástica y difícil tras las rejas de una cárcel en el estado de California, Estados Unidos, por espacio de 7 meses.

En un lenguaje sencillo nos invita a escuchar la voz del Divino Maestro dirigiéndose a su siervo en un momento de prueba y dolor.
IdiomaEspañol
EditorialeBookIt.com
Fecha de lanzamiento26 abr 2016
ISBN9781456604318
Meditaciones, Tomo 1

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    Meditaciones, Tomo 1 - Marino Restrepo

    Colombia

    PRÓLOGO

    Este es un documento sobre la experiencia de la Misericordia de Dios en la vida de Marino Restrepo a quien he conocido personalmente y con quien he compartido ampliamente diferentes reflexiones de su experiencia mística con Dios.

    Marino goza de una estricta dirección espiritual firmemente alineada con las enseñanzas de la Iglesia Católica.

    Considero que las reflexiones publicadas en este libro, son materia valiosa espiritual, que definitivamente contribuyen al enriquecimiento de la fe cristiana y que no presentan ningún rasgo que contradiga las enseñanzas de la doctrina de la Iglesia Católica.

    Siendo este libro el producto de una revelación privada recomiendo siempre al lector recordar que estas revelaciones se deben tomar, no como cuerpo de materia teologal de la doctrina de la Iglesia, sino como expresiones del infinito lenguaje de Dios por medio de su Santo Espíritu, quien escoge a quien bien decide, sin ninguna discriminación. Las recomiendo como medio de profundización de la fe en Cristo resucitado.

    He disfrutado de su lectura y he encontrado riqueza en ellas para introducirlas a todas las almas que buscan a Dios con sed de su Amor y un corazón sincero y contrito.

    1 de diciembre de 2005

    + Monseñor Román Danylak

    Obispo titular de Niza

    INTRODUCCIÓN

    Mi vida de misionero llega a un momento crucial el 17 de Enero del año 2002. Llevaba dos años continuos de misión por diferentes países del mundo y todo parecía indicar que esta decisión de ser misionero, de llevar las enseñanzas que recibí de nuestro Señor Jesucristo por medio de la experiencia mística que viví en Enero 11 de 1997, cuando estaba secuestrado por los guerrilleros colombianos, era la voluntad de Dios.

    Pero el 17 de Enero del año 2002 siendo las 9:30 de la noche, cuando procedía a abandonar el parqueadero de la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario en la ciudad Sun Valley, California, después de haber dado una charla sobre El Silencio de la Cruz, fui agredido violentamente por un ex -socio mío colombiano con quien había vivido un fracaso económico años atrás, antes de mi conversión.

    Estando yo secuestrado por la guerrilla en Colombia en el año 1998, el asumió por información de terceros, que yo había sido asesinado ya por los rebeldes y utilizó esa oportunidad para evadir toda responsabilidad sobre las inversiones hechas con nosotros por parte de su familia y amigos. Alegando que yo había malgastado ese dinero. La verdad es que ambos éramos responsables de estas inversiones.

    Esa noche me asaltó mientras yo estaba dentro de mi automóvil, la gente que salía de la iglesia llamo a la policía para defenderme pensando que estaba siendo agredido por un demente callejero.

    A llegar la policía, él se acercó a ellos y les informó que yo tenía un cargo pendiente con la ley. Ellos procedieron a buscar mi nombre en el computador de la patrulla, y efectivamente tenía una orden de arresto por haber declarado falsamente en un documento federal que yo había nacido en los Estados Unidos, así que procedieron a arrestarme.

    Al llegar a la cárcel y ser procesado, todo esto da vueltas por mi mente y mi corazón; yo no sabia que hacer, si denunciarlo u olvidarlo y aceptar el dolor de este momento con el amor que el Señor me había enseñado a conocer; además, acababa de predicar por dos horas sobre el Silencio de la Cruz, sobre perdonar, sobre amar a nuestros enemigos, sobre acostarnos en el madero de la Cruz y dejarnos clavar por el odio, la maldad, la envidia de nuestro prójimo para poder ser resucitados en el Amor del Señor Jesús, nuestro Redentor. ¿Qué hacer? Llamé a mucha gente desde mi celda en medio del dolor físico de las heridas que había recibido en el brutal asalto, todo me dolía, ya había recibido asistencia medica de parte de la enfermera de la cárcel y esto me había ayudado un poco. Mi caso no era grave, tenía una fianza de 500 dólares y ya iba a llegar uno de mis hijos en la mañana a cancelar esa fianza para darme mi libertad y atender este asunto legal desde afuera.

    A la mañana siguiente cuando me dirigía a pagar mi fianza para salir, me encontré con la sorpresa que no podía pagarla, porque me la habían quitado.

    Mi ex socio había madrugado a la oficina del fiscal federal que estaba a cargo de mi caso menor y se había presentado como informante del Departamento de Estado alegando que yo tenía vínculos con la guerrilla colombiana, lo cual obviamente era falso. Esta acusación apareció en un momento en que apenas habían pasado tres meses desde el acto terrorista a las Torres de New York. Unas semanas atrás, se había publicado una noticia especulando una vinculación de la guerrilla colombiana con el terrorista Bin Laden. Este ex socio sabía que cualquier persona que fuera acusada de algún movimiento sospechoso, de actividades terroristas, sería encarcelada inmediatamente y sometido a un penoso proceso penal que podría durar muchos meses. El nuevo estatuto de seguridad que el Congreso americano había pasado después del atentado del 11 de Septiembre, le daba poder a todas las agencias federales de investigación, de hacer arrestos indiscriminados como encontraran conveniente.

    Todo lo anterior, sumado a una serie de falsas informaciones y calumnias difundidas en diversos medios de comunicación en Colombia, donde se me culpaba además de estafa a diversos personajes, y de vinculación a la guerrilla, crearon un cuadro oscuro en mi vida.

    Mi vida misionera de dos años se encontraba desafiada por la más cruel persecución en Colombia. Mi lucha en esa celda aquella mañana del 18 de Enero del 2002 no podía ser más difícil y confusa. Todo parecía empujarme a un gran abismo de contradicciones, yo no quería consultar más a ninguna de las personas de confianza en mi nueva vida en Cristo. Cualquier decisión que yo tomara determinaría mi verdadera vida en Dios, o el verdadero descalabro de todo lo que había predicado hasta el momento. Había presentado en las últimas semanas en California, una serie de charlas sobre El Silencio de la Cruz y este tema desnudaba una realidad difícil y comprometedora con nuestra vida cristiana. Hablaba de perdonar, de aceptar la vida como se presentara como Voluntad Divina aunque las circunstancias presentes fueran el resultado de nuestras acciones pasadas; Dios permitía las pruebas para apartarnos de nuestros errores y traernos de regreso a la Gracia. Hablaba de ofrecer a Dios el dolor, la humillación, la traición, la violencia contra nosotros, y todo lo que representara flagelo a nuestra humanidad. De entregarlo en reparación por nuestros pecados, en purificación por toda nuestra maldad. Todas estas enseñanzas se presentaban ante mi realidad de ese momento, como un testigo que reclamaba la verdad que yo tanto predicaba. Era el momento de realizar quien era yo verdaderamente ante Dios, ante mí mismo y ante los hombres. No podía escaparme de esto por mucho que lo tratara.

    El día continuó ardiendo a las mas altas temperaturas emocionales y espirituales, unas pocas horas después de saber que no podía salir bajo fianza me trasladaron al edificio federal de la Corte del centro de Los Ángeles y me leyeron la acusación del Departamento de Estado contra mí, sobre el intento de falsificar un documento de identidad. El juez federal me explicó que mi cargo era menor pero que le habían presentado acusaciones muy sensibles las cuales lo obligaban a mantenerme bajo las rejas y sin fianza hasta aclarar todo lo que aparecía en mi contra fuera del cargo original. Mi vida misionera me había retirado completamente del mundo de las finanzas y yo no tenía dinero para pagar un abogado. Muchas personas que respaldaban la misión de diferentes países, me ofrecieron pagar un abogado privado, pero yo decidí que si era verdad que yo trabajaba para el Señor Jesús, entonces dejaría que El mismo me defendiera con los medios proveídos gratuitamente por la Corte. La Corte inmediatamente ofreció un abogado para aquel que no puede pagar, y esa mañana me asignaron un abogado (que atendía 22 casos más, y por lo tanto no tenía suficiente tiempo para enterarse de mi proceso) y quien me explicó las circunstancias de mi caso y la presencia de mi ex socio como informante del Departamento de Estado, quienes me querían procesar como narcoterrorista con las acusaciones presentadas. La situación no podía ser más complicada y peligrosa, pues según él, el Departamento de Estado me podía mantener bajo rejas investigando las acusaciones de mi ex socio por un buen tiempo, por lo que las acusaciones de terrorismo eran en un país extranjero y todas se debían hacer por la vía diplomática.

    Podría extenderme por páginas y páginas para contarles todas las cosas que sucedieron en el campo legal, pero no es en esto donde quiero sustentar este libro. Quiero presentar la transición entre una circunstancia donde todo parecía haber llegado a un callejón sin salida y el plan de Dios para mi nueva vida. Era la mano del Señor que permitía todo esto para utilizarlo a mi favor, si yo llegaba a pasar la prueba de la misma manera que había estado enseñándoles a todos los demás por intermedio de mis charlas tales como El Silencio de la Cruz.

    Pero para que yo pudiera comprender lo que estaba sucediendo, pasaron casi quince días. En principio estaba convencido que el Señor Jesús no estaba contento conmigo como misionero, es más, creí que el haber sido arrestado y asaltado a la salida de la iglesia, era una señal clara de que había tomado un camino del que no era digno y estaba cometiendo un grave error al predicar en las iglesias de tantos países en los dos últimos años.

    Veía toda mi vida espiritual en grave crisis. En medio de todo esto, en estos momentos yo no había perdido absolutamente una gota de mi fe en Dios y aunque parezca extraño, no había perdido mi paz interior. Todo lo que estaba sucediendo, era un enfrentamiento entre mi hombre viejo y mi nueva vida y ésta lucha era a vida o muerte, porque dependiendo de que, si yo pasaba esta prueba, mi vida entera tomaría un curso definitivo en una dirección especifica.

    Después de aparecer las noticias de mi encarcelamiento en la prensa colombiana, muchísima gente de mi pasado me acusaba de ser un impostor en la Iglesia, de ser un diablo que ahora utilizaba la vida religiosa para mis manipulaciones personales, fui llamado por muchos un falso profeta.

    Mi vida en la cárcel comenzó a desarrollarse en medio de una lucha interna que buscaba el discernimiento sobre mi vida como misionero, o simplemente entrar en una vida anónima y desprendida de todo aprovechando que ese todo parecía estar en cenizas.

    Pasaron unos quince días durante los cuales no recibía ninguna luz del Señor, todo parecía estar en absoluto silencio en el espíritu, en medio del más horrible bullicio de una celda donde permanecíamos 60 presos en camarotes de tres camas. Esta era una cárcel estatal. El caso mío era Federal, pero debido al atentado del 11 de Septiembre, el gobierno Federal tenía tanta gente presa en investigación, que había recurrido a alquilar espacio en las cárceles estatales, las cuales no tienen nada que envidiarle a una cárcel en cualquier país del tercer mundo, algo que poca gente creería. La celda estaba habitada por pandillas de hispanos, asiáticos, negros y blancos, cada uno tenía su territorio dentro de ese pequeño espacio. Los dos televisores estaban sintonizados uno en español y el otro en inglés y prendidos a todo volumen durante las veinticuatro horas del día. No había un solo momento del día en que no hubiese escándalo en esa celda, ni la más mínima privacidad. Los inodoros no tenían puerta ni tampoco las duchas. Para bañarse había que oprimir un botón con una mano y lavarse con la otra, porque si no, se apagaba y el agua era tan caliente que podía dejar ampollas en la piel.

    Cada día en esa celda era una verdadera prueba de fe. Un día en la mañana muy temprano, y digo temprano, porque parte de la tortura psicológica es servirle el desayuno al preso a las 4:00 de la mañana, recibí una iluminación de conciencia sobre mi situación personal con relación a mi vida de misionero y pude sentir la presencia de mi Ángel Guardián por primera vez en 15 días. Mi alegría fue tal que comencé a llorar. La presencia del Ángel no venía sola; pude observar que me decía que Satanás había pedido permiso para probarme y había escogido a mi ex socio y sus asociados como instrumentos para ejecutar esa prueba. Yo estaba en los ojos de toda una legión que venía a desvirtuar todo mi trabajo espiritual ante Dios mismo y ante los hombres. En ese momento recibí un inmenso alivio sobre todo el sufrimiento que había estado recibiendo de mis enemigos, que hicieron el escándalo y me avergonzaron ante toda la gente que me apoyaba y pasé a otro plano de conciencia mucho mas alto, donde me llené de compasión por mi ex socio y por las personas que lo respaldaron, al darme cuenta en qué aguas turbias se habían metido y a qué espíritus estaban sirviendo. Algo que me había dejado mi Ángel en su manifestación, era que todo es Voluntad de Dios y eso me dio mucho consuelo porque si El había permitido esa prueba, era porque yo estaba preparado para pasarla. Como pude, busqué una forma de arrodillarme para que no fuera muy obvio para no atraer innecesariamente violencia contra mí y le dí gracias al Señor por mostrarme donde estaba realmente y qué estaba pasando. Podía comprender con tanta claridad las palabras de San Pablo cuando dice nuestra lucha no es tan solo con la carne y la sangre, sino contra los Principados y Potestades, contra los espíritus del mal, que moran en el aire (Efesios 6,12).

    En medio de la angustia que permanentemente vivía en esa celda, podría decir que a partir de ese momento comencé a vivir dos dimensiones que no se separaron hasta que salí en libertad. Por un lado estaba la angustia humana en condiciones tan inhumanas y antihigiénicas, de estar perseguido allá afuera por una turba de calumniadores de los cuales no me podía defender, de saber lo mucho que estaban sufriendo las personas que creían en mi misión y no podían hacer nada para lograr mi libertad y por otro lado vivía una batalla con unos Ángeles caídos que me tenían rodeado y que yo no sabía hasta cuando duraría ese permiso o prueba. Lo único que sabía era que tenía que pasarla como fuera, porque yo no iba a flaquear en mi fe, ni en mi determinación de obedecer al Señor en todo lo que me había revelado en la nueva vida que me había dado, así me costara vivir mucho tiempo en prisión y sufrir los escándalos mas horrendos de parte de los instrumentos que el diablo había escogido.

    Tomar esa posición de valor por encima de todas las contradicciones que vivía en el mundo material, no era cosa fácil porque el demonio me estaba presentado un cuadro tan gris sobre mi situación legal, que parecía como si fuese a lograr hacerme un gran daño con mi libertad y a lograr dejarme por largo tiempo bajo las rejas, pero yo seguía ofreciendo todos esos miedos y malos presentimientos con la seguridad que pasara lo que pasara, el Señor me iba a dar la fortaleza de afrontar mi nueva vida, cualquiera que ella fuera, y yo la iba a vivir para la gloria de Dios sin importar en donde me tocara vivirla. Esto era lo que me daba fortaleza. Cada uno de los pasos legales y de mi situación personal afuera en el mundo, no podían ser más espantosos, todo estaba en una progresiva demolición, era como si todo lo que yo era y había sido estuviera siendo picado en pedacitos infinitamente pequeños y lanzados a mis pies en medio de una desenfrenada carcajada. No me sentí lejos de una pesadilla sin salida. Pero algo me había preparado ya para ese momento y eso fue mi secuestro. Cuando yo miraba hacia esa experiencia y me acordaba cómo el Señor me había dado fortaleza en una situación en la que ni siquiera sabia si iba sobrevivir, por estar sentenciado a muerte, entonces recogía de esa experiencia valor y me vestía de esperanza, pero esa lucha era en segundos, porque el asecho era constante y sofocante. En el mínimo descuido en la oración y la batalla espiritual, era atormentado en mi alma y convertían mis instintos y sentidos en un foro romano lleno de leones que trituraban todo mi ser interior.

    El Señor me había proveído de un ejercito de intercesión de la Iglesia Católica compuesto por monjas, sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos consagrados y comprometidos y un sinnúmero de personas que conocían mi testimonio en muchos países, toda esa gente oraba por mí y eso me llenaba de fortaleza para no dejarme aplastar, pero era una lucha constante. Desde el momento en que le dí el al Señor Jesús y dejé todo para servirle a El, convirtiéndome en misionero de su Iglesia, sabía que las pruebas iban a ser muy duras y muy grandes, solo que esto es fácil pensarlo, pero a la hora de la verdad, cuando llega el momento de enfrentarse a vivir la prueba, todo parece derrumbarse, mientras se asimila que es una prueba permitida por Dios, para llevar a cabo otra etapa mas del camino del evangelio. Además sabía que ésta no sería la última tampoco.

    Un día, en medio de la oración meditativa le pregunté al Señor que cómo podía yo ser apóstol en esa celda donde todo el mundo estaba tan lejos de El y no recibí ninguna respuesta en la forma que la esperaba, pero sí recibí trabajo, como no me lo había soñado.

    El primer caso fue el de un hombre muy grande, de raza hispana, nacido en Sacramento, California, y quien parecía haber vivido una vida de violencia muy grave porque su comportamiento era extremadamente hostil y agresivo. Una tarde mientras el hablaba por teléfono, observe que terminó la conversación con un grito y colgó con violencia; en ese momento me encontré con sus ojos e inmediatamente los evite mirando para otro lado por temor de ofenderlo y ganarme un problema, pero el se dirigió hacia mí y me llamó a un lado. Me dijo que me había visto como rezando todo el tiempo, que si yo creía en eso, que si eso funcionaba. Yo me asombré de su observación y aproveché para hablarle de Dios. Me preguntaba cosas muy elementales como: si yo le hablo a Dios y sabiendo que ni sé si existe, ¿no será que me volveré loco como tanta gente que anda por ahí rezando como si hubiesen perdido la cabeza? Qué tal que yo mismo me conteste y comience a creer que es El, entonces me lleven a donde los loquitos. Nadie se podría imaginar que preguntas así pueden ser mas difíciles que la más profunda teología, pero yo estoy convencido que hoy la verdadera teología comienza con el tratado humano del corazón sencillo y sin conocimiento de Dios, porque está abierto a un diálogo sincero con unos ojos y oídos espirituales abiertos y dispuestos a entender con el fin de solucionar difíciles circunstancias de la vida como en este caso. Es el camino más directo al conocimiento de Dios, porque se comienza de cero, sin creer y sin saber.

    Este hombre Juan (el nombre de este personaje ha sido cambiado para proteger su identidad), procedió a contarme la historia de su vida, la cual no voy a narrar toda aquí obviamente; pero sí puedo decirles que era un hombre que había nacido en una familia de chicanos (que son México-americanos), y que se habían dedicado al crimen por varias generaciones y por todos los Estados Unidos. Estaba preso por su segundo asesinato, por lo menos en el segundo en que lo habían sorprendido, porque a juzgar por lo que me contó, matar para ellos no era algo muy difícil. Tenía 55 años y había entrado la primera vez a la cárcel a la edad de 12 años por violar a una mujer durante un robo domiciliario. Pasó toda su vida entrando y saliendo de la cárcel, y esta vez decía que no iba a salir más y que sabía que moriría bajo rejas. Había tenido siete mujeres (en seis diferentes Estados) y con cada una tenia hijos, en total eran 14 hijos que sus edades oscilaban entre los 2 y los 31 años. Cinco de sus hijos estaban ya en la cárcel por diferentes crímenes y dos de sus hijas eran prostitutas.

    Cuando este hombre terminó de contarme su historia, habían pasado fácilmente una o dos horas. Yo le recibí con una actitud cristiana y sabiendo que el Señor me lo había enviado como respuesta a la oración que hice unos minutos antes de que él me abordara. A pesar de su naturaleza difícil y llena de toda clase de contaminación espiritual, había en él un espíritu de reflexión que me llamaba mucho la atención; era como ver a un elefante arrepentirse después de haber pisoteado una aldea entera y de haber matado a toda la gente. Esa era la sensación que yo recibía de él, como un gran animal que de pronto estaba siendo tocado por la Gracia de Dios y

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