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Heroínas de la reforma: Ocho historias de mujeres valientes
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Heroínas de la reforma: Ocho historias de mujeres valientes
Libro electrónico292 páginas4 horas

Heroínas de la reforma: Ocho historias de mujeres valientes

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La Reforma cobra vida con estas historias de fe, aventura y amor. Las ocho mujeres que aparecen en estas historias no solo fueron heroínas, sino que también fueron seres humanos de carne y hueso que tuvieron miedos y entusiasmos, dudas y tentaciones. No fueron perfectas, pero el lector es tocado e inspirado por su fe creciente y por su disposición a sufrir por ella.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 jul 2023
ISBN9789877988819
Heroínas de la reforma: Ocho historias de mujeres valientes

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    Heroínas de la reforma - Sukeshinie Goonatilleke

    Prólogo

    Cuando pensamos en la Reforma, a menudo lo hacemos en relación con los grandes hombres que comenzaron el movimiento. Hombres como Martín Lutero, Guillermo ­Tyndale y Juan Calvino.

    Este libro provee revelaciones fascinantes de las vidas de ocho heroínas de la Reforma. Seguramente sus historias llegarán a personas de diferentes trasfondos y distintas condiciones. Encontrarás que las mujeres de este libro vienen de distintos niveles y segmentos de la sociedad, desde los más altos hasta los más bajos, pero su fe y su compromiso con Dios son el único hilo conductor que atraviesa el libro y vincula su experiencia con la nuestra.

    A veces es fácil leer sobre los grandes reformadores, y nos preguntamos cómo podríamos lograr alguna vez algo tan grandioso o heroico como lo que hicieron ellos. Pero cuando lees la historia de María Durand, quien a los 19 años tomó una postura decidida por Dios, no puedes evitar sentirte inspirado. Ella no era teóloga, pastora ni maestra, pero su compromiso inquebrantable con la Palabra de Dios a lo largo de 38 años de encarcelamiento nos dice algo. Cada una de estas mujeres enfrentó pruebas enormes y las superó. Al leer este libro, te introducirás en la experiencia de cada personaje. Las historias son tan vívidas y personales que logran dar vida a cada uno de los personajes, haciéndolos agradables y permitiéndote identificarte con ellos.

    Algunas de estas mujeres rompieron con la tradición y abrieron un camino nuevo para los que vendrían después de ellas. Un ejemplo es Catalina von Bora, esposa de Martín Lutero, quien fijó un ejemplo para otras mujeres de fe. Después están aquellas como la reina Catalina Parr y Luisa de Coligny, que vivían en las cortes reales y se codeaban con la élite de la sociedad, pero aun así mantuvieron su fe en Dios.

    Seguramente estas historias van a cautivarte, a enriquecerte, a motivarte y animarte en tu intento de navegar por los desafíos que enfrentas, desafíos que pueden parecer diferentes en la superficie, pero que en esencia son los mismos: cuestiones de fidelidad a Dios, de compromiso con su Palabra y de la educación más profunda en las cosas espirituales.

    Este libro, de muchas maneras, es fruto de las muchas horas que Sukeshinie dio como voluntaria para investigar y escribir artículos para el sitio web Lineage Journey (Linaje). Este es un ministerio educativo mediático que crea recursos para enseñar a los jóvenes sobre historia de la iglesia. Sukeshinie se unió poco después del lanzamiento de este ministerio, en 2017. Desde entonces, escribió más de 150 artículos para el blog del sitio web, que han sido una bendición para incontables personas por todo el mundo. Muchos de esos artículos formaron la base para las historias que encontrarás en este libro.

    Oro para que, cuando leas esta obra y te pares sobre los hombros de estas gigantas espirituales, te puedas guiar por sus ejemplos de fe y valentía, sin importar lo que enfrentes en el futuro.

    Adam Ramdin

    Productor ejecutivo de Lineage Journey

    Director de Jóvenes de la Asociación Inglesa del Norte de los Adventistas del Séptimo Día

    Prefacio

    La Reforma fue el espíritu del siglo xvi. Más que cualquier otro evento social o político durante ese período, la Reforma tuvo el impacto más importante en cada faceta de la vida. El movimiento fue conducido por gigantes, colosos de logros espirituales e intelectuales que no tuvieron miedo de levantarse y proclamar sin temor la Palabra de Dios.

    Juntos, ellos le presentaron a la gente la verdad de la justificación por la fe, la gran piedra angular del cristianismo, y pusieron la Biblia en manos del pueblo, que, hasta ese punto, ignoraba su contenido. También llegaron a reconocer la importancia de la libertad religiosa. El gran reformador alemán Martín Lutero lo resumió mejor cuando se paró frente al emperador en la Dieta de Worms y declaró audazmente: Mi conciencia es cautiva de la Palabra de Dios.

    La idea de que la conciencia de una persona fuera libre y que la persona podía darle la dirección que eligiera, era ajena a la gente de Europa en los comienzos de la era moderna. Igual de ajena era la idea de que la conciencia del hombre o de la mujer podía y debía ser totalmente cautiva de la Palabra de Dios. La Reforma cambió eso. Pero un estudio más profundo de la Reforma revela algo más: que a la historia no solo le dieron forma hombres fieles, sino también mujeres fieles, en igual medida.

    En la misma forma que hombres como Lutero, Calvino y ­Zuinglio revolucionaron su mundo y el nuestro, también hubo mujeres extraordinarias que trabajaron de la misma manera y lograron hazañas significativas por sí mismas.

    Estas mujeres eran de todas las condiciones. Como muchas de nosotras, eran esposas, madres, hermanas, hijas y amigas. Pero también eran jefas de Estado, escritoras, activistas, poetisas y eruditas. Eran mujeres que ayudaron a dar forma no solo a sus hogares y sus familias, sino también a sus comunidades y sus naciones. Este libro está dedicado a contar sus historias.

    La idea de este libro se me ocurrió primero cuando estaba haciendo una serie de publicaciones en un blog sobre mujeres de la Reforma para el Mes de la Historia de la Mujer, en marzo de 2018. Cuanto más escarbaba en la vida de las mujeres de la Reforma, más empezaba a ver los hilos conductores que las vinculaban, como también veía el abanico asombroso de diferencias que las distinguían como personas individuales.

    De todas las mujeres cuyas historias leí, las ocho mujeres incluidas en este libro tuvieron el impacto más grande en mí. Estas mujeres tenían defectos y fueron moldeadas de muchas maneras por las normas sociales de su época; sin embargo, ellas demostraron un compromiso valiente con la Palabra de Dios, que las llevó a desafiar las tradiciones y los prejuicios sociales. Eran profundamente humanas y al mismo tiempo eran profundamente espirituales. Eran mujeres de las reformas alemana, francesa e inglesa, y sus historias está agrupadas en este libro por región geográfica y luego en orden cronológico. Traté de seguir el relato histórico tan de cerca como fuera posible, aunque me tomé alguna licencia artística en algunas partes. Mi meta general fue ser tan fiel a estas mujeres y sus historias como fuera posible, porque hay algo poderoso en contar historias verídicas. Creo que pueden capturar la imaginación tan a fondo como la ficción.

    Estas mujeres no tenían miedo de seguir su conciencia y de tomar decisiones difíciles, aun a un gran costo para ellas mismas. Apocalipsis 12:11 describe su vida: Han vencido por la sangre del Cordero y por la palabra del testimonio de [ellas], y no amaron su propia vida ni aun ante la muerte. Esto fue lo que me atrajo de ellas.

    A los hombres que lucharon juntos en los frentes de las grandes guerras de la historia se les dice camaradas. El compromiso con una meta común y la voluntad de hacer sacrificios enormes para alcanzarla unió a estos hombres inseparablemente en una hermandad que a menudo fue más fuerte que cualquier vínculo de sangre.

    De manera similar, aunque en algunos casos estuvieron separadas por el tiempo y el espacio, estas mujeres eligieron perseguir una meta común a un costo personal grande. Aunque no tomaron armas físicas, tomaron la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios, y el escudo de la fe, y fueron a la guerra contra fuerzas formidables de oscuridad espiritual. Esto las unió. Esto las hizo camaradas. Y los que seguimos un compromiso similar con la Palabra de Dios sin contar los costos subsiguientes, somos parte de esa comunidad también. Nosotros también somos camaradas, entre nosotros, y también de ellas.

    Al leer este libro, espero que la vida de estas mujeres asombrosas te conmueva y te inspire tan profundamente como a mí. Oro para que no solo te inspire, sino también te desafíe a examinar tu compromiso con la Palabra de Dios, para que tú también puedas vivir este gozo único de la camaradería con Jesús que cada una de ellas atesoraba.

    Sukeshinie Goonatilleke

    Septiembre de 2020

    Capítulo 1

    Catalina von Bora

    Fugitiva

    Nimbschen, Sacro Imperio Romano Germánico - 4 de abril de 1523

    El silencio de la noche es interrumpido por un fuerte traqueteo y los golpes de cascos. Todas nos ponemos tensas con el sonido; nos preguntamos si es el hombre al que estábamos esperando. Estamos nerviosas y asustadizas, apiñadas a la puerta gruesa del huerto que se abre al camino que va más allá.

    Verónica, que está a mi lado, se inclina hacia Margarita.

    –¿Crees que sea él? –susurra.

    Margarita presiona la cara contra la puerta áspera de madera y se asoma a la oscuridad.

    –Podría ser... –contesta.

    –Bueno, si es él, entonces, ¿por qué debe hacer tanto ruido? ¡Nos van a atrapar antes de que salgamos del convento, Margarita! –se queja Elsa.

    Margarita se da vuelta y la hace callar con una mirada fulminante.

    –¿No podía ser más discreto? –concuerda Eva, devolviéndole a Margarita una mirada fulminante de su parte.

    Todo esto es culpa de Margarita. Ella fue quien le escribió al hermano Martín para pedirle ayuda.

    –Él vino a ayudarnos, y la verdad es que deberíamos estar agradecidas de que alguien haya venido siquiera –nos dice Margarita imperiosamente.

    La luna está alta en el cielo esta noche y el campo está inundado de una pálida luz plateada. No es la mejor noche para nuestra fuga, pero a veces una no está en situación de exigir nada, y esta noche estamos en esa situación. El traqueteo se vuelve más fuerte y empujo a Margarita para que se corra, así puedo espiar al carro que se acerca.

    –Ruego que la hermana Von Haubitz esté bien dormida –­dice Elsa justo al lado de mi oído–. Nos va a colgar como sábanas al viento si nos atrapa.

    –¡Sh! –susurra Verónica–. ¡Cállense todas ustedes! Con sus susurros nomás van a despertar a la abadesa.

    El traqueteo termina abruptamente y oigo el resuello de los caballos no muy lejos de donde estamos paradas. Esperamos, escuchamos por si se da la señal que confirmará que este es efectivamente el hombre que estamos esperando. Entonces la oímos, un silbido suave y penetrante, una, dos, tres veces.

    –Es él –dice Margarita, y una ola de emoción pasa por el grupito de jóvenes reunidas en ronda a la puerta del huerto.

    –Ve a ver si es él de verdad, Cati –indica Verónica, empujándome hacia adelante.

    Miro a Margarita, que asiente.

    –¿Por qué yo? –pregunto desconcertada–. ¿No deberías ir tú

    –Tú eres la única de nosotras que no le tiene miedo a nada –­dice con suavidad–. ¡Ahora, ve, no tenemos toda la noche!

    Lo veo en la sombra del muro a mi izquierda y me dirijo a él, manteniéndome fuera de la luz de la luna.

    –¿Herr Koppe? –susurro cuando estoy lo suficientemente cerca.

    –Sí –contesta susurrando, y oigo crujidos de madera cuando se baja del asiento del cochero y viene a encontrarme junto a las cabezas de los caballos.

    Conocemos a Leonardo Koppe, pero desafortunadamente no por su intelecto.

    –Soy Cati... Catalina –digo.

    De repente, me da timidez que yo, una monja, esté teniendo un encuentro secreto con un hombre desconocido fuera de los muros de mi abadía en medio de la noche.

    Fraulein Catalina –me saluda formalmente–. ¿Están listas las otras hermanas?

    –Sí –respondo, y mis ojos se dirigen a la carreta desvencijada–. ¿Nos transportará en este... carro?

    –Eh, sí –se rasca la nuca–. El Dr. Lutero sugirió que un carro podría ser el más efectivo... eh... medio de escape. ¿Cuántas son ustedes?

    –Somos doce –digo mientras miro el vehículo.

    Él asiente, y veo que su cara es serena, como si sacar de contrabando monjas de un monasterio en medio de la noche fuera cosa de todos los días.

    –Esto podría ser una pérdida de tiempo –se me suelta de la lengua antes de poder detenerme.

    –Sí –admite–, pero no lo sabremos a menos que lo intentemos.

    Pienso: No es que tengas muchas otras opciones, Cati. Después asiento.

    –Voy a buscar a las otras –le digo, y vuelvo rápido a la puerta del huerto.

    Reúno a mis hermanas en silencio y nos escabullimos al camino amontonadas, mezclándonos con las sombras como ladrones en la noche. Nos juntamos alrededor del carro y, cuando levanto la vista para medir la reacción de Herr Koppe, veo que su cara generalmente calma está mostrando señales de preocupación.

    –¿Y bien? –dice abruptamente Margarita, impaciente, asimilando la expresión aturdida de él–. Ahora es demasiado tarde para lamentarlo.

    –¿Dónde nos quiere?

    –¿Qué quiere que hagamos? –repite Elsa.

    Herr Koppe nos mira fijo por un largo momento, y después murmura:

    –Traje barriles de pescado.

    –¿Barriles de pescado? –pregunta Verónica–. ¿Para qué?

    –Pensé... –él se mueve y se masajea la nuca–. Pensé que podrían viajar adentro de ellos.

    –¿Viajar en barriles de pescado? –repite Eva, mirándolo como si él se hubiera vuelto loco–. ¿Qué tan grandes son?

    Él nos hace señales de que vayamos a la parte de atrás del carro y miremos. Y lo seguimos. Una ola suave de indignación pasa entre nosotras.

    –¿Barriles de pescado?

    –¿Se volvió loco?

    –¿Quizá sean más grandes de lo que pensamos?

    –Mmm... lo dudo.

    –Shhh... –silba Margarita.

    Entonces intervengo, tratando de aplacar a todos.

    –El hombre fue lo suficiente bueno para arriesgar la vida y encontrar una manera de ocultarnos. Lo menos que podemos hacer es mostrar algo de gratitud.

    –Veamos cuán agradecida estás cuando tengas que sentarte adentro de un barril apestoso de pescado, Cati von Bora –­murmura Verónica.

    Suspiro, sabiendo que tiene razón.

    Los barriles son receptáculos bajos de madera con bandas de hierro que los envuelven por la mitad, donde se abultan.

    –Aquí están –dice Herr Koppe, con mirada avergonzada.

    Levanto mi falda con una mano, engancho el pie en los rayos de las ruedas y me apretujo torpemente entre dos barriles y sobre la caja del carro. Me asomo con cautela a un barril. A la luz de la luna veo los restos de entrañas de pescado que recubren el fondo y siento el hedor de pescado podrido. Levanto la espalda arrugando la nariz.

    –¿Qué pasa? –susurra Margarita, y me doy vuelta y veo que está subiendo al carro detrás de mí.

    Ella se asoma a un barril y veo que su rostro palidece. Intercambiamos una mirada y después damos un vistazo a Herr Koppe, cuya cara recuperó su expresión plácida. Me doy vuelta hacia el barril otra vez y paso la pierna sobre el borde, luchando un poco para meterme adentro.

    Enseguida las doce estamos embutidas en los horribles barriles de pescado, con las rodillas atascadas contra el pecho y el hedor del pescado podrido que se nos filtra en la piel. Los restos de entrañas de pescado que están debajo de mí son húmedos y fríos. De solo pensarlo me pasa un escalofrío por el cuerpo.

    –Aunque me bañe mil años, este hedor nunca saldrá de mi piel –escucho que Elsa susurra con voz ronca desde el barril de al lado.

    Cuando estamos listas, Herr Koppe toma las riendas y empezamos el viaje. El camino es accidentado y desparejo, y el carro da saltos fuertes. Pronto todo mi cuerpo está traqueteando y aprieto la mandíbula hasta que me duele. Pienso: Dos días así. Dos días de traqueteo y sacudidas en este brebaje apestoso de pescado. Cierro los ojos y me recuerdo por qué estamos haciendo esto, cómo comenzó y por qué vale la pena.

    Verano de 1519¹

    Mi lugar favorito de todo el convento es la biblioteca. Me encanta el olor a moho de los libros y el olor de la tinta y las toscas mesas puestas en hilera en la habitación de piedra. Estoy leyendo un libro sobre derecho canónico, con el ceño fruncido mientras absorbo el concepto de extra ecclesiam nulla salus –no hay salvación fuera de la iglesia–, cuando un sonido detrás de mí me hace levantar la mirada. Es Verónica, con los ojos bien abiertos, con un montoncito de papeles encuadernados que aferra con la mano.

    –¿Qué sucede? –le pregunto mientras cierro el pesado libro–­. ¿Qué pasó?

    Ella se hunde en la silla que está a mi lado y echa un vistazo alrededor de la habitación. Hay unas pocas hermanas más leyendo en silencio en la biblioteca.

    –Verónica –digo mientras sigo su mirada–, ¿qué...?

    –Shhh... –pone un dedo sobre sus labios.

    –Recién recibí un panfleto –dice con voz tan baja que tengo que agacharme casi hasta su boca para oír lo que dice.

    –¿De dónde? –pregunto frunciendo el ceño otra vez.

    Desde que este monje, Martín Lutero, empezó su embestida, nos dieron instrucciones de tener mucho cuidado con la clase de literatura que aceptamos.

    –De mi tío –dice ella mirando los papeles que están en su mano.

    –¿El prior del monasterio de Grimma? –respondí echando los hombros hacia atrás, que caen con alivio.

    Si ella tiene un libro de su tío el monje, entonces no tenemos nada de qué preocuparnos.

    –Así que, ¿cuál es el problema? –pregunto, olvidándome de susurrar.

    –¡Cati! –susurra–. ¡Baja la voz!

    –¿Para qué? –le pregunto, aunque le hago caso–. Si tu tío te mandó un libro, no puede ser contrabando.

    –Es justamente eso –susurra poniendo los papeles encima de mi libro–. Me mandó un panfleto escrito por Martín Lutero.

    –¿Qué? –digo mientras doy un vistazo al panfleto y leo lentamente el título: Lecciones sobre la Epístola de Pablo a los Romanos.

    Parece ser una colección de sermones. Tomo rápidamente el panfleto y lo meto debajo de mi libro. Mis ojos miran a los saltos por toda la habitación. Las otras hermanas parecen ignorarnos.

    –Me mandó una carta –sigue Verónica–. Dice que el hermano Martín estuvo en el priorato de Grimma hace unas semanas y les predicó a los hermanos ahí. Dice que cree cada palabra que predica el hermano Martín, Cati. Nos mandó esta colección de sermones para que podamos estudiar por nuestra cuenta lo que él enseña.

    Estoy demasiado conmocionada para hablar. La miro fijamente. Mi boca se abre y se cierra como un pez.

    –¿Y bueno? –exige–. ¡Di algo!

    –Es herejía –digo atragantada finalmente–. Seguro que tu tío sabe lo peligroso que es esto.

    –Él no piensa que sea herejía –dice ella, y yo sacudo la cabeza.

    –Entonces él mismo es un hereje.

    –¡Cati! ¿Cómo puedes decir que algo es herético antes de haber dedicado tiempo a estudiarlo?

    –Porque la abadesa me dijo que cualquier cosa que viene de la boca de Martín Lutero es herejía –contesto.

    –¿Y eso es suficiente para ti? –me desafía.

    –¿No es suficiente para ti? –respondo con ardor.

    –¿Descartarías todo lo que él dice solamente porque la abadesa lo dice? Nunca pensé que serías tan... –hace una pausa para buscar la palabra correcta.

    –¿Tan qué? –digo lacónicamente, y después la corto con un ademán despectivo de la mano–. No trates de manipularme, Verónica. No me gusta buscar problemas.

    –¿Y si el problema vale la pena buscarlo? –responde levantando las cejas.

    Suspiro con exasperación.

    –Entonces, ¿qué harás con esto? –pregunto, haciendo un movimiento hacia el panfleto que todavía está en mi regazo.

    –Lo estudiaremos –dice ella.

    –¿Quiénes? –pregunto.

    – Margarita von Staupitz, Eva von Schonfeld, Elsa y yo. Planeamos reunirnos en mi cuarto esta noche después de que apaguen las luces. Por favor, Cati, di que vendrás.

    –Verónica, esto es una locura. ¿Quién sabe qué nos pasará si nos atrapan? Oí que Martín Lutero debatió con el Dr. Eck en Leipzig el mes pasado. Toda la iglesia está escandalizada por esto.

    Me inclino más cerca y le susurro al oído:

    –Hasta quizá lo quemen por hereje. Y entonces ¿dónde quedaríamos? ¿Qué nos harán si nos atrapan leyendo su obra?

    –Está usando la nueva traducción de Erasmo del Nuevo Testamento, ¿sabes? –responde finalmente, como si no hubiera escuchado nada de lo que dije.

    –¿Qué?

    –Erasmo de Róterdam . Tú sabes quién es, Cati.

    –Sí –respondo–. Sé quién es Erasmo, pero ¿y qué? Erasmo le dedicó su nueva traducción al Papa. No puedo ver cómo podría propagar herejías.

    –Es una clase diferente de traducción, Cati. Todos dicen que es... es tan refrescante.

    –Pero seguramente el Santo Padre habría encontrado cualquier incongruencia –digo.

    –Quizás el Santo Padre no la leyó –sugiere Verónica, y se muerde el labio.

    –¡Verónica! –digo con un grito ahogado.

    –Bueno, escuché que dicen –responde con el mentón levantado tercamente– que el Santo Padre dijo que el evangelio es una fábula provechosa.

    Ella se inclina hacia atrás y me observa.

    –Eso es una tontería –digo despectivamente.

    –¿Ah sí? Nos debemos a nosotras mismas el ver si hay algo de verdad en lo que el hermano Martín está diciendo. ¡Vamos, Cati! Hay una copia de la Biblia de Erasmo aquí, en la biblioteca. Podemos usarla para comprobar cada referencia que el hermano Martín hace en su panfleto. No hay nada que perder, ¿no? Si es herejía como todos dicen, entonces podemos verlo por nuestra cuenta, y listo; pero si es verdad, como mi tío dice que es, ¿cómo podemos dejarla pasar?

    Suspiro y sacudo la cabeza. Verónica tiene razón.

    –De acuerdo –digo de mala gana–. Voy a ir.

    Su cara se convierte en una sonrisa enorme.

    –No lo vas a lamentar, Cati. ¡Te prometo que no lo vas a lamentar!

    Esa noche nos reunimos en la habitación de Verónica, amontonadas alrededor de su dura cama, a la luz parpadeante de una sola vela de sebo sobre un taburete de madera.

    Hay un aire de entusiasmo en la habitación, sumado a la tensión. Leemos el panfleto del hermano Martín, abrimos la pesada traducción del Nuevo Testamento de Erasmo y comparamos con las conclusiones del hermano Martín. Nos quedamos hasta que oímos el sonido grave de las campanas que nos llaman a los laudes, la hora de la misa justo antes del amanecer.

    Levanto la vista de la Biblia. Me pican los ojos del esfuerzo de leer a la luz tenue de la vela.

    –Tenemos que ir a los laudes o van a preguntar dónde estamos.

    Las demás asienten.

    –Voy a devolver la Biblia a la biblioteca después –dice Verónica.

    Ninguna durmió ni un poquito, pero dudo de que pudiéramos si hubiéramos querido.

    La adrenalina corre por mis venas y estoy completamente despierta cuando entramos en la capilla y hago los laudes mecánicamente. Mi mente vuelve al libro que estaba leyendo cuando Verónica vino a mí, y al dogma de que no hay salvación fuera de la iglesia. Mis ojos se entrecerraron sobre el ostensorio (la pieza ornamentada que custodia la hostia consagrada),

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