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La invención del color
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La invención del color
Libro electrónico734 páginas11 horas

La invención del color

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  • Art History

  • Color Theory

  • Color

  • Art

  • Chemistry

  • Mad Scientist

  • Ancient Conspiracy

  • Lost Technology

  • Artistic Awakening

  • Artistic Legacy

  • Artistic Vision

  • Artistic Innovation

  • Artistic Revolution

  • Rags to Riches

  • Time Travel

  • Pigments

  • Art Criticism

  • Impressionism

  • Color Psychology

  • Technology

Información de este libro electrónico

¿De dónde viene el color? ¿Cómo encuentran los pintores nuevas tonalidades y de qué manera influyen éstas en su obra? Desde la austera paleta de los griegos y la costosa pasión por el púrpura de los romanos hasta la gloriosa profusión del arte renacentista y la sobriedad cromática de Velázquez y Rembrandt; desde las tempranas incursiones de los pintores románticos en el laboratorio del químico al matrimonio, en ocasiones fallido y en otras espectacularmente exitoso, entre arte y ciencia en el siglo XX, la química y el uso artístico del color han existido siempre en una simbiótica relación que ha determinado sus respectivas evoluciones. La historia de la pintura ha estado influida por la disponibilidad o no de determinados pigmentos, y los descubrimientos científicos se han reflejado directamente en la paleta del artista. Lleno de anécdotas y apuntes etimológicos, La invención del color es una historia luminosa de la magia escondida en el lienzo del pintor.
IdiomaEspañol
EditorialTurner
Fecha de lanzamiento1 abr 2016
ISBN9788415427407
La invención del color
Autor

Philip Ball

Philip Ball is a freelance writer and broadcaster, and was an editor at Nature for more than twenty years. He writes regularly in the scientific and popular media and has written many books on the interactions of the sciences, the arts, and wider culture, including How Life Works, The Book of Minds, H2O: A Biography of Water, Bright Earth: The Invention of Colour, The Music Instinct, and Curiosity: How Science Became Interested in Everything. His book Critical Mass won the 2005 Aventis Prize for Science Books. Ball was the 2022 recipient of the Royal Society’s Wilkins-Bernal-Medawar Medal for contributions to the history, philosophy or social roles of science. He trained as a chemist at the University of Oxford and as a physicist at the University of Bristol. He lives in London.

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  • Calificación: 4 de 5 estrellas
    4/5

    Aug 25, 2007

    Tracing the history of painting (primarily European) by describing advances in technology and chemistry, this book is excellent. It was relatively easy to read and has many color reproductions to illustrate the various points as well as monochrome figures. I was interested in the evolution of pigments from raw minerals mined from the ground through chemical pigment manufacture in the twentieth century. It was also interesting to learn how methods of painting have changed from fresco and egg tempura through oils and into acrylics and other types of paint. Changes to color theory through time are also described in this volume, which is something I previously knew next to nothing about. Reading this book, artists will learn about chemistry and chemists will learn about art.
  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5

    Sep 12, 2019

    A highly entertaining survey for the invention of artist pigments through out the human history.
  • Calificación: 3 de 5 estrellas
    3/5

    Sep 7, 2013

    Maybe it would have been better if Bayer just stuck to synthisizing indigo and making dyes
  • Calificación: 4 de 5 estrellas
    4/5

    Aug 29, 2013

     -all those things, all related
    -art is more than art
  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5

    Nov 4, 2007

    I enjoyed this book very much, as it explains in a clear and chronological way the development of pigments, dyes and other materials. It shows the importance of industry in its continuous search for less expensive and more durable dyes and new art trends.
    I found the book so motivating that I bought from Kremer Pigmente (Germany) samples of the pigments used by the artists in the Middle Ages, just to have a "feel" of the real color!
  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5

    Oct 26, 2006

    Wonderful book! Art history focusing on the use of color; and the science and technology of pigments. A bit of color theory also. Full of a wealth of details both significant and just fun.
    Erica Kline, 11/20/2002

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La invención del color - Philip Ball

I

EL OJO DEL ESPECTADOR

EL CIENTÍFICO EN EL TALLER

El punto de partida es el estudio del color y sus efectos en los hombres.

VASILI KANDINSKY

De lo espiritual en el arte (1912)

El hombre del traje azul saca del bolsillo, despliega y me alarga una gran hoja cubierta por la letra de Picasso, menos espasmódica, más aplicada que de costumbre. A primera vista, se diría que se trata de un poema. Una veintena de versos, rodeados de grandes márgenes blancos, aparecen reunidos en una columna. Cada verso se prolonga con un trazo, a veces muy largo. Pero no es un poema, es el último pedido de colores de Picasso. […]

Por una vez, todos los héroes anónimos de la paleta de Picasso salen de la sombra con el Blanco sólido a la cabeza. Cada uno se ha distinguido en una batalla —época azul, época rosa, cubismo, Guernica—, cada uno podría decir: Yo también estuve allí. […] Y Picasso, al pasar revista a sus viejos camaradas de lucha, añade a cada uno, con fulgurante pluma, un largo trazo, como un saludo fraternal: ¡Hola, blanco de plata! ¡Hola, rojo persa! ¡Hola, verde esmeralda! ¡Azul cerúleo, violeta de cobalto, negro marfil, hola! ¡Hola!.

BRASSAÏ,

Conversaciones con Picasso¹

Creo que en el futuro, la gente empezará a hacer cuadros en un solo color, y a no pintar nada más que color. El artista francés Yves Klein dijo esto en 1954, antes de entrar en una época monocroma en la que cada obra estaba compuesta de un único y espléndido matiz. Esta aventura culminó con la colaboración de Klein en 1955 con Edouard Adam, un vendedor de pintura de París, para crear una nueva pintura azul de vibraciones enervantes. En 1957 presentó su manifiesto con una exposición, Proclamación de la época azul", que contenía once cuadros en el nuevo azul de Klein.

Al decir que el arte monocromo de Yves Klein fue fruto de la tecnología química me refiero a algo más que al hecho de que la pintura utilizada fue un producto químico moderno. El concepto mismo de este arte fue de inspiración tecnológica. Klein no sólo quería mostrarnos colores puros; quería exhibir el esplendor del color nuevo, exaltar su materialidad. Sus estridentes naranjas y amarillos son colores sintéticos, invenciones del siglo XX. El de Klein era un azul ultramarino, pero no el ultramarino natural, de base mineral, de la Edad Media: era un producto de la industria química y Klein y Adam experimentaron durante un año para convertirlo en una pintura con aquella cualidad fascinadora que el artista buscaba. Al patentar este nuevo color, Klein no sólo estaba protegiendo sus intereses comerciales sino consagrando la autenticidad de una idea creativa. Puede decirse que la patente era parte de su obra.

El uso del color en Yves Klein sólo fue posible una vez que la tecnología química hubo alcanzado cierto grado de madurez. Pero esto no era nada nuevo. Desde que los pintores comenzaron a plasmar sus sueños y visiones en imágenes han recurrido a conocimientos y habilidades técnicas para proveerse de materiales. Con el florecimiento de las ciencias químicas a principios del siglo XIX se hizo imposible ignorar este hecho: la química estaba allí, en la paleta del pintor. Y el artista se alegraba de ello: Loada sea la paleta por las delicias que nos brinda […] es en sí misma una ‘obra de arte’, más hermosa ciertamente que muchas obras de arte, dijo Vasili Kandinsky en 1913. El impresionista Camille Pisarro ilustró esto claramente en su Paleta con paisaje (1878), una escena pastoril compuesta directamente sobre la paleta, alargando las manchas de colores brillantes que bordeaban su contorno.

Los impresionistas y sus descendientes — Van Gogh, Matisse, Gauguin, Kandinsky— exploraron las nuevas dimensiones cromáticas abiertas por la química con una vitalidad que quizás no ha sido aún igualada. Su público no se impresionó tan sólo ante el rompimiento de las reglas —el desvío de la coloración naturalista— sino ante la visión de colores nunca antes vistos en un lienzo: anaranjado brillante, púrpuras aterciopelados, nuevos verdes vibrantes. Van Gogh enviaba a su hermano a conseguir algunos de los más brillantes e impactantes pigmentos disponibles, y creaba con ellos composiciones perturbadoras, cuyos tonos estridentes son casi dolorosos a la vista. Su nuevo lenguaje visual confundió y escandalizó a muchos: el pintor tradicionalista francés Jean-Georges Vibert regañó a los impresionistas por pintar sólo con colores intensos.

De épocas anteriores nos llegan ecos de esa misma queja, escuchada cada vez que la química (o el comercio extranjero, que también amplía el repertorio de materiales de una cultura) ha proporcionado colores nuevos o mejores a los artistas. Cuando Tiziano, el príncipe de los coloristas según Henry James, aprovechando su fácil acceso a los pigmentos que llegaban a los prósperos puertos de Venecia, cubrió sus cuadros de suntuosos rojos, azules, rosados y violetas, Miguel Ángel comentó desdeñosamente que era una lástima que los venecianos no hubiesen aprendido a dibujar mejor. Plinio lamentaba el influjo de los nuevos pigmentos brillantes llegados del Oriente, que corrompía el austero colorido que Roma había heredado de la Grecia clásica: Ahora la India trae el légamo de sus ríos y la sangre de dragones y de elefantes.

Es innegable que la invención y la disponibilidad de nuevos pigmentos químicos influyeron en el uso del color en el arte. Como escribió el historiador de arte Ernst Gombrich, el artista no puede transcribir lo que ve; sino sólo traducirlo según los recursos de su medio. Está, además, estrictamente limitado a la gama de tonos que su medio le brinda.² Así pues, resulta sorprendente la poca atención que se ha prestado a cómo los artistas han obtenido sus colores que a cómo los han utilizado. Este olvido del aspecto material del oficio del artista se debe quizás a la tendencia cultural de Occidente a separar inspiración y sustancia. El historiador de arte John Gage confiesa que, uno de los aspectos menos estudiados de la historia del arte son las herramientas del arte. Anthea Callen, especialista en las técnicas de los impresionistas, hace una crítica más severa:

Irónicamente, con frecuencia la gente que escribe sobre arte pasa por alto el lado práctico del oficio, concentrándose, al hablar de pintura, casi siempre en las cualidades estilísticas, literarias o formales. Como consecuencia de esto, se vienen repitiendo innecesariamente errores y malentendidos en la historia del arte, que luego son reiterados por las sucesivas generaciones de escritores.

Toda obra de arte está determinada en primer lugar por los materiales de que el artista pudo disponer, y por su habilidad para manipular esos materiales. De modo que sólo cuando se hayan evaluado a fondo las limitaciones impuestas al artista por sus materiales y sus condiciones sociales podrán comprenderse adecuadamente las preocupaciones estéticas y el lugar del arte en la historia.³

Cabría esperar que los aspectos técnicos del arte no fuesen tan desatendidos cuando se está analizando el uso del color: ¿no debería en este caso ponerse de relieve? Pues no siempre es así. En su clásica History of Colour in Painting [Historia del color en la pintura], Faber Birren admite que "la elección de colores para una o varias paletas no tiene nada que ver con la química, ni con la permanencia, transparencia, opacidad o cualquier otro aspecto material del arte". Esta omisión extraordinaria de la dimensión sustancial del color constituye necesariamente un prerrequisito de absurdos tales como el de Birren al asignar el azul cobalto a la paleta de Rubens y sus contemporáneos casi dos siglos antes de su invención.⁴ Dada la atención que concede Birren a los matices necesarios para una paleta balanceada resulta muy extraño lo poco que le preocupa el que los artistas de las distintas épocas tuvieran o no acceso a ellos.

LA PINTURA Y EL PINTOR

Todo pintor tiene que enfrentarse a esta pregunta: ¿para qué sirve el color? Bridget Riley, una de las pintoras modernas más preocupadas por las relaciones con el color, ha expresado muy claramente este dilema:

Para los pintores, el color no está sólo en todas aquellas cosas que todos vemos, sino también, de un modo extraordinario, en los pigmentos extendidos en la paleta, y allí, de un modo muy especial, es sencilla y únicamente color. Este es el primer punto importante para comprender el arte del pintor. Sin embargo, estos pigmentos claros y brillantes no permanecerán en la paleta como colores prístinos en sí mismos, sino que serán utilizados: pues el pintor pintará un cuadro, de modo que el uso del color está condicionado por su función en la realización de cuadros. […] El pintor tiene que lidiar con dos sistemas de color bien distintos —uno es el que la naturaleza aporta; otro, el que el arte necesita—, el color de percepción y el color pictórico. Ambos estarán presentes y la obra del pintor dependerá del énfasis que éste ponga primero sobre el uno y después sobre el otro.

Éste no es un problema moderno; artistas de todas las épocas han tenido que afrontarlo. No obstante, algo falta en la formulación que hace Riley de la situación del artista. Los pigmentos no son sencilla y únicamente color, sino sustancias con propiedades y atributos específicos, sin olvidar entre éstos el precio. ¿No afectará nuestro deseo de emplear ese azul el que hayamos tenido que pagar por él más que su peso en oro? Aquel amarillo se ve espléndido, pero ¿y si sus restos en la punta de los dedos pudieran envenenarnos durante la cena? Este anaranjado tienta como un sol destilado, pero ¿no se volverá un marrón sucio al cabo de un año? En pocas palabras, ¿cuál es nuestra relación con los materiales?

El color crudo proporciona algo más que un medio físico a partir del que los artistas pueden componer sus imágenes. Los materiales influyen en la forma, dijo el artista norteamericano Morris Louis en la década de 1950; pero influencia resulta una palabra demasiado débil cuando nos enfrentamos a las explosivas vibraciones en Baco y Ariadna (1523) de Tiziano, Odalisca con esclava (1839-1840) de Ingres, o El estudio rojo (1911) de Matisse. Éste es un arte que surge directamente del impacto del color, de posibilidades delimitadas por la tecnología química imperante.

Pero si bien la tecnología química hizo posible por primera vez los cuadros monocromos de Klein, no tendría sentido sugerir que Rubens no los pintó por no haber contado con aquellos colores. Sería igualmente absurdo suponer que, de haber tenido conocimientos técnicos de anatomía y perspectiva y el progreso químico necesario para aumentar la gama de los pigmentos, los antiguos egipcios hubieran pintado en el estilo de Tiziano. El uso del color en el arte está determinado por los materiales de que dispone el artista tanto o más que por sus inclinaciones personales y el contexto cultural.

Así pues, sería un error asumir que la historia del color en el arte es una acumulación de posibilidades proporcional a la acumulación de pigmentos. Cada decisión que el artista toma es un acto tanto de exclusión como de inclusión. Antes de que podamos percibir claramente dónde intervienen las consideraciones tecnológicas en esta decisión tenemos que evaluar la influencia de los factores sociales y culturales sobre la actitud del artista. Al fin y al cabo, todo artista firma su propio pacto con los colores de su tiempo.

LA BÚSQUEDA DE LEONARDO

Ernst Gombrich afirma que el arte es algo completamente diferente de la ciencia, pero el argumento que ofrece hará asomar una sonrisa amarga en los labios de muchos científicos: No puede decirse que el arte progrese en el sentido en que lo hace la ciencia. Todo descubrimiento en cualquier dirección crea una nueva dificultad en alguna otra parte. Se da uno cuenta de que Gombrich no se acercó jamás a las ciencias.

La exploración del vínculo entre el arte y la ciencia se ha vuelto a poner de moda; pero lo que prima en este debate es la superposición de ideas y fuentes de inspiración análogas. Hoy día se encuentra a todo género de artistas excavando en la rica mina de asociaciones que cristaliza desde nuestra herencia genética, y que hace posible trazar analogías entre la relatividad y el cubismo, entre la mecánica cuántica y las obras de Virginia Woolf.

Todo eso está perfectamente bien en la medida en que sirve para demostrar la enorme necesidad de una asimilación cultural de las ideas científicas (si bien ésta suele darse de forma distorsionada o mal digerida). Pero, al parecer, nos sentimos más felices en el reino de lo intelectual que en el de lo tangible.

Sin embargo, la división cartesiana entre la mente y lo material no siempre ha reflejado la actitud real de los artistas. No fue hasta hace más o menos medio siglo cuando se pudo acceder a todas las subdivisiones y mezclas imaginables del arco iris mediante tubos dispuestos en estantes. Hasta el siglo XVIII la mayoría de los artistas maceraba y mezclaba sus propios pigmentos, o al menos dirigía estos procesos en sus talleres. El deleite casi sensual en el componente material de los colores que se evidencia en los artesanos medievales, como el italiano Cennino Cennini, demuestra que los artistas de su época tenían una relación íntima con sus pinturas y una notable habilidad en el terreno de la química práctica.

Además, antes de la Era de la Razón, la diferencia entre arte y ciencia no era equivalente a aquella otra entre intuición y racionalidad. En la Edad Media, los hombres de ciencia eran historiadores de antiguos conocimientos y teorías, actividad que no involucraba necesariamente una mente inquisitiva. El arte, en cambio, comportaba habilidades técnicas o manuales, y un químico era tan artista como un pintor. No se apreciaba al artista por su imaginación, pasión o inventiva, sino por su capacidad para hacer un trabajo eficiente.

Éste era el mundo en el que vivió y trabajó Leonardo da Vinci. Vladímir Nabokov dijo una vez que se interesaría más por el famoso debate Dos culturas de C. P. Show si pudiera llegar a percibir que entre ambas había un abismo y no una cuneta. Leonardo ni siquiera llegaba a ver bien la cuneta. La naturalidad con que alternaba los papeles de artista, ingeniero y filósofo natural sigue siendo asombrosa, incluso si recordamos que las fronteras entre estas disciplinas eran mucho menos rígidas en el Renacimiento que en nuestros días.

En los círculos académicos de la Florencia de Leonardo del siglo XV se discutía vivamente sobre el papel de la razón, la geometría y las matemáticas en el arte. El propio Leonardo defendía con firmeza el principio de que el artista debía imitar a la naturaleza con la mayor fidelidad posible, lo que implicaba un aprendizaje de las reglas matemáticas que gobiernan la naturaleza: Quienes practican [el arte] sin la ciencia son como marineros que se hacen al mar sin timón ni brújula, y nunca pueden saber con certeza a dónde van.⁶ Cuán fácil resulta ver la ambigüedad de su posición desde nuestra perspectiva moderna. Al recalcar la importancia de la ciencia en el arte, Leonardo perseguía un objetivo muy propio de su época. Destacando la función de las matemáticas intentaba elevar a la pintura al rango de las humanidades, junto a la geometría, la música, la retórica y la astronomía. Las humanidades constituían los verdaderos campos del estudio intelectual en las universidades, mientras que la pintura era considerada desde la Edad Media un oficio, una habilidad manual de menor categoría. Tales actividades habían sido desempeñadas por los esclavos en la Antigüedad clásica, y los pintores de la época de Leonardo estaban desesperados por librarse de ese estigma. Al abogar por la inclusión de la pintura entre las humanidades buscaban elevar su propia condición social.

En defensa de su causa, los pintores argüían que muchos grandes hombres de la antigüedad habían compartido su oficio, que había merecido el favor de los reyes y (más recientemente) de los papas. En su libro De la pintura (1435), el arquitecto y pintor florentino Leon Battista Alberti (1404-1472) recordaba a sus lectores que

el número de pintores y escultores era enorme en aquellos días, cuando los príncipes y el pueblo, doctos e indoctos, gozaban por igual de la pintura. […] Poco a poco Paulo Emilio y muchos otros ciudadanos romanos fueron enseñando pintura a sus hijos, como una de las artes liberales propias de una vida virtuosa y feliz. Los griegos observaban especialmente esta excelente costumbre de enseñar pintura a los jóvenes libres como parte de su instrucción humanística, junto a las letras, la geometría y la música.

Leonardo, Alberti y sus colegas cuestionaban el hecho de que se aceptara a la poesía entre las humanidades, mientras que la composición de imágenes bellas con pintura, en lugar de palabras, no fuese aceptada. Escribid en algún lugar el nombre de Dios, decía Leonardo, y colocad enfrente una figura que lo represente, y ved cuál de estas cosas será más reverenciada.

La causa de los pintores exigía que los artistas se desvincularan de los oficios manuales y unieran sus habilidades a las matemáticas y al pensamiento abstracto. Nuestros ancestros, decía Alberti, concedían tal distinción a la pintura que, en tanto los demás artistas eran considerados artesanos, únicamente los pintores no se contaban entre éstos.⁹ Esto tuvo necesariamente que alentar a los artistas a menospreciar los aspectos materiales de la pintura, tales como la creación y maceración de los pigmentos. Esto, a su vez, contribuyó ciertamente al énfasis de los pintores florentinos en el dibujo y la línea (disegno) sobre el uso del color (colore), que dio inicio a una controversia que se extendería a través de los siglos. Comentarios despreciativos como este de Equicola en el siglo XVI sólo sirvieron para incitarlos más: La pintura no tiene otro objeto que el de copiar a la naturaleza con colores diversos apropiadamente elegidos.

Hacia finales del siglo XV Leonardo y sus colegas habían ganado en gran medida la batalla, pero al precio de reforzar el fanatismo heredado de la Antigüedad clásica. En ninguna parte Leonardo pone en duda la jerarquía subyacente que valora lo intelectual por encima de lo manual. En lugar de esto, intenta resituar el oficio del pintor medieval en un plano abstracto. De este modo, el arte comenzó a fragmentarse en puro y aplicado, distinción que no se vio cuestionada seriamente hasta el siglo XIX. En The Two Paths [Dos caminos] (1859), John Ruskin deploró las dos culturas existentes dentro del propio arte y sostuvo que las artes decorativas no debían ser vistas como una especie degradada o diferente de arte. Con William Morris y otros, Ruskin intentó reunificar al artesano y al artista en el movimiento de Artes y Oficios. No está claro que hayan logrado su propósito: el art noveau (el modernismo) llegó y se fue, pero el elitismo artístico perdura.

LA QUÍMICA Y EL ARTE

La relación entre la pintura y las humanidades en la época de Leonardo era completamente análoga al lugar que ocupaba la química en relación con la filosofía natural, o lo que hoy llamaríamos ciencia. Aquellos que ejercían las artes de la química, que vivían en laboratorios humeantes y fabricaban cosas prácticas, estaban excluidos de los nobles salones de la ciencia académica. Acerca de esta química precientífica, el historiador de la ciencia Lawrence Principe nos cuenta:

Hace tiempo que se reconoce que uno de los problemas de la química antes del siglo XVIII era su estatus más de arte práctico o técnico que de rama de la filosofía natural. Dicho estatus inferior de la química, determinado por la baja condición de sus practicantes técnicos, militaba en contra de su aceptación por parte de muchos filósofos naturales.¹⁰

Así pues, el químico angloirlandés Robert Boyle, en su polémico libro Sceptical Chymist [El químico escéptico] (1665), denuncia la ignorancia de los químicos vulgares, incluyendo no sólo a los absolutos farsantes que pretendían lucrarse con falsas transformaciones alquímicas, sino también a los tintoreros, destiladores y boticarios que carecían de conocimientos teóricos. Leonardo no tenía nada que ganar vinculando su causa a éstos, y en ese sentido tenía buenas razones para encubrir los aspectos químicos del arte.

Sin embargo, eso no justifica el persistente rechazo de la idea de que la ciencia proporciona al arte no sólo conceptos sino también materiales. Resultan desconcertantes el esnobismo y la ignorancia que denotan las palabras del arquitecto de la Bauhaus, Le Corbusier (Charles Edouard Jeanneret) y su colaborador Amédée Ozenfant en 1920:

[…] la forma es lo primordial, y todo lo demás debe estar subordinado a ella […] los imitadores de Cézanne tuvieron razón al comprender el error de su maestro, que aceptó sin cuestionamientos la atractiva oferta del vendedor de colores, en un período marcado por la moda de la química del color, una ciencia que no puede tener consecuencia alguna sobre la gran pintura. Dejemos para los tintoreros el júbilo sensorial del tubo de pintura.¹¹

No nos detengamos demasiado en la hipótesis absurda de que Cézanne —no los impresionistas o los fauvistas, ¡sino Cézanne!— fuese un ingenuo pintamonas del color crudo. Lo más elocuente es el modo en que Le Corbusier denigra la habilidad manual y el deleite en las sustancias, en nombre de la forma y del espacio abstracto. Este pasaje casi podría haber sido escrito por el más fanático de los académicos italianos de finales del siglo XVI, ensalzando el disegno por encima del colore. Negar que la química del color pueda tener consecuencias sobre la gran pintura equivale, a la larga, a afirmar que el gran arte está sólo en la mente, y que la triste necesidad de reconstruirlo a partir de la mera materia lo abarata.

Quizás la relación con la química pareciese menos indecente durante el siglo XIX, cuando los químicos llegaron a gozar de un prestigio sin rival (hasta Goethe empleaba sus metáforas). En 1810 un escritor anónimo dijo prudentemente acerca de la técnica artística: La química es a la pintura lo que la anatomía al dibujo. El artista debe conocer ambas, sin dedicar demasiado tiempo a ninguna. Pero incluso esto pudiera ser el canto de cisne de una época en la que el pintor tenía, por necesidad, que ser un poco químico; y el aprendizaje del arte requería por lo menos la misma atención a los aspectos mecánicos y prácticos que a los estéticos e intelectuales. Hacia finales del siglo XIX el pintor ya dependía totalmente de profesionales científicos que se ocupaban de los aspectos químicos de su profesión. Un resultado de este enajenamiento es que los colores de algunas obras de este período no se han conservado tan bien como los cuadros rutilantes de Jan van Eyck del siglo XV.

La química es un tema que despierta temor en muchos corazones; no se puede intentar eludir este hecho. Los estudiantes de cerámica, cosa inusual entre artistas, son un grupo que todavía tiene que aprender algo de verdadera química, todo el paquete: ecuaciones balanceadas, tabla periódica, masas atómicas y cosas así. Según mi experiencia, esto no los hace ni remotamente felices. Parece haber algo amedrentador en la infinidad de variantes en que la materia se forma de combinaciones elementales; y para ser sinceros, los alminares y tuberías gris metálico donde se procesan actualmente esas combinaciones tienen algo vagamente ominoso y perturbador. Es un reto para la imaginación poder asociar esas fábricas tan feas y esos nombres extraños e inquietantes —cadmio, arsénico, antimonio— con aquello que, aplicado a los lienzos, nos deja sin habla en las galerías. ¿Cómo puede semejante villano (las transgresiones de la industria química no son todas imaginarias) ser el causante de esta belleza?

La verdad —la sucia verdad, si se quiere— es que los nuevos colores para los artistas son desde hace tiempo un subproducto de procesos químicos industriales que se dirigen a un mercado mucho mayor. Sin el impulso de la maquinaria comercial, la producción de estos nuevos pigmentos hubiera sido sencillamente inviable. Los azules artificiales de cobre o cardenillos, la principal alternativa barata a los costosos pigmentos azules de los siglos del XV al XVIII fueron un subproducto de la minería de la plata. Éstos en gran medida fueron reemplazados por el azul de Prusia, producto destinado fundamentalmente a la gigantesca industria de tintes para tejidos, no al diminuto mercado de colores para artistas. Los colores Marte (óxidos artificiales de hierro) no habrían existido sin el ácido sulfúrico barato, que se fabricaba en primer lugar como blanqueador textil. El pigmento conocido como amarillo de patente fue una ramificación de la industria del refresco de soda, mientras que la fabricación de amarillo cromo fue estimulada por su utilidad en la impresión sobre algodón. La tintorería textil contribuyó también al perfeccionamiento del uso de los metales para fijar (el mordiente) los tintes, lo que a su vez sirvió para mejorar la preparación de lacas a principios del siglo XIX. El pigmento blanco dióxido de titanio, casi ubicuo en el siglo XX, se fabrica casi exclusivamente para las pinturas comerciales; el volumen destinado a materiales artísticos es insignificante.

¿No sería emocionante ver, no ya una historia del arte sino un arte que reflejase estas relaciones? Los aspectos comerciales de la fabricación de colores han influido a algunos artistas del siglo XX. Pero, ¿no son los pigmentos en sí mismos obras de arte, frutos de la habilidad y la creatividad, y sustancias magníficas por su elegancia y esplendor? Así lo cree el artista angloindio Anish Kapoor (lámina 1.1), y también lo creía Yves Klein.

Se suele afirmar que la interacción entre el arte y la ciencia trabaja en una sola dirección; pero la relación entre el arte y la química ha resultado beneficiosa para ambas. La industria moderna de reactivos se diversificó y nutrió considerablemente de la demanda de colores. La búsqueda de colores artificiales estimuló importantes avances en la química sintética durante el siglo XIX. Muchas de las principales compañías químicas del mundo —BASF, Bayer, Hoechst, Ciba-Geigy— comenzaron como fabricantes de tintes sintéticos. Y la reproducción del arte y el color en la fotografía y la impresión han dado origen a grandes compañías tecnológicas como Xerox y Kodak.

Por otra parte, hay numerosos antecedentes de la colaboración entre la química y el arte encarnada en las personas de Klein y Adam. Michael Faraday aconsejaba a J. M. W. Turner acerca de sus pigmentos. El alemán Wilhelm Ostwald, ganador del Nobel de química, colaboró con la industria alemana de pintura durante la década de 1920, y su teoría del color fue objeto de ardientes debates en la Bauhaus, donde enseñaban Klee y Kandinsky. En épocas más lejanas, los pintores se aliaban con los alquimistas para procurarse colores. En este relato acerca de la ciencia, la tecnología, la cultura y la sociedad no hay huevos ni gallinas. La ciencia y la tecnología química, así como el uso del color en el arte, han coexistido desde siempre en una simbiosis que ha modelado su desarrollo a lo largo de la historia. Siguiendo los pasos de su coevolución veremos cómo el arte tiene más de ciencia, y la ciencia más de arte, de lo que se suele percibir a uno u otro lado del debate.¹²

MIEDO Y ABOMINACIÓN DEL COLOR

Yves Klein nos invita a reconocer la belleza del color puro. Esto va en contra de nuestra educación. ¿Qué cosas tienen un colorido brillante? Los juguetes de los niños, el País de Oz. Así que el color nos amenaza con la regresión, con el infantilismo. La especialista en teoría de la cultura Julia Kristeva sostiene que la experiencia cromática constituye una amenaza para el ‘yo’. […] El color es la destrucción de la unidad.¹³ ¿Qué otras cosas son coloreadas? Las cosas vulgares, la gente vulgar. El color alude a emociones exacerbadas, incluso en el plano lingüístico, y al erotismo. Plinio no es el único que asocia xenofóbicamente una suerte de orientalismo decadente a los colores fuertes. Le Corbusier afirmó que el color era propio de las razas simples, campesinos y salvajes. Huelga decir que lo encontró en abundancia durante su viaje al Oriente, y quedó repugnado: Qué de sedas llameantes, qué de mármoles ostentosos y destellantes, qué de opulentos bronces y oros. […] Acabemos con esto. […] Es hora de armar una cruzada de lechada y de Diógenes¹⁴, o sea, de racionalidad fría contra toda esa pasión indecente.

Charles Blanc (¿qué significan los nombres?), teórico del arte del siglo XIX, insistió en que el diseño debe mantener su preponderancia sobre el color. De otro modo, la pintura avanza hacia su ruina: se perderá por el color, así como la humanidad se perdió por Eva.¹⁵ He aquí pues otra razón para desconfiar del color: es femenino. El artista contemporáneo David Batchelor sostiene que la cultura occidental está permeada por el miedo al color, cromofobia.¹⁶ El hombre, dijo Yves Klein, ha sido desterrado lejos de su alma coloreada.¹⁷

Pero quizás los químicos, que conocen íntimamente la materialidad del color, que han observado la majestuosa progresión del arco iris en las distintas etapas de la oxidación del manganeso, que han visto al sulfato cúprico amoniacal emerger del azul pálido y opaco de su precipitado alcalino, sean los más afinados y receptivos para el color no adulterado. Oliver Sacks recuerda desde su infancia la fascinación de los colores líquidos de la química:

Mi padre tenía su consultorio en casa, con todo tipo de medicamentos, lociones y elixires en el dispensario —parecía una farmacia de las antiguas en miniatura— y un pequeño laboratorio con una lámpara de alcohol, tubos de ensayo y reactivos para examinar la orina de los pacientes, como la solución azul brillante de Fehling, que se volvía amarilla cuando había azúcar en la orina. Había pociones y cordiales color rojo cereza y amarillo dorado, y linimentos coloridos como violeta genciana y verde malaquita.¹⁸

Para el químico, el color es un indicio elocuente de la composición y, si se lo mide con la exactitud suficiente, puede revelar datos delicados de la estructura molecular. Contemplar la belleza cromática oculta en las estructuras moleculares de la alizarina y el índigo, percibir una riqueza de matices en la rígida descripción esquemática de las moléculas de estas tinturas, exige una peculiar operación de la mente. El químico y escritor italiano Primo Levi describe cómo esta relación entre color y constitución desarrolla la sensibilidad del químico ante el color:

Dispongo de una riqueza que no veo en otros escritores, palabras como brillante, oscuro, pesado, claro y azul tienen para mí una gama de significados más amplia y más concreta. Para mí azul no es sólo el del cielo, sino que puedo disponer de cinco o seis azules.¹⁹

LOS NOMBRES DE LOS COLORES

Antes de que podamos explorar adecuadamente el significado del color para el artista tenemos que definir el color en sí. Esto puede parecer demasiado obvio. A pesar del solipsismo según el cual yo nunca puedo saber si mi experiencia del rojo es la misma que la suya, ambos estamos de acuerdo en cuándo el término es apropiado y cuándo no. No obstante, en la mayoría de las lenguas modernas hay legiones de nombres de colores secundarios que podrían ser objeto de infinitas controversias: ¿en qué punto el castaño rojizo se vuelve bermejo, rojo-vino, rojo-orín? Esto es en parte una cuestión de psicología perceptiva; pero el lenguaje del color revela mucho sobre nuestro modo de conceptuar el mundo. A menudo, las consideraciones lingüísticas son decisivas para una interpretación de la historia del uso del color en el arte.

Plinio afirma que los pintores de la Grecia clásica empleaban sólo cuatro colores: negro, blanco, rojo y amarillo. Decía que esta noble y austera paleta era la apropiada para todos los pintores de mente sobria. Después de todo, ¿no se limitó a esa gama austera Apeles, el pintor más famoso de aquella época áurea?

No podemos comprobar la exactitud de esta afirmación, pues toda la obra de Apeles se ha perdido, junto con casi toda la pintura que su época produjo. Lo que sí sabemos es que los griegos poseían una gama de pigmentos mucho mayor que esos cuatro colores. En cuanto a los romanos, en las ruinas de Pompeya se han identificado no menos de veintinueve pigmentos. ¿No habrá exagerado Plinio la sobriedad de la paleta de Apeles? Y si así fue, ¿por qué lo hizo? Puede que en parte la razón sea metafísica: cuatro colores primarios se corresponden perfectamente con el cuarteto aristotélico de los elementos: tierra, aire, fuego, agua. Pero es posible que la lingüística haya contribuido a encubrir hasta qué punto se empleaba el color en la pintura clásica. Al interpretar las escrituras arcaicas sobre el uso del color en el arte ha habido un amplio margen de confusión, por ejemplo, entre el rojo y el verde. El término medieval sinopia —derivado de la sinopis de Plinio, que a su vez provenía de Sínope en el mar Negro, fuente geográfica de un pigmento de tierra rojo— podía referirse tanto al rojo como al verde al menos hasta el siglo XV. La voz latina caeruleum supone una ambigüedad similar entre el amarillo y el azul (su raíz es la voz griega kuanos, que en algunos contextos puede indicar el verde oscuro del mar). En latín no hay ninguna palabra para decir marrón o gris, pero eso no significa que los artistas romanos no reconocieran o emplearan pigmentos de tierra marrones.

¿Cómo pudieron jamás fusionarse el rojo y el verde? Desde una perspectiva moderna esto nos parece absurdo, pues tenemos en la mente el espectro del arco iris de Isaac Newton y su correspondiente nomenclatura de colores, con sus siete bandas bien delineadas. Los griegos veían un espectro diferente, en cuyos extremos estaban el blanco y el negro, o más exactamente, la luz y la oscuridad. Todos los colores figuraban a lo largo de la escala entre estos dos extremos, pues consistían en mezclas de luz y oscuridad en distintas proporciones. El amarillo estaba próximo al extremo claro (por razones fisiológicas no parece el más brillante de los colores). El rojo y el verde eran colores medianos, a medio camino entre la luz y la oscuridad; por tanto, en cierto modo, equivalentes. La fidelidad de los académicos medievales a los textos de la Grecia clásica permitió que esta escala de colores sobreviviera durante siglos a la ruina de los templos de Atenas. En el siglo X el monje Heraclio todavía clasificaba todos los colores en negro, blanco e intermedios.

Es posible que la confusión entre azul y amarillo haya sido puramente lingüística, o puede que tenga su origen en el acto de nombrar los colores según el material del que se obtienen (ver página 298). Por razones que no resultan nada claras, el azul y el amarillo caen dentro de la misma categoría en muchos idiomas y culturas, como las lenguas eslavas, la lengua ainú del norte de Japón, la de las tribus daza de Nigeria oriental, y la de los amerindios mechopdos del norte de California. La voz latina flavus, que significa amarillo, es la raíz etimológica de blue, bleu, y blau. La ubicación del azul hacia el extremo oscuro de la escala nos da otro motivo para desconfiar de su aparente exclusión de la lista de Plinio: era visto como una variante del negro, y las palabras griegas para ambos colores coincidían.

Así pues, el que un artista considere dos matices como colores distintos o variantes de un mismo color constituye en gran medida un problema lingüístico. La palabra celta glas se refiere al color de los lagos de montaña y cubre toda la gama entre el verde pardusco y el azul. El vocablo japonés awo puede significar verde, azul u oscuro, según el contexto; el vietnamita y el coreano tampoco distinguen el verde del azul. Otras lenguas sólo tienen tres o cuatro nombres de colores.

Dado que no existen conceptos de colores básicos independientes de una cultura, parecería imposible establecer un punto de partida universal para un debate en torno al uso del color. Sin embargo, en 1969, los antropólogos Brent Berlin y Paul Kay intentaron ordenar el amasijo de categorías contradictorias proponiendo una especie de jerarquía de los colores. En primer lugar, según ellos, está la diferenciación entre luz y oscuridad, o blanco y negro. Los aborígenes australianos y los hablantes de la lengua dugerm dani de Nueva Guinea sólo tienen dos términos relativos al color que expresan esencialmente estos dos conceptos. El rojo es el siguiente color que se identifica con un matiz diferenciado. Luego se añade a la lista o bien el amarillo o bien el verde, seguido cada uno por el otro. Después viene el azul, y gradualmente se van incluyendo los más complejos colores secundarios y terciarios: primero el marrón, luego (en cualquier orden) púrpura, anaranjado, rosado y gris. De modo que, para Berlin y Kay, no puede haber un idioma que sólo tenga términos para el negro, el blanco y el verde, o tan sólo el amarillo y el azul. El vocabulario de los colores, según ellos, se desarrolla siguiendo una secuencia estricta.

Se ha cuestionado mucho la validez de la idea de Berlin y Kay, que se basaba principalmente en estudios antropológicos y lingüísticos de las culturas no tecnológicas contemporáneas. Por ejemplo, el hanunoo, la lengua de un pueblo malayo-polinesio de Filipinas, tiene cuatro términos relativos al color: oscuro y claro, que se adaptan inmediatamente al negro y al blanco; pero también fresco y seco (en la medida en que estos términos pueden relacionarse con vocablos españoles). Algunos prefieren asociar estas palabras con verde y rojo, pero las mismas parecen aludir tanto a la textura como al matiz. En hanunoo no hay ninguna palabra que signifique color.

Sin embargo, el esquema sinóptico de Berlin y Kay proporciona ciertas bases para una indagación sobre el significado del color a través de las edades y parece razonable admitir que expresa al menos una verdad parcial. Parte de la dificultad al aplicar esta teoría es que la misma presupone la existencia de nombres de colores básicos: palabras que describan los matices sin remitirse a un contexto. Esto no siempre es verdad, ni aun en las lenguas modernas más complejas. Por ejemplo, la voz francesa brun no es un equivalente exacto de la voz inglesa brown, sino que puede sustituirse por marron o beige en ciertas situaciones, mientras que en otras implica oscuridad sin aludir a un matiz específico.

Es poco menos que imposible encontrar nombres de colores básicos, en el sentido de Berlin y Kay, en la antigua Grecia. Y esto ha llevado a algunos comentaristas a afirmar que los griegos no distinguían bien los colores. En 1921 Maurice Platnauer afirmó que los colores causaban una impresión mucho menos vívida en sus sentidos […] o […] a ellos no les interesaban mucho las diferencias cualitativas de la luz fragmentada y parcialmente absorbida.²⁰ El tecnólogo del color Harold Osborne volvió sobre este punto en 1968, diciendo que los griegos no eran propensos a la diferenciación cuidadosa de los matices del color.

Pero no hay motivos para suponer que nuestra capacidad de distinguir colores esté limitada por la estructura de nuestro vocabulario. Podemos distinguir matices que no podemos nombrar: de hecho, la inmensa mayoría de los matices perceptibles no tienen nombres específicos en ningún idioma. De modo que debemos inferir que el color tenía un significado algo diferente para los griegos (si bien tenían la palabra chroma o chroia, que suele traducirse como color). Dado que su escala de colores se ubicaba entre la luz y la oscuridad, puede que la brillantez o el lustre fueran patrones de diferenciación tan válidos como el matiz. Platnauer sugirió que lo que impresionaba a los griegos era el lustre o efecto superficial, y no lo que llamamos color o tinte, una simplificación acaso excesiva, pero posiblemente cierta en su esencia. Platnauer señaló que en la literatura griega se empleaba la misma palabra para describir la oscuridad de la sangre y la de una nube, o el brillo del metal y el de un árbol. Es probable que ésta sea la explicación del extraño y famoso mar color vino (oinopos) de la Odisea. Wittgenstein expresó la misma idea en sus Observaciones sobre los colores: ¿No pudiera darse nombres diferentes al negro brillante y al negro mate?. (El pintor minimalista norteamericano Ad Reinhardt los utilizó como si en verdad fuesen dos colores diferentes en sus monocromos negros de la década de 1960.)

Los griegos tenían nombres para los colores, pero ninguno de ellos era evidentemente básico. El rojo se asocia por lo general con eruthos (en razón de su etimología); pero no hay ninguna buena razón para dar a este término primacía sobre phoinikous o porphurous, como sí la hay para concederla al rojo sobre el escarlata o el carmín. Asimismo, el verde podía aparecer como chloros, prasinos o poödes, según el contexto.

El lingüista John Lyons sugiere que lo más seguro es no llegar a ninguna conclusión sino que los colores son un producto del lenguaje bajo la influencia de una cultura. La fluidez de la nomenclatura de los colores provoca que se suela recurrir a los materiales y no a los conceptos abstractos del matiz a la hora de analizar el uso del color entre los pintores. Los cuatro colores clásicos de Plinio no eran simplemente negro, blanco y los demás, sino blanco de Milos, rojo de Sínope en el mar Negro": estaban encarnados en pigmentos específicos. Sin una firme base teorética para su clasificación, al hablar de colores hay que vincularlos con las sustancias físicas de donde se obtienen. Aun así, esto abre un nuevo campo a la ambigüedad, porque la sustancia puede transformarse por sí sola en el nombre de un color. Por ejemplo, escarlata era en la Edad Media el nombre de una especie de tela teñida que no tuvo necesariamente que haber sido roja.

COLORES VERDADEROS

Resulta tentador creer que los pintores modernos y abstractos fueron los primeros que decidieron no pintar simplemente lo que veían. Pero la más ligera mirada a cualquier imagen del Renacimiento o del Barroco revela hasta qué punto esa obra, más que un intento de representar la naturaleza con la mayor fidelidad posible, está regida por ciertas convenciones y a la vez por la imaginación y la interpretación. Muchos artistas en diversas épocas han hablado de una pintura fiel a la naturaleza, pero esto significa muchas cosas, en tanto que la llegada de la fotografía nos ha alentado a seleccionar sólo una.

Por ejemplo, hasta el siglo XIX, el uso del color que buscaba imitar a la naturaleza era artificioso al menos en este sentido: casi todos los cuadros se producían en los talleres con arreglo a las nociones del pintor sobre la composición y el contraste correctos. Hasta que los naturalistas franceses, y luego los impresionistas, comenzaron a pintar sus obras (no sólo sus bocetos de referencia) al aire libre, los artistas no comenzaron a liberarse de las nociones académicas sobre lo claro y lo oscuro, a ver los púrpuras y azules en las sombras, los amarillos y anaranjados en la luz blanca del sol.

Aceptemos, no obstante, la idea de que el arte occidental desde la antigüedad hasta la llegada de la abstracción se ha propuesto plasmar las formas de la naturaleza de un modo básicamente representativo. Así pues, el artista, presumiblemente, buscaba los pigmentos que le permitieran lograr una traducción exacta de sus impresiones visuales. ¡Ah, si todo fuera tan sencillo! Dado que el mundo (como creían los antiguos) podía ser representado tan sólo con el buen dibujo, ¿no era el color una mera decoración superflua? Aquel que ha mezclado al azar incluso los colores más hermosos, dijo Aristóteles, no puede deleitar tanto la vista como aquel que ha dibujado una simple figura contra un fondo blanco.

Por demás, el arte clásico no era servilmente imitativo, sino en gran medida simbólico. El esquema de cuatro colores de Plinio tenía más que ver con la metafísica que con los matices de la naturaleza, que estaría saturada de los mismos colores que el esquema omite —azul y verde— en un día de sol en las colinas griegas.

Además, la tendencia de los griegos a la idealización y a la abstracción intelectual dio pie a la noción de que los colores mezclados eran inferiores a los pigmentos naturales puros y a los colores verdaderos de la naturaleza. De modo que no tenía sentido que el pintor mezclara sus colores para intentar igualar a los de la naturaleza. Los académicos clásicos desalentaron esta práctica. La mezcla provoca conflicto, dijo Plutarco en el siglo I. Era corriente referirse a la fusión de pigmentos como desfloración o pérdida de la virginidad. Aristóteles llamó a la mezcla de colores un morir.

Pero también había una inhibición técnica hacia la mezcla. Dado que los pigmentos disponibles no eran colores primarios puros, mezclarlos provocaba una disminución del tono hacia el gris o el pardo, de modo que esto verdaderamente implicaba una degradación. El rechazo a mezclar los pigmentos podría explicar algunas de esas curiosas afirmaciones sobre pintura que aparecen en la literatura clásica, que hubieran podido descartarse fácilmente mediante experimentos. Como que el rojo y el verde podían generar amarillo, o que (como sugería Aristóteles) ninguna mezcla de pigmentos podía generar violeta o verde. Los pintores griegos eran capaces de recubrir un color opaco con otro translúcido, pero las mezclas en la paleta se limitaban generalmente al uso del blanco y el negro para iluminar o ensombrecer.

Justamente esa limitación autoimpuesta sobre la gama de colores es una de las razones por las que es incorrecto pensar que el arte antiguo o medieval intentaba plasmar el mundo de modo naturalista con una técnica imperfecta y una paleta restringida. Como dice Ernst Gombrich: A los pintores de la Edad Media no les importaban ni los colores ‘reales’ ni las formas reales de las cosas. El pintor de la alta Edad Media no tenía ningún problema con el concepto de proporción; sencillamente, no le parecía que fuera muy importante. Con frecuencia se trataba de un monje anónimo cuya tarea era ilustrar las historias evangélicas de un modo que expresase piedad y devoción. Los cuadros eran esquemáticos y hasta formulistas, una especie de escritura en cuadros. En la baja Edad Media cobraron importancia la belleza y la ostentación de la riqueza en el arte religioso, como en todos los aspectos del dominio de la Santa Roma; pero esto no hizo que fuera necesario ningún naturalismo. Muy por el contrario: surgió el deseo de mostrar los más caros y maravillosos pigmentos en planos de color no interrumpidos: bermellón, azul ultramarino y oro. No había más que extender estos colores sobre el panel para inspirar admiración y asombro en los espectadores.

Por tanto, el uso medieval del color casi nunca es complejo. La habilidad no consistía en crear sutiles gradaciones de color, sino en ordenar en escena los pigmentos crudos. Es por eso que un artesano de la alta Edad Media como Cennino Cennini, con su obra El libro del arte, pudo dar a los pintores no sólo consejos prácticos sobre la preparación de pigmentos y paneles o las técnicas de pintar alla fresco o a secco, sino también recetas para representar la carne, las telas, el agua, como si la pintura no fuese más que un oficio mecánico. Igualmente, Leon Battista Alberti habla de la yuxtaposición de los colores casi como si se tratase de bloques de madera coloreados,

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