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Crónica urbana del malvivir: Insalubridad, desamparo y hambre en la Sevilla de los siglos XIV-XVII
Crónica urbana del malvivir: Insalubridad, desamparo y hambre en la Sevilla de los siglos XIV-XVII
Crónica urbana del malvivir: Insalubridad, desamparo y hambre en la Sevilla de los siglos XIV-XVII
Libro electrónico512 páginas7 horas

Crónica urbana del malvivir: Insalubridad, desamparo y hambre en la Sevilla de los siglos XIV-XVII

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¿Qué vemos cuando miramos un cuadro como "Niño con piojos", pintado con un tremendo realismo por Murillo en la capital hispalense hacia 1650? En él se refleja con crudeza y exactitud toda la miseria, el abandono y la malnutrición que soportaban por aquellos tiempos las clases populares y menesterosas de la sociedad sevillana. A eso que vemos hace referencia, de forma compendiada, el contenido de este libro. Insalubridad: un mozalbete sucio y tiñoso que está intentando quitarse lo parásitos que invaden su cuerpo y su deprimente vestimenta en una estancia igualmente inmunda y tétrica. Desamparo: en el ambiente y en la persona impera la indigencia; el niño, solitario y tal vez huérfano, sin calzado y harapiento, está sentado en el lóbrego suelo y apoyado en una pared desconchada; no hay enseres en el aposento ni en la ventana; por el contrario, se destaca la presencia primorosa del cántaro, motivo tópico de la pintura de la época, pero también símbolo de la escasez que había de agua buena y del humilde oficio de aguador. Hambre: cascarilla y alguna fruta es toda la comida que se muestra, representación idónea de la subalimentación que padecía la población sencilla, víctima una y otra vez de las repetidas crisis de subsistencia que tan asiduamente provocaban penuria frumentaria, carestía e inanición. Estos factores de la realidad cotidiana de la masa popular de Sevilla son los que se desarrollan aquí mediante un estudio de larga duración (desde el siglo XIV hasta el XVIII) y con profusión de documentos de archivos históricos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 may 2018
ISBN9788417325343
Crónica urbana del malvivir: Insalubridad, desamparo y hambre en la Sevilla de los siglos XIV-XVII
Autor

Juan Ignacio Carmona García

Es Catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Sevilla. Investigador en el campo de la Historia Social, es especialista en cuestiones relacionadas con las formas de vida de los sectores populares, la pobreza, la enfermedad y la asistencia hospitalaria. De sus últimas publicaciones se pueden destacar: La peste en Sevilla (2004), Enfermedad y sociedad en los Primeros Tiempos Modernos (2005), Las redes asistenciales en la Sevilla del Renacimiento (2009) y Mercado inmobiliario, población, realidad social. Sevilla en los Tiempos de la Edad Moderna (2015). Actualmente sigue en activo con su labor docente e investigadora.

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    Crónica urbana del malvivir - Juan Ignacio Carmona García

    Nota del autor a esta edición

    Transcurridos casi veinte años de la publicación de este libro que ahora se reedita, su contenido sigue teniendo plena vigencia. He repasado detenidamente el texto por si necesitara una revisión en profundidad, pero he observado que salvo leves matices de vocabulario y reiteración de expresiones formuladas en términos un tanto dramáticos que habría que suavizar, todo lo sustancial de lo ya escrito mantiene su validez. Las investigaciones realizadas, tanto las ajenas como las propias, y lo publicado en las dos últimas décadas sobre las cuestiones que desarrollé en la primera edición, no han alterado en esencia lo expuesto entonces, de ahí que al día de hoy pueda suscribirlo íntegramente.

    Algunas aportaciones historiográficas más o menos recientes han venido a confirmar y ampliar lo fundamental de mi trabajo, entre las que me parecen más relevantes, de un lado, las realizadas por Manuel Fernández Chaves acerca de la política, administración y abastecimiento de agua en la Sevilla Moderna; de otro, aunque referidas a un ámbito más amplio, las publicaciones de María de los Ángeles Pérez Samper sobre régimen alimenticio, comida y hambre.

    Por mi parte, desde la edición del libro que estoy prologando he seguido investigando y profundizando en las diversas problemáticas analizadas en él. Frutos de mi trabajo han sido las obras que han visto la luz durante el periodo transcurrido desde entonces, a las que remito para mayor información y actualización de contenidos. Me refiero concretamente a las siguientes, mencionadas en orden cronológico: La peste en Sevilla (2004), Enfermedad y sociedad en los primeros tiempos modernos (2005), Las redes asistenciales en la Sevilla del Renacimiento (2009); Mercado inmobiliario, población, realidad social (2015); La lucha por la vida (en prensa).

    Sevilla, marzo de 2018

    PRIMERA PARTE

    LAS DERROTAS DE LA SALUBRIDAD

    Ciudades insanas

    De inmediato, el mal olor. Por las calles y en las casas:

    En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de ratas; las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales.

    La fetidez provenía y se esparcía por todas partes:

    Las chimeneas apestaban a azufre; las curtidurías, a lejías cáusticas; los mataderos, a sangre coagulada… Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios.

    También olían mal las personas, sin distinción de sexo ni de condición social:

    Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos… El campesino apestaba como el clérigo; el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, sí, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno.

    Y esta hediondez que todo lo envolvía, fue un síntoma muy característico de la insalubridad del mundo urbano durante siglos y siglos, manifestándose con intensidad hasta en la brillante y racionalista época de las Luces y la Ilustración:

    Porque en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor.

    No he podido resistir la tentación de incluir aquí estas citas con las que Patrick Süskind iniciaba su magnífica novela El perfume. Inmediatamente se me vino a la memoria cuando estaba leyendo otro libro muy distinto a éste, aunque igualmente sugerente a la hora de intentar captar el entorno desagradable e insano que rodeaba y dominaba la vida cotidiana de las poblaciones en los siglos medievales y modernos.

    Si el relato de Süskind pertenece al mundo imaginario de la creación literaria, el otro al que me refiero está realizado partiendo de fuentes documentales, más fiables cuando el historiador se plantea llevar a cabo un estudio riguroso sobre la sencilla y dura realidad que tuvo que soportar la mayoría de las personas en tiempos no tan lejanos. Este trabajo de investigación histórica es el de C.M. Cipolla, titulado en su traducción castellana: Contra un enemigo mortal e invisible, que está compuesto por dos curiosos artículos, publicados originariamente en 1979 y 1989, que nos acercan con gran realismo a conocer los graves problemas higiénico-sanitarios que se dieron en un marco, teóricamente tan brillante y desarrollado para la época, como fue el territorio y la propia ciudad de Florencia en el primer tercio del siglo XVII¹.

    Cipolla pasa revista a los factores que ponían en peligro de forma permanente la salud pública y privada de aquella comunidad urbana, destacando el hecho de que lo que preocupaba no era ya únicamente el mal olor imperante por todas partes, sino sobre todo el miedo a un contagio pestilencial que se produciría por un envenenamiento del aire, según creencia generalizada por entonces. La relación de toda esta serie de elementos contaminantes era en verdad bastante amplia. Un sistema de alcantarillado inadecuado y deficiente, si es que existía; escaso control y limpieza de los pozos negros, que contaminaban el subsuelo o que se desbordaban; la insalubridad de las aguas estancadas, abundantes en muchas zonas de la ciudad; la acumulación por doquier del estiércol, cada vez en mayor cantidad dada la producción constante de excrementos (de caballos, asnos y otros animales domésticos) que no se sacaban al exterior del recinto, sino que se amontonaban en los muladares del interior del casco urbano; la mala costumbre de tirar los desperdicios y basuras, así como el agua sucia, a la calle; la acción contaminante de los productos residuales, nocivos o pestilentes de ciertas actividades (la cría del gusano de seda, el remojo del lino, la maceración del cáñamo…), que venían a sumarse a las molestias causadas por otros tantos y diversos establecimientos como eran las carnicerías, pescaderías o curtidurías.

    Y habría que resaltar, además, la existencia de muchos cementerios dentro del casco urbano, tan perjudiciales para la comunidad ciudadana desde el punto de vista sanitario. Así pues, muchos eran los factores relevantes de la degradación medioambiental que se cernía no sólo sobre la Florencia presentada por Cipolla, sino también sobre la mayoría de las grandes ciudades europeas de aquellos tiempos, en las que por todas partes se dejaban ver la suciedad o la podredumbre y se sufrían los hedores, incluso hasta en fechas no tan lejanas². Algunas muestras referidas al territorio peninsular pueden bastar para confirmarlo.

    Sobre la Corte dejó escrito Lamberto Wyts, miembro del séquito que trajo doña María de Austria, cuarta esposa de Felipe II, lo siguiente:

    Tengo esta villa de Madrid por la más sucia y puerca de todas las de España, visto que no se ven por las calles otros grandes «servidores» (como ellos los llaman), que son grandes orinales de mierda, vaciados por las calles, lo cual engendra una fetidez inestimable y villana […] si se os ocurre andar por dentro del fango, que sin eso no podéis ir a pie, vuestros zapatos se ponen negros, rojos y quemados. No lo digo por haberlo oído decir, sino por haberlo experimentado varias veces. Después de las diez de la noche, no es divertido el pasearse por la ciudad, tanto que, después de esa hora, oís volar orinales y vaciar porquerías por todas partes.

    La inexistencia de pozos negros y letrinas, no digamos ya de cuartos de aseo, en la mayoría de las casas humildes urbanas había generado la costumbre popular de tirar las aguas sucias y las inmundicias a la vía pública. Esta práctica se solía hacer de noche, sin previo aviso, o anunciándola, teóricamente, tres veces si era de día; obligación que no se tendría en cuenta normalmente, ya que se hacían necesarios los requerimientos municipales para que se cumplieran, como el que se dio en la Corte en 1586 al ordenarse que no se arrojase nada a la calle antes de las doce de la noche o, si era de día, se debía avisar las dichas tres veces. De todos modos, tanto si se tiraban antes o después, con luz o sin ella, lo cierto era que los efectos que causaba esta costumbre no podían ser más perniciosos para la vista, el olfato y la salud de la población, según hacía constar en su diario, en 1593, el embajador de Clemente VIII, Camilo Borghese, al referirse a Madrid:

    Hay la calle larga, la cual sería hermosa si no fuese por el fango y las porquerías que tiene […], las casas son malas y feas, y hechas casi todas de tierra, y entre las otras imperfecciones, no tiene aceras ni letrinas: por lo que todos hacen sus necesidades en los orinales, los cuales tiran después a la calle, cosa que produce un hedor insoportable³.

    Otra ciudad importante, Valladolid, que incluso había detentado la capitalidad y albergado a la Corte antes de su traslado a Madrid, presentaba en el siglo XVI similares deficiencias higiénicas. Según recoge Bennassar⁴, algunos viajeros señalaron expresamente estos problemas de limpieza y sus desagradables consecuencias. En 1517 era un flamenco, Laurent Vital, quien se fijaba en el mal estado en que se encontraba el empedrado y en el barrizal de las calles, pues estaban cubiertas por una amplia capa de lodo en donde los transeúntes se hundían hasta los tobillos, lodazal que se veía incrementado por la necesidad de los vecinos, ante la falta de excusados en las viviendas, de arrojar a la caída de la tarde sus inmundicias y aguas sucias acumuladas en cubos a la vía pública.

    Hacia finales de siglo, este desagradable estado del entorno ciudadano no había mejorado. En 1592, Enrique Cock calificaba a Valladolid de cuadra o corral de vacas, quejándose de la gran suciedad y del mucho polvo que por todas partes había, del daño que causaba al paseante los guijarros del empedrado, de la presencia de los cerdos y de la abundancia de pulgas y piojos. Y pocos años después el portugués Pinheiro da Veiga y el francés Barthélemy Joly volvían a deplorar la gran cantidad de polvo y de lodo callejero que envolvían la ciudad, denunciando además la visión que daba el río Esgueva, todo lleno de inmundicias.

    Tras la consulta de los libros de actas del Ayuntamiento, Bennassar confirma los defectos apuntados por los viajeros, señalando al respecto algunos de los problemas más usuales que por entonces se planteaban, a saber: las frecuentes e incumplidas prohibiciones dirigidas a los dueños de los cerdos, quienes dejaban circular libremente a sus animales por las vías públicas; las abundantes disposiciones municipales, inoperantes, contra los habitantes que arrojaban las basuras a las calles o en las proximidades de las puertas de la villa, y las que mandaban a los vecinos que limpiaran las inmediaciones de sus viviendas y las calles donde habitaban; la costumbre de los carniceros de tirar las tripas y restos de animales en algunas de las salidas de la ciudad y en el río Esgueva, que solía despedir un fuerte hedor por la suciedad de sus aguas y las inmundicias que a él se arrojaban, hasta el punto de que, cada cierto tiempo, había que dragarlo para que su caudal pudiera correr libremente. Todos estos factores insalubres mostraban una faceta bien distinta de la ciudad de aquella otra acostumbrada a resaltar la excelencia de sus monumentos y la belleza de sus parajes, como también era frecuente que ocurriera en otros ámbitos geográficos.

    Murcia podría ser la tercera muestra que nos confirme el estado malsano que presentaba la mayor parte de los núcleos urbanos en los primeros tiempos modernos. Francisco Chacón lo atestigua en su trabajo⁵, resaltando en primer lugar el hecho de que la propia estructura de aquellos núcleos contribuía a aumentar el problema de la suciedad que los invadía, pues a pesar de algunas mejoras urbanísticas subsistían numerosos callejones y callejuelas, muchos de ellos cerrados y convertidos en vertederos de todo tipo de inmundicias. Otro inconveniente resultaba del gran número de casas que carecían de pozo negro, con las desagradables consecuencias que esto comportaba por tener que arrojar los desechos a la vía pública, práctica que de forma insistente se prohibía pero que la mentalidad y la falta de opciones del vecindario hacían que permaneciera.

    Además, se dejaban sentir múltiples elementos insanos que no pasaban, ni mucho menos, desapercibidos para los ciudadanos: el barrizal que frecuentemente se formaba en las calles; las aguas estancadas, que expedían fetidez y cortaban el paso de los transeúntes; los abundantes excrementos de los caballos, mulas y otros animales que iban de una lado para otro, a lo que se unía las grandes molestias que ocasionaba el paso de los puercos; los restos y desperdicios generados por algunos oficios; las deficiencias del alcantarillado y del empedrado callejero.

    El río Segura, tan vital para la ciudad y sus huertas, tampoco se veía libre de estas amenazas antihigiénicas. A él se vertían todo tipo de residuos, allí iba a parar la sangre del matadero, era el sitio donde se lavaban los menudos de los carniceros, los gusanos de seda, el cáñamo y el esparto, y las ropas sucias de los hogares. En fin, factores comunes, cotidianos y repetidos que fácilmente se podían encontrar al adentrarse en la vida normal de aquellas comunidades urbanas, sin importar demasiado la localización geográfica ni el tipo de ciudad al que nos refiramos.

    Un primer recorrido por la Sevilla nociva

    La capital hispalense, desgraciadamente, no sería una excepción en el lamentable panorama metropolitano que acabamos de ver. Su condición de urbe antihigiénica, ampliamente documentada como vamos a tener ocasión de comprobar de inmediato, se mostraría con rotundidad y de forma permanente desde la época bajomedieval y en el transcurso de los primeros tiempos modernos, extenso marco cronológico al que vamos a dedicar nuestra atención. Tanto en una primera fase (los primeros siglos de la Sevilla cristiana) cuando la ciudad aún no estaba muy poblada, como en una posterior, durante la época renacentista, caracterizada por el crecimiento demográfico, abundaban en ella focos contaminantes e insalubres. Las pésimas condiciones higiénicas y sanitarias que padecía la ciudad eran conocidas por todos, reflejándose una y otra vez este problema medioambiental en las sesiones de los cabildos municipales, buena demostración de que el malestar por el perjudicial estado que la ciudad mostraba tenía que ser muy grande, pues hasta los selectos capitulares que formaban el gobierno local tenían que plantearse de continuo cómo hacer frente a tan lamentable situación.

    Por un lado estaban los numerosos solares que eran utilizados frecuentemente como muladares, donde se arrojaba todo tipo de desperdicios, convirtiéndose así en auténticos basureros localizados en el interior del recinto amurallado. Incluso muchas callejuelas céntricas se utilizaban con idéntica finalidad, lo que propiciaba la preocupación de los teóricos responsables de la salubridad pública, especialmente la de aquellos que tenían que encargarse de informar de tales cuestiones a los dirigentes del municipio. Una muestra de lo dicho la encontramos en el acta del cabildo de jurados del 4 de febrero de 1531, donde se hacía constar:

    Fue acordado de hacer saber a V.S. que de la calle que viene de la Costanilla a San Salvador hay mucha inmundicia y mal olor que es causa de dolencias. Suplicamos a V.S. mande que se limpie a costa de los vecinos comarcanos y se ponga allí unas puertas con llave y se dé al vecino más cercano para que tenga cuidado de abrir de día y cerrar de noche.

    Como solía ser frecuente, y sigue siéndolo en la actualidad, el problema de la enorme suciedad que una gran ciudad manifestaba en muchos de sus rincones y calles era debido en buena parte a la perniciosa costumbre de sus habitantes de arrojar los desperdicios y otros restos a las vías públicas, sin que ello supusiera quitar responsabilidad a la deficiente política de limpieza urbana que normalmente se solía aplicar por parte de los organismos competentes. En el ejemplo que se acaba de exponer se pretendía cargar sobre los vecinos los costes de adecentar aquel paraje y que asumieran el control higiénico que se debería tener para evitar que la molesta situación se reprodujera, intenciones que no servirían para nada ante la inhibición de ambas partes.

    Otros focos insalubres eran los lugares donde se acumulaban las aguas, las llamadas lagunas, destacando especialmente la de la Feria, sitio verdaderamente pestilente y sucio hasta que se convirtió en zona de arboleda y paseo desde finales del Quinientos, y la de la Pajería, entre la Puerta del Arenal y la de Triana, con parecidas condiciones de hediondez y acumulación de inmundicias hasta que posteriormente fuera urbanizada en época más tardía, ya en pleno siglo XVIII. Además de estas dos grandes charcas, otras menos amplias se detectaban por doquier, siendo frecuente la aparición de tales balsas en el interior del casco urbano y aún más en el exterior, muy cerca del cinturón amurallado. En la misma sesión del cabildo de jurados citada anteriormente se recogía también una mención a estos embalses que tan dañinos resultaban y a la inoperatividad de los encargados de poner algún tipo de remedio a tan molesto inconveniente:

    Fue dicho en el Cabildo que se le dé a la Ciudad otro capítulo sobre que se quiten las lagunas y aguas estancadas que hay alrededor de la ciudad, especialmente desde la Puerta del Sol hasta la Puerta de la Macarena, y el jurado Briniescan tiene dineros para ello y no se entiende en ello ni se hace ninguna cosa para que Su Señoría mande que se ponga luego en obras.

    Callejas abandonadas y rincones más o menos deshabitados eran asimismo sitios donde los vecinos depositaban sus residuos y desechos, a pesar de los ordenamientos municipales que obligaban, teóricamente, a llevarlos a determinados estercoleros que para tal fin se habían dispuesto fuera del casco urbano, en las proximidades de la ciudad. Pero dada su relativa lejanía, ni siquiera a estos muladares públicos era trasladada la basura, sino que en la mayoría de los casos se impuso la costumbre de depositarla al otro lado de la muralla que rodeaba al caserío, por lo que estos muladares anexos al cinturón fortificado proliferaron, convirtiéndose algunos en autenticas montañas de excrementos y desperdicios.

    Siguiendo con la misma fuente⁶ que hemos empezado a utilizar, veamos de qué forma se planteaba este asunto en las reuniones de los caballeros jurados y su posterior comunicación oficial a los regidores municipales. Según las actas capitulares de 1518, en este año se había presentado un requerimiento del cabildo de jurados al cabildo de la Ciudad notificando que «en las salidas de la ciudad están los muladares y se ha gastado mucho en limpiarlos», por lo que pedían «que se nombren personas para las puertas de la ciudad que vigilen que no se echen basuras y se formen de nuevo muladares».

    Unos años después, en la sesión celebrada el 24 de noviembre de 1526, se indicaba en el acta correspondiente:

    El jurado Gonzalo Cerezo dijo como las salidas de la ciudad están sucias y hechas muchos muladares a causa de las muchas inmundicias que en ellas se echan habiéndose de echar en los lugares donde está señalado para ello, y especialmente a la Puerta de Triana un gran muladar que sus mercedes debían de ello y dar un capítulo a la Ciudad sobre ello para que lo remedie y mande que las dichas salidas se limpien y que de aquí adelante no se consienta que allí en ellas se echen las dichas inmundicias sino en las partes que están señaladas para ello.

    El acuerdo que se adoptó fue, efectivamente, el de hacer la resolución que se pedía, por la que de nuevo se solicitaba que se ordenase limpiar las salidas de la ciudad y que se prohibiese arrojar allí las basuras. Pero todo era puro formulismo y rutina. En la práctica nada se haría y los muladares seguirían creciendo.

    La inadecuada pavimentación de las calles en nada contribuía a mejorar la situación higiénica de la urbe. A pesar de estar enladrillada una buena parte de ellas, la primitiva técnica utilizada para solarlas (casi sin mezcla que fijara bien los ladrillos), la frecuencia con que se hacían hoyos y agujeros, el deterioro causado por el paso incesante de carros y de animales de carga, la falta de mantenimiento adecuado, el efecto desastroso de los fenómenos naturales y otros accidentes variados producían el levantamiento del pavimento y la aparición de baches, o el lodazal (en tiempos de lluvias y cuando se tiraba el agua a la vía pública), y el polvo, por el contrario, en épocas secas. En suma, la más completa suciedad del suelo y la hediondez del aire constituían los elementos dominantes.

    Tampoco era todo lo conveniente que se podía desear el abastecimiento del agua que llegaba a Sevilla desde algunos manantiales más o menos cercanos, fundamentalmente desde la Fuente del Arzobispo y del que, desde Alcalá, se canalizaba a través de los denominados «caños de Carmona». Una vez introducida en el interior del casco urbano, el agua se distribuía mediante una serie de conductos hacia aquellos lugares públicos (fuentes) y privados (casas señoriales, centros eclesiásticos y civiles, del poder municipal y central) que disponían de acceso a la red de tuberías. Este agua de buena calidad era cara y sólo la podían disfrutar aquellos que por su potencial económico o por sus influencias habían obtenido la concesión de «pajas» para su particular aprovechamiento.

    En cambio, la inmensa mayoría de la población tenía que recurrir a las fuentes públicas, localizadas en determinados puntos de la ciudad, o comprarla, si la economía familiar lo permitía, situación que no era la más frecuente, a los aguadores que la vendían a un elevado precio por calles y plazas. Pero la red de surtidores que había a disposición de la gente común dejaba mucho que desear en cuanto a su número y a las deterioradas condiciones en que se encontraba, teniendo por lo demás grandes oscilaciones en el caudal que por ella circulaba, pues en las estaciones secas el agua casi no corría y en las lluviosas había muchas fugas por las roturas y el mal estado de las cañerías, no siendo problema menor el desbordamiento del agua de las piletas al ser un sistema de aporte continuo, lo que ocasionaba frecuentes charcos e inundaciones en los alrededores de las fuentes, con los consiguientes perjuicios y molestias que este hecho acarreaba para la vecindad.

    También era frecuente la utilización del agua del Guadalquivir y la de los pozos existentes en el interior de las casas, aunque por su dureza y mayor contaminación resultaban de mucha peor calidad que la de los manantiales municipales. El paso de los residuos líquidos de las fosas negras a la capa freática de la que se surtían los otros pozos, y la suciedad de las orillas del río, al que desaguaban las aguas malas y al que se arrojaban los materiales de desecho de los talleres de la vecindad y los de las faenas de los pescadores que vivían en sus proximidades, producían mayormente la citada contaminación de este agua que consumían los sectores populares, derivándose de ello frecuentes infecciones y dolencias orgánicas.

    El agua del río no llegaba a Sevilla, por lo demás, en buenas condiciones. A propósito de este caudal, señalaba Velázquez y Sánchez en sus Anales epidémicos (1866) que el Guadalquivir, a pocas leguas de su nacimiento, incorporaba a sus aguas las del Guadiana menor, río cenagoso que arrastraba por su parte las del Quesada y del Cazorla, muy perjudiciales en los meses del verano y del otoño, y en donde la primitiva industria de sus artesanos cocía el lino y el cáñamo, que tan nocivos resultaban para la potabilidad de la corriente. Asimismo, no menos perjudicial que el Guadiana chico era otro afluente, el Guadalimar, en cuyas aguas la experiencia demostraba constantemente los peligros del baño y la insalubridad de beber su caudal infecto, que se pensaba venía corrompido por el recorrido que hacía por un tramo minero de Sierra Morena. Aunque el autor de los Anales reconociese que podrían haber sido exageradas las dañinas propiedades de estos afluentes del Guadalquivir, no tenía duda de que a su adverso influjo se debían las pertinaces infecciones de fiebres terciarias que, sobre todo en los meses estivales, acometían a las poblaciones ribereñas. También llamaba la atención sobre los focos de gérmenes malignos que eran las charcas cenagosas, las aguas estancadas y los barrizales que producían las inundaciones del río en las tierras bajas, desbordamientos que Sevilla padecería en múltiples ocasiones con similar menoscabo de la salud de sus moradores.

    Volviendo de nuevo a la ciudad, el primitivo sistema de expulsión de las aguas sucias que tenía venía a deteriorar, aún más, el lamentable estado antihigiénico que presentaba, agravándolo en muchas ocasiones por sus repulsivos efectos. Las deficiencias de la serie de cloacas con que Sevilla contaba desde hacía ya tiempo, generaban rompimientos y escapes que se traducían en la frecuente aparición de charcas, con agua que se estancaba y corrompía, aumentándose así el número de zonas insanas en el interior urbano. Otras veces era el propio desagüe, al desembocar en lugares por debajo del nivel del suelo, el que ocasionaba la inmovilización de las aguas residuales. La falta de un adecuado mantenimiento de la red venía a sumarse a todos estos inconvenientes del sistema de alcantarillado. Incluso las bocas y los husillos que debían servir para su limpieza y buen funcionamiento invertían su finalidad, al estar normalmente sucios y atascados, con lo que pasaban a agudizar el problema en vez de solucionarlo.

    Otros focos desagradables procedían de determinadas labores artesanales y establecimientos especializados, que dejaban sentir constantemente su dañina presencia en aquellos lugares de la ciudad y de los alrededores donde se localizaban, debido a los fuertes hedores y a las molestias que ocasionaban al vecindario. Tintorerías, tenerías o curtidurías, junto con pescaderías, carnicerías y tenderetes callejeros de productos alimenticios, aparecían frecuentemente en el entramado urbano de callejas y plazoletas, ensuciándolas con sus desperdicios y despidiendo malsanos olores que no pasarían desapercibidos ni mucho menos para todos aquellos que estuvieran en sus proximidades. Este insano panorama se daba por doquier, incluso en lugares céntricos y sobresalientes de la ciudad, como ocurría en la que sería la famosa plaza de San Francisco. A finales del siglo XV todavía se localizaban en ella unas pescaderías que provocaban olores fétidos y que abarcaban una buena parte del recinto, por lo que las autoridades municipales dirigieron, en 1493, una petición a los Reyes Católicos para que autorizaran el traslado de las pescaderías, argumentándose que

    ocupaban en gran manera la dicha plaza y daban al pueblo malos olores y que la dicha plaza era pequeña y quitándose de ella las dichas pescaderías sería mayor la dicha plaza y la ciudad más honrada⁷.

    Transcurridos unos años, la situación antihigiénica que seguía presentando la citada plaza, debida a la venta pública del pescado que allí se efectuaba, provocó la denuncia, pormenorizada y muy elocuente, del cabildo de jurados, tal como se señalaba en el requerimiento que fue elevado a la máxima autoridad municipal, en 1517, por el que se le hacía saber

    que por cuanto en la plaza de San Francisco de esta ciudad están los que venden los pulpos y pescado y tallos y otros pescados remojados, el agua del remojo la tiran a la plaza y va por las calles y esta agua es muy hedionda y mala y muy dañosa para la salud de las gentes, por cuya causa la Ciudad hizo sacar la pescadería afuera de la ciudad […] y porque todos los malos olores son dañosos a la salud de la república V.S. debe mandar que ningún pescado de remojo se venda salvo en la ribera de fuera de la ciudad que para ello se hizo en las atarazanas.

    La respuesta del cabildo municipal fue la usual: indicar a los Fieles Ejecutores que procurasen que no se vendiese ningún pescado en otro lugar que no fuera la pescadería de las Atarazanas, mandato que se seguiría incumpliendo de continuo, permaneciendo de esta manera en activo por el entramado callejero del casco urbano esos numerosos puntos contaminantes de los que emanaban abundante suciedad y fuertes efluvios nauseabundos.

    Algo similar podría decirse de la existencia en el interior de la ciudad de algunos centros hospitalarios que, ya iniciados los tiempos modernos, acogían a determinados pobres enfermos, ofreciéndoles una rudimentaria atención sanitaria para el cuidado de sus específicos padecimientos. Debido al tratamiento que aplicaban en estas labores asistenciales y a los productos que utilizaban en sus prácticas médicas, teniendo en cuenta además las deterioradas condiciones sanitarias que presentaban y el hacinamiento de los enfermos en una única sala, todo ello repercutía en el vecindario por las molestias y el mal olor que causaban. Todavía más, paradoja de la vida, podían convertirse en focos difusores de contagios en vez de centros de curación.

    Y qué decir de los múltiples cementerios que habían ido surgiendo desde hacía tiempo junto a estos hospitales y en los alrededores de las iglesias y lugares públicos, sembrándose de esta manera el suelo de la ciudad de recintos peligrosos para la salud, que causaban por lo demás diversos inconvenientes para la vida cotidiana de la población circundante, como tendremos ocasión de comprobar.

    Aunque no se deben analizar todos estos factores de degradación medioambiental, que en tiempos pasados eran tan perjudiciales para el bienestar, con el criterio actual que imponen las exigencias higiénicas y sanitarias de una sociedad avanzada y en desarrollo (hoy nos resultaría muy difícil soportar aquellas nefastas condiciones de vida), y asumiendo también que estas características que estamos señalando eran las normales para aquella época (lo que en nuestros días nos puede resultar extraordinario, por entonces sería lo cotidiano), no deja de ser cierto que el estado de cosas que se está resaltando generaba notables perjuicios para los habitantes de la ciudad.

    Los vecinos eran conscientes de estos problemas y, dentro de las limitaciones representativas que tenían, procuraron manifestar sus quejas, exigiendo además medidas de saneamiento y una mejor limpieza de su entorno urbano. Por su parte, los poderes públicos asimismo sabían de los peligros que podía acarrear esta casi generalizada situación antihigiénica que la ciudad padecía, y procuraban dar algún tipo de ordenamiento para combatir los malos hábitos contra la salud pública, intentando al mismo tiempo, también dentro de sus posibilidades, que sus acuerdos se cumplieran. Pero ni las dañinas prácticas se perdieron (ni han desaparecido del todo incluso en el presente), ni las normativas se hicieron efectivas.

    Con relativa frecuencia se sucedían, de un lado, las quejas de algunos vecinos ante la suciedad, la hediondez y la podredumbre que se manifestaban por doquier, seguidas de las protestas por las incomodidades e inconvenientes que frecuentemente se sufrían por las calles y en las casas; de otro, se repetían las ordenanzas municipales prohibiendo determinadas costumbres insalubres y proyectando medidas para la limpieza pública. Pero casi siempre éstas chocaban con la persistencia de los malos hábitos higiénicos de la mayoría de los ciudadanos y con los usos tan perniciosos para la salud general por entonces imperantes.

    Una dificultad añadida procedía de la incapacidad e inoperatividad de los regidores para hacer efectivos los planes de sanidad pública que se proyectaban, bien por falta de recursos económicos suficientes de las arcas municipales, bien por desidia o dejación de sus funciones. Las actas capitulares del Ayuntamiento y las de los caballeros jurados recogían una y otra vez las peticiones para que se limpiase la ciudad, los mandatos que se sucedían a tal fin y la formación de comisiones encargadas de llevarlas a efecto. Pero esta misma repetición de solicitudes y ordenanzas constituía prueba evidente de que eran inoperantes y de que, a pesar de las buenas intenciones, casi nada se hacía y de que lo que se lograba realizar resultaba bastante insuficiente y a la postre claramente ineficaz.

    Conozcamos algunos ejemplos escogidos un tanto al azar. Según el acta del cabildo de jurados del 5 de marzo de 1541,

    fue acordado que el jurado Fernando Díaz de Santa Cruz hable a los caballeros diputados nombrados por la Ciudad para entender en lo de la limpieza de la ciudad y de parte de este ayuntamiento les pidan por merced den orden en ello de manera que la ciudad se limpie y que el dicho jurado lo solicite hasta llevarlo a efecto.

    En otra ocasión, fue el propio Asistente quien se mostraba interesado por el aseo urbano y por la posibilidad de adecentar de alguna forma la lamentable imagen de suciedad que la ciudad ofrecía de continuo por sus calles y plazas, interés que quedaba reflejado en las actas capitulares de 1557:

    Dijo el señor Asistente que ha trabajado todo lo posible para que la ciudad se limpie, así con los fieles ejecutores como con los procuradores que lo tienen a su cargo, y que ahora es muy buen tiempo para que se limpie, que la ciudad dipute caballeros que den orden de cómo se limpie y se envíe a decir a los fieles ejecutores que limpien sus cuarteles como son obligados, y donde no que se limpie a su costa, y que se permita que haya carretones para sacar las inmundicias.

    Como puede observarse, la preocupación por el asqueroso estado que Sevilla presentaba era sentida casi permanentemente por los ciudadanos y también por las autoridades, pero a éstas les solían faltar los recursos económicos suficientes para realizar la ingente tarea que representaba una adecuada limpieza pública, de ahí que se discutiese en repetidas ocasiones arbitrar los medios necesarios para poder efectuarla o utilizar distintos sistemas para ver si se podía poner en práctica, como, por ejemplo, el que planteaba el cabildo de jurados en su reunión del 24 de abril de 1574, según se recogía en el acta de dicha sesión:

    Dijo el jurado Juan Peláez Caro que se de un capítulo a la Ciudad sobre que se trate de limpiar las inmundicias de las calles, y que para esto se arriende el limpiar las dichas calles, que aquello que costare se eche en la sisa de la carne.

    La tensión entre deseos y realidades, entre lo que se debía hacer y lo que se hacía, tanto a nivel particular como público, no nos debe extrañar que ocurriera por entonces y que permaneciera durante siglos, si tenemos en cuenta que aún hoy no está superada ni resuelta satisfactoriamente, como puede comprobarse fácilmente en muchas de nuestras actuales ciudades. A todos nos resulta familiar la visión de solares abandonados, de edificios derruidos, de rincones y callejas, de variados lugares, en definitiva, diseminados por el casco urbano y en los alrededores próximos a las ciudades, donde una y otra vez se depositan inmundicias y desperdicios a pesar de los llamativos letreros que indican: «Prohibido arrojar basura bajo multa de…».

    En la Sevilla del Quinientos, y en la del Barroco, no se mejoraría en casi nada el lamentable espectáculo de suciedad y pestilencia que había heredado de los tiempos bajomedievales. Son abundantes los testimonios con los que podemos contar (algunos ya se han expuestos, muchos otros se verán más adelante) que describen de forma minuciosa y sin lugar a dudas este repulsivo retrato de la ciudad durante la Alta Edad Moderna, tan alejado de las visiones idealizadas y exaltadoras que, tanto entonces (merece la pena citar al respecto a Luis de Peraza o a Alonso de Morgado) como en el presente (también se pueden dar bastantes referencias) se han venido sucediendo. Aunque hay que repetir que la ciudad hispalense no constituía una excepción, sino que, por el contrario, lo que venimos señalando era denominador común a la mayoría de las ciudades europeas de aquellos primeros siglos modernos.

    La suciedad de los cuerpos y el temor a la inmersión

    Si la higiene pública mostraba tantas deficiencias, en el terreno de lo particular y de lo privado la limpieza corporal, tal como hoy la entendemos y practicamos, tampoco suscitaba atención preferente ni era motivo de preocupación especial para la mayor parte de los individuos que integraban aquellas colectividades. Es más, al parecer, desde el Medievo hasta bien avanzado el siglo XVIII, en líneas generales se mantuvo un claro rechazo del agua utilizada para el aseo del cuerpo y en la limpieza directa de la piel humana. A esto vino a sumarse, en contra de las adecuadas medidas de lavado corporal, el paulatino abandono de la costumbre de tomar baños, incluso su desaparición tanto en los recintos públicos como en los privados, no porque hubiera un retroceso en los hábitos de limpieza (los baños solían tener hasta entonces unas motivaciones más de tipo lúdico, de recreo y diversión que de práctica con finalidad higiénica), sino porque los rasgos de inmoralidad y de transgresión en muchos aspectos que en ellos se detectaban llevaron a su condena y a su prohibición por parte de las autoridades. Incidió también decisivamente en su rechazo el avance espectacular de los brotes epidémicos de determinadas enfermedades, las denominadas «pestes», pues llegó a ser creencia aceptada que los baños aumentaban las posibilidades de contagio, tanto por la promiscuidad de los lugares donde se tomaban como porque hacían más vulnerable al organismo

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