Los días del chador
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Los días del chador - Amadeu Deu Lozano
Los días del chador
Amadeu Deu Lozano
logo_ediuoc_2cm.tifDirector editorial: Lluís Pastor
Director de la colección: Santiago Tejedor
Diseño de la colección: Editorial UOC Primera edición en lengua castellana: octubre 2018
Primera edición digital (epub): abril 2019
© Amadeu Deu Lozano, del texto y de la imagen de cubierta
© Editorial UOC (Oberta UOC Publishing, SL), de esta edición, 2018 Rambla del Poblenou 156, 08018 Barcelona www.editorialuoc.com
Realización editorial: Sònia Poch
ISBN: 978-84-9180-304-1
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño general y la cubierta, puede ser copiada, reproducida, almacenada o transmitida de ninguna forma, ni por ningún medio, sea éste eléctrico, químico, mecánico, óptico, grabación, fotocopia, o cualquier otro, sin la previa autorización escrita de los titulares del copyright.
Los días del chador
A Natàlia, por su paciencia durante todos estos meses, por aguantar mis rollos y miserias y por ser la más dura y sincera de todas las críticas al leer el texto. Prometo compensar tantas tardes, tantas mañanas, tanto tiempo.
A vosotros dos, porque os fuisteis demasiado pronto aunque ni un solo día habéis dejado de estar. Seguro que esta no os la esperabais.
Papa y mama, este libro es para vosotros.
Este libro se complementa con las fotografías y vídeos de Irán en el sitio web http://www.amadeudeu.com
ÍNDICE
Kermán
Yazd
Noche de insomnio
Shiraz
Una pausa en el camino
Isfahán
Kashán
Hospitalidad iraní
Qom
Teherán
mapa.jpgKermán
En tierra de los ayatolás
He aterrizado en Irán con el peor de los equipajes: el miedo a lo desconocido, un saco de prejuicios sin alegatos ni coartada y los discursos incendiarios de lunáticos de turbante blanco en la memoria. El vuelo a Kermán ha llegado de madrugada. Me he despertado con el encontronazo de las ruedas al chocar con la pista. Al abrir los ojos no me lo podía creer; todo parecía haberse transformado, como si ese vuelo fuera en realidad un viaje a una dimensión paralela: las camisas de colores que vestían las mujeres al despegar habían desaparecido bajo chadores negros, las melenas se habían ocultado con pañuelos oscuros. Incluso las sonrisas parecían haberse evaporado.
Mi viaje empieza en esta ciudad milenaria famosa por las alfombras y los pistachos, a las puertas del más ingrato de los desiertos. No tengo ruta marcada ni prisa por avanzar, tan solo la seducción de un país legendario y el largo camino hasta Teherán. El sol de media mañana es abrasador. La voz rugosa del almuédano hipnotiza las callejuelas abarrotadas de vida que rodean la Mezquita del Viernes. La llamada a la oración resuena por los altavoces de los minaretes como un hilo musical que atrae a los fieles de toda la ciudad. Las paredes de la mezquita están cubiertas de azulejos turquesas y verdes formando flores imposibles, cenefas marrones y amarillas; el azul del cielo, el blanco de las estrellas. Un grupo de mujeres vestidas con chador negro y zapatos negros se aproxima. La prenda les cubre todo el cuerpo y deja solo la cara visible. Hablan entre ellas, ríen y se ayudan a poner bien el chador cada vez que un soplo de aire lo descoloca. No puedo dejar de mirarlas. El negro de esas mujeres contrasta con la alegría de las paredes del templo, como si aquello destinado a Alá fuera tan bello y eterno como mísera y oscura es la existencia humana.
Kermán está llena de chadores negros. Los he visto por todas partes: en la parada de autobús y en el mercado, frente a las puertas de la escuela o entrando en la biblioteca. Es algo difícil de comprender: antes de la Revolución Islámica de 1979 las mujeres iraníes vestían a la europea, el sah esquiaba en las mejores estaciones del mundo y compartía portada en todas las revistas del corazón junto a la deslumbrante Farah Diba. Irán parecía el más moderno y libre de los países de este rincón de Asia, enriquecido por la venta de petróleo y tan avanzado como para codearse con las primeras potencias mundiales en tecnología nuclear. Sin embargo, el sah fue derrocado por una revolución popular que instauró un régimen basado en la islamización de la política. El ayatolá Jomeini regresó de su exilio para erigirse como líder supremo de un país que abandonó su mirada hacia Occidente en favor del nacionalismo y el islam. Bien pensado, el vuelo a Kermán en el que he aterrizado no era un viaje a una dimensión paralela, sino más bien un breve resumen de lo sucedido en Irán hace cuarenta años.
El hijo de Lut
Sharif estudia medicina en la Universidad de Kermán. De aspecto desaliñado y sonrisa simpática, camina con parsimonia y gran seguridad, como si sus movimientos se hubieran mimetizado con la lentitud y el implacable avanzar del desierto donde pasó su infancia. Lo conocí en un pequeño local en las profundidades del bazar: una gran sala columnada sin mesas ni sillas, con el suelo cubierto de viejas alfombras descoloridas en el que servían té y pastas muy dulces. Me recosté como pude entre dos grupos de amigos que fumaban shisha. El suelo era muy duro y lo cierto es que no conseguí encontrar una postura que no fuera encorvada e incómoda. Por los altavoces colgados en las paredes retumbaba el griterío de un grupo de violines dementes que marcaban un ritmo frenético a una voz desgastada que dejaba flotando en al aire versos en persa. El humo del té y del tabaco escapaba danzante hasta desaparecer entre las bóvedas de barro. Qué maravilla de local, uno de esos que te reconcilian con las penumbras y deshacen el hilo de la distancia. Sin embargo, al poco rato de tumbarme prometí no regresar nunca jamás: un dolor agudo en los hombros empezó a recorrerme toda la espalda, noté pinchazos en las piernas y un hormigueo creció en las manos hasta que dejé de sentirlas. En ese momento apareció Sharif y se sentó a mi lado, sonriente, como disfrutando de mi patética incomodidad de extranjero agarrotado.
—Hola. ¿De dónde eres? —me preguntó en inglés.
—Soy de Barcelona.
—Oh, ¡Barça, Barça! ¿Y qué hace alguien de Barcelona aquí?
—¿A qué te refieres? ¿Por qué no?
—Sabemos que nuestra imagen en el exterior es muy mala —me dijo Sharif resignado.
—Es verdad, se habla muy poco de Irán y casi nunca son buenas noticias.
—Por eso los iraníes nos esforzamos mucho para que a los turistas os guste el país y expliquéis la verdad a vuestros amigos cuando regreséis a casa. ¿Te gusta Kermán? Te invito a otro té y me cuentas —dijo con cara de estar ilusionado con la idea—. Pero mejor vamos a otro sitio, no te veo muy cómodo aquí tumbado.
Sharif tiene razón. Todo aquel con el que hablo quiere saber mis impresiones de la ciudad y si lo que he visto supera mis expectativas; a veces me paran por la calle para preguntarme qué opino de su país o qué es lo que más me ha gustado; a veces me ofrecen una cama donde dormir o cenar esa misma noche con su familia. Así, sin más.
Aquel té en un lugar más cómodo fue el primero de los muchos que hemos compartido desde entonces. Hoy hemos quedado cerca de la biblioteca. Sharif está de exámenes. Un póster de Jomeini decora la pared blanca del local. Es siempre la misma cara, en los carteles colgados por las calles y en los murales pintados en algunos edificios; es el rostro endurecido de un anciano ambicioso: barba blanca, mirada penetrante, sonrisa amenazadora. La cara de Jomeini y la de Jamenei, su sucesor y actual líder supremo de Irán, aparecen esparcidas por todas partes, como si el omnipresente rostro del Gran Hermano de 1984 se hubiera personificado en ambos ancianos.
—Parte de mi familia es nómada, ¿te lo había explicado? Son baluchis iraníes, como yo. Los veo muy poco —comenta Sharif—. Echo de menos las reuniones familiares y las historias del desierto.
—Pensé que ya no quedaban nómadas.
—Hay algunos. Pero no es vida —niega con la cabeza—. Mis padres viven en Zahedán, cerca de la frontera con Pakistán. Créeme: allí todo es diferente, la vida avanza a otra velocidad. Es la región más pobre del país. Todo es arena hasta donde alcanza la vista.
Sharif acerca la cabeza a la mesa y baja la voz, como si quisiera evitar que alguien pudiera oírlo.
—Hay muchos baluchis que no se sienten iraníes. Hay una guerra desde hace años —mira a ambos lados con cuidado—. Yo los entiendo, la verdad: viven a cientos de kilómetros de Teherán. ¿Qué sabrán los del gobierno lo que pasa allí?
—¿Te gustaría volver cuando acabes la universidad?
Sharif recupera la postura y vuelve a alzar el tono de voz. Bebe un sorbo de té con calma, ganando unos segundos antes de responder.
—No. Hay mucha pobreza, al gobierno no le interesan los baluchis, ¿sabes? Vivimos de otra manera: no necesitamos palacios de oro ni grandes coches. Nuestra tierra es rica: hay minerales y gas. Para eso sí se acuerdan de nosotros.
—Entonces, ¿planeas quedarte en Kermán?
—Creo que sí. Aquí puedo tener un futuro mejor y quién sabe —deja unos segundos la frase flotando en el aire—, quizá formar una familia.
Vuelve a acercar la cabeza a la mesa y a bajar la voz.
—He conocido una chica. Me gusta mucho —dice con timidez.
—No sabía nada. ¡Cuéntamelo todo! —digo chismoso.
—Se llama Maryam. La conocí un día de casualidad en el pasillo después de clase. Me animé y le pedí el teléfono.
La seguridad de sus gestos desaparece de pronto, aflorando una timidez adolescente que no había visto hasta entonces.
—¿Has vuelto a verla desde aquel día?
Encoge los hombros. Se le enrojecen las mejillas.
—No. De momento solo mensajes. Creo que le gusto. De hecho, yo diría que es mi novia.
—¿Tu novia? —digo extrañado—. Si solo la has visto un día Sharif… ¿No deberías hablar con ella sobre eso?
Se queda en silencio unos segundos, abstraído, mirando la mesa. Da otro sorbo al vaso de té.
—Alá me ha enviado un hermano del extranjero para darme buenos consejos. Tienes toda la razón. Tengo que darme prisa. Como decimos por aquí: cree en Dios, pero amarra a tu camello.
La ciudad de adobe
Viajamos dirección sureste por las calles vacías y perezosas tras otra tarde de gente, compras y bullicio. El renqueante rugido del viejo taxi retumba en el