Se sirve a sangre fría
Por Juliet B Madison
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Para quienes gustan de los policiales, en Se sirve a sangre fría, encontrarán cabos sueltos junto con un asesino psicópata. Lo que el asesino no sabe es que en cualquier punto del camino se puede encontrar con la alguien dispuesto a mostrarle que la venganza es un plato que se sirve a sangre fría.
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Se sirve a sangre fría - Juliet B Madison
Se sirve a sangre fría
(Los misterios del inspector Frank Lyle)
Por
Juliet B Madison
Derechos del autor © Juliet B Madison 2014
**
El derecho de Juliet B. Madison a ser identificada como autora de la obra «Se sirve a sangre fría» (Los misterios del inspector Frank Lyle) se firmó en conformidad con el Derecho de Autor, Diseños y Patentes de 1988.
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio sin el permiso previo y por escrito de la editorial, ni se puede distribuir sin el consentimiento previo del editor en cualquier forma de encuadernación o cubierta diferente a aquella en la que fue editada sin que se imponga una condición similar al comprador subsiguiente.
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con personas vivas o muertas es pura coincidencia.
En 1996, el castillo de Oxford, la prisión de su majestad, HMP, según su sigla en inglés, se cerró como tal, en la actualidad es una atracción turística conocida como Oxford, el castillo revelador. Vale la pena visitarlo.
http://www.oxfordcastleunlocked.co.uk/
AGRADECIMIENTOS
Gracias a Katrina Bowlin-Mackenzie por la edición del manuscrito.
Gracias a John Holt por otra portada maravillosa.
Gracias a mi amiga, Ruth Barlow, por permitirme utilizarla en una actuación especial como oficial durante una escena de crimen.
Para todos los fanáticos de: Los misterios del inspector Frank Lyle.
Gracias al Dr. en medicina, Keith D. Wilson por su libro de gran utilidad: «Causa de muerte, una guía para escritores sobre la causa de muerte, el asesinato y la medicina forense».
Gracias al Dr. en medicina, David W. por su libro: «Traumatismos del cuerpo, una guía para el escritor sobre heridas y lesiones» basada en la escala de coma de Glasgow.
Tengan en cuenta que Political Activism Monitoring Unit, PAMU según su sigla en inglés, es una unidad policial especializada en el monitoreo del activismo político de mi propia invención aunque, estoy segura que existen unidades similares en el mundo real.
Se sirve a sangre fría
ÍNDICE
Prólogo
Uno
Inspector Frank Lyle
Dos
Agente Paula Mahon
Tres
Inspector Frank Lyle
Cuatro
Jayseera Lyle
Cuatro
Inspector Frank Lyle
Cinco
Sargento Thomas Fox
Seis
Detective Frank Lyle
Siete
Sargento Thomas Fox
Ocho
Inspector Frank Lyle
Nueve
Sargento Thomas Fox
Diez
Inspector Andrew Redfern
Once
Inspector Frank Lyle
Doce
Inspector Andrew Redfern
Trece
Sargento John Wicklow
Catorce
Jayseera Lyle
Quince
Inspector Frank Lyle
Dieciséis
Inspector Andrew Redfern
Diecisiete
James Lyle
Dieciocho
Dr. Barry Fox
Diecinueve
Inspector Frank Lyle
Veinte
Inspector Frank Lyle
Veintiuno
Comisaria Martha Kingsley
Veintidós
Inspector Frank Lyle
Veintitrés
Inspector Frank Lyle
Veinticuatro
Sarah Lyle
Veinticinco
Inspector Frank Lyle
Veintiséis
Agente Paula Mahon
Veintisiete
Inspector Frank Lyle
Veintiocho
James Lyle
Veintinueve
Inspector Frank Lyle
Treinta
Comisaria Martha Kingsley
Treinta y uno
Inspector Frank Lyle
Treinta y dos
Inspector Frank Lyle
Treinta y tres
Sargento Thomas Fox
Treinta y cuatro
Inspector Frank Lyle
Treinta y cinco
Sargento Mark Slade
Treinta y seis
Inspector Frank Lyle
Treinta y siete Comisaria Martha Kingsley
Treinta y ocho
Sargento Thomas Fox
Treinta y nueve
Inspector Frank Lyle
Cuarenta
Inspector Martin Lawson
Cuarenta y uno
Jayseera Lyle
Cuarenta y dos
Inspector Andrew Redfern
Cuarenta y tres
Inspector Frank Lyle
Cuarenta y cuatro
Detective David Delaney
Cuarenta y cinco
Inspector Frank Lyle
Cuarenta y seis
Inspector Frank Lyle
Cuarenta y siete
Sargento John Wicklow
Cuarenta y ocho
Sargento John Wicklow
Cuarenta y nueve
Inspector Frank Lyle
Cincuenta
Jayseera Lyle
Cincuenta y uno
Inspector Frank Lyle
Cincuenta y dos
Inspector Frank Lyle
Cincuenta y tres
Inspector Frank Lyle
Cincuenta y cuatro
Sargento Thomas Fox
Cincuenta y cinco
Inspector Frank Lyle
Cincuenta y seis
Inspector Frank Lyle
Cincuenta y siete
Custodia Jennings
Cincuenta y ocho
Inspector Frank Lyle
Cincuenta y nueve
Sr. Peter Dean
Sesenta
Inspector Frank Lyle
Sesenta y uno
Sargento Thomas Fox
Sesenta y dos
Inspector Frank Lyle
Sesenta y tres
Jayseera Lyle
Conclusiones
Referencias_______________________________________________________________225
Prólogo
Shirley Kingston estaba intranquila. No sabía exactamente por qué, pero tenía la sensación de que algo andaba mal.
En los últimos tiempos, George Driscoll, su jefe y exalcalde de Ashbeck parecía muy preocupado; sin embargo, a pesar de los casi siete años de relación, no le confiaba aquello que le sucedía.
Eran los primeros días de diciembre, hacía un frío deplorable; los cielos plomizos amenazaban con la nieve que todavía no llegaba. La probabilidad de nevadas era baja, dada la fuerte lluvia que había caído en los últimos diez días. El asfalto de las calles de Ashbeck brillaba bajo la luna fría.
Durante el último tiempo, la calma y la compostura normal de Driscoll se habían alterado. Apareció pálido y con los ojos hundidos, como si el sueño lo estuviese eludiendo. A pesar del frío que hacía en el edificio, su frente estaba perlada de sudor. Murmuró en voz baja, pero Shirley no alcanzó a entender con exactitud lo que dijo. Se preguntó a sí misma si lo estaban chantajeando porque estaba segura que en su armario no había ni esqueletos ni monstruos. El invierno anterior, después de que el asunto del exconcejal Robert «Bob» Kenyon, a quien habían acusado y arrestado por abuso de menores y por un triple asesinato, supo que todo el mundo tenía secretos, aunque algunos eran mucho más devastadores que otros.
Shirley se preocupó aún más la tarde anterior, cuando tomó el té con Helen, la esposa de Driscoll. Las dos mujeres eran muy amigas y Helen comenzó la reunión mostrándose profundamente afectada por lo de su marido. No encontraba ninguna explicación acerca de su comportamiento. Los negocios del Concejo eran tan fluidos como podían serlo, aunque los chismes sobre Kenyon habían llegado lejos. La gente ya no discutía el asunto, pero ambas estaban seguras de que todavía recordaban aquel episodio. Un par de concejales con jóvenes hijas adolescentes dispararon la idea de que Driscoll había encubierto a Kenyon; o, que ocultaba fantasías pedófilas propias. La cuestión de honor entre los ladrones era una oleada constante entre las personas, incluso en la actualidad.
Shirley entró al antedespacho. Estaba oscuro aunque había una luz que brillaba bajo la puerta del despacho de Driscoll.
—Concejal Driscoll, ¿está bien? —gritó. La falta de respuesta no la asustaron, dado que conocía sus periodos de profunda depresión.
—¿Quiere un té, concejal? —exclamó. Todavía no hubo respuesta. Shirley preparó dos tazas de té y abrió la puerta.
La bandeja se cayó al suelo y derramó charcos del líquido caliente de color marrón sobre la alfombra gris tenue.
Miró los ojos desorbitados e inertes del concejal George Driscoll quien colgaba de un gancho de la luminaria. El cuerpo estaba morado. Una silla, a la que le habría dado una patada, yacía volcada en el suelo. La cuerda era gruesa y estaba atada con un importante nudo.
Enganchada, en la parte frontal de la chaqueta de Driscoll había una hoja A4 con un mensaje en tinta azul.
«Perdóname, lo debería haber sabido».
Shirley ahogó un grito; aunque, debido a la fracción de segundo en que caminó por la escena, sus cuerdas vocales estaban congeladas. Contuvo la bilis en su garganta.
Se fue al antedespacho. Su frente brilló de sudor frío con el que también empapó su blusa. Cerró la puerta de la oficina.
Sus manos temblaban de manera violenta y, agobiada por la pena y la conmoción, se tuvo que sentar para evitar caer. Respiró hondo varias veces antes de levantar el teléfono y marcar el número de recepción donde Gavin Henson, el jefe de seguridad atendió. Estaba fuera de hora, es decir, los recepcionistas se habían ido.
— Concejo de Ashbeck —dijo Henson.
— Gavin, soy Shirley Kingston. Quiero que llames a la policía de inmediato. Parece que el Concejal Driscoll se suicidó.
Uno
Inspector Frank Lyle
Ayudaba a Jayseera, mi esposa, a lavar los platos cuando poco antes de las siete y media sonó el teléfono. Nuestra hija, Jasmine, estaba acostada en su cama. Mi hijo, James, iba a regresar muy pronto debido a sus vacaciones de invierno. Esperábamos ver a James, pero sabíamos que había alguien que tenía muchas más ganas de verlo. Su compañero, el sargento Thomas Fox, no hablaba de otra cosa desde hacía días.
—Detective Lyle —respondí.
—Soy el sargento Wicklow. Me temo que tengo malas noticias para usted. Parece que el exalcalde Driscoll se suicidó.
—¿Está en su casa?
—No, está en las oficinas del Concejo. Su secretaria, Shirley Kingston lo encontró colgado de una luminaria hace unos cuarenta y cinco minutos. Los forenses y el Dr. Bradley están en camino, o tal vez, ya han llegado. Llamé al sargento Fox y a la detective Mahón.
Hubo un cambio de rango luego de nuestro último caso, el asesinato de David Marlow de la compañía de teatro Ashbeck Players. La agente Paula Mahon estaba en el Departamento de Investigación Criminal, en reemplazo de Jayseera, quien dejó de trabajar después del asesinato del reverendo Martin Hayes, en el caso que apodamos La Alianza Nefasta. Ascendieron al detective Fox debido a que había hecho un arduo trabajo durante el caso Marlow.
—Estaré allí dentro de una hora, sargento —dije y colgué.
También ascendieron al agente John Wicklow quien reemplazó al sargento Timoteo Harding, un fiel trabajador de Ashbeck, que en la actualidad estaba de licencia por enfermedad debido a que sufrió un leve ataque al corazón durante el caso Marlow.
Besé a Jayseera.
—Tengo que salir.
Le conté lo que había pasado.
—Eso es horrible, Frank,
—No sé cuánto tiempo voy a tardar, pero si James llama, dile que Thomas pregunta por él tres veces al día.
—Claro que lo haré, Frank.
Me puse el abrigo, constaté tener mi provisión habitual de evidencias junto con mis guantes de látex y salí de casa.
Conduje al centro hasta las oficinas del Concejo de la ciudad de Ashbeck. Caía un aguanieve espesa mientras me agachaba bajo la cinta azul y blanca de la policía y el jefe de seguridad me admitía. Era difícil olvidar que hacía casi dos años que el descarriado concejal Robert Kenyon había asesinado a Anthony Sawyer, el antecesor de Gavin Henson.
—La oficina del concejal Driscoll está en el segundo piso, inspector Lyle —dijo Henson—. Siga la cinta de la escena del crimen. El patólogo y sus muchachos forenses llegaron aquí en un tiempo récord.
—Gracias.
Subí al ascensor donde me encontré con el sargento Fox.
—¿Es desagradable? —le pregunté.
—Parece como si sus ojos estuviesen bombeando afuera de la cabeza —respondió el sargento Fox.
—No se puede esperar otra cosa después de un ahorcamiento —le contesté.
—La agente Mahon utiliza su magia con Shirley Kingston —añadió Fox.
Paula Mahon era lo mejor que teníamos con los amigos y familiares de los fallecidos. Tenía la mezcla perfecta entre la compasión y la sospecha, porque sabíamos que no todos los que encuentran un cuerpo son inocentes de su muerte.
Seguí al sargento Fox hasta la oficina.
El Dr. Bradley había bajado a Driscoll y lo había puesto sobre una lámina de plástico. Dos forenses limpiaban restos de vajilla rota y la embolsaban. Otros tomaban huellas.
Mi amigo, Jim Cox, no parecía estar presente. Al notar mi confusión una joven se acercó a mí.
—Inspector Lyle, soy la actual jefe de forenses, Ruth Barlow. Jim está de vacaciones en este momento.
—¿Encontró algo?
—La vajilla china se rompió cuando la señora Kingston trajo el té y vio el cuerpo, como había al menos dos tazas con alrededor de dos centímetros y medio de café espumoso y frío, hemos tomado las huellas. Tenía una nota enganchada en su cuerpo.
Un joven forense me entregó un folio transparente con la nota que Shirley había encontrado.
—¿Qué se supone que significa eso? —le pregunté.
—El detective es usted —respondió Ruth.
—Sabía que ibas a responder eso —le dije.
Me di cuenta de que el equipo iba a inspeccionar los papeles y los cajones del escritorio así que decidí dejarlos. La señora Shirley Kingston sería capaz de confirmar si la letra era o no la de Driscoll.
—Inspector Lyle, la muerte se produjo hace alrededor de nueve horas —me informó Bradley en respuesta a mis preguntas habituales—, las córneas están opacas y el rigor está avanzado a pesar de que aún no llegó a la etapa de total rigidez. El hioides está fracturado, pero para ser honesto, hay marcas de dedos en la garganta —señaló los moretones rojizos y morados con marcas blancas.
—¿Piensa lo mismo que yo, doctor? —preguntó el sargento Fox—. Hay cosas que uno las nota enseguida por el simple hecho de ser el sobrino del juez, no importa la cantidad de escenas que haya asistido.
—¿Qué sugiere, sargento Fox? —Bradley frunció el ceño.
—Doctor, no creo que el exalcalde se haya suicidado. Creo que lo estrangularon y luego lo colgaron para que parezca un suicidio. Sólo espero estar equivocado.
—Yo también —le dije—, era un buen tipo y nadie merece esto.
Bradley negó con la cabeza tristemente y me miró.
—Me temo que el sargento Fox no está equivocado, inspector Lyle. Al concejal Driscoll lo asesinaron.
Dos
Agente Paula Mahon
Me senté en el sofá del antedespacho. La señora Shirley Kingston temblaba y sus ojos estaban rojos de tanto llorar. Me quedé sentada y escuché, aprendí hace mucho tiempo a reconocer los signos de conmoción y en mi experiencia no había nada más impactante que encontrar un cuerpo muerto.
—¿Puede decirme cómo era el estado de ánimo del concejal Driscoll en los últimos días? —le pregunté con suavidad.
—Estaba muy preocupado, agente Mahón. Murmuraba para sí y apenas pronunciaba palabra. Ayer tomé el té con su esposa quien estaba igual de agobiada, pero nunca nos contó nada a ninguna de las dos, a pesar de que he trabajado para él durante los últimos siete años.
—¿Podría usted aclararme que significa la nota que tenía enganchada en su cuerpo?
Ella negó con la cabeza.
Me mostraron la escena del crimen, si es que era un crimen disfrazado de suicidio se lo denominaba un delito contra la moral dado que todavía no había nadie condenado por el mismo.
En aquel momento, el inspector Lyle y el sargento Fox salieron de la oficina de Driscoll.
—Estoy muy triste por su pérdida, señora Kingston —dijo Lyle—. Conocía al concejal, nadie merece esto.
—Había olvidado que usted estuvo en la fiesta de Año Nuevo —dijo.
La fiesta de fin de año del alcalde Driscoll a finales de 1991 jamás se olvidará por motivos muy desafortunados como Bob Kenyon, el triple asesino y pedófilo a quien detuvieron después de escapar de la custodia del juzgado de Ashbeck porque trató de inyectarle una dosis letal de insulina a uno de mis colegas, el agente (actual detective) David Delaney. El inspector Lyle acercó una silla y el sargento Fox hizo lo mismo.
—El Dr. Bradley cree que lleva nueve horas muerto —dijo Lyle—. Es raro encontrar un concejal aquí un sábado por la noche.
—Lo interrumpieron de manera constante toda la semana y trataba de terminar un informe y de ponerse al día con la correspondencia, así que me presenté solo por media hora aproximadamente dado que quería dictarme un par de memos y regresé esta tarde porque estaba preocupada por su estado de ánimo.
—Hizo un gran trabajo, de lo contrario no lo hubiesen encontrado hasta el lunes —dijo el sargento Fox.
El detective Lyle le entregó la nota en una bolsa de plástico.
—¿Es esta la letra del concejal?
Ella la observó y sacudió la cabeza.
Me di cuenta de que Fox y Lyle intercambiaron una mirada.
—¿Qué pasa, señor? —le preguntó.
—No creemos en el suicidio del concejal —argumentó Lyle—. Pensamos que lo asesinaron y que luego lo colgaron para que parezca un suicidio.
—¡Dios mío! Shirley temblaba. Puse mi mano sobre la suya.
—¿Qué línea de investigación llevará esto? La muerte de un concejal de la ciudad será como un regalo adelantado de Navidad para el periódico Ashbeck Courier ya que ellos presionan al Concejo desde los negocios de Kenyon.
—Todavía no lo sé, tengo que discutirlo con mi comisario y con la oficina de prensa de la policía de Ashbeck —respondió Lyle.
—El asesinato parece mucho más fácil de digerir, inspector Lyle. Como usted sabe, el concejal era católico, igual que su esposa, y se oponen al suicidio como un pecado mortal. Sin embargo, él murió a causa de ello, todo esto no tiene sentido.
—Lo vamos a atrapar, señora Kingston —afirmó el sargento Fox.
—Podría haber sido una mujer —opinó.
Fox negó con la cabeza.
—Sin ánimo de faltar el respeto a nadie pero, el concejal era un hombre de cierto tamaño. Ninguna mujer habría tenido la fuerza física para estrangularlo y luego la capacidad para fijar la cuerda y simular un suicidio.
—El sargento Fox tiene razón —anticipé—. Por ser el sobrino del juez de instrucción, sabía varios detalles acerca de ciertos casos.
—En un rato van a retirar el cuerpo —dijo Lyle— ¿Hay alguien que pueda llamar para que la acompañe? ¿Un marido?
—Soy viuda, inspector Lyle, pero Helen Driscoll y yo somos amigas. Pienso que debería estar con ella ayudándola con todo esto. Como saben, nunca tuvieron hijos.
—La llevaremos hasta la casa y le daremos la noticia, no necesitamos hacerle más preguntas por ahora y sin duda podemos esperar hasta mañana —le expliqué.
—Gracias —susurró.
Tres
Inspector Frank Lyle
Conduje al sargento Fox, a la agente Mahón y a la Sra. Kingston a la residencia de los Driscoll, traté de olvidar el drama de mi última visita.
—Helen se sentirá devastada —dijo Shirley Kingston—. Ellos eran íntimos, más que cualquier pareja porque no tenían hijos, ella decía que en los últimos días él ya no era confidente con ella. Lo único que deseo es que no se haya suicidado.
—Nada de esto es su culpa —dijo Mahón.
—Lo sé, pero me va a tomar un tiempo superarlo. Agradezco que no haya sido Helen quien lo haya encontrado.
—Agente Mahón, ¿le importaría pasar la noche en apoyo familiar? —le pregunté.
—No, en absoluto, jefe, pero tenemos que saber si la señora Driscoll está de acuerdo. Con un amigo cercano podría ser suficiente.
Estacionamos cerca de la residencia de los Driscoll.
—La última vez que estuve aquí, Delaney y yo estábamos fuera del auto —dijo Fox.
—Creo que nunca voy a olvidar esa noche —le dije.
—Yo nunca la he olvidado —Shirley Kingston se estremeció—, pero aquella noche oscureció mi memoria.
Caminamos hasta la casa. Era una residencia unifamiliar en una zona adinerada de Ashbeck. Los precios de las casas en Shakespeare Park eran inaccesibles, muy por encima de mi sueldo y del de mis colegas del Departamento de Investigación Criminal. Tuvimos que venir aquí una vez, cuando en el Parque Municipal de Desdemona Avenue, encontraron el cuerpo de una mujer joven en una laguna congelada. Pero esta casa estaba en Opehlia Gardens. Todas las calles en el barrio llevan el nombre de las heroínas de Shakespeare.
Helen Driscoll permanecía en la entrada con la puerta abierta y una luz detrás de ella. Hacía frío, pero ella estaba mirando el cielo nublado. Se tensó cuando nos vio.
—Oh, por favor no — jadeó con los ojos muy abiertos.
—¿Podemos entrar, señora? —preguntó Fox.
—¿Lo conozco, creo? —susurró—. Usted vino a arrestar a Bob Kenyon.
—Sí, señora, en ese entonces yo solo era un simple oficial de policía.
—También lo recuerdo a usted, detective Lyle —anunció—, a usted y a su bella esposa. Si mal no recuerdo, ¿estaba embarazada?
—Tuvo una hermosa niña en la primavera —sonreí.
Ella se apartó para dejarnos entrar y cuando se dio cuenta de que Shirley estaba con nosotros, se fue hasta el hogar.
—George está muerto, ¿no? —murmuró.
Nos sentamos en el salón. Habían cambiado la ventana francesa a través del cual Kenyon había accedido aquella noche.
—Yo lo encontré —dijo Shirley—, al principio pensé que se había suicidado, aunque sabía lo que él pensaba acerca de eso.
—¿Quieres decir que no lo hizo? —Helen Driscoll se santiguó.
—Me temo que a su marido lo asesinaron, señora Driscoll —afirmé de manera suave—, trataron de hacer que parezca un suicidio, pero lo estrangularon. El asesino no contó con la brillantez de nuestro patólogo y del joven sargento Fox.
—Ajá, usted es el pariente del juez —Helen apretó los labios dibujando una sonrisa que no se reflejaba en sus ojos—. Conozco al Dr. Fox y a su esposa, por eso sabía que