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Representaciones artísticas del indígena en América Latina
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Libro electrónico273 páginas3 horas

Representaciones artísticas del indígena en América Latina

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De todas las alteridades americanas, la indígena fue siempre la más compleja por sus múltiples y contradictorios sentidos para el ojo occidental, lo que ha dificultado históricamente su representación estética. A pesar de todo, ha habido una permanente y tenaz búsqueda de instrumentos artísticos para construir imágenes de su vida y su historia. El presente volumen reúne una serie de estudios sobre cómo ha sido representado artísticamente el indígena de la región hispanoamericana, desde principios del siglo XIX hasta las últimas décadas, en sus matices más recónditos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 abr 2024
ISBN9783968695662
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    Representaciones artísticas del indígena en América Latina - Martha Elena Munguía Zatarain

    I.

    REPRESENTACIONES NO CANÓNICAS

    Barbarie, ensamble y sentido:

    apuntes sobre dos historietas

    de Enrique Breccia con

    temática indígena

    DANIEL AVECHUCO CABRERA

    Universidad de Sonora

    I. Introducción

    Aun a riesgo de ser excesivamente esquemático, la relación entre varios de los pueblos originarios del Cono Sur y el imaginario nacional argentino podría organizarse en dos momentos. El primero de ellos corresponde al siglo XIX y principios del XX, periodo que coincide con el proceso de construcción y consolidación del Estado. Durante esa etapa, las representaciones del indígena, artísticas y no artísticas, son frecuentes y rotundas, lo cual evidentemente responde no tanto a la consciencia letrada de que las culturas aborígenes contribuyeron a la forja de la nación cuanto a la certeza de que la alteridad indígena podía fungir como contraejemplo ideal para definir la mismidad. Por este motivo, en las representaciones de este periodo, el indígena tiende a ser la vía más efectiva para ilustrar la barbarie radical. Basta recordar algunos de los textos fundacionales de la literatura argentina, en que el nativo no habla, sino que ruge y aúlla, además de que bebe, entre risas histéricas, sangre de yegua, en unos aquelarres pampeanos sacados de la imaginación febril y satánica de Johann Heinrich Füssli. Podría decirse que el culmen artístico de esta vertiente de figuraciones del indígena es La vuelta del malón (1892), el célebre óleo de Ángel Della Valle, obra en que la perfección técnica y la armonía en la combinación de elementos y motivos potencian la barbarie pese a la impronta sentimental de la escena. En estas representaciones verbales y visuales, el indígena carece no solo de voz¹, lo que habría que dar por sentado, sino también de cualquier otro indicio que permita al menos atisbar su dimensión cultural, a no ser por tímidos signos corporales, como el atuendo.

    Durante el siglo XX, aproximadamente hasta los años sesenta, las figuraciones verbales y visuales del indígena de los territorios rioplatenses oscilan entre la invisibilización y la dulcificación, únicas estrategias que parecen avenirse a la narrativa que le sirve de soporte al proceso de afianzamiento de Argentina como un Estado plenamente moderno. En ese proceso, las culturas originarias no son sino ornamento en la pintoresca fachada para contribuir a la especificidad identitaria o supuestos repositorios de los valores tradicionales de la región. Si bien en ellas destaca una mirada paternalista, amable y aun conmiserativa, en estas representaciones el indígena no deja de ser un bárbaro —acaso domesticado—, como efectiva y detalladamente explica Teresa Laura Artieda en La alteridad indígena en libros de lectura de Argentina (ca. 1885-1940).

    Podría decirse que, a partir de los años sesenta, hay una suerte de inflexión, anunciada por la aparición de la edición de Guerra al malón, del teniente Manuel Prado, ilustrada por el pintor mendocino Carlos Alonso. Esta inflexión implicó dejar atrás estampas donde predominaba el nativo inocente, manso y en permanente simbiosis con la naturaleza bucólica, para dar paso a cuadros en los que el indígena es objeto y agente de una violencia atroz, una violencia que pone de manifiesto que la barbarie la producen tanto unos como otros, incluso los supuestos garantes de la paz, el orden y la justicia. Estos cuadros, verbales y visuales, sugieren una inquietante premisa: en el mejor arte argentino, en cualesquiera de sus expresiones, siempre está la barbarie, con todo lo que eso conlleva en el plano ideológico-epistémico de la enunciación artística.

    No debe extrañar que una vez traspuesto el ecuador del siglo XX, la barbarie siguiera siendo la matriz conceptual de los discursos sobre el indígena, pues no fue sino hasta la década de los setenta cuando comenzaron a afirmarse las corporaciones que proponían políticas netamente indigenistas y abrir vías para el diálogo genuino. En 1968 se fundó el Centro Indígena de Buenos Aires, en 1970 la Confederación Indígena Neuquina, en 1971 la Comisión Coordinadora de Organizaciones Indígenas, en 1972 se reúne el Primer Parlamento Indígena Nacional en Neuquén, en 1973 se fundó la Federación Indígena del Chacho y la de Tucumán y en 1975 se creó la Asociación Indígena de la República Argentina. De particular importancia fue la II Declaración de Barbados, en la cual un grupo de dirigentes indígenas del continente describen y analizan las principales formas de dominación sufrida por los pueblos originarios, señalando principalmente a la política indigenista, el sistema educativo formal y los medios de comunicación (Radovich 137). Hasta cierto punto, estas corporaciones permitieron que se comenzara a escuchar la voz o la memoria de algunos de los pueblos originarios de la región, o como mínimo propiciaron espacios para el debate, el análisis, la reflexión y la crítica. Lógicamente, estos espacios trajeron como consecuencia directa actos de represión por parte de las fuerzas del Estado, que, significativamente, conmemoró, en 1979, el centenario de la Conquista del Desierto con desfiles militares y publicaciones que reivindicaban al general Roca y a los orígenes míticos de la Argentina Blanca (Gordillo 18).

    Que la emergencia, la multiplicación y el afianzamiento de corporaciones indígenas e indigenistas se den en la misma época en que el Estado argentino está celebrando uno de sus genocidios fundacionales habla de un contexto complejo, de voces diversas y narrativas centrales y marginales en diálogo conflictivo, un contexto en el que la barbarie como base estética y conceptual, insisto, aún es muy productiva para las figuraciones sobre el indígena.

    En el presente capítulo pretendo analizar cómo ese complejo contexto se concreta artísticamente en la obra de Enrique Breccia con temática indígena, historietista y guionista porteño autor de El sueñero y Alva Mayor, por mencionar dos de sus creaciones más importantes y de mayor influencia en la cultura historietística nacional e internacional². Me centro, específicamente, en La guerra del desierto y La espera, dos de sus historietas publicadas a principios de la década de los setenta, pertenecientes al llamado Ciclo de las guerras³. Parto de la premisa de que estas dos obras se apropian del gran imaginario iconoverbal sobre las culturas aborígenes del Cono Sur, y de que en esa apropiación resulta una reunión de voces discordantes, incluso opuestas, a las que Breccia les da unidad estética. Se trata de un imaginario que Ángel Díaz de la Rada describe como

    un ensamblaje, o un laberinto, de buenas intenciones y cuerpos mutilados, de humanismo civilizatorio y barbarie sin escrúpulos, de deseos de emancipación y realidades esclavistas, de comunicación evangélica y tortura impía, de deliberación habermasiana y crimen radical; con todos sus grados intermedios (12).

    Este ensamble implica que las historietas de Enrique Breccia, así como cualquier otro discurso sobre las culturas originarias de la región, se construye en relación con, en contraposición a, o tendiendo puentes entre, aunque el otro término de la relación estuviera aparentemente ausente, aparentemente en silencio (Artieda 143).

    Antes de concluir este apartado, quisiera aclarar que, para el comentario de las viñetas, no me detengo tanto en su gramática como en su movilidad diacrónica (Lizarazo 83) y en la relación de estas y su referente textual con los discursos culturales tanto contemporáneos a la obra como los pretéritos, sin los cuales ni imagen ni palabra adquirirían pleno sentido (Janzen 4). Concuerdo, pues, con Alberto Carrere y José Saborit cuando señalan que la imagen —ellos aluden a la pintura, aunque yo diría que cualquier forma de expresión visual significativa para una cultura— son visiones que reviven cada vez que alguien las vuelve a mirar, se muestran aquí y ahora, pero siempre desde algún tiempo pretérito que desde aquí y ahora imaginamos (69). Es decir, enfoco el comentario de las viñetas desde la tradición artística e histórica, que ofrece elementos para comprender no solo los mecanismos de producción de sentido, sino también la posible recepción. De cualquier modo, si bien son los menos, los apuntes sobre el código de expresión de la historieta están basados en El discurso del cómic, de Luis Gasca y Román Gubern.

    II. La guerra del desierto: corporalidades indefinidas

    Enrique Breccia publica La guerra del desierto en 1973 en Linus, una importante revista italiana, y solo a principios de los ochenta aparece en territorio nacional, en la revista SuperHumor. La historieta, cuyo guion es del propio Breccia, apuesta por una trama minimalista y prototípica sobre el enfrentamiento entre gauchos e indígenas. Como consecuencia de un malón, un grupo de indígenas —no se explicita de qué etnia, lo que es significativo— ha destruido la casa del gaucho Rufino Sosa y ha raptado a su esposa, Luisa. Cuando arranca la trama, Rufino se dispone a seguir a la cuadrilla de bárbaros con la intención de emboscarlos cuando convenga, para lo cual cuenta con la ayuda de un adolescente llamado Pedro, quien ha perdido a su hermano durante el malón. En un punto de la historia, el gaucho y el chico coinciden en que lo más inteligente es ir a buscar el apoyo de los militares de un fortín que se encuentra cerca. Mientras Pedro se encarga de esta tarea, Rufino permanece a una distancia prudente del grupo de indígenas. Luego de unas horas, sin embargo, el gaucho, atormentado por las suposiciones acerca de lo que podría estar sufriendo su esposa, se desespera y opta por acercarse a la partida de salvajes, quienes finalmente asesinan a Rufino.

    Como se advierte, la trama es muy simple; su efectividad reside en la tensión que genera la espera y la vigilancia de Rufino Sosa y, sobre todo, en el poderío visual de los dibujos de Enrique Breccia. En La guerra del desierto, el artista porteño se entrega a un guion sucinto que no ofrece datos ni históricos ni geográficos y que apuesta al contraste entre blanco y negro y a las pinceladas expresionistas, esto último particularmente cuando se trata de representar los rostros. Con este conjunto de técnicas iconoverbales, las cuales ocupan un asiento de primera fila en su repertorio de destrezas, Breccia consigue dotar a las viñetas de una estética de la indefinición que determina la representación del indígena. Esta estética presupone un posicionamiento ético, ideológico y epistémico, el cual, desde luego, no puede ser del todo atribuible a la perspectiva autoral. Toda génesis visual se inserta en o bebe de lo que William John Thomas Mitchell denominó tradiciones de representación (13), que podrían considerarse una suerte de imaginario iconográfico —y verbal, yo añadiría— rico en temas, formas, tonos y perspectivas, construido a fuerza de reiteración y difusión en múltiples espacios y diversos canales⁴. Esos temas, formas, tonos y perspectivas son de carácter abstracto y solo adquieren concreción en obras específicas, donde se actualiza el elemento de la tradición de representación, y en ese sentido esta actualización no es propiamente un intertexto.

    Lo que he llamado estética de la indefinición, dominante en La guerra del desierto, sin duda forma parte de la tradición argentina de representaciones del indígena. De hecho, dicha estética se halla en el sedimento de la tradición cultural de la región, y es que la podemos encontrar ya en La cautiva (1837), de Esteban Echeverría. La indefinición empieza por la configuración poética del desierto, con adjetivos como inconmensurable y misterioso o el apunte del sujeto lírico de que la vista no encuentra donde fijar su fugaz vuelo (65): la ausencia de límites —o la incapacidad de percibirlos y sobre todo de verbalizarlos— inquieta tanto como despierta el vuelo poético; casi podría decirse que no habría poema sin esa inquietud. El inicio del segundo canto, titulado El festín, continúa con esta forma de construir el espacio, con énfasis en la profunda oscuridad que reina en las noches del desierto:

    Noche es el vasto horizonte,

    noche el aire, cielo y tierra.

    Parece haber apiñado

    el genio de las tinieblas,

    para algún misterio inmundo,

    sobre la llanura inmensa,

    la lobreguez del abismo

    donde inalterable reina (66).

    Las fronteras indeterminadas del desierto son una forma de prefigurar los cuerpos sin contornos y fragmentados de los bárbaros, rasgos que autorizan la representación monstruosa y animalesca que destaca en el poema. Es claro que estas operaciones estéticas suponen un distanciamiento radical de Esteban Echeverría con respecto a la alteridad indígena, visualizada poéticamente como un ente borroso, oculto, sin contornos. Esto es muy distinto a lo que ocurre en otras de las piedras angulares de la tradición literaria y cultural argentina, El gaucho Martín Fierro (1872), de José Hernández, donde el nativo está corporalmente definido por la voz del payador; hay, incluso, brevísimos y sutiles momentos de identificación entre el gaucho y el indígena, lo que contribuye a la percepción, si no humanizada —porque para Martín Fierro los salvajes son más animales que otra cosa—, sí al menos una entidad completa e individuada. Se comprende: para 1872 el nativo nómada es un incordio, pero ya no está hecho solamente del material de los miedos ilustrados y del rumor escabroso.

    La guerra del desierto comienza a construir la estética de la indefinición desde el momento en que el guion sitúa los acontecimientos en cualquier lugar de la provincia de Buenos Aires, apunte que, además de avenirse a la naturaleza arquetípica del conflicto, de alguna forma pone las bases para que el indígena antes se potencie como signo de barbarie que se visualice como sujeto social, cultural y político; es decir, ese vago emplazamiento contribuye al desdibujamiento de la especificidad subjetiva del nativo.

    La presentación del malón es en realidad una no presentación. La primera viñeta en que se hace referencia al grupo de indígenas consiste en una estampa casi completamente oscurecida, salpicada de pequeñas manchas blancas (Figura 1). Partiendo de la perspectiva y los miedos de Rufino Sosa, Breccia consigue eludir la visibilización del indígena, que en toda la historieta siempre aparecerá fragmentado, oculto en la sombra, todo lo cual redundará en la tensión y en la sensación de intriga.

    Figura 1. Enrique Breccia, La guerra del desierto.

    La guerra del desierto y otras historias coloniales (2016).

    Más allá de que esta forma de no presentar está justificada narrativamente por la perspectiva y la falta de certezas de Rufino, el indígena queda dibujado a medias, en fragmentos, incompleto; como en La cautiva a través de imágenes poéticas alusivas a la fragmentariedad y la ausencia de límites, solo se pone de manifiesto visualmente lo que confirma su naturaleza bárbara: sombras, ruidos, una idea. Incluso cuando La guerra del desierto nos da a conocer la psicología del gaucho a través de una secuencia de cuatro viñetas, la indefinición del indígena se mantiene, a lo cual se suma las distorsiones de regusto expresionista típicas de Enrique Breccia (Figura 2).

    Figura 2. Enrique Breccia, La guerra del desierto.

    La guerra del desierto y otras historias coloniales (2016).

    Quisiera detenerme en la segunda viñeta para examinar cómo por un momento se rompe la indefinición que ha dominado en la representación del nativo. Basándome en la banda que lleva sobre la cabeza el indígena y en la composición del recuadro, conjeturo que para esa viñeta Enrique Breccia tomó como modelo a un telehuelche o patagón, etnia que fue objeto el escrutinio etnográfico casi desde mediados del siglo XIX. Además de que con la banda se dan claras señales de la identidad étnica del indígena y la viñeta se desvía por un instante de la indefinición que ha prevalecido hasta el momento, el más que posible modelo fotográfico que tomó Breccia activa lo que Mariana Giordano denomina colonialismo de la imagen:

    Las imágenes fotográficas tomadas a los pueblos originarios argentinos por diferentes emisores (científicos, funcionarios del Estado, fotógrafos, viajeros, exploradores, etc.) durante los siglos XIX y XX dan cuenta —implícita o explícitamente— de los modos en que visualmente se construyó esta alteridad y, además, de los diversos intereses, preconceptos y preceptos que subyacen a dicha construcción (14).

    Al recurrir como referencia a una fotografía para una de sus viñetas, en La guerra del desierto opera una variante de la trashumancia iconográfica, consistente en la circulación de las mismas fotos en distintos contextos iconográficos (Artieda 20). Se trata no solamente de la circulación de las imágenes, sino que estas además remolcan parte del sentido construido en su enunciación original; en este caso, la enunciación original conlleva una mirada colonialista y, por ende, una objetivación del nativo.

    Sin embargo, como decía antes, el momento de especificidad del sujeto indígena es fugaz; pronto las viñetas retoman la estética de la indefinición para el enfrentamiento entre Rufino Sosa y el malón. Para representar el enfrentamiento, las viñetas se suceden vertiginosamente para figurar en términos visuales el conflicto que supone la proximidad de dos mundos radicalmente opuestos. Cuando se da el choque, solo vemos un conjunto de lanzas (Figura 3), metonimia rioplatense de la barbarie indígena, lo que evoca una larguísima tradición de representaciones de malones en las cuales la figura de la lanza es protagonista, como en La vuelta del malón, de Della Valle.

    Figura 3. Enrique Breccia, La guerra del desierto.

    La guerra del desierto y otras historias coloniales (2016).

    Como puede advertirse, La guerra del desierto encuentra en un perfil indígena incompleto, fragmentado y colmado de vacíos la clave para hacer más efectivo, visualmente, el conflicto entre el gaucho y el malón. Esta figuración del nativo se ajusta a un guion minimalista y arquetípico que presenta el conflicto como el enésimo episodio de una epopeya, que en realidad es la pugna por un territorio, geográfico o corporal. La resolución estética, concretada en la indefinición, presupone un posicionamiento ético-epistémico, un posicionamiento que no es atribuible necesariamente a Enrique Breccia en tanto instancia autoral, sino a la tradición de representaciones del indígena de la región.

    Cabe especular, por otro lado, que el contexto europeo de producción de la historieta haya en parte influido en la representación del indígena: se entiende que Linus, que ya contaba con un público cautivo, no fuera el marco más propicio para una historieta deconstructiva. Además, también se puede inferir que en tierras europeas eran mejor recibidas las figuraciones indígenas que se ajustaban al estereotipo de la América exótica, maravillosa y bárbara, estereotipo que reimpulsó el boom como fenómeno literario y mercadotécnico.

    III. El regreso: biografías y cautivas

    La historieta El regreso, publicada en 1972⁵, narra un episodio más del conflicto entre militares argentinos e indígenas, solo que esta vez desde la perspectiva de estos últimos. Este encuadre narrativo posibilita la puesta en escena de un escenario pocas veces explorado en las representaciones de la región sobre los pueblos originarios, un escenario en el cual se proyecta el indígena mediante distintos canales de articulación de la subjetividad: la voz, los recuerdos, las creencias, etcétera. Al menos en principio, esto debería poner en crisis la barbarie como matriz conceptual y estética de la representación del nativo; veremos más adelante si esto ocurre.

    La historieta narra el itinerario psicológico de un indígena araucano llamado Curú-Agé, quien, herido, se dispone a volver a su toldería tras un violento combate contra una partida de militares. En su caminata de retorno, Curú-Agé, incitado por la cercanía de la muerte, rememora dos planos de su pasado: el inmediato, es decir, lo relativo a la reciente refriega con los blancos, y uno muy lejano, correspondiente a momentos clave de su crecimiento y de la construcción de su identidad. Al final, Curú-Agé muere, lo que autoriza la interpretación de la caminata y el itinerario psicológico como una síntesis de su vida.

    La perspectiva desde la que se narra El regreso

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