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Curiosidad: Por qué todo nos interesa
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Libro electrónico830 páginas16 horas

Curiosidad: Por qué todo nos interesa

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Hubo un tiempo en que la curiosidad era algo condenable: a fin de cuentas, por su culpa cometió Eva ese pecado original que al parecer aún estamos pagando. Y sin embargo, no es fácil frenar la curiosidad humana. Llevados por ella, hoy nos gastamos fortunas en construir un acelerador de partículas que nos permita "ver" el instante de la creación, o en mandar robots a planetas lejanos, y todavía hay quien le da vueltas a la idea de la piedra filosofal.
Ese paso de vicio a virtud es el que recorre Philip Ball en este libro, una gran biografía coral de los químicos, astrónomos, físicos y demás científicos que rompieron barreras, que metieron la nariz donde nadie había osado meterla antes y que dieron paso a la ciencia moderna. Magia, religión, literatura, viajes, comercio e imperialismo se mezclan en un relato apasionante, que invita al lector a un viaje que no olvidará nunca: el gran tour por la historia de la curiosidad.
IdiomaEspañol
EditorialTurner
Fecha de lanzamiento1 abr 2016
ISBN9788415832744
Curiosidad: Por qué todo nos interesa
Autor

Philip Ball

Philip Ball is a freelance writer and broadcaster, and was an editor at Nature for more than twenty years. He writes regularly in the scientific and popular media and has written many books on the interactions of the sciences, the arts, and wider culture, including H2O: A Biography of Water, Bright Earth: The Invention of Colour, The Music Instinct, and Curiosity: How Science Became Interested in Everything. His book Critical Mass won the 2005 Aventis Prize for Science Books. Ball is also a presenter of Science Stories, the BBC Radio 4 series on the history of science. He trained as a chemist at the University of Oxford and as a physicist at the University of Bristol. He is the author of The Modern Myths. He lives in London.

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    3/5
    A lengthy read, 465 pages. How curoisity was behind the development of science. Beginning with vast collections of curios.
    It was interesting to read about the tussles with the various players and their theories. Amazing how much alchemy was mixed with chemistry, easy for us looking back now. The old brass microscope with prepared slides I inherited from my uncle takes on new significance now. It shows the Victorian fascination and wonder in examining God's creation: moss, fly wings, etc under the microscope.
  • Calificación: 3 de 5 estrellas
    3/5
    It is difficult to imagine that at one time, not so long ago, curiosity was not seen as the virtue most people regard it as today, and that experimenting was often viewed as idle (and ultimately pointless)tinkering. In this book we see how the scientific revolution was really more of an evolution, and that many of the early practitioners of science in the 16th to 18th Centuries were not what we might consider today as scientifically minded, although they were quite innovative for their time.
    Clarity is not this particular book's strong point. The prose is heavy and professorial, often feeling more like a listing of historical facts than a smooth presentation of a point. Still, it is an interesting subject, and I may have learned a few things from reading it.

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Curiosidad - Philip Ball

Título:

Curiosidad. Por qué todo nos interesa

© Philip Ball, 2012

Edición original en inglés: Curiosity. How Science Became Interested in Everything The Bodley Head, 2012

De esta edición:

© Turner Publicaciones S.L., 2013

Rafael Calvo, 42

28010 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: octubre de 2013

De la traducción del inglés: © Víctor V. Úbeda

ISBN: 978-84-15832-74-4

Diseño de la colección: Enric Satué

Ilustración de cubierta: Enric Jardí

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

turner@turnerlibros.com

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.

ÍNDICE

Prólogo

I    Viejas preguntas

II    Las academias de secretos

III   El teatro de la curiosidad

IV   A la caza de Pan

V    Profesores de todo

VI   Más cosas en el cielo y en la tierra

VII  Desarmonías cósmicas

VIII Los primeros hombres que pisaron la Luna

IX   Naturaleza libre y presa

X    En la cabeza de un alfiler

XI   La luz de la naturaleza

XII   A la caza de elefantes

XIII  ‘Virtuosi’ profesionales, o la curiosidad se sirve fría

Personajes

Notas

Bibliografía

Créditos de las ilustraciones

PRÓLOGO

Mientras hablaba de este libro con la catedrática de literatura Mary Baine Campbell, nos planteamos la posibilidad de que la curiosidad fuese un rasgo patológico. El hecho de que algunas personas, ante un análisis de la contabilidad doméstica durante la guerra de los Treinta Años, pongamos por caso, o las meticulosas maniobras de una enzima gástrica, no reaccionen con un bostezo, sino exclamando con emoción ¡qué interesante!, ¿no supone un problema? La mayoría de los estudiantes de doctorado necesita desde luego recalibrar su umbral de curiosidad; pero, para la sociedad en general, esa curiosidad insaciable para la que nada es demasiado nimio ni recóndito, ¿no representa algo indecoroso, o incluso incontinente?

La idea me dio que pensar, y sospecho que a Mary también, pues tuve la impresión de que los dos admitíamos con complicidad un cierto sentimiento de culpa. ¿No sería cierta, después de todo, la vieja acusación según la cual sucumbir a la tentación de la curiosidad denota debilidad de carácter? Hoy en día, sin embargo, el problema (y también la inmensa fortuna) es que esa tentación nos acecha por doquier. No solo está aceptado ser curioso —y este libro trata en gran medida de cómo se ha producido esa aceptación−, sino que serlo resulta más fácil que nunca, gracias a la cantidad apabullante de información que tenemos al alcance de la mano. Ya no estamos obligados a buscar ese material en sótanos polvorientos ni en vetustas bibliotecas: ahora nos espera encima de nuestro escritorio, tarareando en voz baja, tal vez incluso en forma de magnífico facsímil amarillento. No solo eso: nos lo llevamos a todas partes en el bolso o el bolsillo. Sí, por supuesto que no es más que una masa de datos amorfa y carente de significado, a menos que tengamos una mínima idea de cómo seleccionarlos, organizarlos y filtrarlos. Y sí, por supuesto que, en cierto sentido, no representa más que un mero efecto secundario o colateral de las nuevas oportunidades que se nos presentan de volverle la espalda por completo a la curiosidad y enfrascarnos en la inmediatez vacía de un ahora virtual hecho de cháchara, chismorreo y una profusión paralizante de opciones.

Ahora bien, ¿de veras se trata de algo tan novedoso? Siempre se ha acusado a la curiosidad de atentar contra la productividad; de ser una pulsión inoportuna que nos distrae de nuestras obligaciones cotidianas. Por otro lado, como veremos más adelante, los últimos en burlarse de la curiosidad no fueron, por lo general, utilitaristas del estilo de Gradgrind, el pragmático director de colegio de la novela Tiempos difíciles, de Charles Dickens, sino tipos ocurrentes y libertinos chismosos y egocéntricos. Asimismo, el exceso de información siempre ha sido motivo de protesta. Según Alexander Pope, la imprenta, un castigo por los pecados de los doctos, daría pie a una avalancha de autores que anegarán la faz de la tierra.

Opino que aún no se ha analizado a fondo la relación entre el acceso a la información y la curiosidad que algunos sienten por ella, pero es evidente que los primeros maestros de la curiosidad que prosperaron en el siglo de Pope hubieron de esforzarse lo indecible para obtener conocimientos, y su motivación principal, antes que el lucro, la fama o el renombre, era la curiosidad. Aunque este fenómeno se ha ensalzado en regla, rara vez se ha examinado o explicado a fondo. Mary se cuenta entre los especialistas que han emprendido este análisis y, como tal, es una de las personas a quienes más debe este libro, máxime considerando que tuvo la amabilidad de leer el manuscrito y hacerme observaciones lúcidas y significativas. Por otras muestras de generosidad parecidas, quiero expresar mi sincero agradecimiento a Brian Ford, Michael Hunter, Neil Kenny y Catherine Wilson.

Tengo el inmenso placer de haber publicado varios libros bajo la dirección de Will Sulkin, el editor de Bodley Head, a quien extrañaré sobremanera (y muchos otros también) cuando se jubile en 2012. Su entusiasmo, erudición y pasión por la escritura y el pensamiento han sido un acicate de capital importancia. Me consuela saber que seguiré gozando del atento y diligente apoyo editorial de Jörg Hensgen y de sus colegas Kay Peddle y Hannah Ross. David Milner ha vuelto a hacer otra corrección espléndida del texto. Y la inmensa fortuna de tener de agente a Clare Alexander es una de esas cosas que no dejan de asombrarme. Como siempre, el mayor consuelo, respaldo e inspiración me los brinda mi familia, en cuyo seno me deleito estos días viendo florecer la curiosidad en su forma más pura.

Philip Ball

Enero de 2012

I

VIEJAS PREGUNTAS

Cualquiera que sea el objeto que miremos¹

por vez primera será una maravilla,

y de maravillas estará repleto a poco

que lo examinemos.

GIOVANNI DONDI (hacia 1382)

Lo importante es² no dejar de hacer preguntas […]

No perder jamás la bendita curiosidad.

ALBERT EINSTEIN (1955)

"El Gran Colisionador de Hadrones es una máquina de descubrir.³ Su programa investigador puede llegar a cambiar profundamente nuestra concepción del universo, prosiguiendo así con una tradición de curiosidad que es tan antigua como el propio género humano". En estos términos explica Robert Aymar, exdirector general del CERN, la Organización Europea para la Investigación Nuclear, sita en Ginebra, por qué se construyó el colisionador.

El Gran Colisionador de Hadrones (GCH) es el acelerador de partículas más potente del mundo. Mediante el uso de campos electromagnéticos, el colisionador acelera protones al 99’9999991 por ciento de la velocidad de la luz, una celeridad tal que los protones tardan menos de una diezmilésima de segundo en recorrer los veintisiete kilómetros de longitud del túnel circular. Acto seguido, los protones se estrellan unos contra otros en colisiones tan energéticas que recrean las condiciones que imperaban durante los primeros instantes del Big Bang que dio origen al universo. Los científicos esperan que este procedimiento genere partículas nunca vistas, lo cual podría arrojar luz sobre algunas cuestiones de calado acerca de la naturaleza de la materia, como la de por qué ciertos tipos de partículas poseen masa.

Con un coste de cuatro mil ochocientos millones de euros y una planificación de veinticinco años, el GCH es la máxima expresión de la ciencia con mayúsculas. ¿Por qué invertir tanto dinero y esfuerzo? Aymar invoca el papel de la curiosidad humana. Según el científico, el colisionador no es más que el último avance dentro de una trayectoria ininterrumpida de curiosidad por la naturaleza que se remonta a los mismísimos orígenes de nuestra especie. Se trata, afirma el científico, de una prolongación de lo que siempre hemos hecho.

No es de extrañar, pues, que a finales de 2008, conforme se aproximaba la fecha de inauguración del GCH, los medios de comunicación se obsesionasen con el ridículo temor de que el experimento fuese a destruir el planeta, si no el universo entero. Y es que la tradición nos enseña que la curiosidad −sobre todo la dirigida a la Creación− no puede satisfacerse impunemente. Si bien esta última amenaza apocalíptica fue más un pasatiempo público que un motivo auténtico de pánico, también puso de relieve que aún no hemos hecho del todo las paces con la curiosidad.

El GCH, sin embargo, no responde únicamente a una sed de conocimiento, sino que busca su justificación en los beneficios prácticos que se derivarán del proyecto. "Estamos oyendo constantemente que vivimos⁴ en un mundo competitivo cuyo principal motor de crecimiento y prosperidad es la innovación", afirma Aymar.

La historia nos enseña que los grandes adelantos en materia de innovación son fruto principalmente de la pura curiosidad. Los experimentos con electricidad de [Michael] Faraday, por ejemplo, estaban motivados por la curiosidad, pero terminaron trayéndonos la luz eléctrica, algo que jamás habría podido obtenerse de las velas de cera, por muchos programas de investigación y desarrollo que se les hubiesen dedicado.

La idea implícita en ese argumento la verbalizó Stephen Hawking al manifestar su apoyo al GCH: "La sociedad moderna se basa⁵ en adelantos puramente científicos cuya aplicación práctica no estaba prevista". Dejando a un lado el hecho de que este punto de vista ofrece una visión distorsionada de la simbiosis (en rigor, unión íntima) entre la ciencia y la tecnología, resulta chocante el contraste entre el relato que insiste en articular Aymar al hablar de curiosidad, ciencia y tecnología, y la defensa de la curiosidad que formula el filósofo francés Michel Foucault:

La curiosidad es un vicio que se ha visto estigmatizado⁶ una y otra vez por el cristianismo, la filosofía e incluso cierta concepción de la ciencia. Curiosidad, futilidad. La palabra, sin embargo, me agrada; me sugiere otra cosa por completo: evoca intranquilidad; la preocupación que se tiene por lo que existe y por lo que podría existir; la disposición a encontrar extraño y singular lo que nos rodea; una cierta ansiedad por desligarnos de nuestras familiaridades y ver los objetos cotidianos bajo otra luz; un ardor por captar lo que sucede; una despreocupación por las jerarquías tradicionales de lo importante y lo fundamental.

Se diría que Foucault quiere caer bajo el hechizo de la curiosidad, despertar al asombro, sentir una sed de experiencias extrañas e inéditas que echen abajo las viejas ideas y distinciones. La curiosidad, bajo este prisma, es una fuerza radical. La ciencia, por el contrario, suele recurrir a la curiosidad con el fin de domesticar el mundo: es un impulso por entender. La curiosidad que motiva la creación del Gran Colisionador de Hadrones (si es que de curiosidad se trata) probablemente dé lugar a nuevas jerarquías en cuanto a nuestra concepción de la materia y del espacio; pero este y otros proyectos de investigación impulsados por la curiosidad se propugnan con el argumento de que arrojarán beneficios prácticos imprevistos. Se trata, en gran medida, de la sobria opinión que defendió Francis Bacon a comienzos del siglo XVII, según la cual la curiosidad es un motor de conocimiento y poder.

¿Cómo ha llegado la curiosidad a representar dos planteamientos tan diferentes? ¿Es posible conciliarlos? ¿Se ve alguno de los dos refrendado por la historia? He ahí algunas de las preguntas que me propongo examinar en este libro.

El punto de inflexión de la postura occidental en materia de curiosidad se produjo en el siglo XVII, centuria que, si bien arrancó bajo una apariencia fundamentalmente medieval, terminó perfilando el primer borrador de la edad moderna. Para apreciar este cambio con espectacular viveza basta rastrear el uso de la palabra curiosidad (y los términos emparentados) en la literatura europea de la época, tal como ha hecho el historiador Neil Kenny. La frecuencia de uso apenas varía desde mediados del siglo XVI hasta 1650, fecha en la que se dispara de forma brusca, alcanzando su valor máximo en 1700, aunque a partir de ahí se mantiene elevada.

El número de veces que aparecen las palabras curioso, curiosidad y vocablos derivados en los libros publicados entre los siglos XVI y XVIII aumenta de forma espectacular a mediados del siglo XVII. (La gráfica no tiene en cuenta el número total de libros publicados cada año).

Las transformaciones en el campo del pensamiento, en particular en las ciencias naturales, que caracterizan los casi cien años comprendidos entre la muerte de Isabel I de Inglaterra (1603) y la coronación de la reina Ana (1702) suelen recibir el nombre de revolución científica. Los hitos se conocen de sobra: Galileo valida el universo heliocéntrico de Copérnico; Isaac Newton explica los movimientos de los cuerpos celestes mediante su teoría de la gravedad y esboza las leyes básicas de todo movimiento mecánico; Robert Boyle, el científico angloirlandés, firma la sentencia de muerte de la alquimia; Robert Hooke, un individuo de ingenio inagotable, explora el mundo microscópico, y el tratante de tejidos holandés Anton van Leeuwenhoek descubre los microbios que pululan en sus telas. Según la versión convencional, el método científico es la innovación fundamental de la época: un sistema lógico para investigar e interpretar todo lo natural.

Este relato tan cómodo, sin embargo, suele dar a entender que los naturalistas simplemente se hicieron más duchos a la hora de plantear y responder preguntas, y abandonaron el viejo razonamiento místico o tautológico para sustituirlo por explicaciones que apelaban a mecanismos de causa-efecto, susceptibles de medición y comprobación. Pero este relato, si bien cierto en parte, no sirve de mucho para entender qué pensaban esos protocientíficos y por qué, y menos aún para justificar la explicación tradicional según la cual la ciencia simplemente se expande y desplaza a la superstición. El interés de Newton y Boyle por la alquimia, hoy por todos conocido, tan solo es una manifestación de las verdaderas raíces de la llamada nueva filosofía, una disciplina originada en un modelo de pensamiento que en gran medida se gestó fuera del sistema universitario formal. Para los nuevos filósofos, el mundo natural rebosaba de secretos que había que desentrañar mediante la aplicación diligente de un enfoque empírico que estaba estrechamente vinculado a la práctica tradicional de la magia natural. Esta caza de secretos la emprenderían asociaciones internacionales −y a veces esotéricas− de científicos-virtuosos, ellas mismas fruto de visiones utópicas, de las cuales la más influyente fue la Nueva Atlántida (1624) de Francis Bacon, el texto fundacional de la Real Sociedad de Londres para el Avance de la Ciencia Natural, la célebre Royal Society.

El puntal de todo ello fue el cambio profundo que experimentaron las preguntas que cabía formular. Nada era demasiado insignificante ni banal para ser tomado en cuenta, pues, como dijo Boyle, todo era obra de Dios y, por consiguiente, digno de atención. Una simple ojeada a los cuadernos del propio Boyle revela el mareante corolario del nuevo planteamiento. Sus listas de cosas que recordar invitan a pensar que el cientifico, de haber podido, habría elaborado un inventario exhaustivo de cuanto existía u ocurría bajo el Sol. Recordar, escribió el científico,

El uso de un carruaje

los ojos⁷ de los cachorros de perro recién nacidos

las plumas, picos y uñas de las aves que aún no han roto el cascarón

la pólvora, entera y molida

insectos y otras criaturas que parecen exánimes en invierno

la serpiente de Moisés y el agua transmutada

que la belleza no hace a las partes, sino que resulta de ellas, así como la salud, la

armonía, la simetría

que las formas internas acaso no sean sino disposiciones

duraderas forjadas por

los objetos externos

el barómetro sellado y las consecuencias de semejante aparato

monstruos, y los antojos y temores de las mujeres encintas

la reparación torpe de muelles a martillazos, etc.

pinchar una burbuja en el cristal de un barómetro.

Las típicas descripciones de la revolución científica rara vez se detienen a pensar en lo extraño de este fenómeno. Si bien es cierto que existía una larga, aunque polémica, tradición de formular preguntas acerca de la naturaleza y de la actividad humana, estas indagaciones solían ceñirse a asuntos de manifiesta utilidad, importancia o universalidad: por qué crecen las plantas, por qué sopla el viento, por qué caemos enfermos, cómo se desplazan los astros y los planetas por el firmamento. De repente, sin embargo, la menor mancha divisada en la superficie de un planeta remoto, o la pregunta de por qué las pulgas pueden saltar tanto, o por qué las esquirlas minerales observadas con el microscopio muestran anillos concéntricos de colores, podían provocar un debate tan docto como acalorado. Las primeras reuniones de la Royal Society abordaban toda una plétora fantasmagórica de fenómenos e inventos, algunos de los cuales, como los relojes para ayudar a determinar la longitud respecto del meridiano terrestre, poseían un valor evidente, mientras que otros sonaban a habladurías supersticiosas o fantásticas, como los nacimientos monstruosos o las luces extrañas en el cielo.

Y ese atisbo de la inquieta mente de Boyle apunta al problema que plantea semejante eclecticismo: ¿cómo se asimila todo eso? Si se puede preguntar cualquier cosa, no hay forma de limitar los interrogantes. ¿Cómo se organizan todas las observaciones? ¿Cómo se decide qué fenómenos son importantes y cuáles son nimios? ¿De veras existe algo nimio? Y es que la labor científica es una causa perdida, pues siempre nos rondará la sospecha de que la próxima pregunta que nos formulemos echará por tierra nuestra teoría vigente.

Dado que mi análisis del papel que desempeña la curiosidad en la ciencia se enmarca casi exclusivamente en el siglo XVII, habrá quien dude de que pueda aplicarse a la física de partículas del siglo XXI. Sin embargo, sostengo que la única forma de entender cabalmente lo que piensan y afirman acerca de la curiosidad los científicos actuales −gente como Aymar− es examinar ese periodo crítico en el que por primera vez se reivindicó expresamente su uso con fines científicos. Fue sin duda en el siglo XVII cuando surgió por primera vez la ciencia en tanto fuerza modernizadora que alteró tanto nuestra concepción del mundo como nuestra capacidad de manipularlo. Las declaraciones como las que hoy se esgrimen para justificar la creación del Gran Colisionador de Hadrones se basan en gran medida en un discurso que hunde sus raíces en la imagen clásica y triunfal de esa revolución científica.

En la actualidad, los historiadores de la ciencia tienden a mirar con recelo la afirmación categórica de que existió una revolución científica. O mejor dicho, suelen adoptar el punto de vista que con tanta elocuencia expresó Steven Shapin en la primera frase de la obra que publicó en 1996 sobre el asunto: Nunca existió tal revolución científica, y de eso trata este libro. O lo que quizá sea lo mismo: las crónicas tradicionales nos ofrecen los datos correctos, pero los vinculan de forma distorsionada. Coincido con Shapin en que, si bien el estudio de la naturaleza experimentó un cambio profundo durante el siglo XVII, cualquier análisis de esta transformación quedará sesgado si no reconocemos que ni siquiera existe un consenso acerca de términos como revolución y científica. Sostengo que una forma más adecuada de entender ese periodo decisivo es fijarnos en los significados y valores que por entonces se atribuían al concepto de curiosidad. En homenaje a uno de los historiadores más perspicaces de la época, mi tesis es que no existe eso que Robert Aymar denomina una tradición de curiosidad tan antigua como el propio género humano… y de eso trata este libro.

ESTA PASIÓN TAN SINGULAR

Según Thomas Hobbes, el filósofo inglés del siglo XVII, la curiosidad es uno de los rasgos definitorios del género humano (y, como tal, algo bueno):

El deseo de saber cómo, y por qué, la CURIOSIDAD,⁸ es una característica solo presente en el hombre, y en ningún otro ser vivo. De modo que el hombre se distingue de los demás animales no solo porque posee razón, sino también por esta pasión tan singular.

La curiosidad, en opinión de Hobbes, es lo que motiva "la continua e infatigable⁹ producción de conocimiento. Fue una curiosidad mayor de lo normal¹⁰ acerca de un fenómeno óptico concreto lo que hizo que Isaac Newton se empeñase en descubrir de dónde podía proceder dicho fenómeno; en buscar los principios que lo sustentaban. A diferencia del apetito carnal, afirmaba Hobbes, la curiosidad no se extinguía con una breve vehemencia, sino que era inagotable; como dijo el que fuera mentor de Hobbes, Francis Bacon, no hay cómo saciarse de conocimiento".¹¹

La curiosidad, sin embargo, no tiene un único significado, ni nunca lo ha tenido. Aunque aceptemos la definición moderna, deseo de saber o aprender alguna cosa¹, hay muchas formas de ser curioso. Hay quien mariposea sin descanso de un asunto a otro, adquiriendo pequeños fragmentos de saber sin dejar que cobren coherencia y maduren para dar lugar a una comprensión verdadera de los mecanismos de la naturaleza. Hay quien acumula migajas de información como un avaro, sin llegar jamás a usarlas. Y quien muestra curiosidad por asuntos que no son de su incumbencia, como los hábitos sexuales de sus vecinos. Pero también es posible buscar el conocimiento con intenciones serias y respetuosas, ya sea a la manera de la zorra de Isaiah Berlin, que sabe un poco de muchas cosas, o del erizo, que sabe mucho de una sola. Uno puede ser curioso de forma obsesiva, o con fervor, sobriedad o frialdad objetiva.

Estas variantes, sin embargo, apenas se quedan en la superficie de lo que el vocablo podía denotar en épocas pasadas. La curiosidad,¹² dice Neil Kenny, se entendía de formas tan diversas que el término carecía de un núcleo indeleble que lo caracterizase en todo momento. La gente podía ser curiosa, pero los objetos también: era tanto un atributo como un estado mental. Cuando decimos que algo es curioso, como hace la Alicia de Carroll (curioso y más que curioso), por lo general queremos decir que el objeto presenta cierta extrañeza. Este es el sentido implícito en el culto a los gabinetes de curiosidades (que analizaremos en el capítulo III), donde los objetos expuestos pueden ser insólitos y abigarrados pero no ofrecen gran cosa a las mentes inquietas que anhelan comprender y explicar el mundo natural. Calificar un objeto de curioso podía significar que era raro, exótico, elegante, hermoso, coleccionable, valioso, pequeño, oculto, inútil, caro; pero al mismo tiempo, en ciertos contextos, común, útil o barato. En cualquier caso, el objeto curioso era aquel que podía ser objeto legítimo de curiosidad: tildarlo de curioso no suponía simplemente catalogarlo como singular, raro o valioso, sino transmitir el siguiente mensaje: Mira esto, y míralo detenidamente.

No es de extrañar, pues, que muchas veces sea imposible determinar si un escritor concreto está a favor o en contra de la curiosidad. Al menos tres de las figuras fundamentales de esta historia, Francis Bacon, René Descartes y Galileo, utilizan la palabra curiosidad con diversos significados en diversos momentos. No obstante, cuando los escritores, filósofos y moralistas de cualquier época se pronuncian acerca de la curiosidad, lo habitual es que solo tengan en mente una o algunas de esas acepciones, luego mal cabría afirmar que sus juicios, tanto los favorables como los adversos, atañen a todo el abanico de significados del epíteto. Según Lorraine Daston y Katharine Park, dos de los principales historiadores de la curiosidad (un colectivo pequeño pero muy lúcido), la curiosidad ensalzada por Hobbes y la condenada por los teólogos medievales guardaban cierta relación pero no pertenecían a la misma especie emocional.¹³

El vocablo curioso deriva en última instancia del latín cura, cuidado, de ahí que, al menos hasta el siglo XVII, el adjetivo inglés curious pudiese designar a una persona que llevaba a cabo investigaciones con esmero y cautela². Cuando Robert Hooke dijo que la moscarda azul de la carne que observaba con el microscopio tenía la parte posterior de su cuerpo cubierta¹⁴ con una reluciente armadura azul de lo más curiosa, quería decir que parecía elaborada con sumo cuidado. De cura procede también la voz inglesa curator, la persona que tiene objetos a su cuidado, cuya moderna encarnación, los comisarios y conservadores de colecciones en museos o galerías, arranca directamente de la práctica tradicional de coleccionar objetos que dio lugar a los gabinetes de curiosidades.

LA INCURIA DE LOS ANTIGUOS

Según Francis Bacon, la enciclopédica Historia natural de Plinio estaba "plagada de nociones fantásticas,¹⁵ muchas de las cuales no solo no se han sometido a prueba, sino que son a todas luces falsas, para gran oprobio de la historia natural basada en saberes serios y sensatos. Aunque la descripción bien podría referirse a casi cualquiera de las enciclopedias de la naturaleza escritas entre la época del Imperio Romano y el Renacimiento, lo cierto es que a Bacon no le faltaba razón. Plinio, un administrador romano del siglo I d.C., muestra una avidez crédula y desaforada, una codicia propia de urraca, por las historias más peculiares e improbables. Ábrase el abdomen de una falangia peluda, extráiganse las dos larvas, guárdense en una escarcela de piel de ciervo rojo, átese la escarcela al brazo de una mujer antes del amanecer, y la mujer será incapaz de concebir un hijo. Frótese una calva con excremento de ratón y volverá a crecer el cabello. El caminante que porte una vara de mirto no se fatigará jamás. Los cadáveres de los ahogados siempre flotan corriente arriba, y los de las ahogadas corriente abajo, como si Natura quisiera salvar su decencia¹⁶ y ocultar sus vergüenzas. Etcétera. Debemos a Plinio la idea de que los elefantes no soportan a los ratones, y la de que los avestruces asustados se esconden" metiendo la cabeza en un agujero. (Menos conocida, y quizá más controvertida, es su afirmación de que los castores acorralados se arrancan los testículos de un mordisco).

Ahí reside en la actualidad parte del enorme encanto de la Historia natural, cada una de cuyas páginas ofrece maravillas tan caprichosas y estrambóticas que sacan de quicio a la imaginación más fecunda. Esta tradición gozaba aún de buena salud en los bestiarios y crónicas de prodigios remotos del Renacimiento tardío, como La minera del mondo, de Giovanni Maria Bonardo, un italiano que daba fe de que "en la cima del monte Palombra hay una fuente maravillosa,¹⁷ y quienes beban de sus aguas jamás sentirán dolor de ninguna clase mientras vivan y conservarán de por vida su aspecto juvenil". No es casualidad que una de las traducciones inglesas más célebres de los libros de Plinio, obra del erudito Philemon Holland, se publicase en 1601, en pleno arrobo isabelino por las curiosidades naturales. Es probable que Shakespeare leyese la versión de Holland, pues el Bardo parece aludir en Otelo, escrita en 1604, a algunas de las extrañas afirmaciones de Plinio. John Donne, experto en filosofías ocultas, se refiere al elefante y al ratón en su poema El progreso del alma, de 1601.

La intención de Plinio, no obstante, era que su antología de maravillas se considerase una guía seria de todos los conocimientos que atesoraba la humanidad. Me propongo,¹⁸ escribió el romano, "hablar de todo, y recopilarlo como si fuese un corpus completo de aquellas artes y ciencias (lo que los griegos llaman enkyklapaideos) que sean o bien desconocidas o dudosas, mediante la curiosidad desmedida de un vivo ingenio. Plinio admitía que otros autores ya habían escrito de algunos de esos asuntos antes que él, pero lo habían hecho de manera críptica o con árida prolijidad. Su proyecto era descaradamente populista: presentar todo el conocimiento disponible de forma práctica y fácil de asimilar. A fin de recopilar el material, afirmaba haber leído dos mil libros de un centenar de autores, de los que había extraído veinte mil asuntos, todos ellos dignos de estima¹⁹ y consideración".

Alguien podría deducir de la existencia de tales compendios una vetusta tradición de curiosidad. Pero no era exactamente así; en cierto sentido, de hecho, era todo lo contrario. Los compatriotas de Plinio mostraban una notoria indiferencia hacia cualquier cosa que semejase un estudio científico del mundo, y se contentaban con seguir las enseñanzas de los antiguos griegos, quienes, a juicio de los romanos, ya lo habían descubierto todo (aunque buena parte se hubiese perdido). "No hay nada que los antiguos no probasen²⁰ o ensayasen, escribió Plinio, nada que se les ocultase ni ningún beneficio que no deseasen legar a la posteridad". Las enciclopedias medievales que tanto deben a Plinio −los bestiarios, los lapidarios, los herbarios− nunca trataban de explicar ni de entender la información que transmitían. Eran una mezcla extraña de muestrario sensacionalista y vademécum práctico. Y dado que, en la Edad Media, la verdad solía expresarse y percibirse en términos más simbólicos que literales, estas antologías también proporcionaban todo un surtido de metáforas morales. He ahí precisamente el motivo por el cual la precisión descriptiva no se consideraba una necesidad capital.

Para los griegos, la curiosidad ni siquiera era un concepto claramente articulado. En la medida en que llegaba siquiera a reconocerse, presenta un contraste con su voluble hermano, el asombro. Aristóteles estaba convencido de que la sed de conocimientos era connatural a todos los seres humanos, pero no creía que la curiosidad (periergia) jugase un papel destacado en la filosofía. Era una especie de tendencia estulta y desnortada que empujaba al hombre a entrometerse en asuntos que no le incumbían. Mucho más importante era el asombro (thauma), la verdadera raíz de la indagación: Pues los hombres, escribió el Estagiritita, "comienzan y comenzaron²¹ siempre a filosofar movidos por el asombro"³. Hasta el siglo XVII, según Daston y Park, el asombro se tenía en gran estima, mientras que la curiosidad era objeto de desprecio.

Al fin y al cabo, no era otra la raíz de todos los males del mundo, que se habían desencadenado cuando la entrometida Pandora abrió la mal llamada caja. "No fue la astucia ni la picardía²² lo que la indujo a abrir el ánfora, afirma el clasicista Willem Jacob Verdenius en su escolio de la versión del mito que escribió Hesíodo, sino la curiosidad". Plutarco, en sus Obras morales y de costumbres, señala que la curiosidad es el vicio de quienes gustan de husmear y meter las narices en los asuntos de los demás: un tipo de metomentodo que en griego se denominaba polipragmon⁴. Bien es verdad que Plutarco afirma que el polipragmon podría curarse dirigiendo su interés hacia cuestiones de índole natural −¿por qué crece y mengua la Luna? ¿Por qué las frutas tienen formas diferentes?−, e insiste en que he ahí los verdaderos secretos de la naturaleza,²³ que ni se ofende ni se disgusta con quienes puedan desvelarlos; pero la opinión preponderante en el mundo clásico era que los curiosos son unos fisgones y representan una molestia o peligro para la sociedad.

CONTRA LA CURIOSIDAD

Aún peor era la situación en los albores del cristianismo, cuando la curiosidad no solo se miraba con malos ojos, sino que pasó a condenarse por pecaminosa. "Tras poseer a Jesucristo no queremos²⁴ controversias curiosas, escribió Tertuliano, ni indagación alguna tras disfrutar del Evangelio". La Biblia ya nos reveló cuanto necesitábamos saber, y cuanto deberíamos aspirar a saber.

En las Sagradas Escrituras, los peligros de la curiosidad saltaban a la vista desde el inicio. A tenor de la jerarquía medieval de la naturaleza, en cuya cúspide figura a todas luces el género humano, podría resultar chocante que Adán y Eva sean los últimos seres vivos que se crean en el Génesis: la pareja no aparece hasta que Dios no ha llenado de peces los mares y de aves el cielo. Pero Lactancio, escritor romano del siglo III d.C., nos ofrece una explicación: al ser el último en salir a escena, Adán no pudo ver cómo se había creado todo. (Hoy en día, sus descendientes pugnamos abiertamente por burlar esa precaución divina al poner en marcha una vez más la película de la Creación).

El hecho de que ciertos conocimientos le estén vedados al género humano es desde luego un aspecto fundamental del mito cristiano de la Creación: he ahí la raíz de la Caída. El día en que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos y seréis como Dios, dice la serpiente a Eva a propósito del árbol de la ciencia. El carácter transgresor de la curiosidad es un tema recurrente en la teología cristiana: una y otra vez se advierte a los estudiosos de la Biblia que respeten los límites de la indagación y se cuiden de aprender demasiado. Las cosas secretas pertenecen a Dios nuestro Señor,²⁵ proclama el Deuteronomio. Salomón (si es que fue él quien escribió el Eclesiastés) nos advierte de que:

En la mucha sabiduría hay mucha angustia,²⁶ y quien añade ciencia, añade dolor.

Y también:

No pretendas lo que es demasiado difícil para ti,²⁷ ni trates de indagar lo que excede tus fuerzas…

No te conciernen las cosas secretas; no te ocupes de cosas que están por encima de ti.

O según otra versión:

No tengas curiosidad por asuntos innecesarios: lo que te ha sido revelado ya es demasiado para la inteligencia.

Se consideraba que San Pablo se había hecho eco de este parecer en la advertencia: No procures saber cosas elevadas.²⁸ El hecho de que, en realidad, el Apóstol no escribiese eso ni mucho menos lo dice todo, pues indica que la traducción espuria se amoldaba al prejuicio imperante. En la Vulgata, la versión de la Biblia escrita en el siglo IV, la frase se vierte como noli altum sapere, sed time, cuya traducción fiel sería no seas altanero, antes teme. Se trataba de un apercibimiento contra la falsa profesión de sabiduría moral; pero sapere, ser sabio, se interpretó como algo más próximo a scire, el conocimiento secular, raíz de la palabra ciencia. El resultado fue, pues, no procures saber cosas elevadas, tal como aparece en una traducción italiana de la Biblia escrita a finales del siglo XV; para entonces, las palabras de Pablo ya se habían asociado sin remedio a una condena de la curiosidad. No os enorgullezcáis de las artes ni las ciencias,²⁹ escribió Tomás de Kempis en el siglo XV, antes temed lo que se os ha contado. Pelagio, el monje británico, rebatió la idea de que San Pablo pretendiese disuadir del aprendizaje; pero ¿quién iba a escuchar a Pelagio, célebre por sus herejías? Erasmo de Rotterdam, el pensador del siglo XVI, empeñado como siempre en inculcar una sabiduría serena y erudita a un mundo que no sentía el menor interés por ella, sostenía que las palabras³⁰ [del Apóstol] no condenan el saber, sino que intentan evitar que nos ensoberbezcamos en nuestros excesos mundanos. No obstante, el recelo hacia la curiosidad y el deseo de conocimientos seculares estaba tan arraigado en el pensamiento cristiano que esas objeciones caían en saco roto.

Al fin y al cabo, pocas probabilidades había de que nadie osase cuestionar a la máxima autoridad entre los primeros Padres de la Iglesia, San Agustín de Hipona, quien afirmaba en sus Confesiones que la curiosidad es una enfermedad, uno de los vicios o apetitos que originan todos los pecados. En lenguaje divino se llama concupiscencia de los ojos,³¹ escribió. De aquí también el deseo de escrutar los secretos de la naturaleza, que están por encima de nosotros, y que no aprovecha nada conocer, y que los hombres no desean más que conocer. Afirmaba San Agustín que la curiosidad tiende a pervertir y a fomentar un interés por cadáveres destrozados, efectos mágicos³² y espectáculos asombrosos. Y nos expone a caer presa del orgullo:

Pues no se acerca el Señor³³ salvo a los contritos de corazón, ni es hallado por los soberbios, aunque con curiosa pericia cuenten las estrellas del cielo y las arenas⁵ del mar, y midan las regiones del cielo e investiguen el curso de los astros.

Así, los astrónomos, al contemplar un eclipse, acostumbran afirmar con petulancia que lo entienden, en lugar de someterse sobrecogidos a tamaña demostración de poder divino.

Esta aversión a la curiosidad entendida como deseo de saber más de lo que conviene no surgió en el mundo cristiano −se atribuye a Sócrates la frase no debemos preocuparnos por las cosas de arriba−, pero el cristianismo le proporcionó un sólido fundamento moral. De los preceptos agustinianos se haría eco en el siglo XII el teólogo cisterciense San Bernardo de Claraval, para quien la curiosidad era el principio de todo pecado:³⁴

No busques lo que es demasiado alto para ti,³⁵ ni escrutes lo que es demasiado poderoso […] Permanece en tu sitio, no vayas a caerte por caminar sobre cosas grandes y maravillosas que te superan.

Según San Bernardo, Lucifer "cayó de la verdad por culpa de la curiosidad³⁶ cuando dirigió su atención a algo que codiciaba de forma ilícita y que tuvo la presunción de creer que podría obtener". Como resultado, afirma el monje,

El serafín puso límites a la curiosidad impúdica³⁷ e imprudente. Ya no podrás, Satanás, investigar los misterios del cielo ni desvelar los misterios de la Iglesia en la tierra.

No toda la curiosidad operaba a tan gran escala; también había una de cortos vuelos que perseguía conocimientos banales y cosas que no merecía la pena saber: una pasión,³⁸ dijo en el siglo XIII Guillermo de Auvernia, obispo de París, por saber cosas innecesarias. También así expresaba su aversión a la curiosidad Tomás de Aquino (que no era enemigo del deseo de saber), encajándola en el molde clásico, asociada a cierta inercia y pereza mental y moral. Pero estas atribuciones no la hacían menos deplorable. El problema fundamental de la curiosidad era que se consideraba fruto de la soberbia. La acumulación de conocimientos inútiles entrañaba el peligro, no de que uno se convirtiese en otro Lucifer, sino de que se pavonease y vanagloriase en lugar de inclinar la cabeza ante Dios. ¡Oh, curiosidad! ¡Oh, vanidad!,³⁹ exclamaba a finales del siglo XII el teólogo Alexander Neckam. ¡Oh, curiosidad vana! ¡Oh, vanidad curiosa!.

Era este imperativo de humildad piadosa lo que llevaba a San Agustín a recomendar el asombro al mismo tiempo que condenaba la curiosidad. El asombro no tenía nada de frívolo ni de hedonista: infundía temor reverencial y nos recordaba nuestra impotencia e insignificancia frente la gloria divina. De ahí que el asombro ante el esplendor de la naturaleza se considerase la reacción apropiada: la disposición a creer en prodigios y maravillas no era solo digna de encomio, sino poco menos que un deber religioso. La curiosidad, como el escepticismo, delataba falta de fe y de devoción.

PENSAR POR UNO MISMO

Todos estos ejemplos contribuyen con demasiada frecuencia a reforzar el estereotipo de una Edad Media severa y antiintelectual, dominada por sacerdotes represivos. Pero esta imagen es incompleta. A partir del siglo XII, la disponibilidad cada vez mayor de traducciones latinas (a través del árabe) de las obras de los clásicos griegos, en particular de Aristóteles, trajo consigo un interés sincero por la naturaleza, no como alegoría platónica, sino como entidad digna de estudio por sí misma. Aunque Aristóteles no tenía nada de experimentalista, sí mostró interés por los pormenores del mundo natural, las distinciones entre especies de animales, plantas y minerales, y era un observador cuidadoso. El auge del aristotelismo en el siglo XIII estuvo acompañado de un mayor realismo en las artes visuales y plásticas: las plantas y animales representados son menos estilizados y más reconocibles como especies concretas.

No obstante, el hecho de que Aristóteles propugnase la compilación de historias de seres y fenómenos naturales no significa que se considerase necesario explicarlos ni entenderlos, salvo como ejemplos particulares que ilustraban reglas generales. Estas generalidades eran el objetivo del filósofo. Cualquiera podía percibir que la naturaleza estaba llena de variedad, pero estos accidentes no eran importantes de por sí. El objetivo no era explicar la historia natural en su totalidad, sino limar las asperezas y borrar las manchas hasta dejar únicamente las líneas generales.

En el siglo XIII, el pensamiento y los métodos de Aristóteles ya dominaban la filosofía de la naturaleza dentro de la llamada escolástica, el movimiento intelectual imperante en las escuelas catedralicias y en las universidades que empezaron a surgir en París, Montpellier, Oxford, Bolonia y otras grandes ciudades europeas. Hasta décadas recientes ha predominado la tendencia a confrontar tanto la revolución científica como el humanismo renacentista con una etapa precedente de supuesto estancamiento y dogmatismo en la que unos escolásticos huraños y retrógrados se pasaban la vida espigando las obras de los maestros de la Antigüedad con el fin de acumular tediosos argumentos a favor y en contra. Este enfoque, reflejo de la exageración de los pensadores de los siglos XVI y XVII, que eran muy dados a enfatizar lo novedoso de sus propias ideas, no hace justicia a la variedad y, a menudo, efervescencia del pensamiento medieval. Una época que produjo filósofos y teólogos tan sagaces y competentes como los grandes dominicos Tomás de Aquino y Alberto Magno, o como Roger Bacon, Roberto Grosseteste, Guillermo de Occam, Duns Escoto y Juan Buridán, no merece ni mucho menos que se la despache con el descalificativo de páramo intelectual.

Así y todo, no deja de ser cierto que buena parte de lo que en el Medievo pasaba por erudición consistía en una reorganización de cosas ya sabidas (muchas de ellas espurias), no en la adición de conocimientos inéditos. Las nuevas nociones solían acogerse con escepticismo, pues ¿por qué habría nadie de confiar en ellas cuando no habían pasado por la rigurosa criba de las eras? El pensamiento original era señal de orgullo malsano, y mal cabe tomar por curiosidad las pedantes y tortuosas disquisiciones lógicas de ciertos tratados medievales. Del filósofo de la naturaleza se esperaba que se ciñese a los principios del aristotelismo, una ortodoxia que, una vez cristianizada por Tomás de Aquino, se tornó casi tan incuestionable como las Sagradas Escrituras. Los fenómenos naturales se explicaban haciéndolos concordar con alguna permutación de los primeros principios aristotélicos, un enfoque apriorístico conocido como razonamiento deductivo. Este uso de una razón y una lógica irrebatibles se consideraba la única forma capaz de brindar un conocimiento del mundo tan sólido como los principios de la geometría, y no solo prescribía un método específico, sino que también definía el ámbito de los interrogantes que era lícito formular (o, cuando menos, que merecían formularse).

Eran precisamente los métodos del escolasticismo aristotélico los que lo blindaban contra cualquier cuestionamiento serio. Los académicos de las universidades sopesaban todas las cuestiones acerca del mundo de manera aislada, enumerando argumentos a favor y en contra de la explicación concreta de un fenómeno antes de aventurar la menor interpretación personal. Nadie intentaba encontrar relaciones entre fenómenos diferentes, de ahí que apenas se detectasen, no digamos ya se resolviesen, las contradicciones e incongruencias de la epistemología teleológica de Aristóteles. Esta atomización del conocimiento suponía que el marco de referencia propiamente dicho nunca se ponía en duda. Y si la evidencia empírica chocaba con Aristóteles, peor para ella: las desviaciones con respecto a la norma eran irrelevantes por definición.

Ni siquiera algunos de los pensadores más innovadores juzgaban inconveniente separar el conocimiento de la curiosidad, pues, adoptando el punto de vista de Aristóteles, veían esta como un deseo ofuscado de husmear en asuntos triviales, una pulsión distinta de la verdadera devoción por el saber (studiositas). La curiosidad viciosa,⁴⁰ declaró Tomás de Aquino, no puede ocuparse del conocimiento intelectual; y Alberto Magno afirmó que:

La curiosidad es la investigación de asuntos⁴¹ que nada tienen que ver con el objeto que se investiga o que carecen de toda importancia para nosotros; la prudencia, en cambio, guarda relación únicamente con aquellas investigaciones que conciernen al objeto en cuestión o nos conciernen a nosotros.

Era la curiosidad, según Alberto Magno, lo que inducía a prestar una atención inapropiada a los detalles en lugar de perseguir el auténtico objetivo aristotélico de identificar generalidades. Al escribir sobre plantas y animales, el Doctor Universalis tendía a describir lo típico y sólo al final enumeraba rasgos específicos. Resúltale grato al estudiante,⁴² admitía con aire de superioridad, conocer la naturaleza de las cosas, y es algo útil para la vida y conservación de las ciudades; pero eso no incumbe en absoluto al filósofo. Cuando en su obra De vegetabilibus cataloga especies concretas de plantas, Alberto Magno aclara que está limitándose a satisfacer la curiosidad de los estudiantes⁴³ y no a filosofar, pues no cabe hacer filosofía de los particulares.

Gracias a este planteamiento, el saber escolástico pudo mantenerse en un plano intelectual superior a los conocimientos del vulgo iletrado. Los artesanos, los peones y los labriegos por lo general sabían mucho más de plantas, animales y minerales que los filósofos, pero eso no contaba, pues tan solo conocían los detalles secundarios y superficiales. El filósofo no necesitaba explicar por qué el mundo es como lo vemos, sino extraer de él (y, sobre todo, de lo que los antiguos habían dicho de él) verdades universales que transmitir a sus alumnos.

ÁNGELES REBELDES

Unos pocos individuos desafiaron estas restricciones que determinaban lo que era lícito saber y preguntar, desafío que inevitablemente les granjeó acusaciones de herejía, blasfemia y brujería. Ni siquiera la ascensión al trono pontificio (con el nombre de Silvestre II) salvó a Gerberto de Aurillac, el formidable erudito del siglo X, una autoridad en astronomía y matemáticas, del rumor de que había estudiado magia con los árabes y suscrito un pacto fáustico con el diablo. El pugnaz filósofo normando Guillermo de Conches no ocultaba su desprecio por quienes denunciaban su afición a formular preguntas difíciles: "Ignorantes de las fuerzas de la naturaleza⁴⁴ y deseosos de verse acompañados en su ignorancia, no quieren que la gente escrute nada; quieren que creamos a pie juntillas cual campesinos y no nos preguntemos el porqué de las cosas". Al igual que sus herederos espirituales en el siglo XVII, Guillermo defendía el deseo de investigar la naturaleza con el argumento de que, en tanto que cristianos, teníamos el deber de entender lo mejor posible el mundo que Dios había creado. En opinión del normando, el Señor había forjado la naturaleza mediante la razón, convirtiéndola en un sistema regido por leyes inteligibles. Así replicaba Guillermo a quienes sostenían que no solo era un acto de soberbia buscar esas leyes, sino una herejía dar a entender que el mismísimo Dios se hallaba circunscrito a ellas:

Algunos dirán que explicar cómo está hecho el hombre⁴⁵ ofende al poder divino. Yo les respondo que al contrario: lo magnifica, pues atribuye a Dios haber otorgado esa naturaleza a las cosas y, gracias a esa naturaleza, haber creado así el cuerpo humano […] Dios es desde luego todopoderoso;⁴⁶ pero lo importante es que hizo tal y tal cosa. Dios podría desde luego crear un ternero a partir de un tronco de árbol, tal como diría un aldeano, pero ¿alguna vez hizo cosa semejante?

Es injusto que hoy se recuerde a una de las personalidades más curiosas de la Edad Media como mero traductor de textos clásicos. Adelardo de Bath viajó a lugares remotos desde el sureste de Inglaterra en busca de conocimientos; estudió en las ciudades francesas de Tours, Laon y Chartres y, tras pasar por Sicilia alrededor de 1116, se trasladó a las tierras de los sarracenos para dedicarse al estudio de la sabiduría árabe. Allí visitó Antioquía y Tarso, y entre las obras de los antiguos griegos a las que tuvo acceso en versiones árabes y que posteriormente tradujo al latín figuraban los Elementos de Euclides, el insigne tratado clásico de geometría. También se considera probable que tradujese el Mappae clavicula [La pequeña clave de la pintura], un tratado sobre la preparación de pigmentos y otros materiales (al)químicos, derivado de fuentes griegas, que hoy nos ofrece una de las perspectivas más reveladoras sobre la tecnología química del mundo clásico. Aunque son varias las traducciones que se le atribuyen erróneamente, está claro que el sabio inglés desempeñó un papel fundamental en la transmisión a Occidente del saber árabe en materia de geometría, astronomía y matemáticas. Merece la pena visitar a sabios de diversas naciones,⁴⁷ escribió Adelardo,

y memorizar lo más excelso que encontremos en cada caso. Pues lo que ignoran las escuelas de la Galia lo revelan las transalpinas, y lo que no se aprende entre los latinos nos lo enseñarán los griegos más versados.

Si bien nos faltan muchos detalles de la biografía de Adelardo, la imagen personal que proyectan las páginas de sus obras es de una viveza extraordinaria: sereno, irónico, escéptico y sumamente intrigado por el mundo natural, podría decirse que era un Erasmo del Medievo. Adelardo clamaba enérgicamente contra la tendencia conservadora de sus contemporáneos, que les llevaba a desdeñar todo pensamiento original que no luciese el imprimátur de las autoridades de la Antigüedad (razón por la cual muchas obras de este periodo se firmaban con los seudónimos de autores griegos y árabes venerados): "Así, cuando tengo una idea nueva,⁴⁸ si quiero publicarla, se la atribuyo a otro y declaro: ‘Fue fulano de tal quien lo dijo, no yo’".

Pero Adelardo sí publicó algunas obras con su nombre, la más notable de las cuales fue una elegía al estudio de la filosofía, De eodem et diverso [Sobre lo idéntico y lo diferente], y un canto al placer y al valor de formular preguntas acerca del mundo, Questiones naturales. (No se conoce la fecha exacta de publicación de ninguno de los dos textos, pero ambos datan de comienzos del siglo XII). El primero contiene una de esas asombrosas premoniciones de la ciencia y tecnología futuras que parecen especialidad de las mentes medievales más curiosas. Esto escribió Abelardo, adelantándose al telescopio y al microscopio:

Los sentidos no son de fiar en cuanto a los objetos⁴⁹ más grandes ni a los más pequeños. ¿Quién ha comprendido jamás el espacio celeste mediante el sentido de la vista? […] ¿Quién ha distinguido jamás los minúsculos átomos a simple vista?

En Questiones naturales, por su parte, diserta el filósofo acerca de una deliciosa variedad de asuntos de historia natural, en forma de un diálogo imaginario que mantienen el narrador y su sobrino, un joven preguntón aunque un tanto ingenuo, después de que el primero haya regresado de las tierras de los árabes⁶. El sobrino es el aguijón que usa Adelardo para hostigar a los escolásticos que se obstinan en que la autoridad de los clásicos vale más que la razón. Cuando el joven pregunta por los animales, el narrador le contesta: Me cuesta hablar de ello contigo.⁵⁰ Pues yo aprendí de mis maestros árabes a la luz de la razón, mientras que tú, cautivado por la pátina de autoridad, obedeces a la rienda. Pero el sobrino también obedece al asombro mudo, que obstaculiza el pensamiento racional:

Sé que la oscuridad que te atenaza⁵¹ es la misma que envuelve e induce a error a cuantos no están seguros del orden de las cosas. Pues el alma, imbuida de asombro y desconocimiento, cuando contempla desde lejos, con horror, los efectos de las cosas sin reflexionar sobre sus causas, nunca logra sacudirse la perplejidad. Así pues, sobrino, observa con más detenimiento, toma en consideración las circunstancias, propón causas, y no te asombrarás de los efectos.

La lista de cuestiones naturales formuladas en el texto de Adelardo refleja tanto el despertar de la curiosidad en los albores de la edad gótica como la dificultad de encauzarla con provecho cuando no se dispone de un programa de indagación sistemática de la naturaleza. He aquí algunas de ellas:

– cuando un árbol se injerta en otro, ¿por qué todos los frutos son de la porción injertada?

– ¿por qué algunos animales rumian?

– ¿por qué algunos animales carecen de estómago?

– ¿por qué el agua del mar es salada?

– ¿por qué los hombres se quedan calvos por delante?

– ¿por qué los seres humanos no tienen cuernos?

– ¿por qué algunos animales ven mejor de noche?

– ¿por qué podemos ver objetos iluminados cuando estamos en la oscuridad pero no al contrario?

– ¿por qué no miden lo mismo todos los dedos?

– ¿por qué los niños no caminan nada más nacer?

– ¿por qué nos dan miedo los cadáveres?

No existía una base teórica para responder a esas preguntas, a menos que uno se contentase con las candorosas tautologías de los antiguos. Para Adelardo, sin embargo, preguntar no tenía nada de malo.

SECRETOS Y EXPERIMENTOS

La curiosidad sincera de Adelardo y el eclecticismo populista de la tradición enciclopédica de Plinio contrastan con una práctica medieval muy diferente de recopilación y transmisión de saberes, según la cual el conocimiento era algo que había que acaparar o, en el mejor de los casos, compartir únicamente entre unos pocos privilegiados. El conocimiento se hizo secreto y, por tanto, adquirió un aire de misterio y peligro; de herejía, incluso. Una de las enciclopedias más famosas de la alta Edad Media era el Secreta secretorum (El secreto de los secretos, también conocido en castellano como Poridat de poridades), que se atribuía por error a Aristóteles cuando en realidad se trata de un texto árabe que probablemente databa del siglo X y estaba basado en fuentes más antiguas. Traducido al latín en el siglo XII, el Secreta era una mezcla heterogénea de ética, política, alquimia, astrología y medicina. Según Roger Bacon, el fraile franciscano del siglo XIII que impartió clases en Oxford, quien leyese y entendiese el Secreta descubriría "los mayores secretos naturales⁵² que cualquier hombre o invención humana puede llegar a conocer en esta vida".

Se rumoreaba que el propio Bacon conocía esos secretos: según las malas lenguas, era un mago que tenía sus escarceos con actividades diabólicas. Hoy se tiene al Doctor Mirabilis por uno de los pioneros del empirismo; su disposición a aprender cosas del mundo mediante experimentos le ha valido incluso el calificativo, por lo demás bastante absurdo, de el primer científico. Parece indudable que Bacon utilizó materiales e instrumentos técnicos en sus estudios: estaba particularmente interesado en la óptica y la naturaleza de la luz, y es probable que también realizase investigaciones alquímicas. Pero sus experimentos eran en su mayoría mentales: se trataba de descripciones, según el modelo deductivo de Aristóteles, de lo que ocurriría en tal y tal circunstancia, más que de investigaciones empíricas de lo que realmente tenía lugar.

Bacon veía razones concretas para mantener en secreto ciertos conocimientos. Experimentó con la pólvora y a veces se le atribuye su introducción en Occidente. Propugnó el uso de lo que hoy llamaríamos principios científicos para la fabricación de máquinas de guerra y otros artefactos militares en defensa de la Cristiandad. Solicitó al papa Clemente IV que apoyase la ciencia a tal efecto, con el argumento (bastante especioso) de que "por el sendero del saber fue capaz Aristóteles⁵³ de entregarle el mundo a Alejandro". También este Bacon consideraba que el conocimiento era poder⁷.

Ahora bien, ¿de veras podía ser ciencia el conocimiento secreto? Scientia, para Aristóteles, era la demostración de las causas de las cosas. Los secretos, por el contrario, eran fenómenos cuya naturaleza no permitía deducirlos de los primeros principios aristotélicos. No eran cognoscibles en el sentido en que lo era la ciencia aristotélica: sus causas estaban escondidas, ocultas. El ejemplo por antonomasia era el magnetismo, algo asombroso e innegable, pero al mismo tiempo misterioso e inexplicable. Estas cosas eran prodigios, excepciones, fenómenos impredecibles y opacos a la luz de la razón, de ahí que en la Antigüedad no se los hubiese considerado parte importante del conocimiento: no porque se dudase de su validez empírica, sino porque parecían independientes y herméticos. Eran una cuestión pura y simplemente de experiencia; pero la experiencia como tal suscitaba la desconfianza generalizada tanto de los platónicos, que la consideraban superficial, como los aristotélicos, que la consideraban contingente y confusa. Merezca o no Roger Bacon reconocimiento como experimentalista práctico, lo cierto es que propuso una alteración notable de las reglas del juego al insinuar que el empirismo era una forma válida de conocimiento; que existen cosas que merece la pena saber y que no pueden deducirse sin más.

Con todo, estas dos fuentes de conocimiento tendían a guardar las distancias: había una via rationis y una via experimentalis, y

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