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Una duquesa Rebelde
Una duquesa Rebelde
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Libro electrónico355 páginas5 horas

Una duquesa Rebelde

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Mientras las jóvenes debutantes sueñan con encontrar al marido ideal, Lady Elizabeth Desmond, busca libertad para labrar su propio camino. Tan joven y bella, así como rebelde, prefiere mil veces ser una solterona, antes de casarse por conveniencia y ser desdichada por el resto de su vida. Pero el destino tiene otros planes y debe abandonar su Irlanda natal y presentarse en sociedad bajo el ala de su tía, la mismísima reina Victoria. William Cavendish, próximo duque de Devonshire, es de carácter fuerte y demasiado reservado, haciéndolo parecer orgulloso. Heredero de una inmensa fortuna, sin duda es uno de los solteros más codiciados de la temporada londinense, pero tiene el defecto de que se niega a casarse. Hasta que un par de ojos marrones, lo hacen cambiar de opinión. William se promete a sí mismo enamorar a aquella joven, pero Elizabeth Desmond no se lo pondrá tan fácil.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 ene 2024
ISBN9788418616914
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    Una duquesa Rebelde - Josephine

    1

    Londres–1864

    Lady Elizabeth Desmond, a sus dieciocho años, se consideraba una mujer afortunada, pues hasta ese momento se le había permitido disfrutar de la libertad y las maravillas de su natal Irlanda, hasta que aquello cambió abruptamente, justo cuando la tan respetable reina Victoria, consciente de que su sobrina ya está en edad para el matrimonio, la hace viajar a Londres, con la finalidad de ser presentada en sociedad, y concertarle un buen matrimonio con algún caballero de buena posición. Elizabeth, apenas pone un pie en tierras inglesas es víctima de los constantes comentarios malintencionados de las jóvenes nobles, mismas a las cuales, si no fuera por la mirada retadora de su padre, ya les habría dado su merecido. Le resultaba frustrante tener que comportarse como una perfecta dama, callada y sumisa, portar vestidos tan pomposos y joyas tan estrafalarias. Definitivamente, ella no era así, pero de algo estaba muy segura. «No casarse nunca», y si aquello significaba ser una solterona, con gusto lo sería.

    —Echo de menos Irlanda —confesó Elizabeth desanimada, soltando un gran suspiro, mientras caminaba por el majestuoso Hyde Park. Pese a que el clima era agradable y el día hermoso, el corazón de la joven se encontraba destrozado, llevaba tan solo unas horas en tierras británicas, y ya había sido víctima de burlas y comentarios mordaces de algunas de las jóvenes que ahí se encontraban.

    Para nadie era un secreto que, en Irlanda, Elizabeth pasara la mayor parte del tiempo conviviendo con los pueblerinos, visitando hospicios y ayudando a los menos favorecidos, incluso se había atrevido a ejercer como enfermera, aun ante las negativas de su padre, pues aquello resultaba escandaloso y vergonzoso. Una joven de su clase, rebajarse vilmente para convivir con la gente pobre y ser vista con sus vaporosos vestidos sucios, sin duda era algo inaceptable. Pero poco le importaba, pues gracias a su madre, la fallecida condesa de Greystones, era por lo que se había interesado en hacer actos de caridad. Pues si bien, Emerald Desmond, quien antiguamente fuera conocida por Emerald Alejandrina FitzGerald, no solo había sido hija del tan afamado August FitzGerald, V conde de Kildare, miembro de una de las dinastías más influyentes de Irlanda, sino que se había atrevido a desobedecer para ayudar en la construcción de escuelas mixtas para los hijos de los trabajadores y algunos hospicios, poco le importó las amenazas de ser repudiada por su padre, así como los comentarios malintencionados de la alta sociedad. El coraje de la condesa, sin duda, dejó una huella imborrable en su hija Elizabeth, quien orgullosa seguía sus pasos.

    —No te desanimes, querida prima —la animó Andréi, conde de Argyll—. Lo mejor será que te concentres en tu debut de mañana. Sin duda, la gran soberana se alegrará al verte —espetó, caminando a la par de su pariente.

    —Padre y ella han confabulado para que termine casándome en esta temporada. No estoy dispuesta a hacerlo —soltó con evidente molestia, echando a correr por el Hyde Park.

    Andréi, incrédulo y mirando a su alrededor, tuvo que imitarla para lograr alcanzarla, antes de que su tío la reprendiera por su actitud inapropiada.

    —Entiendo tu molestia, pero si lo vemos por el lado bueno… —dijo un poco agitado, corriendo a unos cuantos centímetros de ella.

    —¿Lado bueno? —musito incrédula, deteniéndose de golpe y encarando a su primo—. Aquí no hay un lado bueno.

    —Tendrás a alguien que te procure, una maravillosa casa, sirvientes a tu disposición e hijos —confesó, deteniéndose de igual manera, dejando escapar un largo suspiro debido al esfuerzo físico.

    —Si no lo recuerdas, Andréi, mi madre me heredó el castillo de Slane, tengo demasiados sirvientes a mi disposición y soy feliz estando soltera. No estoy dispuesta a tolerar infidelidades, maltratos, no quiero ser una esposa sumisa, una que solo sirve como un bonito objeto para decorar y que es vista como una fábrica de hijos. Prefiero ser una solterona, pero feliz y libre. —Esto último lo dijo gritando, ocasionando que varias miradas curiosas se posaran en ella y empezaran a cuchichear.

    —Baja la voz —susurró el joven conde—. Todos nos están mirando.

    —¿Eso es todo lo que te importa? ¡Eres un hipócrita, igual a ellos! —exclamó con indignación.

    —Os recuerdo que no estáis en Irlanda. En Londres, las cosas son muy diferentes, si vuestra actitud tan escandalosa llega a oídos de vuestra majestad, entonces sí estaréis en graves problemas.

    —Aquí estáis —reprendió el conde de Greystones con tono autoritario—. Elizabeth, no quiero que os alejéis demasiado y que os mostréis tan despreocupada. No estáis en Irlanda, dejad de comportaros como una salvaje.

    —Pero, padre...

    —Es suficiente, ahora volved al carruaje, debemos llegar al castillo Dover —dijo tajante, para después abordar el carruaje.

    Elizabeth, por primera vez se quedó callada y obedeció, a decir verdad, hasta ella misma se había sorprendido de las palabras tan crueles de su padre, jamás imaginó que él la considerara una salvaje.

    Si bien Joseph Alejandro Desmond de Sajonia-Coburgo, conde de Greystones, era un caballero altivo, estricto y un poco benévolo, a sus cincuenta años poseía un cuerpo musculoso y un gran atractivo. Él había sido dichoso al haberse casado con Emerald por amor y no por imposición, tanto fue su amor que apoyó a su esposa en sus obras de caridad y la alentó en cada una de sus locuras, pero tras la muerte de ella, se vio sumido en un profundo dolor, haciendo que su carácter y forma de ver la vida cambiaran drásticamente. Ahora lo único que le importaba era el de casar a su hija con un noble respetable y de este modo asegurarle un buen futuro.

    Chatsworth House...

    Lord William Cavendish, futuro duque de Devonshire, tenía tan solo veinte años, cabello oscuro, tez blanca, ojos de un azul profundo, cuerpo fornido y con 1.80 de altura, sin duda, era un gran ejemplar del sexo masculino. William se encontraba sentado en su sillón, frente a la chimenea, sosteniendo una copa de oporto, observaba aquel líquido rojizo, mientras meditaba sobre su vida y lo que se esperaba de él.

    —Has estado muy parlanchín esta noche, querido primo —bufó Richard, conde de Matlock.

    —Solo meditaba —respondió secamente, bebiendo de su copa.

    —¿Acaso el tío James sigue presionando para que te consigas una esposa?

    —En efecto, pero me niego rotundamente a hacerlo. No quiero casarme con una mujer hueca y frívola—dijo con desagrado—. No quiero ser infeliz por el resto de mi vida.

    —No todas las mujeres son así. En algún lugar debe existir una joven hermosa e inteligente—animó el joven conde.

    —Lo dudo mucho, por lo regular todas las damas son educadas para ser sumisas y «perfectas» —esto último lo dijo haciendo comillas con los dedos.

    —No seas tan pesimista, mejor pasemos a temas agradables, ¿estás listo para la gran temporada? El palacio de Buckingham estará abarrotado de jovencitas casaderas hermosas y con madres entusiastas en conseguirles un buen partido a sus hijas. Mejor dicho, estarán interesadas en ti.

    —Pierden su tiempo, si no fuera porque la reina me ha invitado, créeme que ya me hubiera ido a pasar la temporada en la residencia que tenemos en Staffordshire.

    —Siendo honesto, yo sí estoy entusiasmado, al menos podré deleitar mis pupilas con la belleza de las jóvenes.

    —Eres un caso perdido, Richard —soltó con resignación, poniéndose de pie para acercarse a la ventana, y poder observar cómo su padre, descendía del carruaje—. El gran duque ha llegado —anunció, dejando su copa en la mesita de centro.

    —¿Tan temprano? ¿No se supone que debería estar en el Parlamento? —cuestionó incrédulo, enderezándose en su asiento.

    —Lo mismo digo de vos, Richard. —Se escuchó una voz profunda, proveniente de la puerta.

    —¡Padre! ¡Tío! —dijeron ambos caballeros pálidos.

    —¿Perdiendo el tiempo nuevamente? Tú, Richard, deberías estar en el Parlamento, y tú —dijo señalando a su vástago—, tú deberías estar analizando la interminable lista de todas las jóvenes casaderas que serán presentadas. ¡William, necesitas conseguir una buena esposa!

    —Padre, sabe que me niego rotundamente.

    —Entonces... me veré obligado a desheredarte, como mi sucesor, es vuestro deber casarte y asegurar la perpetuidad de los Cavendish. Os daré un ultimátum, William, o te casas esta misma temporada con alguna dama respetable y de buena familia o juro por mis ancestros que te desheredo. No estoy bromeando —sentenció, para finalmente marcharse a sus aposentos.

    —Creo que ahora si está molesto —habló Richard, mirando azorado a su primo.

    —Estoy perdido... No precisamente porque me importe que me desherede, sino que él hará hasta lo imposible por concertarme un matrimonio con alguna joven insulsa de la aristocracia. Todas me resultan insoportables y aburridas.

    —¿Has pensado en negociar tu matrimonio? Me refiero a que busques a una joven de la nobleza que esté dispuesta a casarse contigo a cambio de una buena cantidad de dinero, en público serán el matrimonio idóneo, pero en la intimidad, dos perfectos desconocidos. Chatsworth House es sumamente grande, bien podrías quedarte en el ala norte y ella en el ala sur.

    La propuesta de Richard no sonaba tan descabellada después de todo. Solo faltaba un insignificante detalle, ¿qué dama de sociedad aceptaría ser su socia?

    —Lo he pensado, pero igual sería muy arriesgado y conociendo a mi padre… Definitivamente, no.

    —Piénsalo bien, William. Además, estoy seguro de que tarde o temprano conocerás a una mujer que te haga perder la cabeza. Siéndote sincero, ruego para que eso suceda.

    —Nada me hará cambiar de opinión, todas las mujeres son iguales. Y, un matrimonio arreglado es lo que menos quiero ahora, suficiente presión tengo con prepararme para suceder a mi padre en el Parlamento, como para tener que lidiar con otra cosa semejante.

    —Si es tu última palabra, no me queda más que apoyarte.

    «Tarde o temprano te tragarás tus palabras, querido primo y será divertido verte enamorado», pensó divertido, acariciando su mentón.

    2

    El clima en Londres era de lo más agradable, la brisa era fresca y los rayos del sol ya iluminaban con majestuosidad el tan imponente Hyde Park. Calesas o carruajes elegantes tirados por cuatro o seis caballos pasaban con premura por las principales avenidas, algunas damas se reunían para ponerse al día con los chismes del momento, mientras que los más jóvenes aprovechaban para flirtear; se apreciaba desde un ambiente familiar, hasta uno íntimo. Pero, para Elizabeth, quien iba a bordo de una calesa junto a su primo, le resultaba de lo más desagradable, detestaba ver tanta hipocresía y opulencia, añoraba su tierra, así como a sus parientes, era claro que no encajaba en ese lugar, conforme la calesa avanzaba por el camino principal, las miradas de algunas jóvenes se posaban en ella, la miraban de arriba abajo, buscando el más mínimo detalle para criticarla, sabían de su origen, y la consideraban una salvaje, pese a que vestía diseños exclusivos de la casa Worth y joyas preciosas, sentían que ella era poco para todo aquello. Era claro que la envidia les carcomía. Elizabeth era hermosa por naturaleza, de facciones delicadas y figura grácil, se podía decir que se encontraba entre los cánones más altos de belleza y perfección, pero nada de eso era suficiente como para que la consideraran una igual.

    Ella, intentando controlar sus impulsos por bajar y darles su merecido, solo se limitó a esbozarles una fingida sonrisa y hacer una leve inclinación, acto seguido, dirigió su mirada hacia el maravilloso paisaje que se le presentaba, necesitaba distraerse con algo, o si no… perdería los estribos y mandaría los buenos modales al demonio.

    —Te noto muy callada, ¿te encuentras bien, Liz? —pregunto Andréi con evidente preocupación.

    —No encajo aquí, detesto ser el centro de comentarios malintencionados.

    —No les prestes atención, es lógico que te envidien. Eres hermosa, inteligente, sin duda una mujer única —la animó, tomando sus manos entre las suyas—. Ahora, no echemos a perder este maravilloso día. Es una fortuna que vuestro padre os haya permitido salir a pasear sin chaperonas.

    —No me sorprende, tal vez mi tía haya tenido algo que ver —dijo sin ánimos, dirigiendo su vista hacia las personas.

    —Al menos, no tendremos que soportar sermones —soltó sin más, enderezándose en su asiento.

    —Deténgase, por favor —solicitó ella abruptamente, poniéndose de pie en el vehículo. El lacayo detuvo de golpe la calesa, ocasionando que Andréi fuera a parar al asiento de enfrente.

    —¿Qué pasa contigo? —espetó molesto, recogiendo su sombrero.

    Elizabeth hizo caso omiso a la pregunta de su primo y sin esperar a que el lacayo le abriera la puerta y la ayudara a bajar, ella se adelantó y echó a correr en dirección a la fuente central del Hyde Park.

    —Espéranos aquí, por favor —solicitó Andréi, bajando de la calesa. Con su semblante serio, se encaminó en dirección hacia ella, justo cuando estaba por reprenderla, pudo percatarse de que hablaba con tanta ternura con alguien que, incrédulo, se detuvo a su lado y lo que vio a continuación le llenó de ternura. Elizabeth, arrodillada en el pasto húmedo, intentaba secar a un niño, su aspecto era desaliñado, dejando entrever su situación económica.

    —Andréi, tenemos que ayudarlo —suplicó ella, mientras abrazaba con fuerza al pequeño—. Está empapado y temo que pueda enfermar.

    —Eli —susurró—, ponte de pie —pidió—. Todos te están mirando. Pero ¿qué le pasó a tu vestido?

    —No me interesa lo que piensen o digan de mí, al fin y al cabo, soy una salvaje —dijo, recalcando aquella última palabra—. No puedo pasar de largo y pretender que no he visto nada.

    En efecto, varias personas curiosas se aglomeraron alrededor de ella, algunos mirándola con sorpresa, otros con horror. Cómo era posible que una joven noble, se rebajara vilmente a tratar con gente «humilde» Y peor aún, luciendo tan despreocupada, con la falda de su vestido desgarrado y mojado, todo por ayudar a ese crío.

    —Hola, pequeño —saludo Andréi, poniéndose en cuclillas—. ¿Dónde está tu mamá?

    El pequeño miraba asustado, mientras se aferraba al pecho de Elizabeth, intentando conseguir protección y calor; ella, sin dudarlo, se quitó su chal de lana y lo envolvió, mientras lo volvía a abrazar.

    —Eli, si el pequeño no nos dice nada, temo que sea inútil que nosotros podamos ayudarlo. A estas alturas, dudo que tenga padres siquiera, mira su aspecto.

    —No pretenderás que lo dejemos aquí. —Justo cuando el joven conde estuvo por decir algo, una voz desesperada llamó al pequeño. Una mujer de no más de veinte años aparecía, arrebatándole a su pequeño a Elizabeth. Andréi la examinó con detenimiento, sus ropas estaban gastadas y parchadas, su rostro, aunque hermoso, se encontraba golpeado y sucio, aquella imagen hizo que la sangre de él hirviera. ¿Cómo era posible que alguien pudiera golpear a una mujer?

    Milady, disculpe las molestias que le ha ocasionado mi pequeño, yo…

    —Nada de eso —respondió ella, esbozando una cálida sonrisa—. Me gustaría que un médico lo viera, lo que no quiero es que enferme.

    Milady, es usted muy buena —respondió con cierta vergüenza, intentando arrodillarse y besar las manos de Elizabeth, en muestra de respeto y agradecimiento.

    —No, no haga eso, por favor. Lo que hice fue de corazón.

    —Si me permite, madame —intervino Andréi. Llevaremos a su pequeño para que lo revise un médico, solo para descartar cualquier complicación que pudiera presentarse.

    —Milord… no, no es necesario.

    —Insisto, madame.

    —No tengo cómo pagarles —inquirió aún más avergonzada y bajando la mirada.

    —Nosotros no queremos que nos pague, mi prima le ha dicho que lo ha ayudado de corazón.

    Mientras los primos dialogaban con la mujer, cerca de la fuente, los curiosos no se despegaban de ahí, aquello llamó la atención de Richard, quien montando en su caballo, iba acompañado por su primo.

    —¿Qué estará pasando allá? —preguntó curioso, deteniendo su caballo.

    —No tengo ni idea, y siendo honesto no me interesa —respondió William de mala gana, imitando la acción de su primo.

    —Oh, por favor, William, debemos acercarnos.

    —Si quieres ve tú, yo te espero aquí. Sabes que detesto los lugares concurridos, además, si no te has dado cuenta, ahí se encuentran lady Portman y lady Rosse.

    —Olvidaba que lady Portman, está obsesionada contigo —bufó—. Deberías cortejarla.

    —No estoy para tus bromas.

    —¡Oh! Mira. —Señaló en dirección a la fuente—. Puedo divisar a una señorita, con el vestido mojado… y ¿roto?

    William, sorprendido ante la descripción de su singular primo, posó su vista hacia la fuente, primero vio a un caballero de espaldas, quien hablaba enérgicamente con una joven, de cabellera rizada, y en efecto su vestido estaba desgarrado de la parte de abajo, dejando ver sus medias. Aquella imagen le pareció escandalosa e inapropiada, seguramente se trataba de alguna mujer que intentaba llamar la atención y vaya que lo había conseguido.

    —¡Vámonos! —dijo sin más, tirando de las riendas de su caballo. Richard, miró por última vez a la joven tan singular, para después darle alcance a su primo.

    Andréi y Elizabeth, tras haber logrado persuadir a la madre del pequeño de llevarlo para que lo atendiera un médico, Elizabeth le entregó unas cuantas monedas a la mujer, para después despedirse y regresar al castillo Dover, en donde seguramente su padre ya debía estar enterado del acontecimiento de la tarde y quien de seguro la retaría por su proceder tan «escandaloso» y desde luego que no se equivocó, pues apenas puso un pie en la residencia, la voz estruendosa de su padre se hizo presente.

    —¿Puedes explicar qué fue ese espectáculo en el Hyde Park, Elizabeth? Estoy cansado de vuestro mal comportamiento, sois un dolor de cabeza. No ha pasado ni una semana y vos ya estáis metiéndote en problemas. Vuestra tía, la reina, esta furiosa.

    —Padre…

    —No quiero excusas tontas. ¿Hasta cuándo aprenderéis a comportaros como una dama?

    —Tío…

    —Vos no te metas, Andréi. Confié en vosotros para que salieran a pasear sin chaperones, pero me han decepcionado. En especial, vos, Elizabeth. Si sigues comportándote como una salvaje, ningún caballero respetable te desposará.

    —¡Mejor para mí! —gritó ella, sus ojos marrones destellaban un brillo singular, las lágrimas amenazaban con salir, pero ella no le daría gusto a su padre de verla llorar, así que apretando los puños lo enfrentó—. No me importa ser una solterona o ser enclaustrada en un convento, prefiero mil veces eso a casarme con un hombre vil y despreciable. No me arrepiento de haber ayudado a esa pobre criatura. Yo no soy como esas… damas huecas, insulsas e ignorantes que se burlan de mi apariencia y origen. Diciendo con malicia que soy «mitad irlandesa e inglesa», lo que agradezco a Dios Padre, es parecerme a mi madre —dicho esto, echó correr a sus aposentos en donde se encerró a llorar y maldecir su mala fortuna.

    —¡Elizabeth! ¡Elizabeth! —gritó furioso el conde, pero fue en vano, pues ella lo había ignorado por primera vez.

    —Tío…

    —No digáis nada. Estoy harto del comportamiento infantil de mi primogénita, pero que no crea que va a salirse con la suya. Esta temporada se comprometerá con alguien respetable y ya tengo a los candidatos perfectos —dijo sin más, retirándose a su oficina.

    Andréi dejó escapar un suspiro, mientras tomaba asiento en uno de los sillones. Detestaba ver cuando su tío y prima se peleaban, pues ella siempre terminaba llorando amargamente en sus aposentos. Y, aunque quería reconfortarla en esos momentos, le iba a resultar imposible. Elizabeth se encerraba en ella misma y no permitía que nadie más entrara. Sin tan solo estuviera aquí el conde de Kildare, él hubiera defendido a capa y espada a su preciada joya.

    El tan ansiado día para las jóvenes casaderas llegó, mientras que, para Elizabeth resultaba de lo más molesto e irrelevante, pero tenía que fingir emoción y esbozar una gran sonrisa falsa, pues lo primero era el de guardar las apariencias. Con desgana, se alisó la pesada falda del vestido, para aquella ocasión sus doncellas habían seleccionado un vestido de color esmeralda, que hacía resaltar su grácil figura, sus ojos marrones mostraban un brillo de malicia al imaginarse las caras de desagrado de las demás jóvenes, pues estaba augurado que, en esa velada, ella fuera el centro de atención. Su cabello oscuro fue trenzado y recogido en forma de corona, para ser decorado por algunas horquillas con incrustaciones de esmeraldas, regalo de su tía, la reina de Inglaterra.

    El palacio de Buckingham lucía majestuoso e imponente, los jardines estaban perfectamente arreglados y decorados, el interior del palacio estaba muy bien iluminado por las miles de velas, se podía apreciar el azul rey y dorado por doquier, en el gran salón, los músicos ya se encontraban dispuestos, los sirvientes iban y venían con charolas de platillos suculentos y jarras de vino; para Elizabeth, ya no era novedad ver tanta perfección, pues tratándose de su tía, era algo muy normal.

    —Vuestra majestad se ha superado con esta velada —susurró Andréi.

    —Cuando el tío Alberto vivía, las fiestas no solo eran espléndidas, también eran amenas y divertidas —dijo con nostalgia, mirando un retrato del príncipe fallecido.

    —Debes echarlo mucho de menos.

    —Recuerdo que solía escabullirme a su oficina para admirar los cientos de libros que allí tenía, sobre todo los de medicina —dijo con una gran sonrisa—. Incluso nos contaba cuentos fantásticos a mis primos y a mí, era un hombre maravilloso y amoroso, sin duda un gran príncipe que hizo mucho por esta nación.

    —Elizabeth, endereza la espalda —ordenó su padre, quien se encontraba atrás de ambos jóvenes. No olvidéis caminar con gracia y cuando estéis ante vuestra majestad, hacer una perfecta reverencia.

    Ella, tragándose su coraje, apretó su inmensa falda, provocando que sus nudillos se pusieran blancos. Aborrecía tanta pomposidad y superficialidad, ni qué decir de la hipocresía que en el ambiente se respiraba, le repugnaba ver cómo las damas competían entre ellas por ver quién lucía el mejor vestido o portaba las joyas más caras de Europa. Justo cuando estaba por decir algo, fue interrumpida por una voz grave.

    —¡Lady Elizabeth, del condado de Greystones! —se escuchó la voz ceremoniosa del mayordomo real.

    Todas las miradas se posaron en aquella joven extranjera, de apariencia hermosa y facciones perfectas, su caminar era tan delicado y elegante, que, enfundada en ese vaporoso vestido esmeralda, daba la impresión de que flotaba. El conde de Greystones y el conde de Argyll caminaron detrás de Elizabeth, el primer caballero con su típico porte arrogante y de un padre orgulloso de su preciosa hija. Por su parte, Elizabeth tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para soportar estoicamente todas las miradas de la sociedad londinense, en definitiva, los caballeros la miraban embelesados por su gran belleza y elegancia, mientras que las jóvenes con envidia, sin duda ella representaba un gran obstáculo para las madres que buscaban desesperadamente un buen partido para sus hijas.

    Mientras tanto, la soberana miraba con beneplácito a su sobrina predilecta, quien, con los años, se había convertido en una gran belleza, y ante lo cual sería fácil encontrarle un buen partido.

    —Se dice que su vestido es un diseño exclusivo de Worth —dijo con envidia lady Rosse.

    —Es una lástima que no lo sepa lucir, se ve tan insípida —soltó con desdén lady Portman.

    —Se rumorea que ella es una irlandesa salvaje. No entiendo cómo osa venir a estas reuniones —dijo con malicia otra joven más. Aquellas jóvenes con lenguas viperinas miraban a Elizabeth con inferioridad, como si de una criada se tratara.

    Elizabeth, ante aquellos comentarios viles, estuvo a nada de detenerse en seco, tomar del cabello a ese par de arpías y darles su merecido, para que con justa razón la llamaran salvaje, pero tuvo que contenerse y hacer oídos sordos. Cuando finalmente llegó ante la imponente presencia de la soberana, hizo una perfecta reverencia, lo hizo con gracia, elegancia y con suma delicadeza; por su parte, la reina miró con indulgencia a su sobrina y la despachó rápidamente, pues era consciente de su incomodidad. De esta manera, Elizabeth oficialmente había entrado en sociedad, ella aún con su sonrisa fingida, se dio la vuelta y regresó junto a su padre y primo, quienes orgullosos la felicitaron.

    Una vez presentadas todas las jóvenes casaderas, los caballeros no se hicieron esperar y se lanzaron sobre el conde de Greystones, esto con la intención de solicitar su permiso para cortejar a su bella hija, por su parte, Andréi compadecía a su pobre prima y rogaba a Dios Padre, que encontrara a un caballero honorable y que la respetara. El carné de Elizabeth ya se encontraba lleno, pues varios nobles sin perder tiempo le solicitaron bailes, ella no negaba que algunos eran inteligentes, tolerables y otros definitivamente daban mucho que desear, sus pies ya le dolían de tanto bailar y pedía para sus adentros que se compadecieran de ella y la dejaran descansar.

    —Andréi, juro por Dios que estoy muy cansada —dijo en un tono apenas audible.

    —Quisiera ayudarte, pero en esta ocasión me es imposible —respondió con frustración el joven conde.

    —Detesto ser el centro de atención. Lo que más anhelo en estos momentos es el de regresar a Irlanda. Seamos honestos, no encajo aquí, me consideran una irlandesa salvaje.

    —¿Quién ha dicho semejante sandez? —cuestionó con evidente molestia, para, acto seguido, detener el baile.

    —Por favor, no hagamos un gran escándalo —suplicó ella.

    Andréi, a regañadientes, tuvo que contenerse y proseguir bailando, miró con atención a su alrededor y pudo percatarse de las caras de envidia de las demás jóvenes, incluso unas cuchicheaban y posaban sus miradas en Elizabeth.

    —Juro por mi honor que siempre te protegeré. Eres mi única familia y no voy a permitir que ninguna dama ni mucho menos ningún caballero te lastime.

    Terminado el baile, ambos jóvenes

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