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El veneno del Escorpión
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Libro electrónico611 páginas8 horas

El veneno del Escorpión

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Carlos, un oficial de la Armada, pierde el mando de su barco como consecuencia de un incidente ajeno a su responsabilidad. Al tratar de reparar lo que considera un error, termina recluido en una prisión militar, donde recibe las asiduas visitas de Juan, que le hacen ver que hay otros profesionales de la Marina que también tuvieron que dejar la Armada empujados por distintas circunstancias.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 jun 2010
ISBN9781452382678
El veneno del Escorpión
Autor

Luis Mollà

Luis Mollá Ayuso, natural de Tarifa (Cádiz), es Capitán de Navío de la Armada Española, especialista en comunicaciones navales, y diplomado de Estado Mayor y Relaciones con los Medios de Comunicación. Como piloto naval, su vida profesional ha transcurrido principalmente en la Base Naval de Rota (Cádiz), a bordo de los portaaviones Dédalo y Príncipe de Asturias. Ha sido también profesor, a bordo del Buque Escuela Juan Sebastián Elcano, y comandante del patrullero Cormorán y del antiguo buque de buceadores Poseidón. Durante los últimos años ha ocupado destinos en la OTAN en Italia y Francia.Luis Mollá es colaborador habitual de la Revista General de Marina, Galeria Naval de RevistaNaval.com y otras publicaciones de ámbito naval, además de participar en el foro de ¡¡Ábrete libro!!.

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    El veneno del Escorpión - Luis Mollà

    Capítulo 1

    __________________________________________________

    Cartagena

    Durante los últimos años aquel noray había sido su único compañero. Un camarada excelente, un amigo que nunca ponía caras largas ni tampoco hacía comentarios irónicos. Únicamente escuchaba en silencio y eso era precisamente lo que Juan necesitaba. Allí, sentado en el viejo y oxidado noray, podía dar rienda suelta a sus sentimientos y a sus emociones, a sus alegrías, a sus desdichas y, sobre todo, a sus frustraciones y a su inmensa amargura.

    Desde hacía algunos años, más que un compañero, aquel noray era el único amigo que conservaba, ya apenas le quedaba gente con quien hablar. Poco a poco Juan se había ido quedando solo.

    Pero no siempre había sido así. Durante sus años mozos en Padilla, un pequeño pueblo en la provincia de Burgos, se había ganado merecida fama de donjuán y jaranero. Juan era un muchacho con éxito entre las chicas y su pequeña pandilla, que agrupaba a prácticamente todos los jóvenes del pueblo, giraba en torno a él. Jugaba en el equipo de fútbol del pueblo y aunque contaban los partidos por derrotas, nunca dejaba que aquello afectara a su buen humor. Era poco amigo de faenas agrícolas, sin embargo todos los años, cuando la cosecha, subía a ayudar al viejo Miguel, al que todos llamaban el Molinero, aunque ni el propio Miguel era capaz de recordar un molino por aquellas tierras. El pobre viejo había perdido a su único hijo víctima de una extraña y rápida enfermedad y malvivía con un pequeño huerto al que, con la ayuda de Juan, arrancaba lo poco que aquella árida tierra daba de sí.

    Sin embargo, como todo hombre, Juan tenía un sueño. Todos los días, y cada día más, su mente se ausentaba para ir a detenerse en las cosas de la mar. Aquello era lo que más le gustaba. Sentado en la oficina de la caja de ahorros, disfrutaba contemplando los cuadros que mostraban la fuerza descomunal de los océanos, que los hombres de espíritu aventurero desafiaban con su ingenio y la fuerza de sus brazos y que Juan conocía únicamente a través de los libros que devoraba en la biblioteca municipal y de las películas que todas las semanas traían de Madrid.

    Él sabía que su sitio estaba allí, cerca de aquel mar que tan poderosamente le atraía, así que un buen día se despidió de su familia, dijo adiós a sus amigos y se enroló en la Armada. Atrás sólo quedaron buenos recuerdos y el sollozo de alguna moza que pronto le olvidó.

    Cartagena era una ciudad fea. Desde luego prefería su tierra, pero aquel ambiente de los muelles respondía perfectamente a las juveniles ansias que desbordaban su corazón. El ir y venir de los atareados marineros, grúas, humos, sirenas e incluso el lenguaje de aquellos hombres, capaz de sonrojar al mismísimo diablo, formaban un cuadro que le atraía con poderosísima fuerza.

    Aquellas aguas no eran ni mucho menos las que había soñado, ni tampoco aquel puerto escondido entre peladas montañas respondía a las románticas imágenes que describían las películas que había visto y revisto tantas veces. Pero ni siquiera las aceitosas aguas llenas de deshechos que sin apenas fuerza golpeaban el pantalán del Cuartel de Instrucción de Marinería habían sido capaces de hacerle olvidar sus sueños.

    Dentro de la dureza de aquella profesión había algo que conseguía hacerle olvidar mágicamente los malos momentos que la vida de marino también sabía deparar. Algo que le aceleraba el corazón como ninguna mujer lo había hecho en su vida. Era capaz de renunciar a todo, incluido el rancho, por ver entrar y salir aquellos preciosos barcos a los que alguien había bautizado como Los Cinco Latinos, igual que el grupo de músicos que amenizaban las verbenas de La Muralla. Aquellos barcos modernos, con sus afiladas proas eran la novia más bonita que había podido soñar en toda su existencia.

    Sin embargo un día ocurrió algo que habría de cambiar radicalmente el rumbo de su vida. Fue en el muelle del Arsenal, donde tanto le gustaba sentarse a disfrutar del paso de aquellos formidables buques. Precisamente estaba extasiado contemplando la salida del Almirante Valdés, cuando sus ojos repararon en una extraña y menuda embarcación que enseguida capturó su atención. Acababa de dejar atrás las puntas de los espigones que resguardaban el muelle y comenzaba a enfilar el Arsenal haciéndose más y más grande conforme se acercaba. Al principio no le pareció más que un tablón corto y grueso con un promontorio en medio y una hilera de marineros a proa y popa que parecían flotar sobre el agua. Luego, poco a poco, una delgada lámina metálica fue apareciendo bajo sus pies, hasta que, al llegar a la altura del club Náutico, viró suavemente a babor para enfilar su muelle de destino, entonces pudo contemplarlo en toda su extensión.

    Tardó poco en comprender que por primera vez en su vida estaba viendo un submarino. Embobado, siguió con la mirada la negra silueta del sumergible hasta que hubo desaparecido de su vista. Para entonces ya sabía que su futuro estaba allí. Aquello era lo que había estado buscando con tanto ahínco. Por fin comprendía que la renuncia a su tierra, a la familia y a los amigos, estaba plenamente justificada.

    Pasaron los años y aquella inquieta personalidad se había ido forjando dando como fruto un impecable suboficial torpedista. No habían sido años demasiado buenos. Muchas privaciones y sinsabores. En realidad se había ido dejando la piel en todos sus destinos. El poco tiempo que la instrucción militar y marinera le dejaban libre lo dedicaba afanosamente al estudio, hasta que finalmente consiguió alcanzar el anhelado galón de suboficial con el número uno de la promoción. Algo que le sirvió para hacer realidad su sueño más anhelado: embarcar en un submarino.

    El sumergible se llamaba Almirante García de los Reyes, en memoria de uno de los oficiales pioneros del arma submarina en la Armada. La última guerra mundial había demostrado el enorme poderío de aquellos ingenios que constituían el orgullo de todo marino que luciese un submarino en su pecho. Y Juan naturalmente no era menos. Desde que había embarcado se pasaba el día recorriéndolo todo de arriba abajo hasta que no hubo un solo botón, y había muchos, cuya función no conociera. Y aunque los idiomas no eran lo suyo, llegó a conocer el significado de cada una de las numerosas inscripciones que, en inglés, se repartían por todo el barco. Al contrario que el resto de sus compañeros Juan disfrutaba mucho las guardias, particularmente las que le tocaban con aquel oficial con el que era capaz de pasar horas y horas charlando de su tema favorito: Submarinos.

    El teniente de navío Ceballos siempre se encontraba dispuesto a echarle una mano, y a él acudía precisamente siempre que le surgía alguna duda, pues además de resolverle cualquiera que se le presentase, le alentaba y le animaba a continuar sus estudios hasta el final. Después de hablar con él, la coca¹ no le parecía tan inaccesible, pues según decía, había visto muchos oficiales menos preparados que Juan. Aunque lo que más le había animado fue cuando le dijo que el lema de los submarinistas "ad utrumque paratus"² parecía haber sido escrito precisamente para él.

    Aquellos, sin duda, habían sido los mejores tiempos. La Escuela de Submarinos gozaba de un bien ganado prestigio y Juan, particularmente, de la merecida confianza de sus mandos y del más profundo respeto de sus subordinados.

    Capítulo 2

    __________________________________________________

    Las Palmas

    Un torrente de luz inundó el garaje cuando Carlos accionó el interruptor de la puerta automática que se abrió lenta y suavemente, dejando que los rayos del sol acariciaran las chapas de aquellos magníficos automóviles que constituían el orgullo de su dueño.

    Comenzaba a hacer calor aunque todavía no había entrado la primavera, algo que importaba poco en aquellas islas a las que alguien, sin duda con buen criterio, había calificado de afortunadas y en las que el termómetro raramente descendía de los veinte grados, aunque aquella nube casi perenne a la que los naturales de la isla graciosamente denominaban panza de burra apenas dejaba asomar al sol la mayoría de los días.

    Accionó la llave del motor de su BMW automático que arrancó suavemente, produciéndole una agradable sensación que formaba ya parte de un ritual. Conduciendo lentamente, Carlos deslizó el coche por entre los cuidados jardines admirándose una vez más del espléndido trabajo de su jardinero. De manera mecánica accionó la puesta en marcha de su cuadrafónico, una estruendosa y horrible música le atravesó el cerebro desde los cuatro altavoces produciéndole una desagradable sensación. Inmediatamente movió el dial buscando las noticias. No era muy amigo de la música excepto si se trataba de impresionar a alguna chica.

    Casi sin darse cuenta se encontró en medio del rápido e intenso tráfico que bordeaba la ciudad y que le conduciría directamente a sus oficinas en los muelles. Aquel día se presentaba bastante ajetreado. Trató de recordar su agenda y un día más tuvo que desistir. Sonrió pícaramente mientras marcaba el número de teléfono de su oficina, casi prefería no recordar sus citas de cada día y que fuera su secretaria quien lo hiciera mientras él se incorporaba al trabajo.

    Como cada mañana la cálida voz de Elena le deseó los buenos días desde el confortable despacho, mientras él trataba de imaginársela al otro lado del teléfono con las gafas descansando sobre aquellos pequeños pechos que tanto le gustaba acariciar, las piernas largas y delgadas y las generosas minifaldas de cuero que él mismo le había regalado en un inolvidable viaje a Palma de Mallorca. Pero sobre todo, Elena significaba aquella voz ronca que parecía invitarle constantemente a disfrutar de un hermoso cuerpo casi tan alto como el suyo, invitaciones que, por otro lado, él se mostraba siempre dispuesto a aceptar.

    Un estridente pitido le rescató de sus sueños. El semáforo estaba verde. Mientras arrancaba, Elena le recordó su partido de squash. Tenía una comida con el señor Barreras, de Vigo y una entrevista con un periodista para el dominical de un semanario local. También había una sorpresa, le había llamado un tal Donato. Elena sólo pudo decirle que había dejado un número para que se pusiera en contacto con él.

    La mujer que encontró en la oficina diez minutos después respondía exactamente a la imagen sensual que había venido acompañándole hasta la oficina. Aquella mirada era pura sugerencia y él estaba sintiendo, una vez más, aquel agradable calor en su estómago que tanto le gustaba compartir con ella.

    Pero aquella mañana se sentía inquieto. La llamada de su viejo amigo Donato le había puesto alerta, sobre todo después de tanto tiempo sin saber de él, así que decidió salir de dudas. Su pequeño volcán particular tendría que conformarse con uno de sus Seven-Upmatutinos.

    El número era de la provincia de Cádiz, lo que pronto le confirmó una voz al otro lado del teléfono, al tiempo que le hacía recordar que el mundo verdaderamente libre, el de aquellas personas que no tenían que mostrar todos los días las ojeras al patrón, acostumbraba a despegarse de las sábanas un poco más tarde que el resto de los mortales. A pesar de la hora de diferencia era evidente que aquella mujer de profundo acento gaditano se encontraba aún en el mejor de los sueños, aunque de todas maneras acertó a explicarle que su novio hacía un par de horas que había salido al trabajo, no volvería hasta la tarde, pero si se trataba de algo urgente podía darle el teléfono del barco donde sin duda lo encontraría. ¿Cómo dijo usted que se llamaba...?

    Se había encontrado extraño hablando de usted a la novia del que había sido su mejor amigo. De cualquier forma no dejó su nombre, prefería dar una sorpresa a Donato. Sabía que era de los pocos de la promoción que se mantenía soltero y sabía también que tiempo atrás le había estado llamando durante un tiempo, pero en aquella época Carlos no se encontraba para muchas fiestas, finalmente pareció cansarse y dejó de llamar.

    Así que el viejo Donato se había ido al barco, se dijo a sí mismo. Qué raro, debía ser un error, Donato era ya un comandante de Intendencia lo suficientemente antiguo como para haberse ganado el derecho a un cómodo despacho. Después de darle muchas vueltas llegó a la conclusión que sólo podía ser el jefe de aprovisionamiento del Príncipe de Asturias, el portaaviones.

    Rápidamente comenzó a comprender. Los periódicos llevaban días anunciándolo, era la primera vez que el buque insignia de la Flota iba a visitar la isla. Anteriormente había estado en Tenerife. Le hacía gracia recordar lo poco que aquello había gustado a los canariones. Ahora que venían a Las Palmas, serían los chicharreros los ofendidos. En fin, el caso era que Donato quería verle.

    Aquella visita le estaba desatando una serie de sentimientos contradictorios. Conservaba un gran cariño hacia su amigo, pero verle iba a significar recordar los viejos tiempos y la herida no estaba cerrada todavía.

    Desde que vivía allí, siempre que llegaban buques de guerra de la península procuraba desaparecer, bien unos días al sol del sur o bien algún asunto pendiente fuera de la isla. Pero aquella vez no iba a poder irse. No si Donato quería verle. Además, después de tanto tiempo, Carlos tenía también muchas ganas de saludarle. Finalmente decidió que lo mejor sería no adelantar acontecimientos y esperar a encontrarse con él.

    Capítulo 3

    __________________________________________________

    Madrid

    Muy al contrario que la mayoría de sus compañeros a Ramón Capra le gustaba recordar los tiempos duros de la Escuela Naval. Es más, lo consideraba la mejor medicina para aliviar sus malos humores.

    Ramón se consideraba un hombre de acción, un verdadero Infante de Marina. Por eso, desde que lo habían destinado a Madrid, su humor había cambiado. Añoraba aquellos días no demasiado lejanos en que se ponía el traje verde y marchaba al campo con su compañía a poner en práctica las clases de táctica que él mismo impartía. Entonces los días pasaban rápidos y Ramón se encontraba en forma y feliz.

    Ahora, sin embargo, destinado en el Cuartel General de la Armada los días no acababan nunca, por eso cuando aparecía por allí alguno de sus compañeros corría a su encuentro y procuraba arrastrarlo hasta el bar para recordar viejos tiempos y enterarse de paso de todo lo que ocurría en provincias.

    Le encantaba estar enterado de todo, aunque desde que pertenecía al Servicio de Inteligencia limitaba mucho sus comentarios, más que nada para impresionar a sus amigos con su silencio. Si ellos supieran..., los únicos asuntos que llegaban a sus manos eran líos de faldas o informes del personal que andaba demasiado cerca de las drogas, o cuya sexualidad no se ajustaba a los patrones establecidos. Pero la justicia militar se había quedado muy descompensada con respecto a la paisana. Desaparecidos los tribunales de honor, aquellas faltas eran ya no sólo recurribles, sino también ganables en la administración civil por lo que resultaba absurdo perderse en inútiles papeleos, razón por la que Ramón se limitaba a dar alguna llamada de atención cuando los individuos de sus archivos iban demasiado lejos.

    Aquella mañana recibió una agradable visita. Hacía tiempo que no veía a su buen amigo Pipi, apelativo cariñoso con el que los compañeros de promoción conocían a José Murgo.

    Pipi había sido durante muchos años piloto de helicópteros y ahora después de un par de años de despacho volvía a su Quinta Escuadrilla, en la Base Aeronaval que la Armada tiene en Rota. Más calvo y bastante más gordo, pero según decía con la misma ilusión del primer día que cogió los mandos de un Sea King.

    Pasaron un buen rato charlando. Pipi no tenía prisa pues estaba solo ya que su mujer se le había adelantado a Rota para tratar de solucionar los muchos problemas domésticos que suponen los cambios de destino. Y con ella habían viajado también sus hijos, un par de gemelos a los que Pipi adoraba.

    Una vez puestos al día de las novedades de lo que ocurría en la Marina, Pipi pidió a Ramón que le acompañara a solucionar el odioso papeleo, pues no conocía bien el Cuartel General.

    El Cuartel General de la Armada es un bonito edificio antiguo situado en el Paseo del Prado, casi en la plaza de la Cibeles, enfrente del edificio de Correos y que ha sido convenientemente afeado con una construcción moderna adosada sin más al viejo Ministerio de Marina, en parte para la creación de nuevas oficinas que van surgiendo con la modernización de la Armada y en parte para albergar los archivos de los miles de impresos y expedientes que diariamente se intercambian con las Capitanías y Comandancias Generales de las Zonas Marítimas.

    Ramón y Pipi se encontraban en la parte más baja, muy cerca del búnkerde comunicaciones donde Pipi no tenía acceso por no tener la clasificación de seguridad adecuada.

    —Bueno —explicaba Ramón—, imagínate un CECOM³ pero a lo bestia, piensa que desde aquí se enlaza con todo el mundo, fundamentalmente cuando el Elcano⁴ está fuera o cuando las fragatas salen para alguna misión de paz. Llevo un año echando papeleta para venirme aquí, esto me gusta, pero ya sabes, los enchufes y todo lo demás, total que de momento no hay ningún hueco.

    —¿Porqué no te vienes a Rota? —le interrumpió Pipi—. El futuro está allí, además Madrid está cada día peor, es asfixiante, no sé cómo puedes llevar tanto tiempo aquí metido

    —Qué quieres que te diga. Ya lo sé, pero tú sabes que a Rosa le gusta esto, en fin ya veremos. Bueno Pipi, me tengo que ir arriba que el Jefe está al caer. Entonces, esta noche te esperamos a cenar. Rosa se alegrará mucho de verte y tienes que ver a Ramoncito, está mucho más alto que yo.

    —No me extraña, siempre fuiste un puto enano —respondió Pipi poniendo fin a la conversación con una sonora carcajada.

    Capítulo 4

    __________________________________________________

    Las Palmas

    Decepción. Esa era la palabra. Desde luego el barco era más grande que el viejo Dédalo, pero no mucho más. El Príncipe de Asturias le había decepcionado. De todas formas desde aquella altura ningún barco parecía demasiado grande. Desde detrás de los inmensos ventanales de la cafetería del antiguo Hotel Don Juan se dominaba el Puerto de la Luz en toda su extensión. Se podía incluso seguir al hidrofoilde la Trasmediterránea hasta casi verlo entrar en Tenerife. Desde allí arriba todos los barcos parecían de juguete.

    Pero a pesar de todo, incluso de la decepción, una sensación difícil de definir se le había alojado en el pecho. Eran ya dos largos años sin ver un barco de guerra y ahora, de pronto, toda aquella magnífica colección. El portaaviones estaba atracado justo enfrente suyo, en el muelle del Generalísimo, mientras que todos los escoltas se atracaban abarloados unos a otros en el del Arsenal.

    Manu, su hombre de confianza entregaría la nota a Donato y se pondría a su disposición para llevarle hasta las oficinas donde Elena le entretendría hasta su llegada, que él retrasaría convenientemente para poder dejar reposar la sensación que le iba a producir, y de hecho le estaba produciendo, la llegada de los barcos.

    Eran más de las doce cuando abandonó el hotel y se dirigió a la oficina. Cuando llegó vio que el coche estaba ya en el aparcamiento lo que significaba que Donato ya debía estar arriba.

    La risa decidida de Elena le confirmó que efectivamente no estaba sola, así que abrió la puerta con determinación. Allí estaba. Sus casi dos metros se levantaron como impulsados por un resorte, dirigiéndose hacia él con rapidez, y con aquella franca sonrisa de siempre dibujada en el rostro.

    Para su desgracia le abrazó. Fue uno de sus típicos abrazos de oso, producto de una fuerza descomunal y una enorme timidez que le hacían ponerse nervioso en los momentos tensos.

    Ahora vendrán los tacos, pensó Carlos.

    —¿Cómo estás picha? Ya lo veo, de puta madre como siempre. Vives como un marqués...

    —Bueno Donato, tú no te puedes quejar, ya eres un jefazo —repuso Carlos al tiempo que le abría la puerta para que pasase a su despacho.

    Se sentaron, Elena les puso unos Martinis ante la atenta mirada de Donato.

    —¡Joder, qué hijo puta, seguro que te hartas de meterle mano! Espetó en cuanto la chica hubo desaparecido.

    Durante unos instantes Carlos mantuvo la mirada de su antiguo amigo hasta que finalmente rompió el silencio.

    —Ha pasado mucho tiempo...

    —Sí, mucho, pero por lo que veo a ti no te ha ido mal que digamos.

    —La verdad es que he tenido bastante suerte después de todo. Este trabajo me da mucho dinero, más del que gasto, aunque el dinero no lo es todo Donato, sobre todo cuando te sobra. Pero ahora no tengo ganas de hablar de eso. Supongo que iremos a comer. Mira, si quieres podemos ir a un buen restaurante, pero en casa estaremos mucho mejor, charlaremos y nos daremos un baño en la piscina. Tienes que contarme muchas cosas.

    —Me parece estupendo, pero dime, ¿ésta tía viene también? ¿Cómo se llama?

    —Se llama Elena, si quieres podemos quedar con ella y alguna amiga para cenar, pero ahora prefiero que estemos solos.

    —Vale, como quieras. Pero dime una cosa, ¿te la tiras?, seguro que si cabrón, no perdonas una...

    Capítulo 5

    __________________________________________________

    Cartagena

    Aquel domingo Juan no tenía ganas de salir, había decidido quedarse en casa escuchando los partidos de fútbol para ver sí tenía suerte con la quiniela. Se puso una copa de Chinchón y, mientras el comentarista deportivo se desgañitaba intentando transmitir la emoción de los partidos al tiempo que aconsejaba sobre boquillas de fumar y marcas de coñac, sacó de un armario una caja de cartón en la que guardaba los recuerdos de toda su vida.

    En aquellas fotos se podía apreciar que Lola, su mujer, había sido muy guapa, al menos durante los primeros años, antes de que su matrimonio comenzara a resquebrajarse. No había sido culpa de ella, y sin embargo, estaba equivocada, tampoco lo había sido de él.

    Era cierto que había dejado algo de lado a la familia, pero por aquel entonces la Marina exigía mucho a sus hombres y les dejaba poco tiempo libre. La educación de sus hijos había corrido a cargo de ella, algo que finalmente la había terminado por desbordar sin que Juan llegara a darse cuenta. Siempre animado por grandes proyectos para con sus hijos no notó como, poco a poco, se le habían ido de las manos.

    Siempre había dado por descontado que su hijo seria marino, como su padre. Soñaba en verle convertido en un magnifico oficial, sin darse cuenta que aquella idea no tenía sitio en la cabeza del muchacho, pero aquello no le preocupaba, pensaba que al llegar el momento de elegir, como siempre, su hijo le obedecería ciegamente.

    Con el tiempo las malas notas fueron sustituidas por invitaciones a charlas particulares con el director del colegio. Pero él no tenía tiempo para aquellas tonterías, así que se lo encargaba a Lola, luego ella le tranquilizaba diciéndole que eran reuniones de Padres de Alumnos que no tenían ninguna trascendencia, cuando lo cierto era que jamás acudía a aquellas entrevistas. Era mucho más divertido el bingo de la calle Mayor, donde había hecho una divertidísima pandilla y no estaba dispuesta a perderse ninguna de aquellas entretenidas tardes. Si su hijo no era amigo de las matemáticas que se lo contaran a su padre para variar, ella ya se había cansado de luchar por ellos y no estaba dispuesta a empezar de nuevo, y mucho menos ahora que había descubierto el lado bueno de la vida.

    Una mañana del frío invierno cartagenero avisaron a Juan en su taller de torpedos.

    —Tienes una llamada telefónica.

    —¿Quién es? —preguntó Juan.

    —No lo sé, pero dicen que es importante.

    —Qué cosa más rara. Dígame —dijo contestando la llamada.

    —Buenos días, don Juan Martínez Garrido por favor.

    —Sí, soy yo. ¿Con quién hablo?

    —Me llamo José Cánovas. Soy el Director del Patronato del Sagrado Corazón, el colegio de su hijo.

    —¿Ha pasado algo? —Juan se sintió repentinamente inquieto.

    —Bueno, la voz se escuchaba titubeante, mire, le llamo para hablar de su hijo, pero será mejor que nos veamos en algún sitio.

    —Si es para alguna reunión puede ir mi mujer...

    —Oiga, tengo que hablar con usted y tengo que hablarle ahora mismo, a decir verdad llevo más de un mes tratando de que venga a verme, así que si le interesa el plan de vida de su hijo le espero dentro de veinte minutos en el Gran Bar, en la calle Mayor.

    —Bien, de acuerdo, pero dígame que está pasando.

    —Dentro de veinte minutos por favor.

    Estaba muy nervioso, aquel hombre, ¿cómo se llamaba?, parecía tener algo importante que decirle. En cuanto a aquello de que llevaba más de un mes tratando de verle le sonó muy extraño pues Lola le había dicho que todo andaba bien en el colegio. Lo único que parecía bastante claro era que algo raro estaba ocurriendo.

    Nunca había pedido un permiso, pero el oficial de guardia le vio tan descompuesto que enseguida le autorizó a salir.

    —¿Don Juan, le pasa algo? —Le preguntó.

    —No lo sé mi oficial⁵ , no lo sé...

    —Al poco de llegar al Gran Bar un hombre entró dirigiéndose directamente a él.

    —¿Don Juan Martínez?

    —Sí, soy yo, ¿quiere tomar algo?

    —Sí gracias. Vengo desde la calle Saura y con éste frío se le quedan a uno las manos heladas, dijo mientras se las frotaba con energía.

    —Por favor, dígame pronto de que se trata creo que estoy un poco nervioso.

    —Bueno verá, esto es algo embarazoso para mí, pero creo que será mejor andarnos sin rodeos. Usted sabrá que su hijo tiene cierta afición a los porros, esos cigarrillos que...

    —¡Pero qué dice! —Interrumpió Juan en un arranque de furia—, si ni siquiera fuma, mi hijo no tiene tiempo para esas cosas, sólo le interesan el estudio y el deporte.

    —Debí figurármelo. Mire, tengo la sensación de que su hijo le tiene engañado, ocurre algunas veces. ¿Habla usted con él a menudo?

    —Bueno, en realidad es su madre la que se encarga de esas cosas, yo apenas tengo tiempo. Pero ella va a las reuniones de los padres de alumnos y no me ha dicho que pase nada raro.

    —Pues siento decírselo, pero su mujer nunca ha aparecido por allí. Por favor trate de comprenderme. Lo que tengo que decirle es muy difícil para mí.

    Mire, lo de los porros hace ya bastante tiempo que viene sucediendo, si usted hubiera venido a vernos tal vez...

    Pero ahora se trata de algo más serio. Su chico apenas aparece por el colegio y cuando lo hace es únicamente para vender drogas, y..., bueno, ya no se trata sólo de hachís. Verá, su hijo trafica con heroína y creo que a estas alturas él mismo también la consume.

    Comprenderá que tenía que decírselo, además debo advertirle que me encuentro en el deber...,bueno quiero decir que será mejor que su hijo no aparezca más por el colegio o me veré obligado a denunciarlo a la policía, espero que me comprenda.

    Pero Juan ya no atendía. Durante unos instantes se sintió incapaz de reaccionar, luego cogió a aquel individuo por las solapas y lo zarandeó al tiempo que le gritaba:

    —Eso no es verdad, maricón de mierda, dime que no es verdad o te rompo la cabeza aquí mismo.

    El director del colegio, inmovilizado contra la barra le pedía tranquilidad mientras procuraba desprenderse de los férreos brazos de Juan.

    —No pasa nada, no pasa nada —se dirigió a los extrañados camareros y a los parroquianos que habían visto interrumpido tan bruscamente su tentempié.

    Mientras tanto, apoyado en la barra del bar, Juan agitaba la cabeza entre sus manos. Su aplomo se había venido abajo.

    —Compréndame, yo también estoy hecho polvo, ¿cree que es agradable ver como los chavales se te van de las manos sin poder hacer nada?, pero, entiéndalo, debemos separar las manzanas buenas de las malas, si me permite la expresión. Su hijo es un buen muchacho, es sólo que la calle es una puta mierda. Verá, quizá no sea asunto mío pero hay unas granjas donde algunos chavales consiguen desintoxicarse, pero debería actuar rápido o podría ser demasiado tarde. Ahora lo siento, debo marcharme. Con una seña llamó discretamente al camarero y le pagó. Perdone, pero debo insistirle, si el chico vuelve por allí llamaré a la policía. Adiós. Le deseo buena suerte.

    No recordaba haber salido del bar, ni haber deambulado por las calles hasta llegar a su casa. La incredulidad había dejado paso a la duda y esta finalmente al lacerante dolor de la certeza.

    En los últimos tiempos su hijo se había alejado mucho. Ya nunca quería ir al fútbol con él y tampoco le recordaba guardando las crónicas de los partidos, lo que siempre le habían hecho mucha ilusión. Con frecuencia abandonaba las habitaciones en las que entraba él y ya raramente hablaban.

    No había nadie en casa cuando llegó, así que se dirigió directamente a la habitación de su hijo tratando de encontrar cualquier cosa que arrojara un poco de luz sobre aquel oscuro asunto. Todo parecía normal, aunque el armario del muchacho estaba cerrado con llave y eso le extrañó. Comenzó a buscar frenéticamente la llave hasta que por fin la encontró encima del propio armario. Lo abrió y comenzó a revolver entre sus ropas sin encontrar nada. En ese momento escuchó abrirse la puerta y se asomó al pasillo. Era su hija Natalia que se asustó al encontrarle allí a aquella hora tan desacostumbrada y con aquella cara tan pálida.

    —¡Coño papá, me has asustado! ¿Qué haces tú por aquí a esta hora?

    —¡A ver si me hablas con más respeto!

    Aquel vocabulario no era el más adecuado para una chica. Pensó que tampoco hablaba demasiado con ella, aunque no era lo mismo al tratarse de una mujer.

    —¿Sabes dónde está Juanito?

    —¡Yo que sé!, ni que yo fuera su niñera.

    —Sólo te he preguntado, además, ¿tú qué haces aquí?, ¿por qué no estás en la zapatería?

    —Joder papá si hace dos meses que me echaron.

    —¡Te he dicho que no me hables así!

    —Está bien papá, perdona...

    —¿Y tu madre? ¿Se puede saber dónde está tu madre?

    —Pero bueno, qué le pasa a este hoy. ¡Yo que sé donde está! Estará en la compra o por ahí. Chao, yo me abro...

    —De un portazo su hija volvió a dejarle solo.

    Continuó con el registro de las cosas de su hijo. No encontró nada raro, excepto algunas revistas asquerosas y una navaja, lo que le dejó preocupado.

    ¿Para qué querrá esto el mocoso ese? —Se preguntó mientras se sentaba a esperarlo en el cuarto de estar.

    Lola no tardó en llegar, sorprendiéndose mucho de encontrarlo allí a aquella hora.

    —Siéntate, tenemos que hablar. Ordenó Juan.

    Cuando Lola escuchó que su hijo era un drogadicto la impresión fue más fuerte que ella y se desvaneció. Cuando volvió en sí comenzó a llorar desgarradoramente gritando y haciendo a su marido responsable de la situación. Juan aguantó como pudo el chaparrón, sintiendo por segunda vez en pocas horas un complejo de culpabilidad que jamás antes había sentido. Cabizbajo y arrastrando los pies salió de la habitación, estaba muy cansado y quería llorar pero no quería que le vieran.

    El chico no volvió hasta primeras horas de la noche. Durante toda la tarde Lola no paró de arremeter contra su marido.

    —¿Cuándo has hecho algo por tus hijos? ¡Nunca! ¡Marina, Marina y nada más que la maldita Marina! Total, ¿para qué?, para llegar a subteniente. Un inútil, eso es lo que eres, toda tu vida no has sido más que un fracasado, mira en lo que has convertido tu casa.

    Juan sentía que todo se desmoronaba a su alrededor, todo aquello por lo que había luchado y en lo que había creído y soñado se estaba haciendo pedazos en unas pocas horas.

    Cuando por fin llegó su hijo, Lola se pegó literalmente a él mientras lo besaba lloriqueando, superando aún más el grado de histeria que la había dominado toda la tarde. Juanito, mientras trataba de desasirse de su madre, dirigió a su padre una mirada cargada de perplejidad. Nunca le había visto tan viejo y sintió pena por él. Antes de que le preguntasen les pidió por favor que se sentasen y les contó todo.

    Cuando terminó de contarles que lo que había empezado como un juego le había conducido al estado deplorable en el que ahora se encontraba, Juan se sintió mejor, aunque su mujer no había parado de llorar y de lanzarle miradas de odio. Por lo menos su hijo reconocía su adicción a la droga de la que decía no poder prescindir. Sí, era cierto que se había convertido en un camello, terminología que hubo de explicarles, pero fue por no tomar de su casa lo que necesitaba para procurarse sus cada vez más numerosos pinchazos diarios. Por otra parte estaba de acuerdo en que necesitaba ayuda y se mostraba dispuesto a ingresar en una granja de rehabilitación o en una clínica privada, aunque estas últimas, se cuidó de advertirles, resultaban carísimas.

    Juan lo dispuso todo con rapidez. No había tiempo que perder. En pocos días ingresaría en una clínica de aquellas. Tendría que pasar dos o tres semanas muy duras, pero después de la desintoxicación volvería a encontrar de nuevo a su hijo. En cuanto al dinero no tenía duda de que en alguna parte lo encontraría, pensó que amigos era algo que precisamente no le faltaban.

    El locutor se desgañitaba recreándose en el gol que acababa de conseguir el Madrid. Naturalmente había sido de penalti, y según el suponer de Juan, seguramente injusto, en definitiva eran tres puntos más. Aquellos cabrones iban a ganar otra vez la liga.

    Su pensamiento volvió nuevamente a aquellos días amargos. Había pasado ya más de un año y todavía se le desgarraba el pecho cuando recordaba aquellos momentos.

    Después de decidir el ingreso de su hijo en la clínica todo sucedió muy rápido. Sucedió que el capitán de navío, Jefe de la Flotilla de Submarinos, en quien Juan había puesto sus esperanzas le falló y sucedió que buscó como un loco por todos los bancos un crédito rápido y no lo encontró. Todos los que creía compañeros le cerraron sus puertas, si bien tampoco explicaba el motivo por el que necesitaba el dinero con tanta urgencia y todo el mundo, excepto él mismo, sabía lo mucho que su mujer se gastaba en el bingo.

    Hasta que a los pocos días recordó a un antiguo jefe, tan buen jefe como excelente persona. Don Carlos Dato Francés por lo visto ya no estaba en la Marina, pero alguien le dio su dirección en Las Palmas, así que le escribió una carta patética de un padre desesperado. La respuesta no se hizo esperar y llegó a los pocos días en forma de la trasferencia del dinero necesario para el tratamiento de su hijo.

    El dinero llegó tarde. Esa misma mañana vinieron a avisarle que su hijo estaba en el depósito de cadáveres. Sobredosis. Aquella maldita palabra antes tan lejana aparecía ahora llena de significado. Le habían encontrado por la mañana en los servicios de unos billares. Todo el mundo sabía que allí se vendía droga, sin embargo nadie hacía nada por evitarlo.

    Su mujer le abandonó pocos meses después. Una carta de un amigo le contó que habían visto a su hija recorriendo las aceras del Paseo de la Castellana en Madrid, invitando a detenerse a los conductores. Pero eso ya no le importaba, en realidad no había nada que le importase. Después de lo de su hijo se encontraba inmunizado contra todas las desgracias. Se había encerrado en sí mismo dejándose ahogar en su propia amargura. Su rendimiento profesional también se vio afectado y pronto comenzaron a llamarle la atención; los compañeros le rehuían como si fuera un infeccioso, cuando en realidad necesitaba más que nunca su calor y apoyo. Pero lo que obtuvo fue la separación del servicio por falta de rendimiento, algo que curiosamente tampoco le importó. Todo aquello por lo que había luchado en su vida se había venido abajo. Ya no tenía fuerzas para seguir luchando.

    Apagó la radio. Cada día le gustaban más el silencio y la soledad. Volvió a dejar la caja en su sitio e instintivamente palpó debajo del cajón hasta sentir su vieja Astra. Más de una vez había pensado poner fin a todo con aquella pistola, pero, aunque la muerte tampoco le asustaba demasiado, todavía quedaban cosas que sí le importaban y si tenía que morir, antes tendría que arreglar algunos asuntos pendientes.

    Quizá lo mejor fuera dejarlo todo y aceptar la invitación de Don Carlos. Después de todo siempre le había gustado mucho Las Palmas, y aún se sentía con fuerzas para probar con alguna de las chiquillas de por allí. Además ya no se encontraba a gusto en Cartagena y le sentaría bien salir de allí. Sí, tal vez aquello fuera lo mejor.

    Capítulo 6

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    Madrid

    Madrid en verano no tiene nada que ver con el Madrid de invierno. En invierno Madrid es la antesala de la locura, la mejor solución para el ataque de nervios definitivo. Sin embargo, en verano es otra cosa. Cierto que durante el día hace calor, pero, ¿dónde no lo hace? Y, además, ¿a quién le importa? Todo el mundo tiene aire acondicionado en la oficina y son también muchos los que empiezan a incorporarlo en sus hogares.

    Pero lo mejor de la capital en verano es que no hay apenas gente. No hay atascos e incluso hay sitio para aparcar donde uno quiera. La mayoría de los chorizos se han desplazado a las playas, por lo que la ciudad queda prácticamente en poder de algunos funcionarios, busconas y sobre todo, de Los Rodríguez.

    La Costa Castellana no tiene nada que envidiar a las atestadas playas del litoral. Después de cenar, los chiringuitos se ven invadidos por gente con ganas de juerga, cuerpos bronceados de hombres y mujeres cuyo denominador común es el buen humor y las ganas de divertirse.

    Pipi y Ramón habían cenado bien. Una vez más, Rosa había demostrado ser una gran cocinera además de una excelente esposa, al final de la cena, después de un poco de insistencia y aunque a regañadientes, había dejado que Ramón saliese a tomar una copa con Pipi. Conocía a su marido y sabia que necesitaba esas inocentes salidas, lo mismo que ella un buen cigarro nada más levantarse.

    Pasó un buen rato antes de que les sirvieran los whiskys, Aquella terraza de Juan Bravo había vuelto a ponerse de moda. Durante un rato charlaron de cosas intrascendentes. Ninguno de los dos prestaba demasiada atención a lo que decía el otro, ni siquiera escuchaban sus propias palabras, ambos estaban estudiando el terreno sobre la marcha, aquello estaba lleno de tías buenísimas.

    Después de dos horas y cuatro whiskys ya habían puesto a la Marina de vuelta y media, habían recordado los buenos tiempos, criticado a algunos compañeros y a muchos jefes por lo que ya era hora de pasar a la acción. Aquellas dos rubias de la esquina les habían dirigido un par de miradas cargadas de sugerencias y Ramón estaba como una moto.

    —Hola, me me mellamo Ramón.

    Siempre se ponía un poco nervioso al abordar a una chica y las copas no le ayudaban precisamente.

    —Oye, ¿dónde va la gente después de aquí?, porque supongo que la juerga acaba más tarde ¿no?

    —Depende de lo que busquéis —respondió la larguirucha.

    —Pues no sé..., supongo que lo mismo que todo el mundo, un sitio agradable donde no te den garrafón. A propósito, ¿cómo os llamáis?

    —Yo me llamo Diana y ella es Silvia. ¿Sois de aquí?

    —Yo no, yo soy gallego. El gordo este sí que es de aquí

    —Yo me llamo Pipi y no estoy gordo. —Sonrió el aludido señalándose la barriga—. Lo que pasa es que me caí de pequeño en la marmita... No, en serio, es que este tío tiene envidia de lo fuerte y cachas que soy yo y lo puta mierda de tío que está hecho él

    —¡Pipi! ¡Qué nombre tan gracioso! ¿Cómo te llamas de verdad?

    —Mi nombre de pila es José Aurelio, pero verás, cuando era pequeño...

    Tenía un rollo perfectamente preparado para la contingencia y comenzó a largarlo. Le gustaba más Diana, pero a Ramón parecía pasarle lo mismo y se le había adelantado. De todas maneras podía darse con un canto en los dientes, hacía tiempo que no veía unas piernas tan macizas como aquellas...

    La tía era un coñazo, pensaba Ramón. En mala hora se le ocurrió decirle que trabajaba en una agencia de viajes. Resultó que precisamente ese era el trabajo de ella, así que ya llevaba una hora charlando sin parar de viajecitos de aquí y para allá, de clientes y de la gente de aquel mundillo que a él le importaban un carajo. Mientras asentía automáticamente no paraba de pensar en los tres hombres que ocupaban la mesa de la derecha, estaba seguro de conocerlos de algo, aunque no podía precisar de qué.

    Ya se había fijado en ellos en Mecachis, entonces sólo había dos, pero lo más curioso era que al tercero, que se les había sumado allí mismo, su buena memoria lo había asociado inmediatamente con los otros dos. Sólo le faltaba el dato principal: ¿Quiénes eran?

    Mientras tanto el papagayo continuaba su monólogo. Ahora se dedicaba a elogiar al personal de agencias de Palma de Mallorca, de los que parecía conocer todos los nombres. Ramón fingía atender entusiasmado mientras pasaba revista mentalmente a sus archivos, tratando de recordar a aquellos hombres a los que cada vez se sentía más seguro de conocer. Tal vez al día siguiente cuando se le pasara la resaca se acordaría, ya le había ocurrido en otras ocasiones y sabía que si no se obsesionaba en cualquier momento se le encendería la lucecita.

    La que si se estaba convirtiendo en una obsesión era la chalada aquella, de modo que decidió espantarla.

    —Oye, ¿qui, qui, quieres que vayamos a echar un polvo?

    La chica enmudeció repentinamente mientras, a su lado, Pipi, boquiabierto, no sabía si reírse o darle una patada en el culo.

    La respuesta de Diana no se hizo esperar:

    —¡Machista de mierda! Si quieres follar vete al Meliá.

    —Vámonos Silvia, estos imbéciles son todos iguales.

    —Pero, gilipollas —explotó Pipi en cuanto las chicas hubieron desaparecido—. La tenía en el bote y ahora lo has echado todo a perder.

    —Mira Pipi, al pan, pan y al vino, vino. Esta tía me tenía negro con tanto rollo, además estas son unas calientapollas de las que mucho rollo y luego ni una puta rosca. Las conozco como si las hubiese parido y yo, como lo que quería era echarle un casquete, pues se lo he dicho y ya está. Por cierto, disimula y mira a aquellos tres tíos y dime si te suenan de algo.

    —Vete a tomar por culo. Me acabas de joder un rollo, son las cinco de la mañana, tengo que coger un taxi para ir a por el coche, porque dentro de cuatro horas salgo de viaje a Cádiz y me vienes con el rollo de si conozco a no sé qué coño de tíos...

    —Bueno hombre, perdona. Lo siento de veras, creí que la tuya era otro loro. Pero dime ¿te suenan de algo esos maromos?

    —No los he visto en mi vida... En fin, que se le va a hacer. Al menos me queda el consuelo de la bronca que te va a echar Rosa en cuanto aparezcas por la puerta.

    —Ostras, es verdad. Vámonos —dijo Ramón recogiendo el tabaco y el mechero después de lanzar una mirada final a aquellos individuos que permanecían más interesados en su propia conversación que en la gente que los rodeaba.

    Capítulo 7

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    Las Palmas

    Carlos llevaba ya un buen rato despierto cuando el sol comenzó a alumbrar por detrás de la playa de Alcaravaneras. Llevaba unos días nervioso y dormía poco. Además se estaba aficionando mucho a la coca. Siempre había tenido un buen dominio de sí mismo, pero desde la entrevista con Donato notaba que el control se le escapaba de las manos. Tenía que hacer algo y tenía que hacerlo pronto.

    No es que le importara demasiado que las cosas se le pudieran torcer, de hecho casi toda su vida había transcurrido contra corriente. Hijo único - su única hermana había muerto en un desgraciado accidente muchos años atrás-, estaba llamado a coger las riendas de los múltiples negocios que la familia había explotado durante generaciones: Comercio naval, navieras, pesca, y en los últimos años el alquiler y venta de embarcaciones deportivas.

    Incluso su padre se había intentado oponer a sus deseos de convertirse en un

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