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Crónicas de Paname
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Libro electrónico236 páginas9 horas

Crónicas de Paname

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Crónicas de Paname es un repaso de la experiencia de José María Patiño en París tanto personal como profesional, lo que le permite contar cómo es la labor de corresponsal y analizar, describir y reflexionar sobre la sociedad, la política, la cultura y la idiosincrasia francesas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 may 2015
ISBN9788416176281
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    Crónicas de Paname - José María Patiño

    Índice

    Portada

    Créditos

    Título y autor

    Dedicatoria

    Prólogo. Por Montserrat Domínguez

    Un problema de ricos

    Un león enjaulado

    De madame a chata

    Montañas de ostras

    El fin y los medios

    La pequeña Suiza y el chalet de los etarras

    La identidad está en la calle

    El fiscal era el vecino

    Zidane, Presidente. Nadal, al paredón

    El ascenso de la Casa Le Pen

    La excelencia de las élites

    Arde París

    La caída del Minotauro

    El aprendizaje del «bon vivant»

    Guía sentimental de Paname

    Epílogo. Por Paco Audije

    Bibliografía

    Mapa de Paname

    Mecenas

    Contraportada

    Segunda edición digital: septiembre 2015

    Colección A contraluz

    Ilustración de la portada: © Laifa | Dreamstime.com

    Diseño de la colección: Jorge Chamorro

    Corrección: Juan Francisco Gordo

    Revisión: Juan Fernández Rivero

    Versión digital realizada por Libros.com

    © 2015 José María Patiño

    © 2015 Libros.com

    info@libros.com

    ISBN digital: 978-84-16176-28-1

    José María Patiño

    Crónicas de Paname

    A mis padres, Rosi y José.

    Y a mis compañeros vitales, Mariés y Tomás.

    Prólogo

    Por Montserrat Domínguez, directora de la edición española del Huffington Post

    El corresponsal es ya una rara avis. En época de crisis, esa figura hasta ahora imprescindible para un medio de comunicación de calidad se ha convertido, dicen, en un lujo inasumible. En los últimos años, los colegas freelance o los enviados especiales están sustituyendo a esos periodistas cuyas crónicas modelaban la personalidad de un diario o una emisora, y cuyo status ponía literalmente verdes de envidia a sus compañeros.

    Sí, a mí la primera. Porque que tu medio te envíe durante equis años a la capital de un país potente en términos informativos supone entrar en otra dimensión profesional: ¡elegidos para la gloria! Por un lado, te ahorras el politiqueo nacional y buena parte de las miserias de la redacción; por otra, abordas un trabajo periodístico en el que el contexto es más importante que la noticia en sí. Entras a formar parte de una extraña tribu con colegas de otros medios y de otros países, y tienes acceso a fuentes que suelen ser menos rocosas ante periodistas extranjeros. Lo más fascinante, quizás, es que vuelves a ejercer de reportero todoterreno para cubrir desde una alta cumbre diplomática a una revuelta estudiantil, sin olvidar una minuciosa investigación in situ sobre el restaurante más atómico del lugar.

    No todo es de color rosa, claro. Hay barreras más o menos sutiles: el idioma, los matices de las relaciones políticas y sociales, los clichés que arrastras por tu nacionalidad, la soledad a veces insoportable de quien está lejos de la redacción, la rabia cuando cualquier escandalillo nacional desbanca del periódico, del boletín de radio o de la escaleta del informativo esa preciosa pieza de orfebrería periodística que te ha llevado días elaborar. Sin olvidar los servicios extraprofesionales: los jefes y compañeros del corresponsal siempre confiamos alegremente en él o en ella para resolver los asuntos más prosaicos.

    José María Patiño ya venía curtido como corresponsal en Bruselas cuando aterrizó en París con Mariés y el pequeño Tomás. Su epopeya para encontrar un apartamento vivible con la que abre estas Crónicas de Paname, es sólo un delicioso aperitivo de las andanzas, miserias y logros de un reportero obligado a afilar el olfato y la mirada para detectar si habrá noticia o no fijándose en el tamaño de la carpeta de uno de los peces gordos de la lucha antiterrorista. O para intuir en una imponente colega pelirroja el affaire amoroso del que todos murmuran, pero del que nadie ha osado publicar aún ni una línea...

    Lo que van a leer en estas páginas es una larga y apasionante crónica sobre la Francia de estos primeros pasos del siglo XXI. Si algo define a Patiño es que es un extraordinario narrador, y de su mano nos adentramos en las alianzas, traiciones, cohabitaciones y a veces incestuosas relaciones del poder político francés, en los escándalos mediático-empresariales y los cambios sociales de estos años, desde el auge de la dinastía Le Pen a la revuelta de los banlieus, sin olvidar el cambio de actitud de las autoridades galas frente a ETA. Patiño nos pasea por la alta política para hacernos aterrizar luego en los mercadillos callejeros, y generosamente destila, en apenas unas páginas, años de estudio para saber elegir un borgoña decente, un buen queso, una mantequilla delicada o una ostra de buen tamaño: conocimientos imprescindibles, como es sabido, para moverse con soltura de corresponsal por ese extraño país en el que no existe la palabra «barato».

    Aún hoy no sé cómo pude convencer a Patiño para que accediera a madrugar los sacrosantos fines de semana para regalarnos una personalísima y fascinante revista de prensa en «A vivir que son dos días». No contenta con ello, pude exprimirle un poco más cuando, en abril de 2011, hicimos un programa memorable desde el Instituto Cervantes de París. Gracias a sus contactos y a sus gestiones, ese domingo desfilaron por los micrófonos de la SER la actual alcaldesa de París, Anne Hidalgo, la actriz Carmen Maura, la coreógrafa Blanca Li, y un hombre excepcional. Patiño nos trajo un pedazo de historia encarnada en el octogenario Luis Royo, y su memoria de cómo entró en París en los tanques de La Nueve, la brigada acorazada compuesta por republicanos españoles que fue la primera en llegar al corazón de la ciudad en 1944. Todavía me conmueve recordarlo.

    Hay dos maneras de leer estas Crónicas; empezar por el primer —e hilarante— capítulo, como mandan los cánones, o abalanzarse a sus últimas páginas. Les recomiendo esta opción si tienen ya los billetes para viajar a París: la guía «sentimental» de Patiño por los distritos parisinos, por sus parques, rincones secretos, bares y restaurantes es impagable. Pero sospecho que pronto les sabrá a poco y sentirán la necesidad de zambullirse en el resto del libro. También advierto a quienes empiecen por el principio que, al final de la lectura, empezarán a planear su próximo viaje a París. Para descubrirlo, o explorarlo de nuevo con una nueva mirada, la mirada del corresponsal, la mirada de Patiño.

    Un problema de ricos

    «¿Dónde jugará mi hijo?». Hice la pregunta con cierto aire dramático por lo que la incredulidad asombró las caras de mis compañeros de mantel en la trattoria que regentaba la signora María, en pleno corazón del barrio europeo de Bruselas. Eran curtidos corresponsales que no daban crédito a la angustia que me provocaba la oferta que me habían hecho desde Madrid: la corresponsalía de París. Un destino por el que más de uno habría matado. Por eso tras el estupor inicial, Walter Oppenheimer soltó con su fina ironía aquello de: «¡Patiño, problemas de ricos!». La carcajada resonó en la mesa y Xavier Vidal-Folch atacó el brindis con el que siempre terminábamos aquellas comidas en las que inevitablemente arreglábamos Europa: «¡por Tomás Patiño!».

    Tomás Patiño es mi hijo y hacía poco más de un año que había venido al mundo en el hospital de la comuna flamenca de Woluwe Saint-Lambert. En su sala de espera, varios dibujos de los Pitufos recordaban que allí le habían salvado la vida a Peyo, su creador. Las comunas que rodean el pentágono de la ciudad de Bruselas, con sus parques y sus casas unifamiliares con jardín, son un magnífico sitio para criar a un niño y en las incursiones que habíamos realizado a París, nos había llamado poderosamente la atención que no hubiera en cada plaza un lugar con columpios y toboganes. Es más, habíamos verificado con sorpresa que la inmensa área de juegos instalada en el Jardín de Luxemburgo era de pago. También recordábamos con nitidez la cara de susto de la propietaria de un restaurante del muy burgués distrito XVII cuando nos vio aparecer en su puerta con Tomás sentado en la sillita. Era un bebé tranquilo y nos dejó comer sin llantos ni rabietas, por lo que la propietaria se erigió en portavoz del resto de parroquianos y acompañó la cuenta con una enhorabuena. La buena educación, la politesse, es muy apreciada por los parisinos. Hasta el punto que uno de los peores reproches que se les puede hacer a unos padres en público es que su hijo sea un maleducado.

    La educación de Tomás iba a ser un auténtico quebradero de cabeza tiempo después; pero la inicial angustia por los parques de juego infantiles se vio reemplazada por la pregunta: «¿pero, dónde va a dormir mi hijo?». Encontrar piso en la capital de Francia no es evidente, si me permiten el galicismo. La oferta de pisos de alquiler es importante ya que a diferencia de España, en Francia es tan habitual alquilar como comprar. Primero, por la carestía de la vivienda, en especial en París; segundo, porque las leyes impiden a los bancos conceder créditos a los particulares cuyo reembolso exceda la mitad de sus ingresos mensuales; y por último, el valor que al dinero dan los franceses. Mi buen amigo José Luis Isla, francés de origen gallego, me hizo la siguiente reflexión: «pagar un crédito a cincuenta años es una locura y además no tiene lógica. Acabas con una mensualidad similar a la de un alquiler y no tienes la ventaja de poder cambiar de piso en función de tus necesidades y renta. Estás atado a una propiedad que al final acabarán pagando tus hijos y por la que deberás pagar impuestos y papeleos en caso de querer venderla». De alguna manera, me alertaba sobre la burbuja inmobiliaria que estábamos alimentando y que estalló con la crisis de 2008.

    Aunque la oferta de viviendas de renta libre es importante en París, no cubre la demanda y los propietarios se permiten el lujo de elegir a sus inquilinos e imponer un precio muy elevado a pesar de que la vivienda, en ocasiones, no reúna las condiciones mínimas de habitabilidad. La presión inmobiliaria es tan importante en París «intramuros» que surgieron asociaciones ciudadanas como Jueves Negro cuyos integrantes aprovechaban los días de visita para montar «fiestas-denuncia» en pisos que se alquilaban en condiciones leoninas. Ni que decir tiene que ser extranjero se puede convertir en un grave inconveniente por el temor de los caseros a que el inquilino vuelva a su país dejándole a deber varias mensualidades. El candidato, pues, debe enseñar la patita blanca y acudir a las visitas con un auténtico informe en el que figuren su situación contractual y sus ingresos anuales, amén de garantizar que puede hacer frente a las casi cuatro mensualidades que se le van a pedir a la firma del contrato: un mes de alquiler por adelantado, dos de fianza y la comisión que se queda la agencia en la que el propietario —en muchas ocasiones rentista o inversor— ha depositado la gestión.

    Fue así como caímos en las garras de un auténtico profesional de la extorsión inmobiliaria. Un atildado francés de cuidadas maneras que trabajaba para una cara agencia próxima a Los Inválidos. Monsieur Froger nos puso toda clase de facilidades para alquilar un apartamento en un edificio pierre de taille, lo que es sinónimo de prestigio. Para nuestro gran alivio, todo hay que decirlo, porque ya habíamos sido rechazados una docena de veces y se nos echaba encima el momento del traslado. Froger daba la sensación de que nos estaba haciendo un favor porque dejaba caer que el hecho de ser españoles había llamado la atención de la propietaria, temerosa como vecina en el inmueble de que montáramos fiestas una noche sí y otra también. Él la había tranquilizado al recordar que éramos periodistas de prestigio procedentes de Bruselas. Cuando un mes más tarde nos plantamos con el camión que transportaba nuestros enseres comprendimos que la prisa era recíproca y que el astuto agente nos había alquilado un piso que aún no estaba del todo acondicionado. La sensación de estar haciendo el primo fue aún más evidente en el momento en que unos operarios comenzaron a instalar andamios en la fachada. La limpieza y restauración de la piedra tallada iba a prolongarse durante un año en medio de chorros de agua a presión y martillazos. Un ambiente poco propicio para un periodista radiofónico. En aquel momento, Froger cristalizó en su persona todos los prejuicios y defectos que los españoles atribuimos a los franceses.

    El apartamento en particular y el edificio en general eran una metáfora de la propia Francia: imponente por fuera y vetusta por dentro. Una tubería situada por debajo de los estucos de escayola que adornaban los techos recorría el piso a lo largo del pasillo y daba cuenta de que la instalación de un cuarto de baño al fondo, entre las dos habitaciones principales, había sido muy posterior a la construcción del edificio. Casi un siglo de hecho. Durante los años sesenta, el gobierno financió una campaña para la instalación de baños con agua corriente en las viviendas. Aunque nos parezca increíble, según las estadísticas de aquella época el once por ciento de las casas francesas no tenían agua corriente, más de la mitad no tenían váter y seis de cada diez carecía de ducha. El caso es que una tarde al regresar de la calle, nos encontramos con que llovía en el pasillo. El agua siempre encuentra la forma de escapar y lo había hecho a través de un agujerito que había permanecido oculto gracias a las diversas capas de pintura que mantenían entera la tubería. Algo parecido, aunque mucho más desagradable, aconteció con la bajante de aguas residuales que pasaba junto al único inodoro de la casa. Situado en una especie de armario anexo a la cocina. Esta pieza fundamental en la vida cotidiana estaba en una zona cuyo muro exterior era curvado, lo que no facilitaba la instalación de muebles, y carecía de un sistema de extracción de humos. Ambas características nos hicieron deducir que los señores de la casa cocinaban poco y que debían salir bastante de restaurantes para contribuir al desarrollo de la reputada gastronomía francesa. Quedaba claro que la cocina estaba reservada al personal doméstico que podía acceder directamente por una puerta de servicio que comunicaba, a través de una infernal escalera de caracol, con las buhardillas. Antes de ser reconvertidas en apartamentos, en el último piso estaban las chambres de bonne donde se alojaban las criadas. El nombre de bonne viene de bonne a tout faire que podríamos traducir como «buena para todo» o «chica para todo» en la acepción más española. Más adelante habrá tiempo para hablar de este sacrificado trabajo que durante muchos años desempeñaron las emigrantes españolas.

    Teniendo en cuenta que, aunque periodistas, también éramos emigrantes españoles, parece lógica la indiferencia con la que nos trataba la mayor parte de los vecinos. Muchos de ellos tardaron hasta dos años en dirigirnos la palabra cuando nos cruzábamos en el portal o compartíamos el exiguo espacio del ascensor. La fría soberbia es uno de los instrumentos más utilizados por las clases medias burguesas para mantener las distancias con aquellos que consideran inferiores. Y no se apearon de ella hasta verificar que a pesar de ser españoles y cocinar con aceite de oliva, no vivíamos en una fiesta continua y no nos comportábamos como salvajes. En las normas de la comunidad del segundo piso que alquilamos en París se insistía en que estaban prohibidas las actividades molestas, como poner música a un volumen alto a partir de las diez de la noche los días de diario y a las nueve los domingos. Este celo por la convivencia tranquila era especialmente agresivo en el caso de un vecino que no dudó en subir una tarde de domingo para abortar lo que era una incipiente fiesta consecuencia de un impresionante cocido. Las llamadas de atención llegaron a convertirse en acoso al atribuirnos todos los ruidos del edificio y sólo cesaron cuando sonó un taladro mientras discutíamos de manera acalorada porque me atribuía el uso del ruidoso artefacto a las nueve de la noche. Comprendió que había metido la pata, pero no se disculpó. Dio media vuelta y bajó a su casa cargado de razón.

    Por fortuna, no todos los parisinos son iguales y en el edificio en el que nos instalamos inicialmente era una gozada escuchar cómo la vecina del tercero tocaba piezas clásicas al piano mientras Tomás se daba el baño antes de acostarse o cuando el vecino de enfrente acompañaba sus tardes de domingo tocando canciones de los Beatles tras el almuerzo familiar. Por no mencionar las veladas de canto que amenizaban los sábados en el bajo, donde vivía una cantante de ópera de origen libanés casada con un médico nutricionista que ejercía en un pequeño gabinete junto a la portería. Desde el balcón del segundo piso del número 139 del Boulevard Pereire, que se llama así en homenaje a dos hermanos banqueros que financiaron el desarrollo del ferrocarril en Francia y fundaron el Banesto en España, podía contemplar una de las calles más bonitas de París porque en su parte central se ha instalado un jardín lineal en el que se alternan los parterres de flores con árboles y un ¡parque infantil!

    Un león enjaulado

    Allí estaba yo, solo, en medio del despacho con un flamante ordenador que pronto se iba a quedar anticuado, sin agencias, sin Internet y sin teléfono móvil. Tenía los periódicos, un aparato de radio, una grabadora y una televisión. De todo ello, lo que más me desconcertaba era la soledad. Había salido de la promiscuidad de la redacción central en Madrid y me había integrado en la tribu de corresponsales de Bruselas, con sus viajes, sus interminables reuniones de ministros, sus conferencias de prensa, sus briefings especializados y su «misa de doce». Todos los días de lunes a viernes, la tribu o mejor dicho las tribus —una por cada país miembro— acuden a la sala de prensa de la Comisión Europea donde los portavoces venden las iniciativas de sus respectivos comisarios y torean con más o menos arte las preguntas sobre la actualidad o sobre los numerosos papeles, más o menos confidenciales, que caen en manos de los periodistas bien porque tienen un buen contacto en algunos de los cientos de despachos que ocupan los funcionarios europeos, bien porque alguien lo pone en sus manos con algún objetivo interesado. Los periodistas británicos siempre se han caracterizado por su mordacidad, en especial los de medios euroescépticos. Tuve el privilegio de asistir a algunas de las preguntas formuladas por un rubicundo y orondo joven, de aspecto desaliñado y lengua afilada que trabajaba para uno de

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