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Viaje a las mujeres de fuego
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Libro electrónico210 páginas2 horas

Viaje a las mujeres de fuego

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Esto no es una novela. Es una aventura periodística de muchos kilómetros, muchas miradas, muchas sonrisas y muchos abrazos, por un mundo desconocido para la mayoría.

Es un diario de viaje hacia las mujeres de fuego, hacia un puñado del número indeterminado, pero siempre minoritario, de mujeres de fuego que en esta España nuestra —y probablemente también en el resto del planeta-—lucha a brazo partido cada verano contra las llamas, los prejuicios y los estereotipos.

Mujeres que han avanzado, avanzan y avanzarán por sus vidas aplastando, con sus personalidades, sus decisiones, sus pensamientos, sus libretas de notas, sus mangueras, sus batefuegos, sus emisoras, sus torres, sus aviones y sus camiones, los muros que aún quedan.

Ellas tienen la voz, pero yo tengo el tesoro que supuso conocerlas y poder presentárselas a ustedes.
IdiomaEspañol
EditorialPepitas ed.
Fecha de lanzamiento9 abr 2024
ISBN9788419689160
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    Viaje a las mujeres de fuego - Franca Velasco

    CAPÍTULO CERO

    MI MADRE IBA A la compra todos los días cuando yo era niña. Supongo que lo hacía porque entendía que era su obligación y, probablemente, por salir de casa, también, no lo vayamos a negar.

    Pero, además, ella no tenía más trabajo que el del hogar y ocuparse de nosotros, que bastante trabajo era, por cierto, en ausencia de mi padre.

    También recuerdo con nitidez que, cuando yo fui madre y no iba a la compra todos los días, me sentía absurdamente culpable por no hacerlo. Y nunca lo hice, porque, además del trabajo de casa, hacía otro fuera, y no me daba tiempo. De hecho, es que me pareció siempre mucho más eficiente hacerlo de una vez, cargar en el maletero parejas, o incluso cuartetos, de todo tipo de artículos en cualquier hipermercado y almacenarlos, o congelarlos, para ahorrar viajes y tiempo. Y ya está.

    Cuando mis hijos empezaron a nacer, llevaba casi siete años de trabajo en trabajo, pero me seguí sintiendo culpable por hacer la compra solo una vez a la semana, o hacerme una escapadita rápida de ir y venir al súper del barrio cuando faltara algo en la nevera.

    Y no sé por qué, la verdad: algo así como si no estuviera haciendo las cosas como me las habían enseñado. Y recordaba a mi madre cogiendo la vez cada día en la panadería, la carnicería y la pescadería, paseos a los que yo, ocasionalmente, le acompañaba para ayudarle con las bolsas.

    Lo cierto es que ni ella ni mi padre se opusieron jamás a que yo tuviera otra profesión además de la de ama de casa —de hecho, al contrario, me instaron a estudiar y ser independiente—, pero, eso sí, digo «además», porque, reconozcámoslo, hasta hace poco, e incluso ahora, siglo veintiuno —y lo que nos queda—, el trabajo de ama de casa, como su género indica, es de amas, mientras ellos eran los amos, a quienes mi madre y muchas de las madres de las mujeres de mi generación —e incluso las mujeres de mi generación—, alababan incesantemente por lo mucho que nos «ayudaban» en las tareas del hogar y con los hijos.

    A ellas eso no les pasó, en su mayoría, también es verdad. Y, en demasiados casos, ni siquiera supieron reclamarlo.

    A pesar de eso, de ser la rebelde de mi casa, de los portazos y las escapadas cuando había bronca porque decía lo que pensaba sobre aquello de «las cosas de chicos y las cosas de chicas», y de huir al otro lado del Atlántico en cuanto pude; a pesar de todo eso, durante años seguí sintiéndome culpable por trabajar fuera, por no poder llevar a mis hijos al colegio, ni ir a buscarlos al salir, por delegar en él algunas meriendas e, incluso, por no poder hacer con ellos los deberes cuando tenía que trabajar por las tardes.

    Hubo quien se esforzó mucho en provocarme ese sentimiento, por cierto, y ahora que recuerdo la escena de aquella conversación, no imaginan la rabia que me da no haber puesto en su sitio a aquella predicadora. Por respeto. El que no merecía.

    Pero, sobre todo, más allá de las recriminaciones recibidas, se lo juro, yo me sentía culpable por no ir a la compra todos los días para tener el pescado fresco de cada mañana, o hacer las albóndigas con la carne recién picada.

    Y no imaginan lo que me alegro de que eso lo vayamos superando. Las autorrecriminaciones por ser lo que somos, por hacer las cosas como las hacemos y porque nos guste lo que nos gusta. Y, de una vez, lo hagamos sin ningún resentimiento y ninguna emoción, más allá del placer.

    Mi padre, ferroviario —que eso sí, para mí quería otra cosa, pero seguía teniendo sus problemas aceptando que las mujeres ocuparan puestos que él entendía que eran de hombres—, me dijo una vez que las mujeres no deberían trabajar en los talleres de RENFE de Valladolid en los que trabajaba mi prima, porque se quedaban embarazadas y había que sustituirlas. Y eso era un fastidio.

    ¿Periodista? Bueno, vale, pero ¿mecánica? Pongan aquí el emoticono de los ojos en blanco.

    Supongo que, si a mi madre le hubiera hablado de mujeres bomberas entonces, en aquellos años setenta, cuando recorría las tiendas de ultramarinos y las mercerías, habría puesto el grito en el cielo.

    No sé qué habría dicho mi padre si le hubiera hablado de esto, sinceramente.

    Pero aquí estamos, cincuenta años más tarde, a punto de encontrarnos con ellas.

    Y nos encontramos con ellas como podríamos encontrarnos con todas esas mujeres en otras profesiones, o en sus casas, que, dando el salto desde los oscuros años franquistas hasta los dos mil veintitantos, han demostrado que la brecha de género solo existe en los papeles —en las nóminas, sobre todo—, en algunos reglamentos y convenios, en las fotos oficiales, los consejos de administración de las grandes empresas del IBEX y, lamentablemente aún, en algunas mentalidades que siguen enredadas en el suplicio de convencernos de que somos amas de casa que salieron a la compra y se quedaron allí, instrumentos de la familia y de la maternidad (obligada, porque aún es difícil hacer entender a algunos que eso está en la decisión de cada mujer, cuyo vientre no es un horno para cocinar el pollo) o, peor aún, presas de caza.

    Porque esa brecha no existe en las capacidades, ni en los caracteres, ni en la fortaleza, ni en el empuje, ni en la ilusión, ni en las ganas, ni en el éxito.

    No existe. Créanme. Que quienes no se hayan acostumbrado, tendrán que acostumbrarse.

    Que las mujeres son de fuego. Y, sobre todo, estas.

    PILAR FUENTETAJA,

    LA LUZ DE LA CALABAZA

    Aranda de Duero (Burgos), jueves, 29 de septiembre de 2022

    LA INTERMITENTE E INTERMINABLE autovía hacia Soria, por todos esos kilómetros sin desdoblar que discurren entre los viñedos de Arzuaga y Vega Sicilia, me lleva hasta Aranda de Duero. Al oeste barruntan nubes tan oscuras como el vino tinto, y los camiones con los que me cruzo silban, también amenazantes, más allá de Peñafiel.

    El viaje se hace eterno, como el paisaje lleno de vides y campos que en la ciudad olvidamos que existen, y más cuando empieza a llover y los limpiaparabrisas me recuerdan que tengo que cambiarlos. Pero finalmente vislumbro la capital de la ribera del Duero, y me pregunto cuánto camino queda, mientras, de nuevo, sale el sol.

    Pilar vigila el monte desde su torreta, a diecisiete kilómetros de la ciudad en donde vive, y cada día conduce los tres últimos por una pista forestal que serpentea entre un bosque de encinas, La Calabaza.

    Su sonrisa inmensa y las chispas de sus ojos verdes me reciben al pie de la torre, que hereda el nombre del monte desde donde se adivinan seis provincias: lo más próximo Burgos, a su derecha, Soria, al fondo, Valladolid, y trozos del horizonte que se llaman Palencia, Segovia, e incluso, «una gotinina» de Guadalajara. «¿En serio?». Pues sí.

    En su último día de trabajo de la feroz campaña de incendios del verano de 2022, esta mujer indomable, peleona, que vuelve a mi vida desde otro verano de hace más de década y media, me invita a subir los ciento tres escalones de su torre metálica.

    Illustration

    «¿Pilar?», pregunté, incrédula, cuando me la citaron. Y era ella. La misma.

    La estructura ante la que la reencuentro, nació, cuentan, para sustituir al pino que tiene pegadito al lado, al que, antaño, otros vigías se encaramaban buscando humo. El árbol, ahora medio seco, que se quedó pequeño para atisbar el fuego, se marchita poco a poco, mientras los agentes medioambientales valoran cuándo talarlo. No puedo evitar pedir clemencia para ese héroe natural que tantos incendios habrá controlado a lo largo de sus infinitos años.

    Cuando el pino caiga, caerá el pasado junto al que se construyó este armatoste frente a mi vista, una metálica centinela que sobrevuela la naturaleza, la vida silvestre y el paisaje, para protegerlos.

    Junto a la torreta se levanta una caseta de obra con baño y vestuario en el que las dos mujeres que se turnan en la torre se cambian de ropa, y que, desde hace solo un año, sustituye a otra de reducidísimas dimensiones en la que solo cabían dos taquillas «y la vigilante, de perfil», bromea.

    En esta nueva caseta, las mujeres que «escuchan» en La Calabaza tienen un depósito de agua que rellenan las autobombas dos veces por campaña, un perchero, el hueco que podría acoger una nevera que no existe y un botiquín con lo básico.

    «Tener un cuarto de baño es obligatorio en todos los puestos de trabajo, pero aquí no había, y, de hecho, de las veintinueve torres que se levantan en Burgos, aún hay varias que no tienen. Lo hemos conseguido a base de protestar», cuenta Pilar mientras abre la valla de acceso a la escalinata.

    «¿Ves este cable?», me dice, señalándome un larguísimo conducto que sube hasta arriba del todo. «Es el cable del pararrayos, que deriva la tensión, viene a esta cubeta de descarga y va por debajo del suelo terminando en una especie de tridente que divide la descarga en tres puntos».

    El cartel en la base reza «En caso de tormenta, peligro de tensiones de paso y contacto. Manténgase a tres metros de distancia del conductor de bajada».

    El contador de rayos marca cero. «Me lo creeré», dice, «aunque es cierto que estando yo aquí, no ha impactado ninguno».

    Pilar habla con pasión de lo que hace. Describe cómo ha visto caer rayos, eso sí, en el monte, y cómo esos rayos pueden hurgar en los troncos y raíces de los árboles y dejarlos en combustión, silenciosamente, durante días, sin que parezca que el fuego está ahí, escondido, hasta que tiempo después la llama se manifiesta, inadvertida, naciendo del seno en el que se ha ido gestando, poco a poco, como una criatura espantosa que se abre paso con sus garras desde el vientre de la Tierra.

    Miro a lo alto, siguiendo con la vista la escalada del cable, e intento imaginar el impacto de un rayo ahí arriba. La potencia salvaje de la naturaleza que me viene a la mente, el fogonazo y el estruendo ensordecedor que me figuro en esa escena de película, recorren, de repente, como un zarpazo, mi columna vertebral.

    «Voy detrás de ti», le digo, y ella, como una Rapunzel de melena rubia que cada día se encierra por voluntad propia esperando la llegada de Gothel, guía mis pasos dubitativos mientras cuento los escalones. Ciento tres.

    Lo de arriba no puede describirse. Ni las fotos ni los vídeos, pero tampoco los ojos, consiguen abarcar todo eso, esa inmensidad que te obliga a respirar más profundo y a preguntarte qué haces ahí abajo, pudiendo vivir en lo alto; por qué nos hemos acostumbrado a observar desde nuestras ventanas la casa de enfrente, a caminar entre calles, mirando hacia nuestros pies para no tropezar con las alcantarillas, o a pegar la vista a una pantalla, con lo que hay aquí.

    Con qué poco nos conformamos a veces los seres humanos.

    A través de los cristales de la garita de la torre de vigilancia, a veinticuatro metros sobre el suelo, la tarde se extiende hasta el infinito, prácticamente despejada ahora, como si las nubes y el chaparrón encontrados durante el camino se hubieran refugiado en otro mundo muy lejos.

    Aquí pasa Pilar, en la más absoluta soledad, diez horas al día cada verano, desde hace quince años, en turnos de dos y tres días, y otros tantos de descanso, repartidos con su compañera, atisbando humo en una cuenca visual de en torno a cincuenta kilómetros que, en alguna ocasión, les ha permitido avistar incendios allá, en Herrera o Peñafiel.

    La emisora de la torre se alimenta de una placa solar. «Aquí tenemos suerte porque hay cobertura para los teléfonos móviles, pero nos comunicamos a través de esto: la emisora y el portófono, la emisora portátil que me permite seguir conectada cuando bajo».

    Sin embargo, hay torres, como Peñaguda, que solo tienen emisora fija: ni portófono ni cobertura. «La torre está en un lugar bastante inaccesible, y hay que subir y bajar escalando por las rocas, sin luz, y completamente aislado».

    Llegamos al asunto de ser mujer en un puesto como este. «Yo soy una privilegiada, pero hay puestos de vigilancia en lugares inhóspitos, a los que no se puede llegar en coche. Algunas compañeras y compañeros tienen que aparcar lejos y caminar por el monte, incluso trepar, sin saber a quién van a encontrarse acampado, y, aunque no debería haber diferencia, ya sabes… las mujeres tenemos que ir con mil ojos más que los hombres, porque nunca se sabe, con las cosas que pasan».

    Mi mente vaga hacia lo que llamamos soledad. Esa sensación de estar solo, sola, en el mundo, que, en un lugar como este, y más aún en Peñaguda, debe punzar cada poro de la piel hora tras hora.

    La soledad física, sobre la que rondará la emocional, fundiéndose en un todo, dejando volar la imaginación hacia ese fin del mundo, o de la vida, que a veces intuimos. Ese fantasma libre, sin cadenas, que acecha en torno al ser humano, debilitándolo o fortaleciéndolo, pero poniéndole en guardia, en todo caso.

    Y, aunque imagino la respuesta, porque esta es una de esas mujeres a las que llamamos «fuertes» —como si no todas lo fuéramos, en una u otra medida—, le pregunto cómo llevamos en este entorno eso de la igualdad.

    Me explica que, en los quince años que lleva formando parte del operativo, las cosas han cambiado mucho, que cuando se incorporó no eran muchas las mujeres que accedían, y que, aunque no ha sentido ningún tipo de censura por parte de los compañeros en su puesto por el hecho de ser mujer, sí escuchó comentarios desdeñosos cuando reivindicó a la administración que dotaran a la torre de una caseta en condiciones, con cuarto de baño. «Lo típico de… ya están las mujeres pidiendo sus cosas, aunque yo exijo esas condiciones para todos y todas, mujeres y hombres, porque obliga la ley, y ¿qué mínimo que eso, un baño?».

    Las mujeres, defiende, aportamos mucho al operativo. Podemos con las mangueras, conducimos camiones; «he conocido muchas, con mucho más empaque que algunos hombres en primera línea, aunque se siga hablando del operativo en masculino, y creo que eso ya nadie lo puede discutir. Pero, además, en puestos como este, nos orientamos igual o mejor que un hombre, digan lo que digan: es un trabajo meticuloso en el que tienes que estar muy atenta, y las mujeres tenemos mayor capacidad para la concentración, la organización, atinamos los humos con minuciosidad. Las mujeres tenemos que abordar todos los ámbitos laborales, y este es uno, ¿por qué no?».

    Pilar se asoma a la alidada de pínulas que preside la pequeña estancia, sobre un trípode que la sitúa a la altura de los ojos. Este elemento, que usa para medir los grados y reconocer el punto exacto

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