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Maase Shehaya
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Libro electrónico374 páginas5 horas

Maase Shehaya

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Esta obra nos presenta una serie de narraciones en donde nos da a conocer la vida y obra de los mas destacados guías espirituales y grande sabios que ha habido en el pueblo de Israel.

IdiomaEspañol
EditorialJaime Shapiro
Fecha de lanzamiento11 nov 2010
ISBN9781452395098
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    Maase Shehaya - Elias Askenazi

    Chapter 2 – Emuná

    Todo está en las manos de Di-s, excepto el temor a Di-s.

    Berajot 33b

    La Emuná comienza donde termina la razón de la persona.

    HaGaón Rab Jaim Soloveitchik

    El tesoro que Di-s guarda, es el temor que la gente le tiene.

    Berajot 33:2

    La persona que no tiene Emuná no encuentra respuesta a todas sus preguntas. La persona que tiene Emuná no tiene preguntas.

    HaGaón Rab Eliézer Menajem Shaj

    El milagro del Séfer Torá

    Había un rey caracterizado por su rectitud y su bondad. Él amaba a todos los habitantes de su reino y ellos lo amaban.

    Un día quiso el rey acercarse a la religión judía, pero temió hacerlo en forma pública, ya que los sacerdotes musulmanes podrían atentar contra él.

    Llamó a los cadiesy demás sacerdotes musulmanes y les preguntó:

    – ¿Las palabras de Moshé y sus enseñanzas son verdades?

    – Por supuesto, su majestad, que Moshé fue un verdadero profeta su Torá es verdad.

    Les dijo el rey:

    – Yo quiero proponer algo: escribir la Torá del profeta Moshé, para que lean de ella los judíos como señal de amor y aprecio al profeta de Di-s. ¿Hay en la propuesta algún delito religioso?

    – No, no hay ningún delito religioso – contestaron los sacerdotes musulmanes.

    Mandó el rey llamar a escribas judíos y les preguntó: – ¿Cuánto dinero piden por la escritura de un Séfer Torá?

    – La suma es de cincuenta majbub y escribiremos un Séfer Torá muy bello – respondieron los escribas.

    – Estoy dispuesto a pagarles mil majbub – les dijo el rey –, pero haré con ustedes un trato: si encontrare una sola letra que falte o se agregue, les cortaré las manos.

    Aceptaron los escribas escribir el Séfer Torá. Curtieron cueros, hicieron de ellos pergaminos y se sentaron en sillas cercanas a la mikvé, para poder purificarse y escribir el Séfer Torá con un máximo de pureza y santidad.

    Cuando concluyeron el Séfer Torá, se lo trajeron al rey.

    Él llamó a judíos expertos en examinar Sifré Torá y les dijo:

    – Deseo que examinen el Séfer Torá, por cada error que encuentre les pagaré cincuenta majbub.

    Examinaron el libro detenidamente, sin encontrar un solo error.

    El rey ordenó hacer al Séfer Torá un estuche de oro adornado con diamantes y preparó una gran fiesta.

    Trajo el rey sabios que estudiaban de la Torá día y noche, pagándoles su salario y, después de tres meses, llevaron el Séfer Torá al Bet Hakenéset.

    Los dirigentes de la comunidad solicitaron al rey que colocara guardianes en el Bet Hakenéset durante las noches, ante el temor de que los ladrones que intentaran robar el Séfer Torá con sus valiosos adornos.

    – Si el Séfer Torá no puede cuidarse de lo ladrones, ¿qué tipo de bendición hay en él? Seguro que él podrá cuidarse solo –respondió el rey rechazando la propuesta.

    Los ladrones de la ciudad escucharon acerca del valioso estuche del Séfer Torá y decidieron apropiarse del mismo.

    Siete ladrones ingresaron al Bet Hakenéset para robar el estuche; cuando se aproximaron al Hejal, se abrió la tierra y fueron tragados por ella hasta el ombligo, quedando atrapados sin poder salir.

    Cuando los judíos vinieron a rezar al Bet Hakenéset, vieron a los siete ladrones hundidos en la tierra, gritando. Los jefes de la comunidad fueron a contar al rey todo el asunto y se dirigió el rey en persona al Bet Hakenéset. Cortó la cabeza de los ladrones con su espada, los colgó en el pórtico de la ciudad y sus cuerpos fueron incinerados.

    Ese mismo día salió un anuncio real que el mismo castigo recibirá todo aquel que atentara contra el Séfer Torá del rey.

    Pidió a los judíos que todos los viernes fuera llevado el Séfer Torá a su palacio y él en persona lo llevaría al Bet Hakenéset.

    Un día visitó la ciudad un gran rabino y vio que el viernes transportaban el Séfer Torá al palacio y dijo a los jefes de la comunidad que era una afrenta a la santidad del Séfer Torá el traslado semanal al palacio real.

    El sabio aconsejó:

    – Todos los viernes cambien los pergaminos del Séfer Torá por pergaminos vacíos.

    El consejo contó con la aprobación de los jefes de la comunidad y todas las semanas llevaban al rey el estuche de la Torá con pergaminos vacíos en su interior.

    En esa ciudad había un judío renegado, que fue al rey y denunció que los judíos lo engañaban y en vez de traerle semanalmente el Séfer Torá le traían pergaminos sin ningún contenido.

    Al escuchar esto, el rey se enfureció y juró: – Si la denuncia es verídica, mataré a todos los judíos.

    Prohibió al judío salir de su casa, para evitar que los judíos escucharan acerca de la denuncia.

    El jueves por la noche, el criado del Bet Hakenéset abrió el Hejal para efectuar, según la rutina, el cambio de los pergaminos.

    El viernes en la mañana abrió el criado el Bet Hakenéset y se asombró al ver una gran luz que iluminaba todos los rincones del mismo Bet Hakenéset, y a un hombre anciano que escribía los pergaminos de la Torá y le faltaban sólo cuatro filas para terminar el libro.

    – La paz sea contigo,

    – Saludó el criado al anciano y preguntó:

    – ¿Quién eres?

    Contestó el anciano: – Soy Eliyahu Hanabí, y contó todo lo que sucedió –.

    – Por tanto, Di-s me envió para escribir los pergaminos.

    – ¿Por qué tú mismo te molestaste en venir, en vez de informar a uno de los sabios para no cambiar el pergamino? – preguntó el criado absorto por lo que veían sus ojos.

    – Hoy una gran peste atacará a los musulmanes – contestó Eliyahu Hanabí –. Similar a la que atacó a los filisteos en Bet Shemesh.

    Cuando terminó Eliyahu Hanabí la escritura del Séfer Torá, lo colocaron en el estuche del Séfer Torá del rey y fue llevado al palacio como todos los viernes.

    Esperó el rey en el patio del palacio, con la explanada llena de soldados armados.

    Cuando entró el criado al patio transportando el Séfer Torá, ordenó el rey al criado que lo abriera.

    Preguntó el criado: – ¿Qué pasa hoy, que su majestad quiere ver la escritura del Séfer Torá?

    – Hoy quiero verlo, respondió el rey colérico –, sin dar mayor explicaciones.

    Cuando abrió el Séfer Torá una gran luz irradió de él. El rey, al ver las letras brillantes y luminosas cubrió sus ojos; los soldados se acercaron a ver las letras y no quedó de ellos un solo sobreviviente.

    Tomó el rey al judío renegado que fue responsable de la falsa denuncia y lo condenó a la hoguera. – De hoy en adelante – dijo el rey al criado de la sinagoga, – No me traigas más el Séfer Torá. Yo en persona iré a verlo todos los viernes.

    Retornó el criado el Séfer Torá al Bet Hakenéset y todos los judíos agradecieron a Di-s por el gran milagro.

    Extraído de: Mi Boca contará. Hamaor

    La Torá es nuestra fuerza y nuestra vida

    Rabí Eljanán Wasserman, Z"L, fue uno de los más grandes Jajamim de Europa y del mundo, de hace más de cincuenta años. Las garras asesinas de los nazis profanaron su cuerpo, creyendo haber acabado con su tarea. Muy por el contrario, Rabí Eljanán Wasserman siguió viviendo en sus enseñanzas y en su obra, la cual continúan sus alumnos y seguidores. La siguiente es la trascripción de las últimas palabras que le fueron escuchadas en público antes de que fuera trasladado a los campos de exterminio, y que cobran cada vez más vigencia a medida que pasa el tiempo.

    La despedida de Rabí Eljanán Wasserman de sus alumnos en la ciudad de Smilishok, un rato antes de que involuntariamente abandonara el lugar, fue estremecedora.

    El Gaón subió a la Tebá y se dirigió al público con el corazón destrozado, sin ocultar el torbellino de sensaciones que encerraba. Su rostro se encendió como una llamarada, y sus palabras salían de su boca como martillazos...

    – ¡Rabotay! ¡Estamos frente a una situación tremenda..! No sabemos qué es lo que puede suceder dentro de poco. Sólo una cosa puedo decirles: ¡Por Favor! Pase lo que pase... ¡manténganse y fortalézcanse en la Torá!.

    Y luego, en un solo suspiro, agregó:

    – Nuestra Torá se llama El árbol de la vida, y sólo la Torá puede darnos vida... La Torá se llama Fuerza, como está escrito: Hashem, fuerza a Su pueblo le da. Hay muchas cosas fuertes en el mundo: el papel es fuerte, pero más fuerte es la madera. El hierro y la piedra son más fuertes aún. Pero todas estas cosas fuertes tienen un límite y una duración determinados. ¡Solamente la Torá es una fuerza Eterna, y en especial, en estos momentos, no tenemos otra alternativa que la de aferrarnos más que nunca a la Fuerza de la Torá...!

    Éstas fueron las últimas palabras que se le escucharon a Rabí Eljanán Wasserman, Z"L, que quedaron en los oídos de los que estaban allí presentes y ejercieron la fuerza de un testamento espiritual.

    Desde esa vez, no volvieron a verlo más. Algunos bajaron junto a él hacia los abismos más horrendos del exterminio. Y otros, gracias a Di-s, se salvaron, para poder contar lo que vieron.

    Y de éstos últimos, todos coinciden en que siempre recordarán el desesperado llamado de Rabí Eljanán Wasserman, ZL: ¡Fortalézcanse en la Torá...! ¡Es lo único que nos dará fuerza y vida...!"

    Or Eljanán 2

    ¡Todo lo que hace Hashem es para bien!

    El Gaón Rabí Eljanán Wasserman, Z"L, fue uno de los más grandes personajes de su época. Después de fundar yeshibot, enseñar Torá a miles de alumnos y mostrar sus extraordinarias cualidades, las garras asesinas nazis profanaron su cuerpo, aunque su corazón sigue latiendo en cada uno de nosotros.

    Según un testigo presencial, éstas fueron sus últimas palabras, antes de que su alma se elevara a las alturas. Le preguntaron por qué Hashem estaba haciendo esto con su pueblo. El Gaón respondió con un mashal:

    Una vez, una persona que nada sabía de agricultura fue al campo y preguntó a un campesino cómo era todo el proceso hasta que el pan llega a la mesa. El agricultor lo llevó al campo y le preguntó qué veía. El visitante respondió: Veo un campo muy verde y hermoso.

    De repente, el agricultor se puso a arar la tierra y el hombre le dijo: ¿Por qué destruiste toda la vegetación del hermoso campo? Ten paciencia y verás, le respondió el agricultor.

    Después, le mostró a su visitante una bolsa llena de semillas y le preguntó qué veía. Unas semillas muy gordas, contestó.

    Y qué grande fue su sorpresa al ver que el agricultor echaba a perder otra vez algo tan valioso: tomó la bolsa y arrojó todas las semillas a los surcos de la tierra, para luego enterrarlas.

    ¿Te volviste loco?, le gritó el visitante. Antes destruiste toda la tierra, y ahora tiras todas las semillas que tienes. Ten paciencia y verás, le respondió el campesino.

    Pasó un tiempo y el campesino llevó nuevamente al campo a su invitado y le mostró la siembra. Tengo que reconocer que tuviste razón: dejaste el campo mejor que antes. Ahora me doy cuenta de por qué hiciste lo que hiciste.

    Sí, pero el trabajo aún no está terminado. Todavía necesitas tener mucha paciencia, dijo el campesino. Y no pasó mucho tiempo cuando éste tomó una guadaña y cortó todas las espigas que tenían dentro unas semillas más gordas que las que había sembrado. Y ante la mirada atónita del visitante, dejó el campo desolado, como si no hubiera pasado nada. Luego amarró las espigas y adornó el campo con parvas muy bonitas. Pero la belleza duró muy poco: se llevó las parvas a otro campo, y allí comenzó a golpear las espigas duramente, hasta convertir todo eso en un montón de plantas despedazadas. A continuación, separó las semillas de las espigas y juntó a todas ellas en un gigantesco depósito. Y cada vez que hacía cada uno de los trabajos, le decía al visitante: Ten paciencia, ya verás.

    El campesino tomó las semillas y las colocó en un molino.Y por el otro lado apareció la harina.

    ¿Qué hiciste? ¡Todas las semillas que juntaste, las hiciste polvo! A lo que recibió como respuesta: Ten paciencia, ya verás.

    Cuando el visitante vio que el agricultor mezcló la harina con agua, se tomó la cabeza, mientras decía para sí: ¿Qué querrá hacer éste ahora, con esa pasta blanca? Pero al ver que esa pasta blanca tomó una forma agradable en las manos del campesino, se calmó. Sin embargo, la calma no le duró mucho: todas esas formas armoniosas fueron a parar al horno.

    Ya no me queda ninguna duda de que has perdido la razón, exclamó el visitante. Tanto trabajo te costó conseguir lo que tenías, ¡y ahora lo estás quemando con tus propias manos!"

    Una carcajada salió de la boca del campesino, mientras le decía: ¿No te dije que debías tener paciencia y esperar?

    ¿Más todavía?, repetía una y otra vez el visitante. ¡Pero si ya está todo perdido!

    Pasó un rato nada más, y el campesino sacó del horno unos panes calientes y dorados y los puso frente a él, en la mesa. Y mientras le cortaba un pedazo y se lo daba para comer, le decía: Ahora, ¿ya entiendes todo?

    Rabí Eljanán Wasserman, Z"L, concluyó diciendo a los que lo escuchaban:

    Hashem, nuestro Creador, es el agricultor y nosotros, los humanos, somos los visitantes ignorantes de una vida que no entendemos ni conocemos. No tenemos ni la más mínima idea de cuál va a ser el resultado de todas las acciones de Hashem, y cada cosa que pasa pensamos que no tiene lógica, porque la medimos con nuestra propia vara. Pero cuando se termine Su trabajo, recién vamos a entender por qué Hashem hizo todo lo que hizo. Tenemos que tener Emuná y paciencia, – concluyó el Gaón sus palabras – "al final, sabremos el porqué de las cosas, aunque éstas aparezcan como ilógicas o terribles. Porque, ¡todo lo que hace Hashem es para bien!

    Or Eljanán. Hamaor

    Todo es para bien

    Nadie como yo puede decir que Hashem quiere a sus criaturas. A veces la persona cree lo contrario, cuando le suceden cosas que parecen malas. Pero con el tiempo se da cuenta de que fue sólo para su bien.

    Cuando yo era un niño de nueve años, la segunda guerra mundial estaba en su apogeo. La barbarie nazi provocó océanos de sangre y el Am Israel fue su peor víctima.

    En el gueto vivíamos aterrorizados, y no sabíamos si estábamos más expuestos a la muerte adentro de nuestras casas o fuera de ellas.

    Un día, mi hermanita salió a la calle sin que nos dieramos cuenta, y desde nuestra ventana vimos con horror cómo un soldado nazi se la llevaba. Gritos y llantos ahogados (porque ni siquiera eso podíamos hacer a voluntad) se escucharon de mi madre y de mí en ese momento. Ella estaba muy enferma y apenas podía moverse, y un disgusto como ése no tardaría en matarla de angustia.

    ¿Qué podía yo a hacer? La lógica indicaba que, en esas situaciones, cada uno tenía que buscar su propia salvación.

    Pero... ¿Y si la salvación de mi hermanita estaba en mis manos? Y así fue realmente: en mi mano estuvo su salvación...

    Salí a la calle, con todos los riesgos que eso implicaba, y fui corriendo hasta el puesto militar. Cuando llegué, me encontré con aquel soldado que había visto desde mi ventana.

    – ¿Qué haces tú aquí? – me preguntó.

    – Vengo a buscar a mi hermana

    – le respondí.

    – ¡Ah! ¿Esa niña es tu hermana?

    – Por favor, déjeme llevarla. Mi mamá está enferma y...,

    – ¡Ja! ¡Ja! – lanzó el soldado una risotada – .No sólo no te la voy a dar, ¡sino que te voy a llevar también a ti...!.

    Me puse a llorar, cosa que al soldado no le hizo mella alguna. Desesperado, insistí:

    – Por favor, déme a mi hermana.

    – Mira, te voy a poner una condición.... – el soldado tenía ganas de bromear.

    – ¿Cu... Cuál?

    – Si te salen pelos en la palma de la mano, te la puedes llevar ahora. Si no, te mato a ti y a ella.

    La sonrisa sarcástica del soldado se desdibujó bruscamente y mostró una cara de asombro y horror cuando le mostré mi palma derecha: ¡tenía pelos crecidos!

    Con la misma expresión de consternación, se metió en el cuartel y salió tomando a mi hermana de la mano.

    Me la dio y me dijo:

    – Vete... ¡Vete de aquí ahora mismo!

    Corrimos como locos y llegamos a la casa, donde mi madre al vernos cambió su llanto de angustia por uno de alegría. Y mientras ella abrazaba a mi hermanita, yo observaba mi palma derecha llena de pelos, y me acordé de aquella vez que me había enojado con Di-s.

    Tiempo atrás, me había quemado con una olla caliente y me hicieron un injerto de piel en la palma de mi mano por una parte de mi muslo. Siempre me lamenté de aquel suceso y me preguntaba cómo Hashem pudo castigarme de esa manera. Escondía mi mano para que no me la vieran, y para que no se burlaran de ver una parte de la mano con pelos ¡nunca jamás me imaginé que eso iba a servirme para salvar la vida de mi hermana, de mi madre y la mía!

    Ahora que soy anciano, muestro la palma de mi mano con orgullo y le enseño a todo el mundo aquello que dice la Torá: "Como reprende un padre a su hijo, Hashem Tu Di-s, te reprende....

    Extraído de Yated Shelanu. Hamaor

    El momento de la tefilá es sagrado

    Dos gigantes de Am Israel estaban diciendo tefilá en el mismo Bet Hakenéset de la ciudad de Zefat: Rabí Yosef Karo y Rabenu HaArí, Z"L. Por supuesto que todo el público estaba consciente de la envergadura de esos grandes Jajamim. Y por eso, cuando terminaban la Amidá, el Jazán no comenzaba la Jazará hasta que los dos hubieran acabado sus respectivas oraciones individuales.

    Rabenu HaArí, ZL, dio sus tres pasos para atrás; faltaba que lo hiciera Rabenu Yosef Karo. Pero este último se demoró más de lo acostumbrado. Pasaban los minutos y Rabí Rabí Yosef Karo no daba muestras de aproximarse al final de su Amidá. ¿Alguien se atrevía a decir que esto estaba provocando Tóraj Tzibur" (molestia para el público)? Absolutamente nadie.

    Sin embargo, repentinamente, Rabenu HaArí, ZL, pronunció en voz audible las siguientes palabras: ¡El trigo es kasher!", dicho lo cual no pasaron más de diez o veinte segundos que Rabí Yosef Karo concluyó la Amidá, otorgándole al Jazán un tácito permiso para comenzar la Jazará.

    El resto de la tefilá transcurrió en tensión hasta el final, momento en que Rabí Rabí Yosef Karo pidió que todos lo escucharan para aclarar lo sucedido.

    – Ustedes se habrán sorprendido porque yo tardé en la Amidá más de lo acostumbrado –comenzó diciendo–. Y también habrán tenido sus dudas respecto a la reacción de Rabenu HaArí, ZL y sus extrañas palabras. Pero yo les explicaré: Como ustedes saben, estoy escribiendo el Shulján Aruj, y una obra de semejante magnitud no da lugar a errores, por pequeños que sean. Los temas a los que me aboco me insumen mucha concentración y esfuerzo, y a veces, hasta en medio de la tefilá estoy pensando en las leyes que han figurado en mi libro. En medio de la Amidá me detuve en el problema de si un costal de trigo que carga un burro sobre su lomo puede llegar a fermentarse e invalidarse para elaborar harina para la matzá de Pésaj, a causa del eventual sudor del animal. No podía seguir rezando; la oración debe ser pronunciada con concentración, y mi cabeza estaba en otro lado. Y fue en ese instante, que Rabenu HaArí, ZL, con su rúaj hakódesh leyó mis pensamientos, cuando pude responder a mi pregunta.

    El silencio total fue interrumpido con expresiones de asombro por parte de todos los que tuvieron el privilegio de escuchar el maravilloso relato. Y lo más importante vino después, cuando Rabí Rabí Yosef Karo concluyó:

    – De aquí aprendemos que el momento de la tefilá no es indicado para realizar ninguna otra cosa que no sea la tefilá misma. Cuando estamos parados frente a Hashem, debemos dedicar todos nuestros sentidos para dirigirnos a él. ¡Ni siquiera para estudiar Torá debemos interrumpir! Para todo hay un tiempo y un momento. ¡Miren la molestia que ocasioné por no tener presente todo esto…..!

    Extraído del libro Shibjé HaArí. Hamaor

    El Shemá Israel

    La guerra de las Malvinas estaba por concluir. Las tropas inglesas recuperaban el poder militar en las islas, mientras el ejército argentino se batía en retirada.

    Aquel joven argentino esperaba agazapado detrás de una roca, solitario, mientras el viento helado cortaba su piel. Esperaba un milagro que le permitiera salir vivo de esta batalla ya perdida. De repente, escuchó a sus espaldas el ruido inconfundible de un arma a

    punto de disparar.

    Se da vuelta y ve que tiene frente a él un soldado inglés apuntándole. Él también empuñaba su arma. ¿Qué debía hacer? ¿Atacar? ¿Defenderse? Sabía que los ingleses tenían la orden de tirar a matar sin miramientos. En esa fracción de segundo, le vino a su mente su familia; su gente y toda la vida que creyó que tenía por delante.

    Sabía que era su fin...Arrojó su arma, levantó la cabeza, se tapó los ojos y comenzó a pronunciar en voz alta: ¡Shemá Israel Hashem Elokenu Hashem Ejad...!

    El soldado inglés se quedó perplejo. Bajó su arma y se acercó al joven.

    – ¿Are you Jew? (¿Eres judío?)

    El joven asintió con la cabeza, pues aun sin conocer el idioma, se dio cuenta de que el otro le estaba preguntando si era judío.

    Se confundieron en un abrazo, y mientras cada uno miraba el horizonte sobre el hombro del otro, caían de sus ojos lágrimas que se congelaban inmediatamente.

    Se dijeron unas palabras más, que ninguno de los dos entendió, pero que sabían lo que significaba. Luego, cada uno se fue por su lado.

    El Shemá Israel salvó una vida. O dos. O más.

    El Shemá Israel siempre salvó a todo el Pueblo judío...

    Hamaor (De la vida real)

    Su gorrita lo salvó

    Como de costumbre, la ruta principal estaba en plena congestión: todo tipo de coches, autobuses, taxis grandes y chicos corrían en oleadas, yendo unos, viniendo otros, sin cesar por un instante el movimiento. Y por ahí, cerca de una población, estaba parado un jovencito, alumno de una yeshibá, con su brazo extendido hacia la ruta, haciendo señas a cada coche que se acercaba, como si quisiera saludarlo o darle la mano. Y luego, cuando el coche pasaba a toda velocidad sin detenerse, dejaba caer su brazo como avergonzado, por un ratito, hasta que otro auto se aproximaba.

    Era viernes después de mediodía. El joven quería viajar a su casa para Shabat. Salió de la yeshibá, que se encontraba en la población, y caminó hasta la ruta confiando encontrar a alguien que lo llevara.

    El sol se había ocultado notoriamente hacia el oeste. Los árboles iban ensombreciendo la ruta. Un fresco vientecillo soplaba sacudiendo las débiles hojas invernales de los árboles que luego se desparramaban solitarias y extraviadas por aquí y allá.

    Nuestro jovencito tenía en una mano su valija y con la otra hacía señas, cada vez con más insistencia a los coches que seguían su camino sin detenerse.

    A cada ratito se aseguraba de que el viento no hiciera volar la gorrita de su cabeza, mientras miraba preocupado al sol, que en su lenta, pero inexorable marcha, se iba cada vez más hacia el oeste.

    No era la primera vez que esto le sucedía, ya que siempre viajaba a su casa para Shabat, más o menos a esa misma hora. Y minutos antes, minutos después, siempre llegaba el conductor amable que lo acercaba hasta su casa. A pesar de esto, su corazón no dejaba de albergar el temor de no llegar a su casa con tiempo suficiente para prepararse, como corresponde, para el sagrado día de Shabat.

    De improvisto, apareció un lujoso taxi, un último modelo. En principio, nuestro jovencito vaciló en hacerle señas. No podía creer que el conductor de un auto tan lujoso se detuviera para llevar consigo a tal pasajero, un simple muchacho de yeshibá.

    Pero casi sin quererlo su mano se levantó y, para su sorpresa, el coche se detuvo. El joven corrió alegremente y rogó al conductor que lo acercara hasta determinada población, camino a su casa.

    El conductor lo miró de arriba abajo, contestándole firmemente:

    – Te llevaría conmigo, pero no tolero la gorrita que llevas puesta. ¡Quítate la gorrita y sube!

    El jovencito le echó una mirada penetrante y como culpándolo de algo.

    Miró otra vez hacia el sol y finalmente le hizo seña con su mano, indicándole que continuara su viaje sin él.

    El joven se quedó mirando con amargura al coche que se alejaba, mientras su mano acariciaba la gorrita.

    Se fijó bien y grabó en su memoria el número del taxi pensando: Sería bueno saber quién es esta persona tan poco afable.

    No transcurrió mucho tiempo y pasó una camioneta, cuyo conductor lo llevó camino a su casa.

    Apenas habían viajado unos kilómetros cuando se detuvieron bruscamente. Varios autos se hallaban estacionados delante. A un lado del camino un auto estaba volcado con las ruedas para arriba.

    En otra ocasión podría resultar cómico para un jovencito ver un coche en esa posición, le daría muchísima risa. Pero ahora gritó casi histérico:

    – ¡Ay! ¡Bajo ese taxi, Di-s me libre, podía haber estado yo en esos momentos...! ¡Si no hubiera sido por mi gorrita! ¡Evidentemente mi gorrita me salvó! ¡Gracias a Hashem, eterno es su favor!

    Extraído de Oasis

    La bendición del Jafetz Jaim

    Un joven Rabino de Estados Unidos, estudioso, sobresaliente, relató un suceso extraordinario acerca del Jafetz Jaim, de cómo una de sus bendiciones se cumplió después de tantos años de su fallecimiento. ¿Cómo es posible relacionar al Jafetz Jaim con un joven Rabino de Estados Unidos de los últimos años? Veamos:

    Es sabido que en los hospitales de Norteamérica acostumbran re¬cibir todo tipo de gente, de las más diversas religiones. Esas mismas entidades a veces asignan un rabino para que éste funcione como guía espiritual de las personas ocasionalmente internadas. Un día, el citado Rabino tuvo la necesidad de presentarse en el hospital para asistir a un muchacho yehudí que había sufrido un accidente automovilístico. Su estado era muy grave. Los médicos que lo recibieron desde la primera revisión determinaron que sus horas estaban contadas. Después de haberlo identificado por medio de uno de los documentos que llevaba en sus bolsillos, se comunicaron inmediatamente con una hermana suya que vivía cerca de allí, la que acudió sin demoras y se quedó todo el tiempo al lado de aquel muchacho, sollozando amargamente. Cuando el Rabino se acercó a ofrecer ayuda, la hermana, entre lágrimas, le dijo que ellos tenían un padre muy anciano que vivía recluido en uno de los asilos. El Rab telefoneó al asilo e hizo que el padre del accidentado se presentara en el hospital. No quiso contarle la verdadera situación en la que se encontraba su hijo, apiadándose del pobre hombre y temiendo causarle una conmoción que fuera a afectarlo seriamente. Mejor sería, pensó, que cuando estuviera frente a frente con el muchacho, se diera cuenta solo.

    El anciano se acercó a la cama de su hijo, que yacía inconsciente, pero no se notó en él ningún sobresalto. Cuando el Rab vio que el anciano mostraba tranquilidad, pensó que quizás no se percataba de la gravedad del asunto. Llamó al doctor y le pidió que fuera él quien le describiera el cuadro que tenía frente a sus ojos.

    – De acuerdo con lo que vemos, hemos diagnosticado que su vida es muy limitada. No sé si me entiende... es sólo cuestión de horas– decía el facultativo con dolor.

    Pero el anciano seguía sin reaccionar. Se veía bastante calmado. Se acercó el Rab y le preguntó tímidamente:

    – ¿Qué piensa usted? Ante su asombro, el anciano respondió:

    – Me voy a mi casa.

    – ¿C... Cómo? No entiendo..., – dijo el Rab

    – ¿Qué es lo que no entiende? ¡Me voy a mi casa! ¡Mi hijo sanará, se pondrá bien! – afirmaba el anciano con seguridad.

    E l Rab estaba convencido de que aquel hombre había perdido la razón, aunque siguió insistiendo en explicarle.

    – Usted... ¿sabe lo que está pasando? ¿Comprende que la situación?

    – ¡Situación! ¡Situación! Le he dicho que el muchacho estará bien, beezrat Hashem. Yo lo sé. Mire Rab, usted no me cree, pero le voy a contar algo que sucedió hace ya mucho tiempo: yo nací en Radín, la ciudad del Jafetz Jaim. Cuando él estaba editando su obra Mishná Berurá, había organizado un pequeño grupo de estudiantes que leíamos sus escritos, para ver si era bien recibido y aceptado, por si entendíamos claramente lo que ahí decía, porque fue muy arduo el trabajo de redactar ese libro tan trascendental de halajot. Yo me contaba entre los integrantes de ese grupo. Varias veces me tocó estudiar frente a él y mis comentarios le resultaron agradables y acertados. Y tuve el zejut de recibir del

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