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Relatos
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«Tolstói es un gigante entre los demás escritores. Un elefante entre los demás animales.»
IVÁN TURGUÉNEV

Desde fábulas y apólogos de un solo párrafo hasta largos relatos en el umbral de la novela corta, las sesenta y siete piezas recogidas en este volumen componen una selección amplia y significativa de la narrativa breve de Tolstói. De 1857 a 1909, incluyendo textos ineludibles como «El prisionero del Cáucaso», «Historia de un caballo», «El padre Sergio» o «El diablo» junto a otros prácticamente desconocidos en español como los cuentos del «Nuevo abecedario», «Las memorias de un loco», «Buda» o «Divino y humano», sin olvidar «Cuánta tierra necesita un hombre» (según Joyce, el mejor cuento escrito jamás), esta antología preparada y traducida por Víctor Gallego cubre la trayectoria narrativa de Tolstói en todas sus fases y estilos cruciales.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 abr 2020
ISBN9788490656747
Relatos
Autor

León Tolstoi

<p><b>Lev Nikoláievich Tolstoi</b> nació en 1828, en Yásnaia Poliana, en la región de Tula, de una familia aristócrata. En 1844 empezó Derecho y Lenguas Orientales en la universidad de Kazán, pero dejó los estudios y llevó una vida algo disipada en Moscú y San Petersburgo.</p><p> En 1851 se enroló con su hermano mayor en un regimiento de artillería en el Cáucaso. En 1852 publicó <i>Infancia</i>, el primero de los textos autobiográficos que, seguido de <i>Adolescencia</i> (1854) y <i>Juventud</i> (1857), le hicieron famoso, así como sus recuerdos de la guerra de Crimea, de corte realista y antibelicista, <i>Relatos de Sevastópol</i> (1855-1856). La fama, sin embargo, le disgustó y, después de un viaje por Europa en 1857, decidió instalarse en Yásnaia Poliana, donde fundó una escuela para hijos de campesinos. El éxito de su monumental novela <i>Guerra y paz</i> (1865-1869) y de <i>Anna Karénina</i> (1873-1878; ALBA CLÁSICA MAIOR, núm. XLVII, y ALBA MINUS, núm. 31), dos hitos de la literatura universal, no alivió una profunda crisis espiritual, de la que dio cuenta en <i>Mi confesión</i> (1878-1882), donde prácticamente abjuró del arte literario y propugnó un modo de vida basado en el Evangelio, la castidad, el trabajo manual y la renuncia a la violencia. A partir de entonces el grueso de su obra lo compondrían fábulas y cuentos de orientación popular, tratados morales y ensayos como <i>Qué es el arte</i> (1898) y algunas obras de teatro como <i>El poder de las tinieblas</i> (1886) y <i>El cadáver viviente</i> (1900); su única novela de esa época fue <i>Resurrección</i> (1899), escrita para recaudar fondos para la secta pacifista de los dujobori (guerreros del alma).</p><p> Una extensa colección de sus <i>Relatos</i> ha sido publicada en esta misma colección (ALBA CLÁSICA MAIOR, núm. XXXIII). En 1901 fue excomulgado por la Iglesia Ortodoxa. Murió en 1910, rumbo a un monasterio, en la estación de tren de Astápovo.</p>

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    Relatos - León Tolstoi

    LEV NIKOLÁIEVICH TOLSTÓI nació en 1828, en Yásnaia Poliana, en la región de Tula, de una familia aristócrata. En 1844 empezó Derecho y Lenguas Orientales en la universidad de Kazán, pero dejó los estudios y llevó una vida algo disipada en Moscú y San Petersburgo. En 1851 se enroló con su hermano mayor en un regimiento de artillería en el Cáucaso. En 1852 publicó Infancia, el primero de los textos autobiográficos que, seguido de Adolescencia (1854) y Juventud (1857), le hicieron famoso, así como sus recuerdos de la guerra de Crimea, de corte realista y antibelicista, Relatos de Sevastópol (1855-1856). La fama, sin embargo, le disgustó y, después de un viaje por Europa en 1857, decidió instalarse en Yásnaia Poliana, donde fundó una escuela para hijos de campesinos. El éxito de su monumental novela Guerra y paz (1865-1869) y de Anna Karénina (1873-1878; Alba Clásica Maior, núm. XLVII, y Alba Minus, núm. 31), dos hitos de la literatura universal, no alivió una profunda crisis espiritual, de la que dio cuenta en Mi confesión (1878-1882), donde prácticamente abjuró del arte literario y propugnó un modo de vida basado en el Evangelio, la castidad, el trabajo manual y la renuncia a la violencia. A partir de entonces el grueso de su obra lo compondrían fábulas y cuentos de orientación popular, tratados morales y ensayos como Qué es el arte (1898) y algunas obras de teatro como El poder de las tinieblas (1886) y El cadáver viviente (1900); su única novela de esa época fue Resurrección (1899), escrita para recaudar fondos para la secta pacifista de los dujobori (guerreros del alma). En 1901 fue excomulgado por la Iglesia ortodoxa. Murió en 1910, rumbo a un monasterio, en la estación de tren de Astápovo.

    Introducción

    ¿Qué es el arte?

    Cuando se lee a Tolstói es inevitable no preguntarse por la función o no función de la literatura. ¿Deben ser las obras literarias meras composiciones estéticas o es lícito emplearlas como un vehículo para la transmisión de credos políticos, sociales o religiosos? ¿Debe un escritor limitarse a narrar una historia, empleando para ello todos los recursos retóricos, estilísticos y compositivos que estén a su alcance? ¿O tiene el imperativo moral de influir en la sociedad (de una u otra manera) con sus obras de ficción?

    Si la postura esteticista gozó de escaso predicamento en los ambientes literarios rusos del siglo XIX, donde, para bien o para mal, un escritor siempre fue algo más que un escritor, en el caso de Tolstói no cabe concebir ideario más ajeno. Como señala el príncipe Mirsky: «Una de las particularidades del arte de Tolstói es que no es sólo arte»¹. Desde sus primeros escarceos narrativos, Tolstói concibe la literatura como un medio que le permite exponer sus ideas y concepciones de todo tipo. Por eso en casi todas sus obras aparece un personaje autobiográfico (por ejemplo, el príncipe Nejliúdov, protagonista de varios relatos como La mañana de un señor o el que abre esta selección, «De las memorias del príncipe D. Nejliúdov. Lucerna», así como también de la novela Resurrección) o bien el autor, sin ningún embozo o máscara, va perfilando claramente, con esa rotundidad de los profetas y de los aristócratas, su opinión y valoración sobre la historia que va contando y los personajes que la habitan.

    Tolstói es un narrador fascinante, un predicador, un moralista, un pedagogo y, alguna que otra vez, un charlatán (véase, por ejemplo, los tintes negativos con que describe siempre a los médicos). Y todo en uno. Es imposible separar un faceta de otra. De hacerlo, se desvirtuaría la esencia misma de su concepción literaria. Para decirlo con palabras de Nabokov: «Mucha gente se acerca a Tolstói con sentimientos encontrados. Estiman al artista que hay en él y les aburre terriblemente el predicador, pero ocurre que es bastante difícil separar al Tolstói predicador del Tolstói artista: es la misma voz lenta y profunda, es el mismo hombro robusto el que levanta una nube de visiones o un fardo de ideas»².

    A pesar de esa tendencia tan marcada, es raro que un lector (cualesquiera que sean sus postulados estéticos) no acabe sucumbiendo al hechizo de la narrativa tolstoiana, tan fabulosa es su capacidad de armar historias, de hablar con las voces más diversas, de describir con detalle obsesivo, de penetrar en todo lo divino y lo humano («Este hombre es como Dios», diría Gorki³). Es raro que un buen lector no le perdone (al menos en sus mejores relatos, que son los que se ha intentado reunir en este volumen) sus constantes intromisiones, su voz evidente, su presencia siempre perceptible. Además, como comenta Nabokov: «Lo que le interesaba era la vida y la muerte, y al fin y al cabo ningún artista puede dejar de tocar esos temas».

    La crisis

    A mediados de la década de 1870, después de escribir y triunfar con Guerra y paz, Tolstói sufrió una tremenda crisis existencial que desembocó en un texto impresionante, por su intensidad y dramatismo, Mi confesión, y que se saldó con su conversión primero a la fe ortodoxa y después a una suerte de cristianismo despojado de milagros y supersticiones, que rechaza la liturgia y centra su atención en el Nuevo Testamento, sobre todo en las enseñanzas de Jesucristo (Tolstói sería excomulgado por las autoridades eclesiásticas en 1901).

    Para ilustrar el carácter desesperado de la vida, en Mi confesión Tolstói refiere una antigua fábula oriental: un hombre pasea por un desierto cuando a su encuentro sale una fiera. El hombre echa a correr, perseguido por la fiera, llega a un pozo, se mete en su interior y se cuelga de una rama que crece entre las piedras. De pronto, descubre que en el fondo del pozo se esconde un dragón con las fauces abiertas. En el exterior aguarda la fiera; en el fondo del pozo, el dragón. El hombre se aferra con mayor fuerza a la rama, pero en ese instante advierte que dos ratones, uno blanco y otro negro, están royendo la corteza y comprende que no tiene escapatoria. Mientras espera el inminente crujido de la madera y la caída inevitable, repara en una ramita con unas hojas, de las que penden dos gotas de miel que se apresta a chupar con fruición… Para Tolstói esas dos gotas de miel, hasta la crisis, habían sido la familia y la actividad literaria, pero ahora ni una ni otra le procuran consuelo.

    En realidad, Tolstói nunca había mantenido buenas relaciones con sus compañeros de profesión. Le repugnaban los ambientes literarios de San Petersburgo, los partidismos de las distintas facciones, las camarillas organizadas en torno a determinadas revistas, y en las reuniones se comportaba con altanería y desdén. En una ocasión, incluso, estuvo a punto de batirse en duelo con Turguénev. Así se expresa en Mi confesión: «Ser apóstol [de las letras] era cosa agradable y provechosa. Viví mucho tiempo en aquella creencia, sin cuestionarme su veracidad. Pero al segundo y, sobre todo, al tercer año de esa existencia, empecé a dudar de la infalibilidad de tal creencia y me entregué al estudio. El primer motivo de duda fue el siguiente: me di cuenta de que los sacerdotes de nuestro culto no estaban de acuerdo entre sí… Era imposible no dudar de nuestra creencia. Y, habiendo dudado de la verdad de esa religión cristiana, empecé a observar más atentamente a esos sacerdotes y me convencí de que casi todos eran hombres inmorales y, en su mayoría, hombres malos, insignificantes, de carácter mucho más ruin que el de los hombres que trataba en mi vida de militar y de desorden… Pero lo extraño fue que, habiendo comprendido aquella mentira, habiendo renegado de ella, no renuncié al título que me habían dado aquellos hombres, el de artista, poeta, maestro… En mis relaciones con esos hombres adquirí un nuevo vicio, un orgullo que creció hasta convertirse en enfermedad: una loca seguridad de creerme destinado a enseñar a los hombres».

    Antes de cumplir cincuenta años, Tolstói había hecho realidad todos sus sueños: después de casarse con Sofía Behrs en 1862, había fundado una familia, como era su deseo; era rico, vivía en su propia hacienda, había alcanzado la gloria literaria con Guerra y paz. «Si un hada se hubiera propuesto complacerme –escribe en Mi confesión–, no habría sabido qué pedirle.» Pero, para su propia sorpresa, cada vez se siente más inquieto, insatisfecho, decepcionado. «Primero fueron instantes de perplejidad, de detención en la vida, como si ya no supiera cómo vivir, qué hacer. Y me sentí perdido y caí en gran un abatimiento.» De pronto toda su vida anterior, con sus logros y sus brillantes conquistas, se le antoja desprovista de sentido: «Sentí que aquello en lo que se apoyaba mi vida se rompía, que no encontraba ningún asidero, que lo que había constituido mi vida ya no existía, que moralmente no podía vivir».

    Desesperado, empieza a sopesar la idea del suicidio: «Con todas mis fuerzas aspiraba a desembarazarme de la vida. La idea del suicidio se me ocurrió de modo tan natural como antes las ideas de mejorar el modo de vivir… Y he aquí que yo, hombre dichoso, me ocultaba la cuerda para no ahorcarme y no iba de caza para no verme obligado a pegarme un tiro». El tono y el lenguaje de Mi confesión recuerdan el Eclesiastés: «No puedo dejar de ver que el día y la noche me corroen y me conducen a la muerte. Y no puedo dejar de verlo porque es la única verdad. Todo lo demás son mentiras… Cada paso hacia el saber conduce a la verdad. Y la verdad es la muerte».

    En ese estado de desesperación Tolstói vuelve la mirada a la religión, a la que a partir de entonces subordina en gran medida su talento literario.

    Toda la vida de Tolstói consistió en una angustiosa búsqueda de la verdad, primero en el campo del arte, luego del pensamiento y por último de la religión. Ya en Sebastopol en mayo de 1855 declara: «El héroe de este relato, al que amo con todas las fuerzas de mi alma, al que he tratado de reproducir en toda su hermosura y que siempre ha sido, es y será bello, es la verdad»⁴.

    En cualquier caso, en Tolstói ese proceso de búsqueda es mucho más interesante que las conclusiones a las que llega. Sus tesis, que recuerdan las de ciertos movimientos de nuestra época (en cierto sentido Tolstói es un precursor de los movimientos antiglobalización), constituyen uno de los ataques más sistemáticos y contundentes que se hayan hecho nunca de la civilización occidental: hipocresía de la sociedad, inmoralidad y criminalidad de las instituciones públicas y de los gobernantes, condena sin paliativos de las transacciones basadas en el dinero, violencia encubierta en las relaciones sociales y en las relaciones entre las naciones, rechazo de la propiedad privada, injusticia en las relaciones entre clases, basadas también en la violencia y en la explotación de los pobres y de los campesinos, desprecio de toda forma de justicia basada en procesos y tribunales. Aunque esas ideas ya están presentes, de modo embrionario, en el relato que abre la presente antología, «De las memorias del príncipe D. Nejliúdov. Lucerna», estallarán mucho más tarde, en el plano de la literatura en la irregular novela Resurrección y en el de las ideas en una serie de panfletos y escritos de combate en el que ofrece como única receta salvadora el régimen de vida de los campesinos, la castidad, el amor a los semejantes, la no violencia y el respeto por todas las criaturas.

    ¿Un Tolstói o dos?

    Los estudiosos de la obra de Tolstói suelen dividir su trayectoria en dos etapas. La primera llegaría hasta 1878, año que marca el final de la crisis y su conversión al cristianismo; la segunda se extendería desde esa fecha hasta su muerte. A grandes rasgos es una distinción que puede valer, aunque, como comenta D.S. Mirsky, «no debe olvidarse que la mayoría de las preocupaciones, temas, propósitos y recursos estilísticos del viejo Tolstói están presentes, de manera más o menos manifiesta, en la obra del joven Tolstói».

    «Muchos especialistas establecen una clara distinción entre el Tolstói literario, de las décadas anteriores a la crisis, y el pensador religioso de los años posteriores a ésta –escribe Orlando Figes⁵–, pero en realidad la búsqueda de fe fue un elemento constante en la vida y en la obra de Tolstói.» En ese sentido, cabe mencionar que ya en las primeras páginas de su Diario, iniciado en 1847, se advierte la imperiosa necesidad de hallar una justificación moral de la vida. En el plano de las ideas, la diferencia entre ambas épocas quizás estribe en que esa aspiración tuvo primero tintes filosóficos y después religiosos. Lo que en un principio era búsqueda de la verdad se convirtió en búsqueda de Dios. No obstante, en fecha tan temprana como el 4 de marzo de 1855 hay una entrada en su Diario que no puede dejar de sorprender: «Ayer una conversación sobre la divinidad y sobre la fe me ha sugerido una gran idea, una idea formidable, a cuya realización me siento capaz de consagrar toda mi vida. Esa idea es la fundación de una religión nueva, que corresponda al grado de evolución alcanzado por la humanidad: la religión de Cristo, pero desprovista de la fe y de los misterios; una religión práctica, que no prometa una felicidad futura, sino que la procure en la tierra». ¿Elucubraciones juveniles (Tolstói sólo tenía veintisiete años) o escalofriante profecía de lo que sucedería treinta años más tarde?

    En lo que respecta a los cuentos y relatos de Tolstói, lo primero que conviene destacar es que recorren toda su obra, desde la década de 1850 hasta el otoño de 1910.

    Los primeros relatos guardan estrecha relación con sus dos grandes novelas, Guerra y paz y Anna Karénina. Sus rasgos estilísticos, su concepción y sus recursos técnicos son, a grandes rasgos, los mismos que en esas soberbias obras. Por ejemplo, la extraña mezcla de un vocabulario coloquial y una sintaxis compleja y enrevesada, con frecuente uso de la subordinación. «Una prosa extremadamente puritana», la define D.S. Mirsky. Tal vez la principal característica de esa primera época sea la descripción minuciosa: es difícil que a Tolstói se le escape un solo protagonista sin dar cuenta de su fisonomía, de su forma de hablar y de moverse, de los gestos y las peculiaridades más marcadas de su personalidad. Un buen ejemplo de ese método literario es el relato «Jolstomer», a propósito del cual puede traerse a colación la siguiente anécdota: un día Tolstói paseaba con Turguénev por su hacienda de Yásnaia Poliana cuando vieron unos caballos. Tolstói empezó a hacer comentarios tan detallados y precisos sobre ellos que Turguénev no pudo dejar de exclamar:

    –Lev Nikoláievich, usted debe de haber tenido un caballo entre sus antepasados.

    A partir de la crisis se aprecia un esfuerzo por escribir de otra manera. Tolstói busca un estilo natural, poético, exento de complicaciones artificiosas, pero nunca plano o monótono; su ideal son las narraciones bíblicas (en Qué es el arte señala como modelo la historia de José), las leyendas populares, las vidas de santos. En ese sentido, el aspecto más llamativo de los cuentos de esa segunda etapa, más que la intención moral, el afán por la propaganda o el prurito religioso, es la manera de narrar, la decantación de la prosa, la búsqueda de la oralidad.

    Los cuentos de la segunda época de Tolstói deben leerse a la luz del ensayo Qué es el arte (1897-1898), donde el escritor expone sus nuevas teorías sobre la literatura. La principal afirmación contenida en ese tratado, que explica en parte ese giro estilístico, es la siguiente: «Si un hombre acaba compartiendo el estado de ánimo del autor, si siente esa emoción y esa unión con los demás, el objeto responsable es arte; pero si no ha habido comunión, si no ha habido esa unión con el autor y con los demás, no lo es».

    El arte puede ser bueno o malo, moral o inmoral. Como ejemplo de arte malo, Tolstói pone las obras de Shakespeare, que simplemente era un mal escritor. Como ejemplo de arte inmoral, cita a Homero: es inmoral porque celebra pasiones negativas como la violencia. Un tercer grupo está compuesto por obras que, si bien merecen el título de literatura, son moralmente malas, en cuanto restrictivas, pues están dirigidas a una reducida clase culta, la única capaz de entenderlas. En ese grupo entrarían, por ejemplo, la poesía de Pushkin y los dramas de Racine.

    Los relatos que Tolstói concibió y escribió pensando en que cualquier hombre pudiera entenderlos suelen ser reelaboraciones de leyendas o cuentos populares, casi siempre de ambiente campesino, en los que se ocupa, por lo general, de la revelación de la divinidad, de una experiencia mística. Dentro de ese grupo se incluyen maravillosas creaciones literarias, como «Dios ve la verdad, pero tarda en decirla», «Qué hace vivir a los hombres», «Donde hay amor está Dios», «Iliás» o «Los dos ancianos». D.S. Mirsky las define así: «Todas esas historias están admirablemente contadas y cada una de ellas es una obra maestra de construcción, economía y adaptación de unos medios a unos fines. El tono y la argumentación forman un todo orgánico y la tendencia moral no se percibe como algo externo».

    En cualquier caso, Tolstói no siempre se mantuvo fiel a las rígidas premisas expuestas en Qué es el arte. A veces sacrificó esas exigencias de accesibilidad en aras de una mayor complejidad argumenta) y exuberancia estilística. Así, un pequeño grupo de relatos de la segunda etapa está dirigido a un restringido grupo de lectores y, por tanto, presenta un estilo más próximo al del primer Tolstói, a veces incluso más suntuoso y cuidado. Dentro de ese grupo los relatos suelen abordar dos temas prioritarios: la conversión y el sexo.

    Al primer grupo pertenecen obras tan importantes como «Amo y criado», «Kornéi Vasíliev», «Divino y humano»; al segundo, «El padre Sergio» o «El diablo».

    En todas las obras tardías la conversión se describe como un rayo de luz interior y purificadora, como una revelación repentina que desvela de una vez por todas la verdad, pero que en esencia es incomunicable. En definitiva, se trata de una experiencia personal, íntima, única e intransferible que muchas veces el protagonista sufre en contra de su voluntad, como sucede en «Amo y criado». La conclusión, un tanto paradójica si se piensa en Tolstói como fundador de una nueva religión, es que la verdad no puede predicarse, cada cual debe descubrirla por sí mismo. «Basta con que yo sepa lo que sé», dice Vasili Andréievich Brejunov en «Amo y criado».

    En cuanto a la sexualidad, puede decirse que fue uno de los caballos de batalla de Tolstói a lo largo de toda su vida, sobre todo desde el momento en que, tras convertirse en apóstol de la castidad, se sintió incapaz de vivir de acuerdo con sus propios preceptos. A esa cuestión dedicó también La sonata a Kreutzer y no pocas digresiones y comentarios en Resurrección. En las Reminiscencias de Tolstói, Gorki recoge el siguiente comentario del novelista: «El hombre tiene que enfrentarse a terremotos y epidemias, a los horrores de la enfermedad y a toda clase de tormentos espirituales, pero la tragedia más angustiosa que conoce ha sido siempre y siempre será la tragedia del dormitorio».

    Un tercer grupo se ocupa de temas sociales o morales, con un tono más elevado que el de los relatos populares, como por ejemplo «Después del baile» y «Canciones en la aldea».

    En cualquier caso, a pesar de las gradaciones de complejidad y orientación que puedan establecerse entre las distintas narraciones, es posible determinar ciertos rasgos comunes. Así, en general, puede decirse que casi todas ellas se ocupan de las vicisitudes de gentes sencillas (una excepción es «El padre Sergio»). Al final de su vida Tolstói le dirá a Gorki: «Los héroes son mentiras, invenciones. No hay más que personas, seres humanos; eso es todo».

    Entre los rasgos comunes de su narrativa destacan cuatro, que definen su modo de escribir y están presentes a lo largo de toda su obra:

    1) Obsesión por el detalle. Tolstói es, ante todo, un narrador excepcional y, por más que intentara simplificar su estilo en favor de una mayor accesibilidad, seguía siendo Tolstói. De hecho, algunos de sus mayores logros estéticos, como el relato «Amo y criado», pertenecen al segundo período. Una de las máximas aspiraciones de su prosa es la precisión, pero ese objetivo no le llevó a una búsqueda de la palabra exacta, como en el caso de Pushkin, sino a una descripción minuciosa y prolija que fuera perfilando y construyendo una imagen definitiva de un objeto, una situación o un personaje.

    2) Comparación: a Tolstói le gusta enfrentar a distintos personajes a una misma coyuntura y analizar sus distintas reacciones. Ese recurso puede observarse con particular claridad en «Tres muertes» o «Amo y criado».

    3) Proceso de extrañamiento: con frecuencia Tolstói presenta una situación habitual como si se contemplara por primera vez. Es una técnica semejante a la que emplean muchos escritores del siglo xviii, como Montesquieu en sus Cartas persas o Voltaire en cuentos tales como Micromegas o La princesa de Babilonia. El objetivo es presentar la realidad humana desde el punto de vista de un extraño, resaltando todas sus incoherencias, injusticias y absurdos convencionalismos. Como ejemplo de esa técnica literaria pueden señalarse «Jolstomer» y «Después del baile».

    4) Uso del monólogo interior, con su secuencia no siempre coherente, como en «Las memorias de un loco» o «El diablo», un procedimiento con el que ya había experimentado en obras tempranas como los Relatos de Sebastopol y «Albert», y que había llevado a su máxima expresión en Guerra y paz.

    ¿Qué Tolstói es mejor?

    Dentro de esos dos períodos suele concederse la primacía al primero, y no cabe duda de que hay razones para ello. Si Tolstói ha pasado a la historia ha sido por su soberbias creaciones literarias, no por sus facetas de pensador, crítico social o predicador, más presentes en la segunda etapa. Pero hay otra causa que explica esa preeminencia. A Tolstói se le ve ante todo (y nuevamente no sin motivo) corno novelista. En ese contexto, la única novela escrita en la segunda época, Resurrección, no aguanta la comparación, ni de lejos, con las justamente célebres Guerra y paz y Anna Karénina.

    En cambio, cuando la discusión desciende al plano del cuento y el relato, las cosas ya no ven tan claras. Además de las decenas de obras maestras escritas después de 1876 e incluidas en el presente volumen, no debe olvidarse que tres de las creaciones más sobresalientes de Tolstói (no recogidas en esta antología en razón de su extensión) pertenecen a ese segundo período: La muerte de Iván Ilich, El billete falso (quizás el relato más admirablemente construido que se haya escrito jamás) y Hadzhi Murat. En suma, como novelista, el primer Tolstói es mejor; como cuentista y narrador, el segundo.

    Las obras pedagógicas

    En medio de esos dos grandes bloques, en una especie de tierra de nadie, quedaría la labor del Tolstói pedagogo, fascinante y poco conocida, que maravilla no sólo por su frescura, su serenidad, su magia poética y su encanto inefable, sino también por su fabulosa diversidad: cuentos, leyendas, apólogos, relatos históricos, simples descripciones, recuerdos de infancia, explicaciones científicas, hasta poemas…

    Como se sabe, Tolstói fundó varias escuelas en sus propiedades, viajó ampliamente por Europa en busca de manuales e ideas al respecto, editó una revista sobre esas cuestiones, Yásnaia Poliana, y ejerció como maestro de los hijos de los campesinos en diversos períodos de su vida.

    Fruto de innumerables reflexiones sobre lo que se debe enseñar a los niños y del mejor modo de hacerlo son los cuentos del Nuevo abecedario y de los cuatro Libros rusos de lectura. En la selección que aquí se ha hecho de esas colecciones se han privilegiado las obras del propio Tolstói o las adaptaciones de cuentos orientales (procedentes, en su mayoría, de recopilaciones hindúes o de Las mil y una noches) o rusos y se han dejado fuera las versiones de autores occidentales más conocidos como Esopo o La Fontaine. En conjunto, casi un tercio de los relatos del Nuevo abecedario son obra de Tolstói.

    Tolstói no sólo escribió y reunió esos textos para que los niños aprendieran a leer y escribir; también quería (quizá fuera ésa su principal aspiración) forjar con ellos una visión estética y poética de la vida y de la naturaleza, así como fijar unos ejemplos de comportamiento moral. No hay una especial preocupación por la religión. Tal vez la principal enseñanza que pueda extraerse de esos maravillosos cuentecillos sea el amor a la naturaleza y el respeto a la vida, a todos los seres vivos. Algunos, a pesar de su brevedad, son verdaderamente encantadores, como «La mimbrera», «La liebre», «El lobo y el mujik», «El zar y la camisa», «La niña-ratón», «El mujik y el caballo», y tantos otros. Especial mención merece «El prisionero del Cáucaso», uno de los cuentos de los que Tolstói se sentía más satisfecho.

    En una carta del 1 de enero de 1872 Tolstói se refirió al Abecedario en los siguientes términos: «A propósito del Abecedario, mi ambicioso sueño es el siguiente: que durante dos generaciones todos los niños rusos, tanto los de la familia imperial como los de los mujiks, se formen con ese libro, extraigan sus primeras impresiones poéticas y yo pueda morir en paz».

    La primera versión del Abecedario se publicó en 1872. A lo largo de los años siguientes, a pesar de las críticas despiadadas, se venderían más de un millón de ejemplares. En 1874 Tolstói preparó el Nuevo abecedario, una edición reducida del Abecedario, que saldría en 1875. A continuación se ocupó de los cuatro Libros rusos de lectura, también con materiales del Abecedario, que verían la luz en julio de 1875.

    El Abecedario también es importante porque es la primera obra en la que Tolstói emplea un lenguaje popular. En ese sentido, supuso el primer alejamiento de su anterior modo de narrar, una especie de ruptura con su obra anterior. Como ejemplo de la enorme importancia que Tolstói concedía a estos textos, puede mencionarse que de uno de ellos, «Qué hace vivir a los hombres», se conservan treinta y tres versiones distintas.

    El foral

    Es conocida la peripecia de los últimos días de Tolstói, su huida en plena noche, su viaje en vagones de tercera sin calefacción, su enfermedad repentina y su muerte en la remota estación de Astápovo, donde sería atendido por su hija Aleksandra y por su implacable discípulo Chertkov (a la mujer se le vetaría la entrada). Tolstói murió el 7 de noviembre de 1910. Dos días más tarde fue enterrado en un bosque de Yásnaia Poliana, sin cruz, cumpliendo su última voluntad.

    Unos años antes le había dicho a Gorki: «Cuando un hombre ha aprendido a pensar, todos sus pensamientos se ocupan de su propia muerte». Gorki, que sentía por él una mezcla de admiración y odio, lo veía como una especie de coloso que se hubiera apartado de sus semejantes y se hubiera retirado a un desierto para que nada le impidiera martirizarse meditando en su propia muerte. «Estoy siempre conmigo y soy mi propio atormentador», dice el personaje autobiográfico de «Las memorias de un loco».

    VÍCTOR GALLEGO BALLESTERO

    Nota al texto

    Los límites entre el cuento, el relato y la novela corta, siempre tan difusos, son casi imposibles de definir en la obra de Tolstói, donde coexisten piezas de una sola página y otras que sobrepasan el centenar. En ese contexto no resulta fácil establecer unos criterios de selección a los que atenerse. En la presente antología se ha optado por no incluir narraciones de más de setenta páginas; de ese modo han quedado fuera (en razón de su extensión, no de su calidad) obras como La muerte de Iván Ilich, La mañana de un señor, El billete falso o Felicidad conyugal.

    En cuanto a la selección en sí, se ha procurado que todas las fases y períodos de Tolstói estén representados. Cuando ha sido necesario elegir, se ha preferido la inclusión de cuentos y relatos con mayor peso literario y menor contenido ideológico, aunque no siempre ha sido posible. Es una selección amplia, que abarca de 1857 a 1909.

    La mayoría de los cuentos y relatos de Tolstói se publicaron en revistas antes de aparecer en forma de libro, aunque a veces se dio la situación contraria, en un intento de la censura de limitar su difusión (los libros, en virtud de su alto precio, tenían una circulación más restringida). Tolstói a veces acababa un relato en unos pocos días; en otras ocasiones lo dejaba aparcado y lo retomaba mucho tiempo después, introduciendo modificaciones significativas. En tal caso se ha optado por indicar dos fechas: la primera hace referencia a la redacción inicial del relato; la segunda precisa el momento en que Tolstói introdujo los retoques definitivos. Así, por ejemplo, en «Jolstomer» aparecen 1863 y 1885. En el caso de «El diablo» la fecha de composición es 1889, pero una entrada en el Diario del 19 de febrero de 1909 permite suponer que a esa última fecha corresponden las correcciones finales.

    Como curiosidad, cabe señalar que los cuentos «El rey asirio Asarjaddón» y «Tres cuestiones», escritos entre julio y agosto de 1903, vieron la luz antes en yiddish que en ruso. Tolstói se los envió al escritor judío Sholom Aleijem, que estaba recopilando una colección de cuentos para ayudar a las víctimas de un terrible pogromo que se había producido en la ciudad moldava de Kishiniov.

    Conviene señalar, asimismo, que algunos de los mejores relatos de Tolstói no se editaron en vida del autor y aparecieron póstumamente en 1911.

    Para la traducción se han utilizado la edición de Obras escogidas en veintidós tomos publicada en Moscú por la editorial Judozhestvennaia Literatura en 1983 y la edición de Obras completas en noventa tomos publicada en Moscú por la misma editorial en 1957.

    Procedencia de los textos:

    «De las memorias del príncipe D. Nejliúdov. Lucerna» (Iz zapizok kniazia D. Nejludova. Liutsern), publicado en El Contemporáneo en 1857.

    «Albert» (Albert), publicado en El Contemporáneo en 1858.

    «Tres muertes» (Tri smerti), publicado en Biblioteca de Lectura en 1859. «Nuevo abecedario» (Novaia Azbuka), 1875.

    «Primer libro ruso de lectura», «Segundo libro ruso de lectura», «Tercer libro ruso de lectura», «Cuarto libro ruso de lectura» (Pervaia russkaia kniga dlia chtenia, Vtoraia russkaia Kniga filia chtenia, Tretia russkaia kniga dlia chtenia, Chetviortaia russkaia kniga dlia chtenia), 1875.

    «Qué hace vivir a los hombres» (Chem liudi zhivi?), publicado en El Reposo de los Niños, 1881.

    «Las memorias de un loco» (Zapiski sumashedshego), publicado póstumamente en 1912.

    «Jolstomer» (Jolstomer), publicado en el vol. III de las Obras de Tolstói, 1885.

    «Iliás» (Ilias), publicado en la colección El rey Creso y el maestro Solón y otros relatos (Tsar krez i uchitel solon i drugie rasskazi), 1886.

    «Los dos hermanos y el oro» (Dva brata i zoloto), publicado en la colección El rey Creso y el maestro Solón y otros relatos (Tsar krez i uchitel solon i drugie rasskazi), 1886.

    «Donde hay amor está Dios» (Gde liubov tam i Bog), publicado por la editorial El Intermediario en 1886.

    «Cuánta tierra necesita un hombre» (Mnogo li cheloveku zemli nuzhno), publicado en La Riqueza Rusa en 1886.

    «Los tres eremitas» (Tri startsa), publicado en El Campo en 1886.

    «Los dos ancianos» (Dva starika), publicado en la editorial El Intermediario en 1885.

    «Amo y criado» (Joziain i rabotnik), publicado en El Mensajero del Norte en 1895.

    «El padre Sergio» (Otets Serp), publicado póstumamente en 1911.

    «Después del baile» (Posle bala), publicado póstumamente en 1911.

    «El rey asirio Asarjaddón» (Asiirski tsar Asarjadon), publicado por primera vez en ruso por la editorial El Intermediario en 1904.

    «Tres cuestiones» (Tri voprosa), publicado por primera vez en ruso por la editorial El Intermediario en 1904.

    «Aliosha Puchero» (Aliosha Gorshok), publicado póstumamente en 1911.

    «Kornéi Vasíliev» (Kornei Vasiliev), publicado en Ciclo de Lectura en 1906.

    «La oración» (Molitva), publicado en Ciclo de Lectura en 1906.

    «Divino y humano» (Bozheskoie i chelovecheskoie), publicado en Ciclo de Lectura en 1906.

    «Buda» (Budda), publicado en Ciclo de Lectura en 1906.

    «El lobo» (Volk), Tolstói dictó este relato al fonógrafo el 19 de julio de 1908. Se publicó por primera vez en la revista El Faro en 1909.

    «El diablo» (Diavol), publicado póstumamente en 1911.

    «Canciones en la aldea» (Pesni na derevne), publicado en Colección Conmemorativa del Fondo de Ayuda a los Escritores, 1910.

    De las memorias del príncipe D. Nejliúdov.

    Lucerna

    Ayer por la tarde llegué a Lucerna y me alojé en el mejor hotel del lugar, el Schweitzerhof.

    «Lucerna, antigua ciudad cantonal, se alza a orillas del lago de los cuatro cantones –dice Murray–. Es una de las localidades más románticas de Suiza; en ella se cruzan tres caminos importantes; a una sola hora en barco se encuentra el monte Rigi, desde el que se abre uno de los panoramas más bellos del mundo.»

    Ya sea cierto o no, las otras guías dicen lo mismo, de modo que en Lucerna hay muchísimos viajeros de todas las naciones, sobre todo ingleses.

    El extraordinario edificio de cinco plantas del Schweitzerhof fue construido hace poco a la orilla del lago, en el mismo punto en que antiguamente había un puente de madera, cubierto, sinuoso, con capillas en ambos extremos e imágenes sagradas en los cabrios. Ahora, gracias a la enorme afluencia de ingleses y a sus exigencias, su gusto y su dinero, el viejo puente ha sido destruido y en su lugar, sobre un zócalo, se ha construido un paseo derecho como un bastón, flanqueado de casas de cinco plantas rectangulares, ante las cuales han plantado dos hileras de tilos con rodrigones y entre un árbol y otro, como es costumbre, han puesto bancos verdes. Es el paseo, por el que caminan arriba y abajo inglesas con sombreros de paja suizos e ingleses con trajes sólidos y cómodos, satisfechos de su obra. Puede que esos paseos, esas casas, esos tilos y esos ingleses queden bien en otro lugar, pero no aquí, en medio de esta naturaleza grandiosa a su modo y al mismo tiempo de una inefable armonía y delicadeza.

    Cuando subí a mi habitación y abrí la ventana, que daba al lago, en un primer momento me sentí literalmente cegado y conmovido por la belleza de esas aguas, de esas montañas y de ese cielo. Percibía una inquietud interior y la necesidad de expresar de algún modo las emociones que pronto embargaron mi alma. En ese momento me habría gustado abrazar a alguien, abrazarle con fuerza, hacerle cosquillas, pellizcarlo; en definitiva, hacer algo insólito.

    Eran más de las seis de la tarde. Había estado lloviendo todo el día, pero ahora había escampado. El lago, azul como azufre ardiente, con los puntos de las barcas y sus evanescentes estelas, se extendía inmóvil, liso, convexo ante las ventanas, entre las orillas verdes y variopintas; más adelante se estrechaba, comprimido entre dos enormes terrazas y, ya más oscuro, desaparecía entre una sucesión de valles, montañas, nubes y témpanos de hielo. En primer término las húmedas riberas verde claro, con sus cañaverales, prados, jardines y villas; más lejos las exuberantes terrazas verde oscuro con ruinas de castillos; al fondo una irregular cadena de montañas de un lila claro, con magníficos peñascos y las nevadas cumbres, de un blanco opaco; y todo anegado del delicado y transparente azul del aire e iluminado por los cálidos rayos del atardecer, que se filtraban a través de las nubes. Ni en el lago ni en las montañas ni en el cielo había una línea íntegra, un color homogéneo, un momento uniforme; por todas partes se apreciaba movimiento, asimetría, disparidad, una infinita mezcolanza y variedad de sombras y líneas; una sensación de serenidad, dulzura, unidad e insoslayable belleza se difundía por doquier. Y allí, en medio de esa belleza indefinida, confusa y libre, ante mi misma ventana, despuntaba estúpidamente, como un truco, el bastón blanco del paseo, los tilos con los rodrigones y los bancos verdes, pobres y triviales creaciones humanas que, a diferencia de las villas lejanas y las ruinas, no se sumergían en la armonía general de la belleza, sino que, por el contrario, establecían un grosero contrapunto. Sin darme cuenta, mi mirada seguía fija en la línea horrendamente recta del paseo; quería apartarla, destruirla mentalmente, igual que una mota negra en la nariz, junto a un ojo; pero, como el paseo, lleno de ingleses, seguía en su lugar, traté de buscar un punto de mira desde el que no resultara visible. Aprendí a mirar así y hasta la hora de la cena disfruté de ese sentimiento incompleto, pero tan dulcemente angustioso, que comunica la contemplación solitaria del paisaje.

    A las siete y media me llamaron para la cena. En una sala espaciosa y magníficamente amueblada de la planta baja habían aparejado dos largas mesas, con cubiertos para al menos un centenar de personas. El silencioso movimiento de los comensales se prolongó durante unos tres minutos: rumor de faldas, leves pasos, conversaciones en voz baja con amabilísimos y apuestos camareros; caballeros y damas de una pulcritud impecable, ataviados con trajes elegantes y costosos ocuparon todos los lugares. Como es habitual en Suiza, la mayor parte de los huéspedes eran ingleses y por tanto los principales rasgos de la mesa común eran un austero decoro que adquiría carácter de ley, una falta absoluta de comunicación, que no se basaba en el orgullo, sino en la ausencia de una necesidad de intimidad, y el placer solitario de ver satisfechas de una manera cómoda y agradable las necesidades propias. Por todas partes brillaban blanquísimos encajes, blanquísimos cuellos, blanquísimos dientes naturales y postizos, blanquísimos rostros y manos. Pero los rostros, muchos de ellos bastante atractivos, sólo expresaban la conciencia del propio bienestar y una falta total de atención por cuanto les rodeaba y no tenía una relación directa con ellos; las blanquísimas manos con anillos y mitones sólo se movían para ajustar el cuello, cortar la carne y escanciar vino en las copas, pero esos movimientos no reflejaban ninguna emoción. De vez en cuando los familiares intercambiaban algún comentario en voz baja sobre el exquisito sabor de un plato o del vino y sobre la hermosa vista del monte Rigi. Los viajeros y viajeras solitarios guardaban silencio y ni siquiera se miraban. Si de vez en cuando dos de esas cien personas conversaban, seguramente era para hablar del tiempo y de la ascensión al monte Rigi. Los cuchillos y los tenedores apenas se oían en los platos, las viandas se servían poco a poco, los guisantes y las verduras se comían exclusivamente con el tenedor; los camareros, sometiéndose inconscientemente al silencio general, preguntaban en un susurro qué vino debían servir. En tales cenas siempre me siento incómodo y molesto, y al final acabo dominado por la tristeza. Tengo la impresión de que soy culpable de algo y me han castigado, como de niño, cuando, por una travesura, me obligaban a sentarme en una silla y me decían con ironía: «Descansa, querido!», mientras la sangre joven me latía en las venas y en la habitación contigua se oían los alegres gritos de mis hermanos. Antes trataba de rebelarme contra ese sentimiento de opresión que me embarga en tales cenas, pero en vano; todas esas caras muertas ejercen una influencia irresistible sobre mí, hasta el punto de que yo mismo me convierto en otro muerto. No deseo nada, no pienso, ni siquiera observo. Al principio traté de charlar con mis vecinos; pero, aparte de frases que se habían repetido centenares de miles de veces en ese mismo lugar y con la misma expresión, no obtuve respuesta alguna. Y el caso es que esa gente no era estúpida ni insensible; probablemente muchas de esas personas impertérritas tenían una vida interior como la mía, y en no pocos casos mucho más compleja e interesante. Entonces ¿por qué se privaban de una de las mayores satisfacciones de la vida, del placer de la compañía mutua?

    Qué diferencia con nuestra pensión de París. Allí, bajo la influencia de la sociabilidad francesa, veinte personas de las nacionalidades, profesiones y caracteres más dispares, nos reuníamos en torno a la mesa común como si fuera una diversión. En un momento la conversación, aderezada de bromas y juegos de palabras, se propagaba de un extremo al otro, aunque a menudo en una lengua incorrecta. Todos, sin preocuparse de lo que resultaría, decían lo que se les pasaba por la cabeza; teníamos nuestro filósofo, nuestro polemista, nuestro bel esprit, nuestro fanfarrón; todo era común. Inmediatamente después de la cena, retirábamos la mesa y, unos llevando el compás y otros a su aire, bailábamos la polca por la polvorienta alfombra hasta la noche. No éramos nada coquetos ni muy inteligentes o respetables, pero estábamos vivos: la condesa española con sus aventuras románticas, el abad italiano que declamaba la Divina comedia después de la cena, el médico americano que tenía acceso a las Tullerías, el joven dramaturgo de pelo largo, la pianista que había compuesto, según sus propias palabras, la mejor polca del mundo; la hermosa y desdichada viuda con tres anillos en cada dedo: todos habíamos entablado relaciones que, si bien superficiales, no dejaban de ser amistosas, y habíamos conservado recuerdos, unas veces livianos, otras sinceros, pero siempre cordiales. En cambio en las tables d’hôte inglesas no puedo dejar de pensar, al contemplar todos esos encajes, cintas, sortijas, cabellos untados de pomada y vestidos de seda: ¿cuántas mujeres serían felices y harían felices a los demás con esos atavíos? Asusta pensar cuántos amigos y amantes, felicísimos amigos y amantes, están sentados juntos y no lo saben. Dios sabe por qué no lo sabrán nunca ni se concederán jamás esa felicidad que habrían podido procurarse tan fácilmente y que tanto anhelan.

    Me ganó la tristeza, como siempre después de esas cenas, y, sin tomar el postre, en la más sombría disposición de ánimo, salí a dar una vuelta por la ciudad. Las calles estrechas, sucias, sin iluminación, las tiendas cerradas, los encuentros con trabajadores borrachos y mujeres que iban a buscar agua o, tocadas de sombrero, se deslizaban por los callejones, junto a las paredes, mirando a su alrededor, no sólo no disiparon mi melancólico humor, sino que lo reforzaron. En las calles reinaba ya una completa oscuridad cuando, sin reparar en cuanto me rodeaba, con la cabeza vacía, me dirigí al hotel, esperando que el sueño me liberara de ese pesar. Experimentaba una sensación de frío en el alma, de soledad y de angustia, como sucede a veces sin una causa evidente cuando se llega a un lugar nuevo.

    Caminaba por la orilla hacia el Schweitzerhof, con la cabeza gacha, cuando de pronto me sorprendieron los sonidos de una música extraña, pero extremadamente agradable y dulce. Esas notas actuaron al punto sobre mí, reavivándome. Era como si una luz poderosa y alegre hubiera penetrado en mi alma. Me sentía contento, de buen humor. Mi adormecida atención de nuevo empezó a prestar atención a los objetos circunstantes. Y la belleza de la noche y del lago, a la que antes me mostraba indiferente, de repente me impresionó y me llenó de deleite, como si se tratara de una novedad. Sin darme cuenta, en un instante reparé en el cielo encapotado, con grises nubarrones sobre el azul oscuro, iluminado por la naciente luna; en el lago liso, de un verde oscuro, en el que se reflejaban las luces; en las brumosas montañas que se avistaban en la lejanía, en el croar de las ranas de Fröschenburg y en el fresco y alegre canto de las codornices, que llegaba de la otra orilla. Justo delante de mí, desde el lugar del que provenían las notas y que antes había atraído mi atención, divisé en la penumbra, en medio de la calle, a un grupo de personas que formaban un semicírculo, y delante de ellas, a cierta distancia, a un hombre diminuto vestido de negro. Detrás de la gente y del hombrecillo, en el cielo veteado de gris oscuro y de azul, se recortaban esbeltos algunos chopos de un jardín y, a ambos lados de la antigua catedral, se alzaban majestuosas las dos austeras agujas de las torres.

    A medida que me acercaba, las notas se perfilaban con mayor nitidez. Distinguía claramente, ya de lejos, los acordes de una guitarra, que oscilaban dulces en el aire de la noche, y algunas voces que, interrumpiéndose unas a otras, no cantaban toda la melodía, sino que, entonando los pasajes más expresivos, la dejaban adivinar. Era algo así como una mazurca dulce y graciosa. Las voces parecían ya cercanas, ya lejanas; tan pronto se oía un tenor, como un bajo o un falsete, que se acompañaba de trinos a la tirolesa. No era una canción, sino un leve y magistral esbozo de canción. Aunque no acababa de entender qué clase de canto era, lo encontraba muy hermoso. Los débiles y apasionados acordes de guitarra, la dulce y ligera melodía, la figura solitaria de ese hombrecillo de negro en medio del fantástico enclave del lago oscuro, la luna entre las nubes, las dos enormes agujas de las torres, que se erguían silenciosas, y los chopos del jardín: todo era extraño, pero de una belleza inefable, o al menos así me lo parecía.

    Todas las confusas e involuntarias impresiones de la vida de pronto se llenaron de significado y fascinación. Era como si en mi alma hubiese brotado una fresca florecilla perfumada. En lugar del cansancio, la desesperación y la indiferencia absoluta de un minuto antes, me embargaba la necesidad de amar, me sentía lleno de esperanzas y de una inmotivada alegría de vivir. ¿Qué más puedo pedir? ¿Qué más puedo desear?, me venía involuntariamente a la cabeza. «Ya lo ves, la belleza y la poesía te rodean. Aspíralas en grandes y profundas bocanadas, con todas las fuerzas de que dispongas, disfruta de ellas, no necesitas nada más. Todo es tuyo, todo es felicidad…»

    Me acerqué más. Por lo visto, el hombrecillo era un vagabundo tirolés. Estaba ante las ventanas del hotel, con un pie hacia delante y la cabeza levantada; rasgueando la guitarra, entonaba a diferentes voces su graciosa canción. Sentí una repentina ternura por ese hombre, así como agradecimiento por el cambio que había producido en mí. Según pude apreciar, el cantante llevaba una vieja levita negra, tenía los cabellos oscuros, cortos, y cubría su cabeza con una sencilla gorra de comerciante, algo gastada. Su indumentaria no tenía nada de artística, pero su gallarda postura, infantilmente alegre, y los movimientos de su minúscula figura constituían un espectáculo conmovedor y a la vez divertido. En la entrada, en las ventanas y en los balcones del hotel, magníficamente iluminado, había damas con trajes elegantes y faldas anchas, caballeros con cuellos blanquísimos, un portero y un criado con galones dorados; en la calle, en el semicírculo de gente y más allá, entre los tilos del bulevar, se habían reunido y detenido camareros vestidos con elegancia, cocineros con gorras y chaquetas blanquísimas, algunas muchachas abrazadas y varios transeúntes. Parecía que a todos les embargaba el mismo sentimiento que a mí. Todos rodeaban en silencio al cantante y escuchaban con atención. Reinaba la calma; sólo en los intervalos de la canción, desde algún punto lejano, llegaba el rumor uniforme de un martillo, a través de las aguas, mientras en Fröschenburg continuaba el irregular croar de las ranas, interrumpido por el monótono gorjeo de las codornices.

    En medio de la calle, rodeado de oscuridad, el hombre cantaba como un ruiseñor, verso tras verso, canción tras canción. Aunque me había aproximado mucho, su canto seguía pareciéndome maravilloso. Su vocecilla era extremadamente agradable; la ternura, el gusto y el sentido de la medida con que dominaba esa voz eran extraordinarios y demostraban un enorme talento natural. Cantaba el estribillo de cada estrofa de una manera diferente cada vez y se veía que todos esos graciosos cambios se le ocurrían de repente, eran improvisados.

    Entre la gente reunida abajo, en el bulevar, y arriba, en el hotel Schweitzerhof, se oía con frecuencia, en medio del respetuoso silencio reinante, un susurro de aprobación. En los balcones y en las ventanas, iluminados por los faroles del edificio, aparecían cada vez más hombres y mujeres elegantes, que se acodaban en posturas pintorescas. Los transeúntes se detenían; por todas partes, en la sombra de la orilla y junto a los tilos, se veían grupos de hombres y mujeres. A mi lado, un tanto apartados de la multitud, había un criado y un cocinero de familias aristocráticas, ambos con un cigarro en la mano. El cocinero era muy sensible al encanto de la música y, a cada agudo en falsete, hacía con la cabeza un gesto de arrobamiento e incredulidad y daba al criado un codazo con una expresión que quería decir: «¿Cómo canta, eh?». El criado, cuya franca sonrisa me permitía juzgar cuánto disfrutaba de la música, respondía a los golpes del cocinero encogiéndose de hombros, dando a entender que era bastante difícil sorprenderlo y que había oído cosas mucho mejores.

    Aprovechando un momento en que el cantante se aclaraba la voz, le pregunté al criado quién era ese hombre y si iba por allí a menudo.

    –Sí, viene un par de veces cada verano –respondió el lacayo–. Es de Argovia. Pide limosna.

    –¿Vienen muchos hombres de esa clase? –pregunté.

    –Sí, sí –respondió el criado, que en un primer momento no había comprendido bien; después, cuando entendió la pregunta, añadió–: ¡Oh, no! No he visto otro como él.

    En ese momento el hombrecillo acabó la primera canción, volvió la guitarra con decisión y pronunció unas palabras en su patois⁷ alemán que no llegué a comprender, pero que suscitaron carcajadas entre los circunstantes.

    –¿Qué dice? –pregunté.

    –Que se le ha secado la lengua y le apetecería beber un trago de vino –me tradujo el criado que estaba junto a mí.

    –Entonces ¿le gusta beber?

    –Esa gente es así –respondió el criado, sonriendo y haciendo un gesto despectivo con la mano.

    El cantante se quitó la gorra y, agitando la guitarra, se acercó al hotel. Levantando la cabeza, se dirigió a los señores asomados a las ventanas y a los balcones:

    –Messieurs et mesdames –dijo con un acento medio italiano y medio alemán y esa entonación con que se dirigen al público los prestidigitadores–, si vous croyez queje gagne vuelque chose, vous vous trompez; je ne suis qu’un bauvre tiaple. Se detuvo y guardó silencio unos instantes; pero, como nadie le daba nada, volvió a tomar la guitarra y dijo–: A présent, messieurs et mesdames, je vous chanterai l’air du Rigi.

    Arriba el público callaba, pero seguía en su sitio, esperando la siguiente canción; abajo, entre la muchedumbre, se oían algunas risas, probablemente porque el hombre se expresaba de un modo extraño y porque nadie le había dado nada. Le di unos céntimos, que pasó hábilmente de una mano a otra, antes de meterlos en un bolsillo del chaleco y, tras ponerse la gorra, entonó una graciosa y agradable canción tirolesa, a la que él llamaba l air du Rigi. Esa canción, que había dejado para el final, era aún mejor que las anteriores; entre el público, cada vez más numeroso, se oían palabras de satisfacción. El hombrecillo terminó. De nuevo agitó la guitarra, se quitó la gorra, la extendió hacia delante, dio dos pasos en dirección a las ventanas y volvió a repetir su frase enigmática: «Messieurs et mesdames, si vous croyez queje gagne vuelque chose», que por lo visto consideraba muy ingeniosa y aguda, pero esta vez en su voz y en sus gestos noté cierta indecisión y timidez infantil que, dada su baja estatura, resultaban especialmente conmovedoras. El público elegante seguía acodado en posturas pintorescas en balcones y ventanas, a la luz de los faroles, esplendorosos con sus lujosos vestidos; algunos conversaban con voces medidas y educadas, hablando seguramente del cantante, que seguía delante de ellos con el brazo extendido; otros miraban esa pequeña figura negra con interés y curiosidad; en un balcón se oyó la sonora y alegre carcajada de una muchacha. Abajo, entre la muchedumbre, las voces y las risas iban subiendo de tono. El cantante repitió su frase por tercera vez, pero con voz aún más débil, y, sin acabarla siquiera, volvió a extender la mano con la gorra, aunque la retiró en seguida. Por segunda vez ninguna de las cien personas elegantemente vestidas que se habían reunido para escucharle le arrojó una moneda. La muchedumbre se reía sin piedad. El pequeño cantante, según me pareció, se encogió aún más, cogió la guitarra con la otra mano, alzó la gorra por encima de la cabeza y dijo:

    –Messieurs et mesdames, je vous remercie et je vous souhaite une bonne nuit¹⁰ y se puso la gorra.

    La muchedumbre estalló en alegres carcajadas. Poco a poco el público elegante, charlando tranquilamente, empezó a retirarse de las ventanas. En el bulevar la gente reanudó su paseo. La calle, silenciosa mientras duraron las canciones, volvió a animarse; sólo algunas personas, sin acercarse, miraban de lejos al cantante y se reían. Oí que el hombrecillo, que parecía haber encogido aún más, pronunciaba unas palabras entre dientes; después se volvió y se marchó a grandes pasos en dirección a la ciudad. Los alegres transeúntes que lo contemplaban lo siguieron a cierta distancia, riéndose de él…

    Estaba totalmente confuso, no entendía qué significaba todo eso; sin moverme de mi sitio, miraba desconcertado al hombrecillo, que se alejaba raudo en la oscuridad, y a las personas risueñas que lo perseguían. Sentí pena, amargura y, sobre todo, vergüenza del hombrecillo, de la muchedumbre y de mí mismo, como si hubiese sido yo quien hubiera pedido dinero en vano y de quien se hubieran reído. Sin volver la cabeza y con el corazón encogido, atravesé a buen paso la entrada del Schweitzerhof y me dirigí a mi habitación. Aún no era consciente de lo que me estaba pasando; sólo sentía que un peso y una cuestión no resuelta embargaban mi alma y me oprimían.

    En el vestíbulo grandioso e iluminado me encontré con el portero, que se apartó cortésmente, y con una familia inglesa. Un hombre robusto, alto y apuesto, con negras patillas a la inglesa, sombrero negro, una manta de viaje en el brazo y un elegante bastón, caminaba con paso seguro e indolente, llevando del bracete a una dama que lucía un extraño vestido de seda, una toca con cintas brillantes y maravillosos encajes. A su lado iba una guapa y fresca señorita tocada de un gracioso sombrero suizo con una pluma à la mousquetaire, del que se escapaban unos sedosos y largos rizos rubios que caían sobre su blanco rostro. Delante de ellos saltaba una rubicunda muchacha de unos diez años, con las rodillas rollizas y blancas, que asomaban por debajo de las finísimas puntillas.

    –Una noche maravillosa –dijo la dama con voz dulce y feliz, cuando pasaban a mi lado.

    –Ohe! –bufó perezosamente el inglés, que por lo visto se encontraba tan a gusto en el mundo que ni siquiera tenía ganas de hablar. ¡Qué fácil, cómoda, grata y serena parecía la vida para todos ellos! Sus gestos y rostros expresaban una completa indiferencia por los demás, una seguridad absoluta de que el portero se apartaría y les haría una reverencia; de que, al volver, encontrarían una cama limpia y una habitación arreglada; de que todo eso tenía que ser así, pues tenían pleno derecho a ello; de pronto, sin darme cuenta, me puse a compararlos con el cantante vagabundo que, cansado y acaso hambriento, escapaba avergonzado de la multitud, que se burlaba de él; comprendí cuál era la pesada piedra que me oprimía el corazón y sentí una cólera indecible por esa gente. Pasé dos veces junto al inglés y en ambas ocasiones, con inefable placer, le cerré el paso y le empujé con el codo; luego salí del hotel y eché a correr en la oscuridad en la misma dirección que el hombrecillo.

    Alcancé a un grupo de tres personas y les pregunté dónde estaba el cantante; ellos, riendo, me indicaron que un poco más adelante. El hombrecillo caminaba solo, a buen paso; nadie se le acercaba; me pareció que seguía farfullando con aire irritado. Llegué a su altura y le propuse que fuéramos a tomar una botella de vino. Sin aminorar la marcha, me miró de mala gana; pero, al darse cuenta de lo que se trataba, se detuvo.

    –No le diré que no, ya que es usted tan amable –dijo–. Podemos ir a ese café de allí; es un sitio sencillo –añadió, señalando un pequeño local que aún estaba abierto.

    Su expresión «un sitio sencillo» me sugirió espontáneamente la idea de ir no a un simple café, sino al Schweitzerhof, donde estaban las personas que le habían escuchado. Aunque, tímido y agitado, se negó varias veces a ir a ese lugar, alegando que era demasiado elegante, me mantuve en mis trece; entonces, con una serenidad fingida, volvió conmigo por el paseo, dando vueltas a la guitarra. Algunos transeúntes ociosos, en cuanto vieron que me aproximaba al cantante, se acercaron a escuchar mis palabras, y, tras parlamentar un momento, decidieron seguirnos hasta la entrada, seguramente con la esperanza de asistir a otro espectáculo a la

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