La muerte de Iván Ilich
Por Léon Tolstoï
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Considerado entre los mejores que salieron de la pluma de LEÓN TOLSTÓI, el relato reunido en ésta edición ilustra una de las principales inquietudes del autor ruso. Inspirado en un hecho cotidiano y real, LA MUERTE DE IVÁN ILICH constituye un clarividente examen de la fibra íntima de su protagonista, en un «inmisericorde examen de conciencia —apunta Juan López-Morillas, autor de la traducción— que le persuade de que su vida ha sido mal vivida».
Léon Tolstoï
<p><b>Lev Nikoláievich Tolstoi</b> nació en 1828, en Yásnaia Poliana, en la región de Tula, de una familia aristócrata. En 1844 empezó Derecho y Lenguas Orientales en la universidad de Kazán, pero dejó los estudios y llevó una vida algo disipada en Moscú y San Petersburgo.</p><p> En 1851 se enroló con su hermano mayor en un regimiento de artillería en el Cáucaso. En 1852 publicó <i>Infancia</i>, el primero de los textos autobiográficos que, seguido de <i>Adolescencia</i> (1854) y <i>Juventud</i> (1857), le hicieron famoso, así como sus recuerdos de la guerra de Crimea, de corte realista y antibelicista, <i>Relatos de Sevastópol</i> (1855-1856). La fama, sin embargo, le disgustó y, después de un viaje por Europa en 1857, decidió instalarse en Yásnaia Poliana, donde fundó una escuela para hijos de campesinos. El éxito de su monumental novela <i>Guerra y paz</i> (1865-1869) y de <i>Anna Karénina</i> (1873-1878; ALBA CLÁSICA MAIOR, núm. XLVII, y ALBA MINUS, núm. 31), dos hitos de la literatura universal, no alivió una profunda crisis espiritual, de la que dio cuenta en <i>Mi confesión</i> (1878-1882), donde prácticamente abjuró del arte literario y propugnó un modo de vida basado en el Evangelio, la castidad, el trabajo manual y la renuncia a la violencia. A partir de entonces el grueso de su obra lo compondrían fábulas y cuentos de orientación popular, tratados morales y ensayos como <i>Qué es el arte</i> (1898) y algunas obras de teatro como <i>El poder de las tinieblas</i> (1886) y <i>El cadáver viviente</i> (1900); su única novela de esa época fue <i>Resurrección</i> (1899), escrita para recaudar fondos para la secta pacifista de los dujobori (guerreros del alma).</p><p> Una extensa colección de sus <i>Relatos</i> ha sido publicada en esta misma colección (ALBA CLÁSICA MAIOR, núm. XXXIII). En 1901 fue excomulgado por la Iglesia Ortodoxa. Murió en 1910, rumbo a un monasterio, en la estación de tren de Astápovo.</p>
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La muerte de Iván Ilich - Léon Tolstoï
Al ver acercarse la muerte, Iván Ilich, como tantos hoy, toma conciencia de la vacuidad de una vida centrada en las apariencias y una falsa seguridad en sí mismo. Iván Ilich es un burgués de buena familia, que gracias a sus dotes sociales y su destreza en el trato con personas influyentes consigue lo que es el sueño de todo burgués y lo que todo burgués idolatra: el ascenso social. Su matrimonio, al igual que todo en su vida, es fruto de conveniencia y, aunque no le proporciona felicidad personal, se conforma con él.
Considerado entre los mejores que salieron de la pluma de LEÓN TOLSTÓI, el relato reunido en ésta edición ilustra una de las principales inquietudes del autor ruso. Inspirado en un hecho cotidiano y real, LA MUERTE DE IVÁN ILICH constituye un clarividente examen de la fibra íntima de su protagonista, en un «inmisericorde examen de conciencia —apunta Juan López-Morillas, autor de la traducción— que le persuade de que su vida ha sido mal vivida».
León Tolstói
La muerte de Iván Ilich
Título original: Smert Ivana Ilyicha
León Tolstói, 1886.
Uno
Durante una pausa en el proceso Melvinski, en el vasto edificio de la Audiencia, los miembros del tribunal y el fiscal se reunieron en el despacho de Iván Yegorovich Shebek y empezaron a hablar del célebre asunto Krasovski. Fyodor Vasilyevich declaró acaloradamente que no entraba en la jurisdicción del tribunal, Iván Yegorovich sostuvo lo contrario, en tanto que Pyotr Ivánovich, que no había entrado en la discusión al principio, no tomó parte en ella y echaba una ojeada a la Gaceta que acababan de entregarle.
—¡Señores! —exclamó— ¡Iván Ilich ha muerto!
—¿De veras?
—Ahí está. Léalo —dijo a Fyodor Vasilyevich, alargándole el periódico que, húmedo, olía aún a la tinta reciente.
Enmarcada en una orla negra figuraba la siguiente noticia:
Con profundo pesar Praskovya Fyodorovna Golovina comunica a sus parientes y amigos el fallecimiento de su amado esposo Iván Ilich Golovin, miembro del Tribunal de Justicia, ocurrido el 4 de febrero de este año de 1882. El traslado del cadáver tendrá lugar el viernes a la una de la tarde.
Iván Ilich había sido colega de los señores allí reunidos y muy apreciado de ellos. Había estado enfermo durante algunas semanas y de una enfermedad que se decía incurable. Se le había reservado el cargo, pero se conjeturaba que, en caso de que falleciera, se nombraría a Alekseyev para ocupar la vacante, y que el puesto de Alekseyev pasaría a Vinnikov o a Shtabel. Así pues, al recibir la noticia de la muerte de Iván Ilich lo primero en que pensaron los señores reunidos en el despacho fue en lo que esa muerte podría acarrear en cuanto a cambios o ascensos entre ellos o sus conocidos.
«Ahora, de seguro, obtendré el puesto de Shtabel o de Vinnikov —se decía Fyodor Vasilyevich—. Me lo tienen prometido desde hace mucho tiempo; y el ascenso me supondrá una subida de sueldo de ochocientos rublos, sin contar la bonificación».
«Ahora es preciso solicitar que trasladen a mi cuñado de Kaluga —pensaba Pyotr Ivánovich—. Mi mujer se pondrá muy contenta. Ya no podrá decir que no hago una maldita cosa por sus parientes».
—Yo ya me figuraba que no se levantaría de la cama —dijo en voz alta Pyotr Ivánovich—. ¡Lástima!
—Pero, vamos a ver, ¿qué es lo que tenía?
—Los médicos no pudieron diagnosticar la enfermedad; mejor dicho, sí la diagnosticaron, pero cada uno de manera distinta. La última vez que lo vi pensé que estaba mejor.
—¡Y yo, que no pasé a verlo desde las vacaciones! Aunque siempre estuve por hacerlo.
—Y qué, ¿ha dejado algún capital?
—Por lo visto su mujer tenía algo, pero sólo una cantidad ínfima.
—Bueno, habrá que visitarla. ¡Aunque hay que ver lo lejos que viven!
—O sea, lejos de usted. De usted todo está lejos.
—Ya ve que no me perdona que viva al otro lado del río —dijo sonriendo Pyotr Ivánovich a Shebek. Y hablando de las grandes distancias entre las diversas partes de la ciudad volvieron a la sala del Tribunal.
Aparte de las conjeturas sobre los posibles traslados y ascensos que podrían resultar del fallecimiento de Iván Ilich, el sencillo hecho de enterarse de la muerte de un allegado suscitaba en los presentes, como siempre ocurre, una sensación de complacencia, a saber: «el muerto es él; no soy yo».
Cada uno de ellos pensaba o sentía: «Pues sí, él ha muerto, pero yo estoy vivo». Los conocidos más íntimos, los amigos de Iván Ilich, por así decirlo, no podían menos de pensar también que ahora habría que cumplir con el muy fastidioso deber, impuesto por el decoro, de asistir al funeral y hacer una visita de pésame a la viuda.
Los amigos más allegados habían sido Fyodor Vasilyevich y Pyotr Ivánovich. Pyotr Ivánovich había estudiado Leyes con Iván Ilich y consideraba que le estaba agradecido.
Habiendo dado a su mujer durante la comida la noticia de la muerte de Iván Ilich y cavilando sobre la posibilidad de trasladar a su cuñado a su partido judicial, Pyotr Ivánovich, sin dormir la siesta, se puso el frac y fue a casa de Iván Ilich.
A la entrada vio una carroza y dos trineos de punto. Abajo, junto a la percha del vestíbulo, estaba apoyada a la pared la tapa del féretro cubierta de brocado y adornada de borlas y galones recién lustrados. Dos señoras de luto se quitaban los abrigos. Pyotr Ivánovich reconoció a una de ellas, hermana de Iván Ilich, pero la otra le era desconocida. Su colega, Schwartz, bajaba en ese momento, pero al ver entrar a Pyotr Ivánovich desde el escalón de arriba, se detuvo e hizo un guiño como para decir: «Valiente lío ha armado Iván Ilich; a usted y a mí no nos pasaría lo mismo».
El rostro de Schwartz con sus patinas a la inglesa y su cuerpo flaco embutido en el frac, tenía su habitual aspecto de elegante solemnidad que no cuadraba con su carácter jocoso, que ahora y en ese lugar tenía especial enjundia; o así le pareció a Pyotr Ivánovich.
Pyotr Ivánovich dejó pasar a las señoras y tras ellas subió despacio la escalera. Schwartz no bajó, sino que permaneció donde estaba. Pyotr Ivánovich sabía por qué: porque quería concertar con él dónde jugarían a las cartas esa noche. Las señoras subieron a reunirse con la viuda, y Schwartz, con labios severamente apretados y ojos retozones, indicó a Pyotr Ivánovich levantando una ceja el aposento a la derecha donde se encontraba el cadáver.
Como sucede siempre en ocasiones semejantes, Pyotr Ivánovich entró sin saber a punto fijo lo que tenía que hacer. Lo único que sabía era que en tales circunstancias no estaría de más santiguarse. Pero no estaba