Mientras el mundo cambio
Por J. M. Aguilera
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Entre otros, conoceremos los últimos instantes de una mujer frente a la inminencia del fin del mundo, las vicisitudes de un general que un día descubre la presencia de una persona idéntica a él, o el monólogo interior de una mascota virtual que trata de comprender mejor el mundo en el que habita su ama.
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Mientras el mundo cambio - J. M. Aguilera
Mientras el mundo cambia es una compilación de relatos escritos con una precisión exquisita. J. M. Aguilera perfila cada uno de los personajes protagonistas de estas historias con un cincel diestro, con el que ilumina las complejas aristas psicológicas de todo ser humano ubicándolos en situaciones comprometidas, inquietantes o meramente desapacibles mientras el mundo alrededor sigue su curso, «mientras el mundo cambia».
Entre otros, conoceremos los últimos instantes de una mujer frente a la inminencia del fin del mundo, las vicisitudes de un general que un día descubre la presencia de una persona idéntica a él, o el monólogo interior de una mascota virtual que trata de comprender mejor el mundo en el que habita su ama.
logo-edoblicuas.pngMientras el mundo cambia
J. M. Aguilera
www.edicionesoblicuas.com
Mientras el mundo cambia
© 2023, José Moreno Aguilera
© 2023, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-19805-37-9
ISBN edición papel: 978-84-19805-36-2
Edición: 2023
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: Héctor Gomila
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
www.edicionesoblicuas.com
Contenido
Bienvenido al fin del mundo
Las manos del peluquero
El doble
Oleum martyris
Luis XVI
Penélope
Un punto en el mapa
Revolución, 1
Apnea
Dadas las circunstancias
La venganza de Plutón
Tal día como hoy
El último soldado
La noche en que las estrellas se apagaron
Algún día
El balcón de Gregorio
PNP
Lo que el viento se llevó
Su caja
Taronja
Nosotras, las emigrantes
El pobre
Azul y pavorosa
La penúltima
Un cuerpo
Agradecimientos
El autor
Para Elena, Juan y Guillermo,
que han convertido mi existencia
en un lugar apasionante
y precioso.
B
ienvenido al fin del mundo
¿Qué hace un condenado cuando le comunican la fecha de su muerte? ¿Deja acaso de levantarse cada mañana a mirar el sol a través de los barrotes de su celda? ¿Abandona la costumbre de comer o respirar? Sabemos que no, al menos hasta que se aproxima la hora, y aun entonces, como impulsado por el exceso de vitalidad que le va a ser arrebatada antes de tiempo, se deja llevar por la vida que aún fluye en él y aprecia más el aroma del aire claro de la mañana, saborea con más gusto hasta el agua más corriente, evacua una última vez con el placer de quedar limpio para siempre.
Ahora nosotros somos ese condenado. La humanidad entera fue informada, hace algo más de cuatro años, de que se acerca el fin del mundo. Literalmente. Estamos condenados a morir antes de tiempo. Y no fueron heraldos alados de espadas llameantes, como en las profecías, los que nos trajeron la noticia, aunque sí fue una señal celeste. Fue un borrón inexplicable en una estrella del cielo nocturno. Una anomalía que, estudiada a fondo, se reveló como nuestra sentencia de muerte, con fecha y todo. Será pronto, el próximo seis de mayo cuando calculan que la onda expansiva, después de algo más de cuatro años de viaje a la velocidad de la luz, llegará a la Tierra a través del cosmos. Entonces, una radiación mortal nos arrancará la piel, nos deshará los huesos y achicharrará nuestro planeta y todo aquello que no esté protegido bajo un kilómetro de hormigón. Total, para qué, para después salir a un mundo yermo y humeante, para morir de hambre o quizás de sed en cuanto se agoten las reservas que hayamos sido capaces de acumular hasta que llegue el día. Todos los expertos lo dicen: sería escapar de una muerte rápida para morir de otra lenta. Aun así, hay gente que se afana en esconderse desde entonces.
Cuando era pequeña acostumbraba a mirar el cielo nocturno con mi padre, en este rancho. Salíamos a la pradera, caminábamos unos minutos, tendíamos dos mantas en la hierba fresca y nos echábamos a contemplar las estrellas hasta que me quedaba dormida. Esa visión, grabada en mi retina después de cientos, miles de noches al raso, nunca ha dejado de sobrecogerme. Luego perdimos la costumbre. Cuando empecé la universidad, mis noches cambiaron el titilar de las estrellas por las luces de neón. Pero ellas estuvieron siempre allí. Bastaba con alejarse un poco de la civilización. Aunque eso no siempre era fácil. Recuerdo como si fuera hoy el retumbar en el pecho del corazón desbocado por el miedo de caminar a oscuras, de verme en medio de la nada, convencida de mi muerte por una mordedura de serpiente, o el ataque de un coyote. Cuando era niña, a cada ruido furtivo que escuchábamos en torno nuestro apretaba con más fuerza la mano de mi padre. Pero, como él decía, hay que adentrarse en la oscuridad para apreciar la luz. Y aquel cielo nocturno en medio de la nada tenía, podéis creerme, mucha luz que ofrecer.
Decir esto hoy puede sonar irónico, ahora que esa mancha irisada se extiende implacable hacia nosotros, igual que una guillotina inmisericorde, pero sin prisa. Dicen que, cuando de verdad llegue, cuando la supernova toque la Tierra el próximo seis de mayo, no nos daremos cuenta. No tendremos tiempo de entender que nos morimos. El problema, pienso yo, es que ya lo sabemos. Y si no, que se lo pregunten a algunos.
Reconozco que la pregunta que hice antes tenía trampa, porque un condenado no tiene libertad antes de su ejecución; no al menos la misma que tenemos nosotros ahora, si es que acaso nos sirve de algo. Por eso quizás el condenado se aferre a cada segundo de vida. Por eso quizás entre nosotros, los libres, haya habido gente que no ha querido esperar al final. No los juzgo.
El caos ha sido inevitable. Muchos dejaron de trabajar cuando se supo. Para qué, si nos quedaban algo más de cuatro años, seguir madrugando. Para qué sembrar otra cosecha. Para qué comprar o vender acciones. Para qué juzgar a un sospechoso. Para qué construir un hospital. Para qué seguir estudiando. Afortunadamente no fueron todos.
Tuve un profesor de filosofía que nos explicaba que Kant decía que, si se supiera que el mundo acabaría mañana, él seguiría madrugando y trabajando como cada día. Claro que Kant trabajaba de filósofo. Y no sé si fueron esas palabras, o la lógica del condenado, o que acabara de enamorarme de Danny cuando estalló el cielo, o que mi profesión sea ahora tan absurda como ya lo era antes de saberse que el mundo está abocado a la extinción, pero lo cierto es que yo elegí seguir viviendo. Los dos elegimos vivir.
No digo que haya sido fácil. El día a día se ha convertido desde entonces en una lucha por la supervivencia. En vivir para poder morir cuando todo explote por los aires. Mucha gente dejó pronto de sentirse cohibida por la moral social, no digo ya por las leyes. Las mujeres empezamos a ser algo más que un objeto de deseo para aquellos que, no sintiéndose ya amenazados por la perspectiva de una larga temporada entre rejas, decidieron dar rienda suelta a sus impulsos. El dinero perdió pronto su valor, pues desde aquel día de nada sirve acumularlo. La vida humana digamos que también ha variado su cotización. Pero muchos nos aferramos a ella, dispuestos a defenderla con uñas y dientes…
Danny y yo nos vinimos al rancho de mis padres al poco de saltar la noticia. Mamá estaba ya enferma y murió poco antes del año. Papá duró un par de meses más. Danny dijo que sería un cáncer no detectado, pero yo sabía que se le había roto el corazón.
Durante más de tres años, Danny y yo vivimos con relativa tranquilidad aquí en el rancho. Su aislamiento nos permitió salir adelante. Teníamos un pozo y una laguna cerca. Aprendimos a cultivar lo que comíamos y a criar gallinas y conejos. Si alguien venía pidiendo alimento o cobijo, se lo ofrecíamos, y las pocas veces que alguien intentó robarnos, salió escaldado.
Danny solo tuvo que disparar una vez. Fue hace casi ocho meses. Al principio, la gente se había vuelto loca comprando armas —recuerdo a una señora de unos noventa años en la ciudad, sentada en una silla de ruedas en su porche con un subfusil sobre su regazo, amenazador como una fiera dormida—. Las colas eran kilométricas ante las tiendas. El que más armas logró reunir antes de que se acabara el stock alcanzó un estatus temporal de dominio o seguridad. Pero las municiones no eran eternas y cuando dejaron de venderse armas digamos que se hizo tabla rasa. Se acabaron las armas de fuego. En el rancho de mi padre, sin embargo, había un viejo rifle y una caja de balas que él nunca había abierto. Cuando empezamos a vivir allí, Danny quería usar todo aquello para cazar, pero papá le aconsejó que lo guardara para nuestra defensa. Más de una vez y más de dos, Danny tuvo que encañonar a algún tipo con malas intenciones. Y aunque en aquella época ya empezaban a escasear las balas en el resto del país, ningún rufián quiso comprobar si nosotros habíamos gastado ya las nuestras. La caja seguía intacta.
Pero hace casi ocho meses se presentó un tipo demacrado pidiendo agua y comida. Tendría cerca de cuarenta años, aunque aparentaba muchos más. Su piel estaba quemada por el sol y cubierta de una costra de polvo y roña de semanas. Bajo un bigote enmugrecido asomaban varios dientes amarillos y unas encías putrefactas. Lo lavamos. Lo afeitamos. Le dimos agua y comida. Durmió cinco noches en el granero. Se llamaba Bill Maddox, o eso nos dijo. Se quejaba de que le habían robado y le habían dado una paliza cuando se le acabó la munición. Venía del sur. Nos preguntó si teníamos armas, y Danny le dijo que no. Siempre decía que no por miedo a que nos la robaran. A la mañana del sexto día, Danny había salido a intentar atrapar unos patos a la laguna. No quería acabar con nuestras gallinas. «¡El condenado de Bill tiene buen apetito!», me susurró antes de salir. Bill nos había