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Antes de que él se convirtiese en música
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Antes de que él se convirtiese en música
Libro electrónico345 páginas5 horas

Antes de que él se convirtiese en música

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Gunter es un músico exigente y reservado que se encuentra al borde del colapso, ante una grave crisis psicológica motivada por dificultades en su carrera. En estas condiciones, conoce a Niko, un joven atractivo y misterioso, impregnado de secretismo en muchos aspectos, especialmente en su forma de ganarse la vida, cuyas intenciones a menudo no son lo suficientemente claras. Comienza una implicación que lo sumerge en una trama en la que la pasión, la obsesión, la lucha por la expresión creativa, la desconfianza y la traición se manifiestan en paralelo al avance de un enemigo interno silencioso, una mezcla que amenaza su integridad mental y que puede llevarlo a transgredir límites peligrosos. Una obra en la que el romance psicológico, el erotismo y el suspense se entrelazan en distintos matices.

IdiomaEspañol
EditorialB. Levin
Fecha de lanzamiento12 ene 2024
ISBN9781667465746
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    Antes de que él se convirtiese en música - B. Levin

    1er Movimiento

    Estás dispuesto a morir, cobarde, pero no a vivir

    ––––––––

    Herman Hesse, Der Steppenwolf, 1927.

    El silencio era una fuerza misteriosa; me rodeaba por todos lados y me acechaba aquella noche. Profundo, helado, masivo. Provocaba aquella sensación de estar suspendido en un vacío enorme; parecía que todo había sido detenido por un instante. Era un silencio que volvía aquella aflicción aún más penetrante.

    Pero, duró apenas algunos instantes, enseguida fue interrumpido por los murmullos que comenzaban a surgir entre la multitud, marcados por las miradas de confusión inicial, que se convertirían en intransigencia, en la medida que comprendían que yo no rompería aquella inercia que se extendía ahora por más de un minuto. Nunca había tenido alguna dificultad especial con Bach, lo que solo convertía más absurdo lo que me sucedía aquella noche: mi cuerpo no me obedecía. Mis manos se endurecieron, se congelaron; mis brazos, los sentía pesados. Yo permanecí inmóvil delante de aquellas miradas inquisidoras de la audiencia, no era capaz de producir sonido alguno. Delante de centenares de miradas yo me deshacía, mi visión se desenfocaba y los detalles de la sala de concierto desaparecían, se convertían en una sola masa deforme y confusa. Oía mi propia respiración rápida, el sonido de la lucha de mis pulmones por aire amplificándose en mis oídos, mientras un sudor frío brotaba de mi cabeza. El director me miraba con un aire de lamentación, piedad; enseguida los integrantes de la orquesta, muchos ni siquiera me miraban; desviaban las miradas, avergonzados; la forma como escapaban con las miradas era como si quisiesen huir de allí, como se en el desvío de la mirada tuvieran una forma de apartarse de mí; no querían compartir aquel desastre, tengo la certeza de que, en aquel momento, no querían ser vinculados a mí. Entonces el sonido final que produje aquella noche, en aquella sala de concierto, fue el ruido del violín cuando cayó de mis brazos, y el impacto de mis zapatos de cuero contra el piso de madera cuando corrí.

    Y en la medida que corría, me aproximaba más a aquello que despreciaba; me convertía en un desertor, un fugitivo. Y la habladuría en torno a mí se incrementó con mi movimiento, el eco de voces masculinas y femeninas, jóvenes y ancianos, todas se mezclaron y se convirtieron en una sola, invadiendo mis oídos, perforándolos como agujas y dándome fuerzas para correr aún más rápido; necesitaba distanciarme de la multitud, refugiarme de aquel juicio despiadado. Incluso desde la seguridad detrás del escenario, continué corriendo, ignorando a los colegas del equipo que se interponían en mi camino, con sus miradas interrogativas, sus expresiones de preocupación, ¿Gunter, a dónde va usted?, ¿Gunter usted está bien?. Ellos sabían que no lo estaba, yo estaba acabado, yo era un fracaso, ese era el único pensamiento del cual estaba seguro; tal vez solo hubiese una solución para mí. Deambulé como el derrotado que estaba convencido que era aquella noche, buscaba en los cigarrillos, que fumaba en una secuencia ininterrumpida, algún alivio para la sobrecarga de pensamientos que se atropellaban y disputaban el espacio en mi cabeza; yo gesticulaba al aire de forma insistente, como se aquello los hiciera dispersar, quería que hubiera solución tan simple como un gesto con las manos. No me atrevía a levantar la cabeza, yo quería esconderme del mundo, y así me arrastré por las calles como algún tipo de alma condenada, apenas sintiendo mi andar contra el suelo, húmedo por la lluvia que caía aquella noche. Mi vista era cegada por las luces de las farolas de los carros, cuyas bocinas disparaban furiosas contra mí, cuando cruzaba el tráfico de manera imprudente. En aquel caminar constante sin saber por dónde ir, en aquel entrar y salir entre las estaciones de tren cuyos nombres no me había dado el trabajo de leer, ni siquiera me había dado cuenta de cómo terminé en aquel lugar específico.

    Era un área formada por una maraña de calles estrechas y bordeadas por docenas de conjuntos de apartamentos de cuatro o cinco pisos, apretados y hacinados unos con otros, construidos hace más de cinco décadas y que clamaban por un mantenimiento. Eran convenientemente ocultados del interior de la ciudad; estaba bien que se escondieran porque al final de cuentas se trataba de un área de la cuál nadie tenía orgullo y cuya mala fama era bastante conocida por todos. Era el tipo de territorio en el cuál las personas como yo jamás se atreverían a poner los pies; en esa área, las actividades ilícitas de todo tipo transcurrían libremente en las noches. Atravesé las calles sin darme cuenta de que mi caminar errante me conducía hasta allí, y aún vagando sin rumbo, me unía a las vidas muy particulares que hacían parte de aquel ecosistema. Algunos venían en grupos de media docena de personas borrachas, drogadas y ruidosas, que al pasar tropezaban con mi cuerpo sin alma y sin pedir disculpas, continuaban su camino detrás de mí, a carcajadas; otros venían en pareja, ajenos a mi tragedia personal, besuqueándose y algunos me afrontaban, reían y susurraban, burlándose del insólito visitante que yo era en aquella área, vestido como estaba, con el traje albinegro, brillante y elegante, que representaba a la orquesta sinfónica de la cual hacía parte. Música bien menos honorable de la que yo hacía – o acostumbraba a hacer, antes de lanzar mi carrera en la basura – se filtraba detrás de las paredes de los edificios que albergaban bares y casas nocturnas y gritaban por la atención de los transeúntes con sus letreros extravagantes de neón. Aquel lugar tenía una atmósfera bastante particular, los destellos fluorescentes se veían en todas direcciones, y había una neblina fina que parecía delimitar el territorio, recorría las calles, doblaba las esquinas, se enredaba en los árboles, envolvía las paredes de los edificios y desaparecía cuando se alejaba. Para simplificar, me voy a referir de aquella área, de ahora en adelante, como el Distrito de las luces de neón, ya que sus luces, a mi forma de ver, era lo que caracterizaba aquella región. Continué deambulando sin rumbo, indiferente a las torpes vidas que dominaban esas calles, hasta que me aproximé al puente que divisé a lo lejos. Cuando lo vi por primera vez, lo que antes era una duda, solamente una idea vaga, comenzó a adquirir los contornos claros de la certeza; aquella era la solución que estaba buscando. A medida que caminaba en la dirección del puente, me convencía de que aquél sería el escenario ideal para acabar de una vez con lo que estaba acabando conmigo, matándome lentamente. Y si no lo hiciese ahora, continuaría creciendo dentro de mí, destruyéndome. Continuar existiendo de esta forma defectuosa era herir lo que acostumbraba a ser en el pasado; aquel yo antiguo, el verdadero, prefiero creer, que se bañaba en un aura de gloria y competencia, dedicación y orgullo; había el yo de ahora y el yo del pasado, y estos se despegaban irreversiblemente aquella noche, esa distancia crecía de tal manera que era como si me hubiese dividido en dos, y ese segundo yo, el fracasado, el traidor, intentaba arruinar el auténtico yo, el brillante, el orgulloso. Él necesitaba ser detenido.

    Aquella noche lluviosa supe que necesitaba llevarse a cabo. La única forma de preservar la conquista y la gloria que había alcanzado era poner fin a mi propia existencia, evitándome a mi mismo, el repetir episodios desastrosos como los que protagonicé horas antes.

    Un puente abandonado, envuelto por la misma neblina, no debería llevar a ningún lugar y nadie se atrevería a cruzar por allí. Caminando lento a medida que llegaba al centro del puente, giré el cuerpo y comprobé el entorno que me circundaba, los restos de agua derramándose, iluminados por un haz de luz abajo del poste, mostró lo que ni siquiera había notado, como la lluvia se espesaba ahora; el murmullo periódico del agua me gritaba. El espejo de humedad se extendía por el suelo, la neblina borrosa, los árboles sacudiendo sus densos follajes, aquello era todo lo que había, mis únicos testigos. Me aproximé a la barandilla e incliné el cuerpo, mi mirada enfocada allá abajo, un cálculo inconsciente sobre la altura, sobre el instante del tiempo que llevaría para alcanzar el nivel del suelo, lo que pensaría durante la caída. Noté la frecuencia y la velocidad con la que los carros cruzaban la avenida, sentí mi boca estremecer y una opresión en el pecho al concluir que, dentro de pocos instantes, algunos de ellos pasarían sobre mi cuerpo desfallecido. El viento sopló con fuerza agitando mis cabellos y lanzándolos sobre mis ojos, entonces apreté los párpados, y despacio levantaba mi pierna izquierda para subir en la barandilla, concentrándome para tomar el impulso que materializaría mi última acción en vida.

    Yo la habría concretado, no tengo ninguna duda de que sí.

    Si no fuese por el retumbar de aquellos pasos que se aproximaban por detrás de mí. Eran pisadas firmes sobre los pozos de agua, un ruido constante que se amplificaba. Mi respiración ahora se aceleraba, y delante del pánico que comenzaba a formarse, balbuceaba palabras de afirmación para mí mismo; me convencía de que no dejaría que aquello me detuviera, no permitiría desviar la atención de lo que estaba próximo a hacer. Pero, fue un movimiento casi involuntario que mi cuello volteó en la dirección en que los pasos venían y mi pie izquierdo, ya listo para dirigir el cuerpo a subir en la barandilla, volvió a tocar el suelo. Y fue entonces en aquel puente, bajo la lluvia fina, que lo divisé por primera vez. Él venía subiendo sin prisa por el puente, despreocupado con la lluvia que caía sobre su cuerpo; el aire blanquecino de su respiración rodeaba su rostro, tenía las manos en los bolsillos del abrigo y el cuerpo comprimido por el frío que hacía aquella noche. Me doblé para que el siguiera adelante su camino, que no me notase; parecía entonces querer contradecir mi voluntad cuando vino en mi dirección, tan pronto como me vio. Me examinó con curiosidad y esbozó una sonrisa contenida para saludarme; unas buenas noches impersonal seguido por la solicitud de un cigarrillo. Olía a alcohol y menta, era alto, delgado, con cabellos finos, lisos, castaño claro, cortados al ras del cráneo, y un flequillo escaso y entrecortado que cubría parte de la frente. Sus vestiduras estaban sucias, los pantalones tenían rasgaduras, el abrigo era demasiado delgado e inapropiado para un frío como el que estaba haciendo aquella noche. Como vacilé al responderle, él continuó mirándome, esperando mi respuesta, entonces metí la mano dentro del esmoquin, retiré la cajetilla de cigarrillos y la lancé en su dirección; después pidió un encendedor y se lo ofrecí también, y cuando él me devolvió la cajetilla le dije que se la podía quedar. Sonrió, esta vez, con una sonrisa amplia y exagerada por aquel pequeño gesto de gentileza.

    La primera cosa que sentí cuando lo vi fue fastidio.

    Yo creía que aquel puente ofrecería una reducida probabilidad de intromisión en el acto que estaba a punto de cometer. No planeaba interactuar con nadie en aquel momento tan decisivo, tan delicado. Porque cualquier interferencia podría significar un cambio de planes. Permanecí esperando que él se fuese, no quería hacer aquello frente a él, pero, se acomodó como quien no tiene prisa, apoyó el cuerpo en la barandilla y comenzó a fumar el cigarrillo mientras iniciaba una conversación dispersa, alternando una mirada distraída entre el tráfico de abajo y a mí. Su conversación era sobre asuntos banales, comentaba sobre el clima y de vez en cuando alguna observación u otra sobre lo que veía abajo. Y su estilo me pareció casi inocente; la inocencia que era fruto directo del desconocimiento. Él desconocía por completo lo que me traía hasta aquel lugar, y en su inocencia, comenzó a conversar conmigo tratándome por un transeúnte cualquiera; era una conversación tonta, que pensé, no llevaría a nada. Me asusté cuando, en un movimiento rápido, se levantó y se sentó en la barandilla; balanceaba, despreocupado, las piernas en el aire. Miraba hacia el horizonte mientras hablaba, y noté mi angustia crecer, los primeros destellos de indecisión comenzando a posarse sobre mí; especialmente cuando lo veía así, sentado de aquella manera negligente, burlándose del riesgo obvio que corría. Crucé los brazos, comprimí el cuerpo, notando como temblaba por todas partes; lo que yo haría, lo que sería de mí, me preguntaba, mientras mis ojos miraban hacia abajo, aunque no me enfocaba en nada. Él, indiferente, continuaba la conversación, y yo notaba, entonces su acento bastante cargado. Él no hablaba el idioma con soltura, tenía problemas con las conjugaciones verbales y las construcciones más complejas. Tenía un tono de voz muy calmado, su mirada también me transmitía tranquilidad, y por algún momento sentí envidia de aquella tranquilidad que el parecía tener. Pero, lo que él protagonizaba allí era mucho más próximo a un monólogo que a una conversación propiamente dicha, porque yo no estaba interesado en absoluto en conversar con nadie, mucho menos con un extraño; que era todo lo que él era hasta entonces, en aquel primer encuentro. Yo me limitaba a asentir en señal afirmativa con la cabeza o a responder con algún sonido monosílabo de vez en cuando, lo que para él parecía una interacción suficiente. Desviando la mirada del tráfico de abajo, inclinó en cuerpo en mi dirección, agarró el tejido de mi chaqueta con las dos manos y tocó mi corbata pajarita, analizando mi traje con cuidado, y entonces me midió de los pies a la cabeza. Retorció los labios y abrió los ojos, en una señal de que se impresionaba con lo que veía, comentó, Usted es elegante, apuesto que tiene mucho dinero. Y en ese momento tuve un presentimiento terrible, pensé que aquel muchacho podría ser un mal sujeto, y en aquel lugar desierto y oscuro, estaría completamente a merced de él, en caso que decidiera robarme, herirme, quitarme la vida... solo entonces me di cuenta de la inutilidad de aquel miedo. Reconsideré lo que me motivaba a estar allí; si él me ofrecía riesgo, no debería ser mayor que el riego proporcionado por mi propio estado de espíritu. Entonces le respondí, Soy músico, este es el traje que usamos en los conciertos. No soy rico, ni elegante, ni nada de eso, dije, notando alguna molestia en la voz, lo que no logró nada, por el contrario, una curiosidad infantil encendió su expresión; sus ojos se alzaban y su boca se llenaba de entusiasmo cuando comenzó a hacer preguntas sobre mi profesión. Por primera vez, entonces, reparé en su rostro; noté que era joven, aquel muchacho no parecía tener más de veinte años con su piel lisa, los ojos claros y redondos, llenos de vida, de curiosidad; como brillaban al reflejar las luces de los postes, a pesar de las pupilas enormemente dilatadas. Él me preguntó lo que hacía un violinista en un lugar como ese, y yo vacilé por algunos segundos, pensé en como no debería dar explicaciones sobre mi vida a aquel desconocido, pero, acabé por responderle, dije que estaba perdido. Él no se dio por satisfecho, continuó indagando, sondeándome, queriendo entender como habría llegado allí, a dónde pretendía ir, y entonces desarrollé mejor mi mentira, diciéndole que acordé un encuentro con amigos en uno de los clubes de la región; mencioné uno de los nombres que leí entre los letreros de neón y que había memorizado, para sonar más convincente. Él esbozó una sonrisa, lanzó lo que quedaba del cigarrillo abajo, limpió las manos en el abrigo húmedo por la lluvia y anunció, Yo se donde está, puede dejarme llevarle hasta allá, se alejó y comenzó a caminar en frente de mí. Yo permanecí parado, exactamente dónde estaba, y al darse cuenta que no lo seguía, paró y miró para atrás, Vamos, insistió con un movimiento leve de la cabeza. Y sin saber exactamente el por qué, tal vez en un acto sin pensar, involuntario, o tal vez por una preocupación inútil de evitar el ser descubierto en mi mentira, lo seguí. Caminamos de vuelta en la misma dirección de la que yo venía, en silencio casi todo el tiempo. Él caminaba rápido, tosía de vez en cuando y tenía un ritmo cadencioso, diría hasta que exhibido, lleno de sí; pocas veces me sobrepasaba, disminuyendo después para que lo alcanzara. Pero, yo no hacía mucho esfuerzo para acompañarlo, andaba de forma vacilante, observando el asfalto húmedo que se coloreaba al reflejar las luces de los postes y los semáforos, alternando después el enfoque a los edificios que se extendían en el horizonte detrás de la llovizna fina. El muchacho de vez en cuando me miraba, y yo me sentía como un animal exótico delante de su inspección constante. Caminamos cerca de veinte minutos, hasta que entramos por la misma calle donde estuve antes, ahora estaba aún más concurrida, llena de una vida nocturna vibrante, y el muchacho apuntó en la dirección de uno de aquellos clubes con letreros de neón. Desde allí a la acera podía escuchar la música electrónica que vibraba con fuerza allá dentro, y en aquel instante los de seguridad acababan de expulsar dos hombres bravucones. Él me miró con una sonrisa y me dijo, Es aquí. Yo contemplé la fachada del club, las luces rojas titilaban sobre mis ojos, que se veían confusos, perdidos delante de aquel lugar con el cual no tenía ninguna familiaridad. Debía fingir una expresión de felicidad, satisfacción por haber encontrado lo estaba buscando; pensé en como debía de haber sido poco creíble mi actuación, pero, el muchacho no dio ninguna importancia. Ya me despedía de él, agradeciendo artificialmente (al final, él no me había ayudado en nada, por el contrario, me interrumpió), ya iba volteando el cuerpo en dirección a la entrada del club, pero, fui detenido al sentir la mano izquierda de él posarse sobre mi antebrazo con fuerza, en un movimiento brusco, comandante, firme. A, ahh, decía él, con una mirada hermética e intransigente, balanceando la cabeza en desaprobación. Continuó enfrentándome, sin retirar la mano de mi antebrazo, y sorprendido lo contemplé, sus ojos verdes me miraban con firmeza; solo entonces comprendí – esperaba compensación, al final, llevarme hasta allá no era un acto de caballerismo puro – con las manos temblorosas, abrí el saco, retiré de forma torpe y precipitada algunos billetes que le entregué con la sonrisa más falsa que alguna vez le dirigiera a alguien, Puede quedarse con eso, como agradecimiento por su amabilidad, dije, haciendo un enorme esfuerzo para controlar la voz y enmascarar el malestar que sentía por aquel mal entendido. Él contó los billetes y comprendí que había dado mucho más dinero de lo necesario para salir de aquella situación, entonces él esbozó una sonrisa amistosa, desarmando inmediatamente la expresión rígida que se había formado minutos antes. Guardó los billetes en los bolsillos de la chaqueta y me dio dos palmaditas en la espalda, de nuevo – firmes, fuertes – y me extendió la mano, Niko, dijo él, Alexander, respondí, después de pensar un poco , correspondiendo a su apretón de mano. Y él continuó, Si necesita de alguna cosa, Alexander, quien sabe alguna compañía hasta el punto de taxi, me puede llamar. Sabe ese lugar es peligroso, no es bueno deambular por aquí solo, principalmente para alguien que no es de la zona. Yo no dudaba de esa afirmación, pero, me pregunté que tipo de protección aquel joven me garantizaría, él era un hombre que intimidaría a personas como yo, cobardes confesos, pero no me parecía nada como un guarda espaldas contra los sujetos que circulaban por ahí.

    Sin duda tenía estatura, pero, era demasiado delgado, y entonces, como leyendo mis pensamientos, él agregó, Conozco mucha gente influyente por aquí, siendo tan generoso como fue ahora, si usted estuviera conmigo, estará seguro. Me despedí de él y seguí hasta la entrada del club, donde un hombre alto y corpulento, disfrazado de mujer con cabellos rubios y pintalabios rojo, se postó frente a mí revelando el costo de la entrada; al lado de él estaban dos guardias de seguridad mal encarados, que me miraban de forma intimidatoria. Yo sonreí con una sonrisa sin gracia, con duda si aquello sería necesario para mantener mi actuación ante el joven muchacho, que divisé nuevamente al mirar para atrás, una mirada innecesaria, tal vez una preocupación inútil de verificar si él comprobaba si yo iba a entrar, hipótesis que alejé tan pronto como mis ojos enfocaban la figura de Niko, recostado en un muro del otro lado de la acera. Parecía bien entretenido encendiendo otro cigarrillo que le había regalado mientras saludaba a un grupo de chicos. Pensé que tal vez debía esperarlo, irme y después retornar al puente para concluir lo que él me interrumpió. Después pensé como era de ridícula aquella preocupación de que Niko no me viera, como si yo debiera algún tipo de explicación a aquel muchacho. La rubia permaneció enfrentándome con un aire despectivo, impaciente con mi falta de reacción, ahora que una fila se formaba atrás de mí; escuché su voz nasal, ¿Quiere entrar o no, querido? Usted está reteniendo la fila, y tal vez había sido para librarme de aquella mirada que yo le pagué y seguí por la entrada del club.

    Nunca había estado en un lugar como ese, y tengo la certeza de que jamás lo pisaría en condiciones normales. Mis sentidos eran masacrados en todos los espectros, fuese por los tonos rojos de las luces que inundaban mis ojos, o por la visión absurda de aquellas personas raras que se vestían de forma extravagante, mostrando mucho más de lo que ocultaban; fuese por la presión de la música electrónica altísima bajo mis tímpanos, o por los olores tan fuertes al punto de saturar el olfato, una mezcla de cigarrillo, perfumes de los más diversos, alcohol y un olor muy particular de fluidos corporales que revelaban el tipo de actividades que sucedían libremente allí. Yo pensé que, en lo absurdo de aquella situación, en lo que yo hacía ahí, en aquel universo completamente incompatible en el que yo acostumbraba a vivir. Hice entonces la cosa más obvia que podía hacer en una noche como esa, sumergido en el estado mental en el que estaba: me entregué al alcohol. Bebí todo lo que podía, todo lo que mi cuerpo soportó, fue la forma que encontré de intentar anestesiar mis sentimientos, silenciar mis pensamientos, detener aquel insoportable juicio propio que era característico en mí. Y bajo el efecto incontenible del alcohol, me vi en un peligroso estado de descontrol, en una incapacidad de evaluar los riesgos o los límites. Entonces, decidí volver a aquel puente. Ya me estaba levantando, cuando un hombre musculoso y tatuado se aproximó a mí; él colocó la mano sobre mi hombro, forzándome a sentarme nuevamente. Se sentó a mi lado y preguntó si me podía ofrecer una bebida; acercó su rostro al mío y dijo que estaba mirándome desde el instante en que entré por la puerta, me decía que era elegante y que era su tipo; me congelé delante de aquella figura, él me trataba con una delicadeza perturbadoramente incompatible con su tipo físico, con un exceso absurdo de celo, que me inspiraba asco y me hizo arrugar la nariz varias veces; apartó un mechón de mi cabello que caía al frente de mi ojo, acomodándolo por detrás de mi oreja, y me sonreía como si fuese algún tipo de animalito raro y adorable. Examiné su rostro por algunos segundos; sus rasgos eran mal hechos, nariz demasiado grande, labios finos, dientes amarillos y una cabeza lisa, sin ningún hilo de cabello. Y fue entonces que lancé una carcajada desquiciada e imparable, si bien ni siquiera me reí de él, me reía de mi mismo, de la situación ridícula en la que me ponía. Era como si todo el desespero que existiese en mí en aquella noche se hubiese precipitado en forma de aquella carcajada. El hombre se levantó inmediatamente, el rostro fruncido, como si anunciara una tempestad terrible que estaba por venir; lo había ofendido, y seguía ofendiendo, ya que continuaba riendo hasta sollozar, y las personas alrededor, cuando vieron levantarse de repente al grandulón, nos enfrentaban con miradas curiosas, preveían que yo estaba en problemas. Él me levantó por el collar de la camisa y me arrastró con violencia en dirección a un rincón oscuro, donde me lanzó contra la pared, también contra una pareja que se estaba besando y que se apartó, desplegando ofensas y reclamaciones contra él y contra mí también, aunque yo fuese solo una víctima del ataque de rabia de aquel hombre. Levanté las manos frente al rostro en un intento inútil de protegerme, pero, él golpeó no solo mi rostro, sino también mi estómago, y la música vibraba con fuerza por los alto parlantes, y las personas bailaban y se aferraban a mi alrededor, indiferentes a lo que sucedía ahí, y era como si los golpes se sincronizaran con el ritmo anárquico de aquella canción que yo nunca había oído antes, el tipo de música que solo se tocaba en lugares como aquel club infernal. Caí al suelo, y con la visión girando me vi rodeado de pies bailando, metidos en botas de cuero y tacones aguja; sentí la sangre fluyendo por mi nariz, manchando de rojo mi camisa – estaba definitivamente vencido, pero, él no se dio por satisfecho, me levantó nuevamente y estaba listo para asestar más golpes. Fue entonces que los dos guardias de seguridad corpulentos hicieron su entrada triunfal y expulsaron del club no solo a mi verdugo, sino a mí también. Fui arrojado por la misma puerta que había entrado, expulsado de allí como una cosa indeseable, de forma idéntica a lo que había visto suceder menos de una hora antes. El hombre calvo se acercó nuevamente, yo me arrastré por el suelo, dándome cuenta de que era deprimente ese intento de fuga, entonces me paré, cerré los ojos, resignado a que recibiría más golpes; pero, entonces él escupió sobre mí y se volteó, se fue repartiendo ofensas.

    Parecía una tarea imposible, me levanté con todo aquel dolor en mi cuerpo, que parecía pesar unas toneladas, con las punzadas en mi cabeza y con el ruido agudo vibrando sobre mis oídos. Apoyé los codos sobre el suelo y levanté el tronco primero, lentamente, escuchaba el resonar de las conversaciones de las personas cerca de mí entrecortadas por el zumbido de mis oídos, no logré distinguir lo que decían, pero, parecían hablar de mí. Con un enorme esfuerzo logré colocarme de pie, probé dos pasos y tambaleé, las imágenes daban vueltas de un lado para el otro, entonces me desplomé en el suelo nuevamente, y una brea se creó otra vez.

    Aléjense, aléjense, él está conmigo, mis párpados temblaban cuando escuchaba aquella voz, que sonaba confusa, de alguna distancia, Oye, tú, despierta, despierta, repetía y el sonido se aproximaba poco a poco, abrí los ojos lentamente y mi campo de visión fue dando una imagen desenfocada que al rato se reveló un par de piernas en pantalones de jeans golpeados y rotos, metidas en tenis azules a la altura del tobillo, tal vez hasta más golpeado que los pantalones. El par de tenis fue entonces usado para empujar mis piernas, Alexander, necesita levantarse, la voz decía y ahora ya sabía de quien se trataba, si bien inicialmente no había visto su rostro. Hice un esfuerzo para levantarme, y caía de nuevo, pero, él me apoyó sobre su hombro, enlazando mi espalda con su brazo, y nunca me sentí tan completamente indefenso y dependiente como en ese momento, incapaz de soportar mi propio peso; si él me soltase, caería nuevamente. Mi cabeza se inclinaba hacia el frente, mi nariz volvió a sangrar. Él la centralizó gentilmente, y despreocupado, limpió con las muñecas el fluido rojo que se escurría de la nariz. Mientras él hacía eso, pude ver su rostro muy cerca, y su mirada parecía tan brillante y pura, en medio del caos y de la podredumbre que era aquel lugar y que era mi vida en aquel momento; en ese instante él parecía ser la única fuente de luz. Me resbalaba al pisar en el piso húmedo, y él me aseguraba, Voy a llevarlo hasta un taxi, no se preocupe, usted va a estar bien, decía, en aquel tono de voz jovial que de repente me sonaba tan reconfortante, mientras me ayudaba a caminar, su cuerpo sosteniendo el mío, y ese frágil estado en el que yo estaba, no solo mi cuerpo, sino especialmente mi mente, la imagen de Niko era una cosa etérea, y yo tenía hasta dudas si era real o producto de mi imaginación a esa altura; su gentileza y empeño en ayudarme eran las últimas cosas que yo esperaría experimentar aquella noche, yo era capaz hasta de visualizarlo con un par de alas blancas; estaba convencido de que había encontrado una especie inverosímil de ángel de la guarda, escondido detrás de un eficiente disfraz de un muchacho de la calle desaliñado.

    Mis párpados temblaron y se abrieron con dificultad cuando escuché el ruido del tren resonar y la vibración sacudir sutilmente la pantalla a mi lado; contraje mi cuerpo debajo del cobertor, me preguntaba que horas serían, cuánto tiempo había estado en la cama. Era como si fuese incapaz de levantarme, yo era un cuerpo atado a la cama, preso por una fuerza invisible e invencible, que me hacía descuidarme a mi mismo. Ni la vibración del teléfono celular, abandonado sobre la mesita de noche, continua e insistente como era, me convencería de salir de la seguridad de aquel refugio. Continué debajo de las sábanas, y continuaría allí el resto del día, si no fuese por el tocar insistente del timbre. Fui a librarme de aquel incómodo que contemplé atender. Reconocí de inmediato la voz, era Walter; emití un largo suspiro. No deseaba recibir a nadie aquel día, pero, a ese hombre le debía mucho, por él abriría una excepción. Me levanté, me vestí y observé, asombrado, que por detrás

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