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Libro electrónico242 páginas3 horas

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Veintisiete letras pueden integrar una red de sentidos,un universo imaginario que al ser leído se convierte en materia imaginada: la escritura es un acto doble que mediante palabras permite tal evocación. Cuatro piezas narrativa componen estas historias de literatura intimista cuya mano es femenina. Las cadencias y los ritmos de su prosa provienen de la sensibilidad propia de una escritura -origen que no cancela la norma canónica donde se establece que sólo hay dos tipos de literatura: la buena y la mala, ademas de un hecho esencial en el cual quien escribe debe acabar disolviéndose en la sustancia impersonal de su creación. El cuadrante que María Colin ofrece en estos cuentos debe leerse como otras tantas puertas hacia formas posibles cuando las voces narrativas se presentan a partir del interior de los personajes, empleando tres voces gramaticales al modo de puntos de fuga para contar desde una narradora omnisciente que escudriña a sus creaturas, una segunda persona que convoca al lector a penetrar en sus laberintos como un desdoblamiento de espejos, un yo que confiesa las peregrinaciones sentimentales, los encuentros con aquella trémula, sutil sustancia que llamamos existir.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 may 2022
ISBN9786075479163
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    Coincidir en omportum - María Colin

    Los nombres de Myla

    PRIMERA PUERTA

    Ella cambia todo lo que toca, y todo lo que toca cambia

    Sería que su corazón era holgado o su cuerpo, menudo; Myla no lo sabe. Se hunde en su memoria tratando de dar con el cabo de un hilo que le podría dar vuelta al planeta mayor. El hilo sigue siendo circular y Myla vuelve a concentrase en su ensueño para descentrarse de lo que ya no está.

    Se llamaba Teo y era abogado. Era uno de los acordes de Myla en una de esas canciones viejas que se atesoran para siempre. En uno de sus ardores le confesó a Myla que no había elegido aquella profesión por amor a la humanidad —eso le tenía sin cuidado— tampoco los rendimientos ganados sin empacho, aunque esos vericuetos sí que surtieron sus buenos frutos. Era más bien un instinto de evolución, un ansia de supervivencia y un anhelo de dejar la pobreza en el olvido, aunque la pobreza nunca te ha dejado a ti, le decía su esposa algunas veces; a saber lo que querría decir. Myla consiguió irrumpir en ese corazón acorazado que se asomaba a veces para luego volverse a velar. Ella lo llamó reo, patético y un día de camino, pusilánime. Él callaba y asentía sin enojarse nunca. A ella le perdonaba todo. A Myla le fue permitido abrir el costal de un navajazo y encontrar en su interior tanto las gemas brillantes como los guijarros. Sabía separar el trigo de la paja en el ojo ajeno; podía leer completa un alma con solo mirar a los ojos. Y a veces intentaba meter el dedo un poco más profundo, adentro, allá donde nadie en su insano juicio quiere llegar. Y luego se lo contaba a él como quien confiesa un pecado inocuo. Teo sólo juntaba las piedras, las buenas y las malas, después las revolvía todas para olvidarlas otra vez.

    Teo siempre había jugado el juego con un tinte de recelo. Quizá tenía a buen resguardo un corazón que creía se había hecho vulnerable con los años, con el abandono de su madre, con la pérdida —un día de marzo— de todos sus referentes. Y aunque había vuelto a confiar a hurtadillas y sólo en raros momentos, era un pez resbaladizo en las osadas manos de Myla. —Ojalá fueras como mi guitarra, tiene cuerdas que puedo apisonar—. Él sólo sonreía, la mayoría de las veces no tenía hebra con que continuar los complejos hilados que desenrollaba Myla.

    La primera vez que estrechó ese frágil cuerpo contra el suyo tembló completo como sólo tiembla un hombre que lo siente todo, como los labios de un hereje antes de ser quemado en la hoguera. Temblaba por dentro y por fuera. Calló la boca y cerró los ojos para evitar salir volando de ese instante fulguroso que le devolvió algo que había perdido. Y aunque sabía que Myla era vida para su vida, siempre mantuvo un pie fuera de foco, por si en cualquier momento había que salir huyendo. Confiaba en que su naufragio personal nunca sería vislumbrado por ella. Teo huía, aunque nunca se fue del todo, y cada remedo de partida suya, a ella le minaba el sabor de lo feliz. Ella era la gubia que le tallaba de luz la piel indina.

    Era ese hombre grande un cajón blindado que Myla se solazaba en abrir. Buscar las combinaciones en un universo numérico era fascinante. Dar con el primer clic que prometía que la gloria estaba cerca la alucinaba. Soñaba con ver aquel cerrojo abierto, más no dejó ni un día de pasarle recados por la hendidura. La puerta estaba cerrada, pero siempre quedaba una hendija por donde se colaba la luz.

    Las noches de las que todos queremos huir, Myla las montaba con ácida alegría, rodeaba el filo de un aura apenas visible del hombre que yacía a su lado. Miraba los contornos como quien se enfila hacia la estrella roja. Recorría con los ojos, con las manos, con la lengua, las tiernas orillas de un hombre tumbado a su lado —con los ojos cerrados— queriendo olvidar el mundo. A saber qué tenía esa mujer, que los hombres en ella podían soltar sus amarras y poner en pausa al planeta. A Myla le gustaba Teo. Y vaya que le gustaba.

    Teo quiso cantarle una canción. Una vieja tonada que le cantaba su madre antes de irse lejos; pero antes de llegar a la mitad, su voz se apagó; era como si una compuerta se hubiese cerrado en su garganta y no pudo seguir. Myla guardó sus preguntas, y lo abrazó. Era un llanto rancio, de años.

    Ian y Myla parecían dos dragones de fuego cayendo a la deriva, abrazados, deshechos. La cama se estremecía bajo su vuelo. Él se volvía loco encima de ella y se lo repetía al oído después de un año de no verla. Doce meses, era lo razonable. Tenía una familia y no podía darse esos lujos. Sólo a veces, cuando las piedras se habían acumulado lo suficiente, se dejaba caer en esos brazos siempre abiertos, en esos labios que besaban sus párpados con la misma devoción de una beata. A Myla le gustaba ese potro embravecido que se convertía en un niño después de gozarla. Se quedaba quieto luego de haber arreado al ganado, de haberle dado alimento a las gallinas y limpiar los corrales. Se quedaba tan quieto como nunca podía estar, cuando esos labios que buscaba y alejaba como un demente que titubea a cada respiro lo recorrían completo. Por qué volvía a Myla, él que tenía los ojos cerrados a la magia, los dedos oscuros de mugre, el corazón encalabozado. La olvidaba por once meses y un día de inundación buscaba desesperado el encuentro. Y no cejaba hasta conseguirlo, como un chiquillo emberrinchado. Bendito encuentro manchado. Myla lo miraba después de dejar que abusara de su cuerpo y su espacio. Y miraba al hijo que no tuvo siendo ya hombre. Las pestañas tupidas en esos ojos bien delineados. Su cabello muy corto en el que empezaban a anidar algunas canas. Odiaba su manera de referirse a ella "gorda anciana" "no te quiero, tonta. Ella lo besaba lentamente como quien recorre un templo infinito. Acariciaba su traslúcida espalda, lo dejaba dormir, hablaba con él, le hacía cosquillas o lo reñía según el viento. Él no era ajeno a nada de lo que ella hacía. A veces la tomaba con la indolencia con la que atendía a sus reos de granja, que para él no eran más que objetos con precio. Pero nunca olvidó cuántas estaciones hacía que no la veía. Te extrañé, tonta ¿Ya te enojaste?".

    Le narraba sus días a cuenta gotas. Más bien se paseaba por el cuarto como un león aprisionado, fumaba otro cigarro; mordisqueaba un maní, lo escupía. Se lanzaba sobre ella y la amaba una vez más. La besaba, la mordía, magullaba sus nalgas, estrujaba su cuerpo sin condolencia. La escuchaba, eso sí, con gran atención. Y siempre la malinterpretaba. No terminaba de entender lo que ella quería decir cuando decía irascible o sobrado. No sabía de qué hablaba cuando ella trataba de apaciguar su ansiedad y su olor a animal de monte. Sin embargo, ella disfrutaba de la bestia que la cabalgaba con el sudor en la frente. A Myla le encantaba Ian. Y cuánto le encantaba.

    Ian no se había hecho de un nombre en la Tierra. Era simplemente Ian, el ranchero, el hombre sin horquillas en la piel. La tierra era su patria y el barro de sus pensares. Pertenecía sólo a ella. Tenía pocas palabras entre los dientes espaciados y perfectos, quizá precisamente para que anduvieran sueltos esos vocablos atropellados que dejaba salir sin complejos ni miramientos. Decía lo que pensaba y no pensaba muy bien lo que decía, sería eso lo que a Myla le chiflaba. No tenía ningún respeto por nada y sin embargo rendía muda veneración a los sagrarios del cuerpo de Myla. Nunca oraba, pero se quedaba en silencio y se quitaba el sombrero para mirar mejor al sol en su salida. Respiraba al compás de los cocuyos en verano y tocaba con solemnidad el agua helada de los manantiales donde abrevaban sus animales. Los vendía sin reparos porque nunca les puso nombre; los llamaba a silbidos y usaba el lenguaje de las lenguas incendiadas para hablar con Myla. Presentía las lluvias con granizo y las heladas y se anticipaba a los días de sol, pero no sabía descifrar sus propios pensamientos.

    Ian no tenía remedio en esta vida, le decía ella. —No vas a llegar a ningún lado Ian, tienes que aprender a ver más allá de tu nariz, lee algún libro al menos —le decía cariñosamente. —"Estoy donde quiero viejita" —contestaba él, y volvía a asfixiarla.

    Fil sonreía siempre. Su sonrisa era larga y luminosa. Tenía la inocencia de una luciérnaga recién nacida y el tesón de un castor en su río. Nunca buscaba a Myla, pero siempre se dejó encontrar. Para él ella era uno de esos talismanes que se llevan en la piel cuidando de que no sean vistos y más de no perderlos. No había olvidado uno solo de sus raros encuentros; conocía hasta su más mínimo gusto, y poco se esmeró en complacerla; sólo cuando la tenía en sus brazos y su frágil cuerpo se escabullía debajo de su escuálido peso. A Myla no le gustaba caminar a su lado, tenía las piernas tan largas que ella no casaba el paso y se quedaba atrás. Siempre le pidió que atemperara, pero nadie cambia. Decidió que no volverían a caminar. Se encontraban en algún restaurant, en un bar o un café. Y charlaban durante horas. Las primeras horas él bromeaba, jugaba como un mocoso hasta que ella hilvanaba un tema serio, de esos a donde le gustaba entrar, y lo obligaba suavemente a ir con ella. Porque Myla a veces era suave como el vientre de un cachorro. Y en ese vientre Fil quiso perderse más de una vez. Más de las que Myla se lo permitió.

    Estaba lleno de cosas y de planes. Planos en su cabeza sin pelo y en su escritorio. Era como hablar con una tabla pitagórica. Su maquinaria neuronal no daba tregua a la creatividad con la que vivía su vida. Le gustaba esquiar y construir casas. A veces pasaba las siguientes dos horas hablándole de ángulos o de caídas, y ella impaciente le metía la mano en la entrepierna. El tiempo es tan corto. Fil se convertía en un macho cabrío, como casi todos los hombres. Myla no recordaba haber yacido con algún cordero. ¿Los había? ¿Cabría quizá la mansedumbre en la conjugación de los cuerpos? A Myla Fil no le gustaba tanto. Pero algo le gustaría.

    Fil era rejego, de esos que no se tragan con facilidad las verdades que otros escupen. De esos que quieren indagar hasta el fondo para al fin decir, puede ser. Era desvaído pero lírico. Su cuerpo, a pesar de la delgadez, era fuerte como un tronco de madera torneado por la paciencia y el tiempo. Llevaba un sextante preciso en su cerebro inagotable y había logrado hacer su pequeña fortuna fabricándose su lugar en la Tierra en el que se acomodaba con un gusto contagioso. A pesar de su famélica vida matrimonial, de las restricciones del deseo, de la ausencia de hijos y de vicios que ayudan a masticar mejor la realidad, era feliz. Eso le gustaba a ella; la tranquila estancia con la que se las arreglaba en el mundo, su falta de quejas y la risa boba de un niño. Le inquietaba abrazarlo pues era como sentir desvanecerse en el espacio una hebra entre sus brazos y eso la obligaba a notarse más grande, cosa que nunca le gustó. Un hombre debe tener siempre la firmeza y la fuerza donde apoyar los remilgos de mujer. Fil tenía la vida resuelta y caminaba con esa seguridad del que cree que lo sabe todo, por eso sus zancadas grandes y desmañadas en el larguirucho cuerpo de mono. Creía menos de la mitad de lo que ella le decía, pero la atención con que la miraba la hacía sentir que le estaba hablando a un parlamento.

    La culpa fue su fiel compañera. Cuando cerraba los ojos sin sueño podía asistir a su propio laudo sin chistar. Deseaba en secreto, casi sin contárselo a ella misma, caminar despacio al cadalso, con la mirada al suelo y sus cabellos castaños cubriendo su insolente pudor. Con la soga como un rosario hecho de escándalos. Esperaba ser castigada, ya nada blanco habitaba en ella. No lo había hecho con intención, se repetía. No los buscó, ellos vinieron y ella siempre tenía la puerta abierta.

    No puede haber nada como la casualidad, rezaba uno de sus mantras; desde una piedra que entorpece el paso hasta la caída de una estrella fugaz. Más aún los encuentros con los otros. Todo encuentro casual es una cita dice el poeta y ella lo atestiguaba. A cada uno de ellos los encontró justo en el momento y el lugar. No hubo rutas equívocas ni presagios. No hubo cálculos errados ni no tenías que estar allí. Aquella calle, la fiesta, la tarde del despacho, un consultorio, la banca de un parque, todo estaba inmerso en aquel diseño perfecto que se trasminaba entre los actos. Por eso se quedaba. Es que no podía irse. Cada uno le traía algo que era preciso. Cada uno cumplía con la encomienda. La casualidad es un disfraz de la ley última que casi nadie reconoce. La casualidad se agazapa en la forma de un felino o en la flor que cae en el instante inoportuno. Esa fiel chapucera aparecida en infinitos momentos; el que tenga encuentros... que no se retrase.

    Myla se quedó sola con su padre cuando apenas tenía siete años y su madre se desdibujó detrás de un padecimiento que se la fue arrancando de a poco. El hombre se hizo cargo de su hija con el frío entusiasmo de un viudo solitario y todo su amor. Pero faltó. No podía estar siempre. Y siempre hicieron falta palabras, abrazos y esa complicidad compuesta y obligada que debería existir entre padres e hijas. La culpa en ella se instaló cuando creyó que había espantado la vida de su madre por no ser obediente, y cuando su padre pasaba largas temporadas fuera de casa y ella se quedaba con su lacónica tía gris y su gris habitáculo. La culpa la siguió en las mocedades cuando exploraba su cuerpo y descubría los recintos que se alzaban en la gloria de un regusto que palpitaba en medio de sus piernas. —¿Qué estás haciendo, niña mala?— le gritaba la tía que la observaba con el recelo de un cuervo chismoso. Eso debía ser algo malo. Escribía cartas por si había alguien en el cielo, pidiendo perdón y prometiendo no volver a hacerlo jamás. Pero a la siguiente noche se rendía a las impúdicas olas de su vientre pueril. Las cartas las guardó en una cajita, las leía muchas veces sin dejar de llorar.

    Los Diositos de sus cartas infantiles no llevaban s, y sus "no lo buelbo a ser" perdieron las V y la prudencia. ¿Sería por eso que sus apologías nunca llegaron al cielo y no bastaron para sufragar las llamas que la enardecían? ¿Sería que el Señor de los cielos podría perdonar su mala ortografía?

    Sus cuatro jinetes del apocalipsis. Los de nombres cortos. Los de amor grande, despacio, desbocado, eremita. Los que andaban, trotaban, cabalgaban, se detenían. Los cuatro amores que la revolvieron después. Las recónditas entrañas del bosque hasta donde los llevó con argucias de bienaventuranza para luego dejarlos caer sin poder ya hacerla suya. Había un quinto y estaba siempre. Su puerto seguro a quien a pesar de todo se atrevía a mirar. El Norte de sus tierras altas. Él se guardaba en el lugar sagrado.

    A los otros sólo quería regalarles algo de lo que los astros le dieron cuando nació. Una estancia o un solar, cobijo para el cansancio. Un páramo en medio de los zarzales de la intraducible existencia. Y ella aún sin saberlo, guardaba con cada encuentro las gestas para sostener cualquier tiempo venidero cuando hiciera falta la dulce calidez de los recovecos del pasado.

    Y no era cosa de hacer tienta buscando a un semental —ya había dejado de intentar dar luz a su vientre— simplemente se dejaba llevar por las divagaciones de la sangre y por la fuerza de su nombre. Su nombre albergaba rastreos intermitentes de lo divino en la naturaleza. Pero también una fiera lucha entre los principios sociales y los deseos personales. Pero también llevaba la sentencia de una vida adosada con aventuras románticas y sendos amores. La estrella estaba en su frente; las letras hablaban, no habría expiación. Era el sino que el Ángel que todo lo nombra había tallado en su coronilla, el hado estampado en las constelaciones de su devenir. Nada qué hacer. La realidad que ella urdía era mucho mejor que el mundo que estaba alrededor. Éste estaba a punto de caerse como la luna sobre un árbol. La tierra temblaba en el vórtice y habían comenzado a caer luces provenientes del espacio exterior. Las cartas que los pontífices nunca quisieron desvelar se mecían ahora en el papel en

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