Johanna
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Johanna - Eduardo Delgado Montelongo
pirata.
I
Resulta que lo que no es y nunca será es realmente lo único que es nuestro.
Amos Oz, El mismo mar
Ciertos hombres podrían ser llamados a la poesía sin haber escrito un solo verso en la vida: el mero proceder de sus acciones la evoca. Hombres que invitan a la especulación lírica con sus pasos al borde del abismo, sus luchas desesperadas, su fragua inquieta. Hombres que ignoran a la poesía y sin embargo son poemas sanguinarios con respiración propia. Esta es la historia de uno de ellos. Uno que además vivió signado por su intensa vocación de libertad. Porque, en esencia, esta no es la historia de un pirata, es la historia de un hombre y su destino.
El nuevo mundo era una aventura que tocaba a su fin. Europa masticaba un desarrollo intelectual poco dado a la épica y África continuaba subestimada, ya se sabe, la inercia de la costumbre trocada en desatino. El más temido imperio militar de aquellos tiempos se situaba en Asia, bajo el estricto mando del Gran Mogol Aurangzeb, que centraba sus esfuerzos en la expansión del Islam. Mil barbaridades se comentaban respecto a aquel poderoso tirano, obsesionado con sus caprichos y su particular sentido de la justicia. Las fronteras bien definidas en los mapas, en suma, recortaban la esperanza de trascendentes iniciativas desordenadas. Atrás habían quedado los tiempos de Jamaica y La Tortuga, los bucaneros y Francis Drake. Poco a poco el orden había recortado espacio a los filibusteros, no quedaban cosas que robar ni lugares para esconderse a la justicia de las banderas y al brazo alargado de Aurangzeb. Las naciones dominaban el Caribe. La piratería se iba extinguiendo. Se activaba la nostalgia de un pasado reciente, y así brotaban los recuerdos entre buches de ron. El asalto a Maracaibo y Panamá, la legendaria cofradía de los hermanos de la costa, las fechorías de Morgan. Cánticos de audacia y crueldad que aludían a insólitas aventuras, en labios de viejos lobos de mar con sal en la mirada... Son éstos intervalos aparentemente prescindibles en la historia de la humanidad. Tiempos abocados a la incertidumbre del futuro, poco o más bien nada se salvaría de la quema en la memoria. Nadie sospechó entonces que faltaba un último gran pirata que desafiaría al poder con sus propias armas. Un pirata que, en verdad, luchó siempre por lo que nunca tuvo.
Se sabe que nuestro hombre nació en Plymouth, Inglaterra, uno de los más espectaculares puertos naturales del mundo. Se sabe también que era huérfano. Pero de su infancia se ignora todo, porque no tuvo. Su nombre fue John Avery, y creció sirviendo en algunos buques mercantes, haciendo interminables rutas de entrega y recogida de materiales, donde forjó desde temprano su alta resistencia a la soledad de la alta mar. Aprendió a hacer nudos y lo emborracharon despiadadamente cuando aún era un chiquillo imberbe. Recibió más palizas que un perro callejero y quién sabe cuántos sufrimientos más pudo haber pasado en esa infancia acelerada de la que tan pocas noticias se tienen. Ésa fue la escuela de Avery, una escuela sumamente desagradecida que le obligó a ser autodidacta, donde la supervivencia sólo sale a flote con el justo equilibrio de mezquindad y juego en equipo. Y así, el analfabeto Avery aprendió a navegar y a lidiar contra la adversidad como se aprende el habla.
Los primeros y escasos datos fidedignos de la vida de John Avery corresponden a cuando ya era un joven, navegando en el corsario Duke, a las órdenes del capitán Gibson. Se ignora cómo hizo para alistarse en la embarcación. Pero este capitán Gibson, con los años, llegó a ser lo más parecido a un padre que tuvo nuestro hombre. Bajo sus órdenes desarrolló la audacia y el misterio del liderazgo que le caracterizarían de mayor. En sus diarios, escritos por su transcriptor canario en la isla de Johanna, cuando ya era adulto, John Avery refirió multitud de apreciaciones sobre el capitán, casi todas favorables hacia la figura de esta especie de tutor o padre putativo. Resulta esclarecedor, eso sí, su alabanza a los crueles castigos recibidos por parte del capitán. Esta paradoja, esta mezcla de admiración y rencor hacia el capitán Gibson, es una de las más reveladoras de nuestro hombre. Y los hechos ocurridos arrojan escabrosa luz sobre este vínculo: estando anclado en la bahía de Cádiz, el jovencísimo, adolescente John Avery amotina a la tripulación, asesina por la espalda al capitán Gibson y zarpa a mar abierto con el firme propósito de convertirse en pirata.
Nuestro hombre era fuerte, bajo, moreno y de carácter sentimental.
Sabemos que aprovechó el hábito de beber de Gibson. Acostumbraba el irlandés a darse unas zampadas terribles de ginebra cada vez que anclaba en algún puerto amigo. Iban ya varios meses que el Duke dormitaba en las costas gaditanas, e iban ya unos cuantos meses más que el Duke no entraba en acción. La misión encomendada era luchar contra los franceses al otro lado del Atlántico, en las islas de Martinica. Pero aquel barco no acababa de zarpar y más bien esperaba la noticia de que no fuera necesario hacerlo (es cierto que las batallas alrededor de Martinica las acostumbraban a ganar los franceses, y podemos suponer que aquella previsión no alentaba a la abotargada expedición capitaneada por Gibson). Los marineros se mostraban agradecidos con la mansedumbre impuesta por el capitán, o eso era lo que parecía. De algún modo, el grumete Avery logró azuzar a los marineros a que se enfrentaran entre ellos, a no aceptar la suerte de vivir de las rentas con comodidad y lanzarse a una aventura belicosa que todos llevaban dentro pero se satisfacían en ahogar con el alcohol y las mujeres de la tierra. Cabe suponer que estaba ya maduro su carácter y su