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El jardín en Sunset
El jardín en Sunset
El jardín en Sunset
Libro electrónico386 páginas5 horas

El jardín en Sunset

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Justo antes de que el cine sonoro golpease a la Ciudad del Oropel en la mandíbula, una luminosa estrella de cine mudo convierte su propiedad privada en el hotel Jardín de Allah. Los terrenos exuberantes pronto se transforman en refugio para las promesas de Hollywood como lugar de encuentro, bebidas y fiestas durante toda la noche. George Cukor está en la piscina, Tallulah Bankhead está en el bar y Scott Fitzgerald se escabulle con Sheilah Graham a un bungalow mientras Madame Alla Nazimova vigila desde detrás de las cortinas de encaje.

Pero la historia real del Jardín de Allah empieza con sus primeros huéspedes, tres críos al borde de algo grande.

Marcus Adler tiene mucho que demostrar después de que su padre los pille a él y al hijo del jefe de policía con los pantalones bajados. Se fuga de Pensilvania a Hollywood con la boca cerrada y los ojos abiertos, y comienza a escribir las líneas que todas aquellas aspirantes a estrellas pronunciarán en alto. ¿Puede un chico inteligente y sensible encontrar su propia voz en una ciudad que está empezando a aprender a hablar?

La infancia de Kathryn Massey fue una pura rutina de audiciones pero no le podía importar menos convertirse en estrella de cine. Cuando se marcha con su máquina de escribir, decidida a convertirse en reportera de un periódico, descubre que entrar en un club de hombres es más duro que liberarse de su dominante madre. Para ser alguien en esta ciudad, necesitará gran sangre fría.

Gwendolyn Brick es una dulce belleza del sur que ha recorrido un largo camino para probar suerte en la gran pantalla. Espera que esos mismos labios suculentos que los chicos desean besar le aporten más que un papel en un sofá. Va a necesitar algo de ayuda manteniendo a todo el mundo bajo control.

Nadie recibe un pase gratuito a Hollywood pero una habitación en el Jardín sobre Sunset puede ayudarle a poner un pie en la puerta.

El Jardín en Sunset es la primera novela de Martin Turnbull dentro de la serie de novelas históricas situadas durante la edad de oro de Hollywood.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento23 abr 2015
ISBN9781507108598
El jardín en Sunset

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    El jardín en Sunset - Martin Turnbull

    EL JARDÍN EN SUNSET

    Una novela de

    Martin Turnbull

    Libro primero de la serie Jardín de Allah

    Bablecub edition – Copyright 2011 Martin Turnbull

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte del presente libro electrónico puede ser reproducida bajo ningún formato aparte de aquel en el que se haya adquirido y sin el consentimiento por escrito del autor. Este libro electrónico está autorizado para el disfrute personal exclusivamente. Este libro electrónico no puede ser revendido o entregado a terceros. Si desease compartir este libro con un tercero, sírvase adquirir una copia adicional para cada receptor. Si está leyendo este libro y no lo adquirió, o no lo adquirió usted, sírvase adquirir su copia propia. Gracias por respetar el duro trabajo del autor.

    AVISO LEGAL:

    Ésta es una obra ficticia. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son o el productor de la imaginación del autor o se usan como ficción. Cualquier parecido con personas, lugares e incidentes, sucesos o locales es mera coincidencia.

    Este libro está dedicado a

    BOB MOLINARI

    con quien todo es posible,

    sin quien nada merece la pena.

    CAPÍTULO 1

    Cuando llegó a su destino en Hollywood el renqueante tranvía rojo de Pacific Electric, Marcus Adler abrió los ojos y se topó con un viejo conductor que, resoplando, lo miraba fijamente.

    Marcus miró a su alrededor. Era el único pasajero que quedaba. ¿Dónde estamos?

    El conductor torció la cabeza hacia la puerta. Final de línea.

    ¿Supongo que no sabrá dónde está el 8152 de Sunset Boulevard?.

    ¿De qué tengo pinta? ¿De mapa?

    Marcus lo tomó por un no, recogió su maleta de cartón y bajó a la calle. Al sur de Sunset Boulevard se arracimaba un grupo de almacenes desvencijados hasta donde se acababa el asfalto; en una señal junto al bordillo se podía leer Límite Urbano de Los Ángeles. Pasada la señal, hacia el oeste de Crescent Heights Boulevard, Sunset se iba desintegrando en un sinuoso camino de tierra. Una reata de caballos descansaba a la sombra de un árbol de hojas delgadas y polvorientas que Marcus jamás había visto en Pensilvania. Uno de los caballos alzó la cabeza y lo miró con detenimiento por un instante, para ponerse a pastar de nuevo.

    ¡Eh! El conductor estaba asomado a la entrada del tranvía. ¿Sunset 8152? Prueba por ahí. Señaló hacia el lugar donde estaban los caballos.

    Sunset Boulevard, ochenta y uno cincuenta y dos, Hollywood, California. Era una dirección que Marcus se había repetido una y otra vez desde que tenía once años, grotescamente hinchado por la difteria. Sus padres habían escrito una carta a Madame Alla Nazimova a instancia suya, sin pensar en ningún momento que una estrella de cine con un exotismo tan indescriptible, con un glamour tan pasmoso fuera a responder. Pero lo hizo. Y vino a hacerle una visita, semejante a una diáfana visión de tul color lavanda. Qué amable fue, y qué humilde. Sin duda se acordaría de él. ¿A cuántos niños hinchados por la difteria había visitado en su lecho en medio de Pensilvania? ¿A cuántos había mirado a los ojos y les había dicho, Si alguna vez vienes por Hollywood, quiero que vengas a visitarme. Tengo una casa muy grande y mucho espacio para ti. Vivo en el 8152 de Sunset Boulevard, Hollywood, California?

    Y ahora ya casi había llegado.

    Atravesó Marcus el cruce desierto y se encaminó hacia un nido de bungalows de dos pisos que se vislumbraba tras un muro alto y blanco. Habían sido pintados recientemente; la pátina atrapaba la luz del sol poniente mientras desaparecía por la sucia carretera.

    A medida que se desplazaba a lo largo del muro, rasgó el aire sosegado una nota sostenida de trompeta. ¿Qué dirá Nazimova cuando atienda la puerta?, se preguntaba.

    El trompetista fue perdiendo fuerza y estalló un torrente de aplausos. Quizás no fuese un buen momento.  Echó un vistazo al rodear la esquina y a una altura de unos cuatro metros reparó en un rótulo.

    HOTEL DEL JARDÍN DE ALLAH

    8152 Sunset Boulevard

    Marcus depositó su maleta en el polvoriento suelo y miró con detenimiento las letras doradas de ALLAH. No se esperaba que Sunset Boulevard fuese un camino de cabras y de ninguna manera se esperaba encontrar el rótulo de un hotel en la fachada de la mansión de Alla Nazimova, estrella de cine.

    Echó un vistazo al hotel tras el cartel. Estaba pintado con el mismo color crema del muro del jardín, provisto de altas ventanas arqueadas y persianas marrón oscuro. Se asemejaba a las misiones de California que había estudiado en el instituto.

    Extrajo un pañuelo y se enjuagó la ancha frente, los pómulos redondos y la nuca. Era difícil de creer que fuera enero. De vuelta en su casa, debían de estar limpiando a paladas el acceso a la misma pero aquí no soplaba ni siquiera una brisa fresca. Recogió su maleta y se encaminó a lo largo de un lecho de rosas pálidas al interior del hotel.

    El tenebroso vestíbulo tenía paredes artesonadas y azulejos octogonales de color verde aguacate del tamaño de platos grandes. Habría sido complicado localizar la recepción a no ser por el haz de luz ámbar que sobre ella proyectaba una lámpara. Su pantalla de vidrio de color era una pirámide pretenciosa junto a una esfinge y un conjunto de palmeras. No había nadie a la vista.

    Marcus llamó al timbre. Llegaron flotando risas y choques de vasos a través de las dobles puertas que conducían por un amplio paseo de ladrillo a una piscina en forma de gran piano en su extremo más alejado. Alrededor de la misma, se repartía una multitud demasiado grande como para contarla, en grupos de cuatro y de cinco; cien, doscientas personas quizás. Elegantes esmóquines, centelleantes diamantes, collares de perlas, zapatos de charol.

    Marcus miraba boquiabierto a un grupo de mujeres que bailaban black bottom. El pelo corto, las faldas cortas y los cigarrillos tenían poco que ver con las muchachas holandesas de Pensilvania con las que había crecido. Una chica a la que había conocido Marcus acudió a una velada de baile en St. Stephen con el cabello cortado a lo Louise Brooks y con las medias bajo las rodillas; no había durado ni diez minutos y Marcus nunca la había vuelto a ver. Tal vez también ella se había fugado de la ciudad.

    Seis días, tres trenes, un autobús y dos tranvías más tarde, las últimas palabras de su padre que habían herido a Marcus seguían clavadas en su corazón. Lárgate de mi ciudad y huye tan lejos como puedas, y no vuelvas. En el tren nocturno a Chicago, había fijado su mirada en la oscuridad y se había preguntado adónde podía ir. Sunset Boulevard, ochenta y uno cincuenta y dos era la única dirección fuera de McKeesport que conocía, así que cuando el tren llegó a Chicago, tomó el siguiente en dirección oeste.

    No había ningún rizo tipo Pickford a la vista en esta fiesta. Todo era flequillos crespos, colorete luminoso y lápiz rojo de labios, boquillas de marfil y pajaritas color crema sobre escandalosos tacones de cinco centímetros de altura. Mayordomos orientales circulaban con bandejas de cóctel plateadas y casi todas las chicas llevaban un martini en la mano. Atrás quedaron los siete años de ley seca. Había una cierta energía y frenesí en esta gente que Marcus no había presenciado nunca antes. Todo el mundo parecía estar pasándoselo tan bien que no pudo evitar preguntarse: ¿Qué había de malo en la bebida si éste era el resultado?

    Una banda de músicos engalanados como matadores españoles se encaminaron a la piscina y se alinearon en el extremo más alejado. Concluyeron su variación continental de Ain’t She Sweet y empezaron una cuenta atrás desde diez. En el momento de gritar ¡UNO!, el trompetista sostuvo una nota y se iluminaron unas linternas de papel de color naranja, azul, verde y rojo que estaban colgadas de los arces; la difusa luz transformó el jardín en el país de las maravillas, como en un cuento de hadas. La multitud suspiró y aplaudió. Parece como el decorado de La dama de las camelias, pensó Marcus, en el que Nazimova llevaba puesto aquel vestido vaporoso con unas camelias blancas. Emitía tanta luz, cuando se enamoraba de Valentino.

    Los matadores se confundieron entre el gentío al mismo tiempo que tocaban Five Foot Two, Eyes of Blue; las conversaciones se reanudaron.

    Pareces un poco perdido.

    La voz pertenecía a un hombre alto de cara alargada y estrecha. Le costó un instante a Marcus darse cuenta de que estaba mirando a los ojos a Francis D. Bushman. Marcus había visto Ben-Hur doce veces cuando se estrenó en McKeesport; había creído que Bushman estaba deliciosamente odioso como el pérfido Massala. Esta noche llevaba puesto un esmoquin que parecía valer el doble que el vestuario completo de Marcus. ¡Su primera estrella de cine!

    Yo... ah... Las palabras empastaban la lengua de Marcus como polvo en agosto.

    Bushman examinó la maleta de cartón de Marcus y sus ojos se iluminaron. ¡Caramba! ¡Estás aquí para registrarte en el hotel! Bushman acercó la mano a la boca. ¡Eh!¡Brophy! La voz del actor se propagó con facilidad por encima del alboroto.

    Un hombre de cara ancha, desplegando una sonrisa de gato de Cheshire, se dio la vuelta y enarcó las cejas. Bushman agarró la maleta de las manos de Marcus y la levantó en vilo. ¡Tienes un cliente!.

    Brophy se abrió paso entre la multitud con la impaciencia de un galgo en febrero. ¿Es eso cierto, muchacho? ¿Quieres registrarte? ¿En el hotel?"

    Marcus escudriñó el gentío. No podía ver a Alla Nazimova por ninguna parte. Este es el 8152 de Sunset Boulevard, ¿no?

    Sin lugar a dudas.

    Marcus se sentía estúpido preguntando si Madame Nazimova aún vivía ahí. Esto es un hotel, tonto de capirote, se dijo. Está claro que ya no está aquí. Imagino que necesito una habitación, confesó.

    Brophy se encaramó en el trampolín y soltó un silbido como un cuchillo entre la multitud y detuvo la banda.

    ¡Atención!, anunció Brophy. Tengo algo excitante que anunciar. Me gustaría presentaros a todos a una persona muy importante. Atrajo a Marcus a su lado en el trampolín y de soslayo murmuró, ¿Cómo te llamas, chaval?

    Marcus Adler.

    Señoras y señores, me gustaría presentarles al primerísimo cliente del Hotel Jardín de Allah, ¡el Sr. Marcus Adler! La gente, fácil de impresionar con ginebra de garrafón, dejó escapar un ¡Ohhhh! al unísono y rompió en un torrente de aplausos. El Sr. Adler es natural de la gran ciudad de... Empujó suavemente a Marcus.

    McKeesport, Pensilvania.

    ¡... De McKeesport, Pensilvania! Brophy se giró sorprendido. ¿McKeesport? ¿No es ahí donde se inauguró el primer nickelodeon?

    Marcus asintió. Era la única pretensión a la fama en McKeesport. Escasa, desde luego, pero traída a colación insistentemente ante todo pariente de visita y vendedor a domicilio de paso por la ciudad.

    Me parece a mí, sonrió Brophy radiante, que aquí nuestro señor Adler vaya a vaciar el mar a cubos, lo que, creo, le da derecho a una tarifa extra especial. ¿Qué dicen, amigos?

    Estallaron vítores exaltados. Sin embargo, decayó rápidamente; el gentío estaba deseando volver a su ginebra. Brophy arrastró a Marcus fuera del trampolín, agarró su maleta y le condujo de vuelta al tenebroso vestíbulo. Abrió la primera página del registro del hotel, lo giró hacia Marcus y le entregó una estilográfica.

    ¿Conforme con ser de McKeesport?

    Marcus asintió.

    Vaya, ¡que me aspen...! ¿Tiene intención de quedarse con nosotros mucho tiempo, Sr. Adler?

    Marcus alzó la vista de la página en blanco y se armó de un poco de valor. Alla Nazimova,  ¿aún vive aquí?

    CAPÍTULO 2

    La fiesta de inauguración del Hotel Jardín de Allah estaba justo tocando a su fin cuando Marcus se asomó a su diminuta habitación a la mañana siguiente. Todo lo que podía ver era una pareja de chicas bonitas en muselina color jengibre, con unas cintas de pelo aterciopeladas deslizándose alrededor del cuello. La más pequeña había perdido algo y estaban a su búsqueda entre los arbustos de una de las villas.

    Marcus contempló cómo la silueta de una mujer apartaba las pesadas cortinas de encaje en la villa para observar a las chicas a tientas entre los macizos de flores. La figura se ofrecía perturbadora en su quietud hasta el momento en que la chica de la larga y sucia cabellera despeinada de un color rubio oxigenado alzó el zapato desaparecido y se marchó con su compañera. Se corrió la cortina y, de repente, se volvió a descorrer. ¿Lo habría visto mientras la miraba?

    Marcus se apartó de la ventana y se sentó en la mesa. De acuerdo, dijo en voz alta. ¿Y ahora qué?

    Ni una vez en los seis días que había tardado en llegar a Hollywood se le había ocurrido que Alla Nazimova pudiera haber dejado de vivir en su mansión de Sunset Boulevard. Se había esperado que no se acordara de la visita a su lecho de enfermo pero ¿qué clase de zoquete se cruza todo el país sin plan alternativo?

    Echó un vistazo alrededor de la habitación. No era muy caro, ni tampoco muy grande. Apenas había suficiente sitio para una mesilla de noche y era oscura incluso de día. ¿Por qué estaba sentado dentro de esta habitación de hotel, estrecha y sombría, en vez de gozando del sol ilimitado de California? Seguro que el océano Pacífico era bastante fácil de encontrar.

    Marcus había tomado un desvío equivocado dentro del hotel y había terminado en el lado más apartado de la piscina, en el que un puñado de personas haraganeaban en hamacas, ninguno demasiado charlatán o sociable. El espacio parecía un poco mayor hoy sin ese par de cientos de invitados en trajes elegantes y en diferentes estados de sobriedad y consiguiente desorden. El jardín estaba repleto de helechos de hojas anchas, rododendros rosas, lantana amarilla y una abundancia de buganvilla morada; las villas se extendían hacia los lados este y oeste de la propiedad. Marcus observó la villa que podía ver desde su habitación pero la cortina estaba echada.

    El sol de California, bajo el que Marcus había viajado como una mula de carga sintiéndolo en el rostro, había disuelto con su calor las últimas brumas de la mañana. Inclinó la cara hacia el sol y se dejó invadir por el calor. No pudo evitar sonreír; su pobre gente en casa no lo podrían sentir en otros cuatro meses.

    Al abrir los ojos, una mujer delgada con flacos hombros se había echado en una hamaca en el otro extremo de la piscina. Reprimió un grito de sorpresa y apartó la mirada; se parecía a Greta Garbo. Asimismo parecía estar desnuda. Echó otra ojeada y reparó en el traje de baño beige que acariciaba su cuerpo esbelto y hacía juego con el tono de las piernas. Tenía que averiguar si era ella.

    Deambuló cerca del borde de la piscina y se arrodilló para atarse el cordón de los zapatos. Echó una mirada de soslayo, entrecerrando los ojos para ver con mayor claridad; sin duda, parecía la Garbo. Mientras disimulaba con el doble nudo, una rodilla le golpeó en la frente y lo envió de morros a la piscina. Su mano golpeó el agua con ruido y del frío se quedó sin aire en los pulmones. Tanteó el agua como un pulpo aterrado hasta que la mano entró en contacto con algo suave y carnoso. Se movía como si intentase librarse de él.

    Se abrió paso hacia la superficie y tragó aire, mientras se apartaba el agua de la cara. Cuando abrió los ojos, una chica con una piel de un blanco asombroso y unos ojos avellana, le miraba con el ceño fruncido. Su cabello de un marrón oscuro se descolgaba por su estrecha cara como si fuese algas.

    ¿Es que pretendes ahogarme? preguntó. ¿No sabes nadar?

    Campeón del estado de Pensilvania, le espetó Marcus. No era del todo exacto pero esta chica no podía saberlo. Se encaminó al borde más cercano, nadando con un solo brazo; Marcus la siguió.

    Lo siento mucho, susurró la chica. No te había visto. Me despisté con... Echó una ojeada a la mujer del bañador beige. En ese momento, se encontraban a unos escasos dos metros de ella.

    ¿Es quien yo creo que es? murmuró Marcus.

    La chica sonrió sin apartar los ojos de la mujer. Eso creo.

    Marcus había visto a Greta Garbo en El demonio y la carne, hace sólo unos meses. Era la última película que Dwight Brewster y él habían visto juntos. Marcus se preguntó por un instante cómo estaría Dwight. Y, a continuación, se preguntó dónde estaría Dwight. ¿Habría llegado a huir él también de la ciudad? ¿Volvería alguna vez a ver a Dwight?

    ¿Os habéis ahogado los dos? La voz era profunda y posiblemente extranjera pero, se preguntó Marcus, ¿quién sabía cómo sonaba Greta Garbo cuando hablaba?

    Estamos bien, respondió la chica.

    ¿Necesitáis una toalla?

    No, no, gritó la chica, estamos bien. Pero gracias. Se alejó hacia el extremo alejado de la piscina e hizo señas a Marcus para que la siguiera.

    Se elevaron fuera del agua y se sentaron con los pies chapoteando en el agua. Siento mucho lo de antes, le dijo y le ofreció la mano. Me llamo Kathryn, dijo. Kathryn Massey.

    CAPÍTULO 3

    Kathryn Massey se alisó el vestido de playa de algodón con la palma de la mano izquierda. ¿Ves? dijo al chico al que había empujado dentro de la piscina justo enfrente de alguien que quizás era Greta Garbo, o quizás no. Ya está casi seco. Señaló a sus zapatos con la cabeza. No tardarán mucho en secarse.

    Eso espero, respondió serio. Son los únicos que tengo.

    Kathryn estudió al chico con algo más de detenimiento. Con su cara redonda y bien alimentada, sus mejillas como manzanas y su cabello dorado, no aparentaba ser del tipo vagabundo. ¿Sólo tienes un par de zapatos?

    Digamos que me marché de casa con prisa, dijo Marcus. Se le ensombreció el rostro con algo que Kathryn no pudo identificar exactamente. ¿Acabas de registrarte? preguntó Marcus. Ella asintió. Las habitaciones son algo pequeñas, ¿no?

    En la mía, apenas hay espacio para estirar los brazos. Se encogió de hombros. Con todo, son baratas así que, ¿qué se puede esperar? Kathryn miró las villas con detenimiento. Me pregunto cuánto costarán.

    ¿Ves a la mujer de la ventana preguntó Marcus.

    Kathryn siguió la mirada de Marcus en dirección a la villa veinticuatro. Sin duda, había alguien de pie, reteniendo la cortina, con una inmovilidad desconcertante.

    Reparé en ella esta mañana desde mi ventana, dijo Marcus. Pensaba que quizás fuera Alla Nazimova.

    ¿La estrella de cine?

    Ésta solía ser su casa. Pregunté al director si sigue viviendo aquí pero me dijo que había oído que tenía una casa en Nueva York.

    ¿Tú te quedarías si alguien tuviese la brillante idea de convertir tu casa en un hotel?

    Marcus sonrió tranquilo, más que nada para sí mismo. Sus dientes eran grandes y blancos; un par estaban algo mellados, lo que le confería cierto atractivo. Gracias a Dios que no tenía una de esas sonrisas relucientes de miles de vatios, pensó Kathryn. Estoy tan cansada de las diseñadas para hipnotizar a agentes de casting y otras estrellas de cine.

    ¿Eres muy fan? preguntó.

    Marcus dudó, sopesándolo en su cabeza, y a continuación afirmó. Tengo unos tíos en Pittsburgh que me llevaron a verla en Casa de muñecas con diez años. Me encantó por completo. Más tarde, enfermé de difteria y mis padres le pidieron que viniera a visitarme. Nadie se lo podía creer cuando apareció. Antes de marcharse, me miró a los ojos y me dijo, ‘Si alguna vez vienes por Hollywood, quiero que me hagas una visita.’ Así que la semana pasada cuando..."

    Se detuvo y apartó la mirada, fijándola en la mujer del bañador beige. Así que la semana pasada cuando me marché de la ciudad, sólo había una dirección que pudiera recordar. Suspiró. Me da vergüenza decir que esperaba que Nazimova estuviera de pie en la puerta de entrada llamándome. ‘¡Ven! ¡Te estaba esperando!’ Forzó una sonrisa. ¿Y tú? ¿Del este también?

    Algo así. Como unas nueve manzanas al este.

    ¿Nueve manzanas? ¿Por qué molestarte?

    Oh señor, pensó Kathryn. ¿Por dónde empiezo? Se imaginó a su madre aposentada, como una gárgola, sobre el buzón, a la espera de noticias sobre adónde se había marchado. Sospecho que yo me he marchado de casa como tú de tu ciudad. Vio cómo languidecía la sonrisa de Marcus.

    En ese caso, te acompaño en el sentimiento. Su mirada se desvió de nuevo hacia la ventana de la villa veinticuatro pero la mujer había desaparecido.

    Kathryn decidió que la conversación necesitaba cambiar de tema. ¿Ya has visto el Pacífico?

    No, no lo he visto. ¿Está lejos?

    Para nada. Puedes coger el tranvía rojo hasta Santa Mónica.

    ¿Tienes coche propio?

    No, no, el tranvía. Cuesta como unos cuarenta minutos. ¿Quieres ir ahora?

    Marcus dudaba.

    ¿Tienes algo mejor que hacer? Te pago incluso los 5 centavos del billete. Es lo menos que puedo hacer. Kathryn sonrió. Mira, dijo, ahora estás en una ciudad llena de extraños. Vas a tener que empezar a confiar en alguno de nosotros, más tarde o más temprano.

    No es eso. Estaba pensando en que quizás debiera invitarla a venir.

    Señaló a una chica de pie junto a las puertas dobles del hotel. No debería de tener más de diecisiete pero era alta y se mantenía erguida como un ciervo: era todo ojos y tenía una pose nerviosa. Kathryn dejó escapar un suspiro silencioso. Siempre iba a existir una chica más hermosa que la anterior, ¿no? Pero necesitaba ayuda.

    Los ojos de la chica se movían nerviosos por el jardín mientras tres hombres se demoraban a su alrededor como buitres; cada uno de ellos le doblaba la edad, le triplicaba la cintura, y lucía barba de cuatro días.

    Kathryn se puso de pie. Venga, dijo a Marcus. El truco está en no dejar de hablar nunca.

    Se calzaron los zapatos mojados y se acercaron a la chica con decisión. ¡Aquí estás!, exclamó Kathryn. De cerca era aún más impresionante. Mira esa piel, pensaba Kathryn. Es casi perfecta, ¿eh? Y apuesto a que el rosa de sus mejillas ni siquiera es colorete. La mandíbula de la chica habría sido cuadrada como la de un hombre si no fuera porque su barbilla era puntiaguda y desembocaba en unos hoyuelos muy sugerentes. Su cabello era de miel clara, despeinado y con un corte a lo garçon que quizás se lo había hecho ella.

    La chica miró a Kathryn con los ojos abiertos de par en par, del color de hojas de acebo, y le permitió que le cogiera de las manos. Pensaba que habíamos quedado en el vestíbulo, continuó Kathryn. ¿O llegamos tarde? He dejado mi reloj en algún sitio pero ¿te puedes creer que no me acuerdo dónde? Los moscones se echaron hacia atrás. Kathryn se volvió a Marcus y señaló a la chica con la cabeza. Vosotros dos os conocéis, ¿no? Oh, claro que sí. Debéis de haberos visto miles de veces ya. Bueno, vamos un poco tarde ahora pero, en este momento, llegaremos tarde con elegancia.

    Empujó a la chica por la puerta delantera del Jardín de Allah y no dejó de moverse hasta que alcanzaron los rosales.

    ¿Quiénes sois?... ¿Os conozco? balbució la chica.

    Parecía que necesitabas que te salvaran. Soy Marcus y ésta es Kathryn.

    No te molesta, ¿verdad? preguntó Kathryn a la chica.

    Oh, cielos, no, estoy tremendamente agradecida. Esos tres frescos se me pegaron como algodón de azúcar en agosto. No me los podía quitar de encima.

    La chica tenía el más lindo acento sureño que Kathryn hubiese oído nunca. Claro que sí, pensó Kathryn. Como si no fueras lo suficientemente encantadora. Kathryn decidió que iba a tener que hacer algo al respecto porque, en cuanto se enteraran los hombres de esta ciudad, se la iban a comer viva.

    Me llamo Gwendolyn Brick, dijo la chica, ofreciendo la mano. Pero es un nombre horroroso así que voy a cambiármelo. Encantada de conoceros a los dos. Agradecida de conoceros, de hecho. Acabo de llegar. Me registré esta misma mañana.

    ¿De dónde? preguntó Marcus.

    Hollywood.

    Qué coincidencia, dijo Marcus. Kathryn también viene de nueve manzanas de aquí.

    Oh, no, Gwendolyn se rió con una sonrisa musical, cantarina. Soy del otro Hollywood.

    ¿Hay dos?

    Hollywood, Florida. Llegar aquí me ha costado un tranvía; luego, dos autobuses; a continuación, dos trenes y otro tranvía, pero lo he logrado.

    Íbamos a la playa en Santa Mónica. ¿Quieres venirte?

    Gwendolyn se mordió los labios carnosos. Me encantaría pero tengo algo en mi bolso que seguramente no debería llevar a la playa.

    ¿De qué se trata?

    Ante la duda de Gwendolyn, dijo Marcus, ahora estás en una ciudad llena de extraños. Tendrás que comenzar a confiar en algunos de nosotros, más tarde o más temprano. Lanzó una sonrisa en dirección a Kathryn.

    Gwendolyn abrió su bolso. Era de color rojo cereza oscuro que casi hacía juego con las rayas rojo ladrillo de su vestido. Sacó una cartera de cuero marrón con los bordes deshilachándose. Un tipo que se sentó junto a mí al salir de Dallas se lo olvidó, dijo.

    Parece terriblemente grueso. ¿Qué hay dentro?

    Cuatro mil dólares.

    CAPÍTULO 4

    Gwendolyn, de pie en la puerta principal del 1239½ de Fountain Avenue, se preguntaba si su idea ridícula de venir al otro Hollywood para convertirse en estrella de cine había sido una idea tan inteligente. Quizás debería guardar los cuatro de los grandes en su bolso y darlo por terminado, pensó. Durante casi toda mi vida he estado suspirando por venir a Hollywood, California tanto, he estado obsesionada en convertirme-

    Gwendolyn se abofeteó mentalmente el rostro. Kathryn le había explicado que, para los hombres de esta ciudad, un hermoso acento sureño como el suyo era como una débil rata para un caimán. "Si quieres que te tomen en serio en esta ciudad, y que no se aprovechen de ti sin más, te recomiendo que pierdas ese cargado acento del sur.’

    Le costó un instante estudiar el pequeño bungalow que estaba ante ella. Pensó que era un lugar encantador, como para recién casados con presupuesto limitado, y con una mano de pintura mejoraría sobremanera. Los grupos de geranios y pensamientos que se marchitaban en los macizos de flores no parecían haber sido regados desde antes de que Valentino falleciera pero era fácil de solucionar. Sin duda, el Sr. Eugene Hammerschmidt estaba soltero.

    Gwendolyn introdujo la mano en el bolso de piel auténtica que Kathryn le había prestado y sacó la cartera andrajosa. Con cuatro mil dólares tenía suficiente como para vivir durante, como poco, un par de años. Más que el tiempo necesario para que un estudio de cine la descubriera. ¿De verdad quiero devolverlo?, se preguntaba.

    Con algo de suerte, no estará en casa. O será la dirección equivocada, dijo Marcus. Kathryn y él permanecían de pie tras ella. Estás aquí para hacer lo correcto porque eres una buena persona. Y si el no está en casa, o no hay nadie que haya oído hablar de él, entonces puedes marcharte con la conciencia tranquila.

    Gwendolyn sabía que Marcus tenía razón. Tenía que intentarlo al menos y devolver el dinero. Su madre no se había esforzado mucho en educar a sus hijos pero sí les había enseñado lo que era correcto y lo que no.

    "Estaremos sentados en ese parque al otro lado de la

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