Un mundo en la lavadora: La lógica simple de la complejidad
Por Javier Sampedro
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Javier Sampedro
avier Sampedro es científico y periodista. Doctor en Genética y Biología Molecular, fue investigador del Centro de Biología Molecular Severo Ochoa de Madrid y del Laboratorio de Biología Molecular del Medical Research Council de Cambridge. Desde 1995 publica artículos de divulgación científica en El País y en la sección Materia del mismo periódico.
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Un mundo en la lavadora - Javier Sampedro
Javier Sampedro
Científico y periodista. Doctor en Genética y Biología Molecular, fue investigador del Centro de Biología Molecular Severo Ochoa de Madrid y del Laboratorio de Biología Molecular del Medical Research Council de Cambridge. Desde 1995 publica artículos de divulgación científica en El País y en la sección Materia del mismo periódico.
Javier Sampedro
Un mundo en la lavadora
La lógica simple de la complejidad
Prólogo de Joaquín Estefanía
DISEÑO DE CUBIERTA: PABLO NANCLARES
© Javier Sampedro, 2020
© Del prólogo: Joaquín Estefanía, 2020
© Los libros de la Catarata, 2020
Fuencarral, 70
28004 Madrid
Tel. 91 532 20 77
www.catarata.org
Un mundo en la lavadora
La lógica simple de la complejidad
isbne: 978-84-1352-096-4
ISBN: 978-84-1352-025-4
DEPÓSITO LEGAL: M-24.153-2020
thema: PDZ
este libro ha sido editado para ser distribuido. La intención de los editores es que sea utilizado lo más ampliamente posible, que sean adquiridos originales para permitir la edición de otros nuevos y que, de reproducir partes, se haga constar el título y la autoría.
Nota de la editora
Un mundo en la lavadora
es el título de uno de los artículos de Javier Sampedro recopilados en esta selección, que trata el tema de la colonización del espacio, una idea que acompaña a los seres humanos desde hace mucho tiempo en los libros de ciencia ficción y que cada día se hace menos lejana. Pero ese título también sugiere la idea de un mundo en constante movimiento, uno que gira en torno a la innovación y a los vertiginosos cambios tecnológicos fundamentados en la investigación científica.
La magnitud del conocimiento científico que se genera en el mundo cada día es inmensa y muchas veces impenetrable para el público no especializado a pesar de su incidencia directa en nuestras vidas; por eso es tan interesante cuando un divulgador es capaz de digerir esa información y ponerla al alcance de las personas no solo de forma amena, sino también condensada. Y es que este volumen nos hace testigos de más de una década de grandes pasos en la ciencia, marcándonos el sendero al destacar los hitos que revolucionan nuestra percepción del universo, logrando un equilibrio ideal al hacerlos accesibles sin perder la profundidad necesaria.
Pero además, algo subyacente en todo el libro es la idea del asombro ante la belleza de la ciencia y la elegancia de sus leyes, por lo que la lógica simple de la complejidad
del subtítulo se convirtió en una frase que representa ese aspecto tan bien transmitido en estas páginas y que surge del primer artículo, en que el autor cuenta cómo un libro de divulgación científica marcó el rumbo de su vida profesional. Sampedro transmite como no muchos lo logran el placer que genera el saber y el hacerse de las herramientas para desentrañar un universo que cuanto más se comprende más perplejidad genera.
Esta selección de artículos no solo presenta textos estelares y de absoluta actualidad de Javier Sampedro, sino que además nos pasea por temas que van desde el origen de la humanidad hasta su posible futuro encarnado en los híbridos cíborgs, desde la genómica a las discusiones inherentes a la bioética que nos acompañarán en los años por venir, desde los hitos que marcaron los avances de la física hasta reflexiones profundas en torno a la especialización del conocimiento científico, y la importancia del espíritu crítico o la intuición como su motor. En este libro nos acompañarán nombres tan importantes en la ciencia como Stephen Hawking, Albert Einstein, Charles Darwin, Henrietta Swan Leavitt, Erwin Schrödinger o Lynn Margulis, pero también otros como Jorge Luis Borges, Hans Zimmer, Christopher Nolan, Elon Musk, Isaac Asimov o Arthur C. Clarke. El saber como espacio para el asombro tomará diferentes formas, sin perder —y esto es otro aspecto valioso del libro— su conexión con lo tangible, con asuntos de carácter social asociados a los avances científicos como la robótica y el empleo, la inteligencia artificial y sus sesgos, el big data y la privacidad, la seudociencia o las características de la industria farmacéutica.
Sea cosmología, música, biología, paleontología, ecología, matemáticas, informática o filosofía, este libro es una invitación a la curiosidad y la pasión por el saber, una selección que puede abrir los ojos ante la belleza de un universo a quienes quizás ven la ciencia como algo árido, un aporte que quizás contribuya a encender un destello en la senda vocacional de alguien, como le ocurrió al autor.
Mariella Rosso
PRÓLOGO
Ha sido una auténtica gozada leer la selección de columnas (y un reportaje) escritos por Javier Sampedro en la última década en el diario El País. Gozada por la calidad de la escritura y el esfuerzo de divulgación que contienen, y por encontrar un corpus común en ellas. Pero también inquietud y preocupación por los contenidos que ofrece, sobre todo en una coyuntura como esta, en la que no conseguimos desprendernos de la pandemia del coronavirus y no se ha descubierto aún el antídoto.
Javier Sampedro es un periodista científico muy reputado (en el prólogo a uno de sus libros, el biólogo Ginés Morata afirma que es "seguramente el único periodista del mundo que ha publicado un artículo en Nature") que antes fue investigador, por lo que es muy difícil que se concentre en él la disputa que habitualmente se genera en el territorio de las ciencias puras y de las ciencias sociales entre divulgadores e investigadores (es doctorado en Genética y en Biología Molecular); los primeros acusan a los últimos de estar instalados cómodamente en sus torres de marfil, mientras que los investigadores desprecian a los periodistas bajo el argumento de que banalizan el asunto de que se trata y hacen ideología con el mismo. Naturalmente que esta descripción de la polémica es un ejercicio esquemático y simplemente de pasada sobre la cuestión.
El principal corpus de los textos de Sampedro está en el procedimiento con el que los escribe, además del conocimiento de los temas: obtener una divulgación eficaz y, para ello, evitar esa hiperespecialización tan frecuente en el territorio científico, que aleja de él incluso a las personas más cultas. Se esfuerza, en cada uno de sus artículos, en que se entienda a fondo el tema que pretende desarrollar, para lo que, entre otros aspectos, tiene que estar bien escrito y obviar las jergas. En una entrevista que le hicieron hace ya una docena de años, Sampedro decía que una materia difícil de explicar es todo un reto para el escritor; ese reto —que él supera habitualmente— significa que el resultado de su escritura no sea imposible para el lector, tratar de explicarlo todo, de la mejor manera posible, sin vocabulario extremadamente complejo y sin retorcer las ideas, estructurado de manera sencilla y tratando de no aburrir con lo que se cuenta. Lo resume con esta frase tan gráfica: Se debe presentar el tema como la mayor aventura con la que se puede encontrar el lector
.
La especialización científica suele ser de una estrechez profesional bastante agobiante. Cuando es hiperespecialización, conduce inevitablemente a un argot incomprensible, inabordable incluso para algunos científicos. El ciudadano común, sin la suficiente formación, tiende a establecer analogías, a veces sólidas, a veces completamente disparatadas. Desarrolla esta teoría en una reflexión que aparece en la revista Métode, de la Universidad de Valencia: en el pasado la ciencia era comprensible para una persona culta, pero desde hace algún tiempo ha dejado de serlo en muchos sentidos. Es extraño que un científico sepa en qué trabaja su colega del laboratorio contiguo, porque se sale de su microárea especializada; resulta complicado tener una panorámica de la ciencia que se hace en sectores como la física o la mecánica cuántica, que nada más comprenden cien personas en todo el mundo: los que hacen estas ecuaciones. Por lo tanto, se ha generado una fractura entre el personaje superespecialista de laboratorio o de la ciencia teórica y el ciudadano culto. Es lo que Sampedro trata de evitar en sus textos y realmente lo consigue de modo habitual, como observará el lector de este libro.
Por su parte, en España hay un factor añadido: la gente culta no solo ignora los rudimentos de la ciencia sino que además casi se enorgullece de su ignorancia. Esta es una situación que, por el bien del país, convendría que cambiara. Es en este punto en el que los medios de comunicación tienen un papel relevante; las instancias educativas, la escuela, la universidad también tienen el suyo, pero son los medios de comunicación los que forman a casi toda la población mediante una información continua de lo que transmiten. Su éxito consistiría, además de extremar el rigor de lo que cuentan, en superar la brecha que separa a los científicos de laboratorio de la sociedad, pero eso muchas veces no interesa a las élites porque formar a la sociedad quiere decir hacerla más culta y, por tanto, tener más dificultades para poder dominarla o manipularla.
El reportaje La resurrección del asesino
, escrito tan solo una década después de que el autor del libro dejase la Escuela de Periodismo de la UAM/EL PAÍS, es una demostración de cuándo el Javier Sampedro analista deviene en el Javier Sampedro reportero, y aplica las técnicas del oficio para ilustrar al lector y que este no pierda la atención. En su texto, sobre la gripe asesina de 1918 (mató a 50 millones de personas), escribe: Comprender los orígenes del virus de 1918 y los fundamentos de su excepcional virulencia ayudará a predecir las futuras pandemias…
. Era el año 2006 y en el reportaje practicaba lo que tanto está presente en estas columnas: hacer pensar al lector con la sencillez del experto no engolado.
Joaquín Estefanía
Madrid, agosto de 2020
UN MUNDO EN LA LAVADORA
Un mundo donde no existe la noche
Es duro decidir tu futuro cuando estás en esa edad difícil. Entre el retardo en la maduración de los lóbulos frontales, la intoxicación hormonal que anega el cerebro y una generalizada incompetencia para comprender el mundo, el bisoño granujiento se debe enfrentar a una de las decisiones más espinosas de su biografía: a qué dedicar su vida. Cuando yo era esa larva de humano, mi cabeza era un bombo de opciones. Por supuesto, quería estudiar Bellas Artes, aunque solo fuera por ver la cara de acelga que se le ponía a mi entorno familiar a nada que yo lo mencionara, y la música ocupaba la otra mitad de mis sesos poco hechos. Para colmo, también me interesaban la física, la literatura, la filosofía, la psicología y el arte sutil de no hacer nada, en un ejemplo sublime de potaje vocacional.
Fue un libro de Isaac Asimov, Nueva guía de la ciencia, el que despejó las brumas y me hizo decidirme por la biología. Aprendí allí sobre la doble hélice del ADN y el código genético, unos conceptos sobre los que nadie me había hablado en el colegio y que me dejaron literalmente hipnotizado. Aquello significaba que el mundo vivo, con toda su caprichosa exuberancia y su inaprensible complejidad, con toda su resistencia numantina a la penetración intelectual, albergaba en su seno una lógica simple y profunda, comprensible y bella como un amanecer en el desierto. La prosa desnuda de Asimov me hizo entender esto mucho antes de estudiarlo formalmente, en un destello que no debió de diferir mucho del que había deslumbrado 20 años antes a sus mismísimos descubridores. Esa lectura, como es obvio, marcó el resto de mi vida por completo, así que mi deuda con Asimov es enorme, para bien o para mal.
Me ha cogido con el pie cambiado que se cumpla este mes el centenario del nacimiento de Asimov (1920-1992), químico, divulgador y uno de los autores de ciencia ficción más destacados de todos los tiempos. Como yo ya tenía 31 años cuando murió, siempre le he considerado un contemporáneo, y cuando tus contemporáneos empiezan a celebrar centenarios empiezas a sentir escalofríos y vértigos metafísicos. Como esto no es una necrológica, puedo ahorrarle al lector sus orígenes judíos en la Rusia soviética, su migración a Nueva York a los tres años y su crianza cutre en las oscuras trastiendas del Brooklyn de entreguerras. También su ideología progresista y su pulsión mujeriega, que merecería hoy la censura de cualquier progresista. Pero sí quiero mencionar una narración admirable que escribió a los 21 años.
En su novela Nightfall, de 1941, una civilización de un planeta muy, muy lejano vive rodeada de seis soles, y por lo tanto no conoce la noche ni su abrumador espectáculo de planetas, estrellas y galaxias. Sin eso, la ciencia no ha acabado de arrancar como lo hizo en la Tierra con Copérnico, y los alienígenas se sienten autorizados a pensar que son el centro de una creación de tamaño exiguo y hecha a medida para ellos. Cada 2.000 años, sin embargo, ocurre un eclipse que descubre el cosmos en todo su grandioso esplendor, y su mera observación enloquece a las masas al revelarles su insignificancia en el gran esquema de las cosas. ¿En qué sentido es esto mala literatura?
30-01-2020
El origen mestizo de la humanidad
El pensamiento biológico alberga una paradoja que afecta por igual a los creacionistas y a los neodarwinistas ortodoxos. El más destacado de estos últimos fue Theodosius Dobzhansky, el genetista ucraniano que más influyó en la teoría evolutiva del siglo XX, que sigue siendo nuestro modelo estándar de la historia de la vida. Llama la atención que Dobzhansky fuera un creyente. La selección natural darwiniana —la reproducción diferencial del mejor adaptado a su entorno— no era para él una refutación del Génesis, sino el mecanismo elegido por Dios para crear al hombre a su imagen y semejanza. En este sentido, Dobzhansky fue un pensador más antiguo que su padre intelectual, Charles Darwin, que había entendido un siglo antes que la selección natural era capaz de generar diseños sin necesidad de un diseñador: una legítima alternativa científica a los textos sagrados, la muerte de Dios que poco después decretó Nietzsche.
Las ecuaciones de la genética de poblaciones que compiló Dobzhansky son ciencia sólida. Su idea de que habían sido formuladas por Dios es, obviamente, una creencia religiosa, aunque no se puede decir que carezca de un relato argumental. Si la evolución es una historia de progreso, y la selección natural promueve, generación tras generación, unos organismos cada vez más aptos, uno puede interpretar que la conclusión forzosa del proceso es la sacrosanta especie humana, la verdadera reina de la creación. La ilustración canónica de este estilo de pensamiento son aquellas viejas láminas en que un mono se va alzando paulatina y armoniosamente hasta alcanzar la posición erguida y la palabra articulada, un estatus a medio camino entre Dios y la piedra, como decía Lynn Margulis.
Pero ya es hora de tirar la vieja lámina al mismo contenedor de papel en el que duermen las sirenas, las quimeras y las cabras de seis patas que imaginaron los marinos en tiempos precientíficos. Porque la evolución rara vez funciona como una escalera al cielo, como querría Dobzhansky, y más a menudo adopta la forma de un árbol o un arbusto, con ramas adaptadas a su entorno local que coexisten en el tiempo, y a veces en el espacio, que pueden competir entre sí pero también hibridarse y generar así novedades biológicas de manera bastante brusca, por la pura y simple combinación sexual de adaptaciones preexistentes. Los últimos datos genómicos confirman, de manera cada vez más aplastante, que la evolución humana ocurrió exactamente así.
Nuestra especie no se originó como la cúspide de un proceso parsimonioso de mejora gradual. El cuadro que nos pinta la mejor genómica disponible es el de la hibridación de cuatro grandes grupos de población que coexistieron en África hace 100 milenios: los cazadores-recolectores san de Sudáfrica, que hablan lenguajes clic
, cuyas consonantes son besos y chasquidos de la lengua; los africanos del este, de los que provenimos todos los humanos no africanos; los pigmeos de las selvas ecuatoriales; y una fascinante población fantasma
de la que no existen representantes actuales, pero cuyo legado está vivo y coleando en nuestro genoma. Dobzhansky se equivocó, aunque, como todo gran científico, lo hizo de manera interesante y productiva. Hoy sabemos que nuestra especie es mestiza desde su mismo origen en la noche africana de los tiempos.
24-01-2020
El gólem
Tus ojos vieron mi gólem, y en tu libro se escribieron todos los días que me fueron dados, cuando no existía ni uno solo de ellos
, dice el libro gordo (Salmos 139:16). El original hebreo gólem
suele traducirse por sustancia embrionaria, o inacabada, un mero proyecto existencial en espera de un soplo de vida para realizarse. El mito talmúdico cuajó con fuerza en las leyendas medievales, atestadas de hombres sabios que insuflaban vida a las efigies sin más que encontrar la exacta combinación de letras que configuraba uno de los nombres sagrados de Dios. Del gólem, desde luego, provienen Pinocho, el ya bicentenario Frankenstein de Mary Shelley y un profundo poema de Borges. Pero hoy, en el año del Señor de 2020, el mito está maduro para saltar a la estantería de no ficción.
Los robots inspirados en la biología son una de las líneas de investigación tecnológica más activas. Hemos visto estos días los primeros biobots construidos con células vivas que, en distintas configuraciones, ejecutan una serie de movimientos muy del gusto de los tecnólogos. Pocos expertos dudan de que el futuro de estos robots serán las máquinas biohíbridas, compuestas de tejidos vivos y materiales sintéticos. En el último número de Science Robotics, la élite del sector vaticina que los robots biohíbridos lo tendrán más fácil que los convencionales para interactuar con los humanos y con el entorno, y además serán más ecológicos, pues se alimentarán de productos naturales, incluida la luz solar, y sus desechos serán biodegradables por definición, como lo son los de nuestro cuerpo. Si un cíborg es un ser vivo enriquecido con quincalla sintética, un biohíbrido es la quincalla potenciada por los tejidos vivos. Las dos líneas de investigación deberían encontrarse alguna vez a mitad de camino, como dos tuneladoras bajo la montaña.
Pero lo más interesante, como ocurre a menudo, es el montón de problemas que quedan por resolver para llegar allí. Un tejido es más que la suma de sus células, y crearlo a partir del polvo va a requerir un sistema que intercambie gas y calor con el entorno, como el que tiene un tejido vivo, un procedimiento que distribuya el suministro energético y se deshaga de los desperdicios, como el que tiene un tejido vivo, y una red de comunicación entre células que permita al todo responder de manera coordinada, como la que tiene un tejido vivo.
También sería deseable que el artefacto híbrido supiera convertir su información genética en toda una batería de formas geométricas, y en este caso nos enfrentamos a un escollo aún más alto, porque los biólogos no han esclarecido aún cómo se hace eso, y, por tanto, no podemos copiárselo a la madre naturaleza, o bioinspirarnos en ella. El objetivo, dicen los investigadores, es desarrollar sistemas biocompatibles y biodegradables con capacidad regenerativa, adaptativa, inteligente y biointegrable
. Dicho de otro modo, el objetivo es el gólem, insuflar vida a una efigie descubriendo la combinación oculta de letras (gatacca…).
Dijo Borges: El gólem es al rabino que lo creó lo que el hombre es a Dios, y es también lo que el poema es al poeta
. La búsqueda moderna del gólem no solo va a requerir el conocimiento del biólogo molecular y la pericia del ingeniero, sino también el arte de un poeta.
23-01-2020
La tubería de oro
Los sistemas sanitarios, públicos o privados, se enfrentan a una crisis para la que no están preparados. Las nuevas generaciones de fármacos que la industria tiene en su tubería de producción son cada vez más eficaces, pero también más caros. Son innovaciones de alta biotecnología que requieren un montón de tiempo, talento científico e inversión que la Big Pharma, como es natural, pretende rentabilizar mediante su financiación por la sanidad pública y los seguros médicos. El caso más espectacular que conocemos de momento es el de un medicamento que, para algunos pacientes de cáncer, puede cruzar la línea delgada que separa la vida de la muerte, pero que cuesta 300.000 euros por tratamiento. Al respecto se ha escrito un artículo cuyo titular es elocuente: El dilema de la terapia más cara del mundo
. No es una anécdota. Esto no ha hecho más que empezar.
Las nuevas generaciones de fármacos —la tubería de oro— plantean un problema financiero y otro bioético. De manera insólita, el primero es el más fácil de comprender.