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Músicas y prácticas sonoras en el Caribe colombiano: Volumen 2: multiculturalismo y prácticas musicales en la industria
Músicas y prácticas sonoras en el Caribe colombiano: Volumen 2: multiculturalismo y prácticas musicales en la industria
Músicas y prácticas sonoras en el Caribe colombiano: Volumen 2: multiculturalismo y prácticas musicales en la industria
Libro electrónico532 páginas6 horas

Músicas y prácticas sonoras en el Caribe colombiano: Volumen 2: multiculturalismo y prácticas musicales en la industria

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El presente trabajo comprende, en dos volúmenes, la voz actual de investigadores que abordan, desde variadas perspectivas, disciplinas, metodologías y marcos teóricos, el estudio y análisis de diversas músicas y prácticas sonoras en el Caribe colombiano. El primer volumen, que usted tiene en sus manos, reúne textos que abordan diferentes cosmovisiones, significados y prácticas de las músicas locales y de tradición oral. El segundo, compila artículos que exploran las músicas populares, masivas y mediatizadas, o bien la relación de algunas músicas tradicionales con la industria musical.

En conjunto, ambos volúmenes presentan un panorama actual y diverso, desde una perspectiva multidisciplinar, de las músicas del Caribe colombiano. Por el rigor y calidad de los textos incluidos, el presente trabajo constituye un hito en cuanto a las investigaciones sobre el tema. Esperamos que este libro sea una catapulta que multiplique el interés y el desarrollo de trabajos de investigación sobre asuntos tan importantes para las comunidades, académicos y público en general dentro y fuera de la región, como es el caso de las prácticas musicales en el Caribe colombiano.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 dic 2022
ISBN9786287618435
Músicas y prácticas sonoras en el Caribe colombiano: Volumen 2: multiculturalismo y prácticas musicales en la industria

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    Músicas y prácticas sonoras en el Caribe colombiano - Federico Ochoa Escobar

    Prólogo de los Editores al Volumen 2

    El presente volumen es el segundo de la serie Músicas y prácticas sonoras en el Caribe colombiano , de la colección Culturas musicales en Colombia , editada por el Sello Editorial Javeriano. El primer volumen se titula Prácticas musicales locales, festivales y cosmovisiones diversas , y en él incluimos un ensayo introductorio, denominado ¡Ay! Al Sonar los Tambores. Historiografía de la Investigación Musical sobre el Caribe Colombiano , en el que presentamos varias nociones básicas para aproximarnos a estos fenómenos sonoros, de acuerdo con las posturas contemporáneas de la investigación musical en el país y la región.

    En primer lugar, elaboramos una discusión sobre las nociones de Caribe colombiano, identificándolo como una construcción histórica particular y más bien reciente. Este concepto es cercano a la idea de cuenca del Caribe, aunque está mediado por las dinámicas de la economía política del Caribe colonial, como, por ejemplo, la economía esclavista basada en plantaciones. De este modo, aclaramos también, de forma conceptual, la división histórica entre los caribes colombianos oriental y occidental, identificando que las músicas relacionadas con el segundo son aquellas sobre las que más se ha escrito a nivel investigativo. De la mano de esta idea, proponemos una discusión para definir diversos ámbitos de práctica de las músicas de la región: músicas tradicionales, folclor proyectivo y músicas comerciales, entendiendo las primeras como aquellas que responden, principalmente, a dinámicas propias de las comunidades y sus funciones sociales; las segundas, a adaptaciones de estas músicas, con el fin de escenificarlas en un contexto presentacional; y las últimas, como aquellas cuyas dinámicas estructurales están mediadas (en mayor o menor medida) por la industria musical.

    En dicho ensayo también proponemos una periodización, con cinco etapas sobre la historiografía de la investigación musical en esta región, a saber:

    1910-1950: de la cultura nacional al folclorismo.

    1950-1970: folclorismos regionales y afrocolombianistas.

    1970-1990: folclorismo regionalista y etno/musicologías emergentes.

    1990-2004: apertura disciplinar, etnomusicología y persistencia del periodismo folclorista.

    2005-2020: ciencias sociales e interdisciplinariedad.

    Consideramos que los dos volúmenes de este libro son representantes de la última tendencia, pues evidencian claros desarrollos técnicos, teóricos y disciplinares, y una posicionalidad diversa de los investigadores. Es en esta última etapa que ha aumentado considerablemente la cantidad de producción académica sobre estos temas.

    A diferencia del primer volumen, enfocado en festivales, músicas locales y tradicionales, este segundo volumen se titula Multiculturalismo y prácticas musicales en la industria. Este incluye nueve textos, y aquí replicamos lo que de ellos se dice en el ensayo introductorio del volumen 1: 

    Inicia con dos trabajos de corte histórico: el primero, del músico y doctor en etnomusicología, Sergio Ospina, quien aborda la relación entre el jazz y las músicas populares del Caribe colombiano, a través del análisis de la obra de Lucho Bermúdez; y el segundo, realizado por el multiinstrumentista bogotano y magíster en musicología, Urián Sarmiento, es un texto sobre la música de gaitas largas, en el que cataloga y describe la extensa discografía de esta música, producida en la segunda mitad del siglo XX, obra que en su conjunto constituye, de forma excepcional, quizás la mayor producción dentro del mercado discográfico de una música local tradicional del Caribe colombiano. Continúa un texto del multi instrumentista, productor musical y doctor en Ciencias Sociales, Juan Sebastián Ochoa, quien describe y analiza la idea de un sonido sabanero en la música de acordeón de la región. Le sigue el texto de Juan Fernando Giraldo, uno de los músicos y saxofonistas más destacados del país, en el que nos brinda un acercamiento a la vida y obra musical de Carlos Piña, sin lugar a duda el más importante saxofonista y clarinetista de la música del Caribe colombiano. De quinto está el texto de Maria José Alviar sobre los cambios en los porros de banda ejecutados por las nuevas generaciones, a las que ella denomina los pelaos. Le sigue un texto de la docente italiana Valeria Busnelli, candidata a doctora en Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad Nacional de Colombia, y quien está radicada en Bogotá, sobre las formas de circulación de las músicas actuales de San Andrés y Providencia. Los dos textos siguientes son acerca de la champeta: el primero, escrito por los comunicadores Adrián Fajardo y Cristian Agámez (barranquillero y cartagenero, respectivamente), relata las estrategias comerciales de un empresario antioqueño, que fueron centrales para la creación, difusión y posicionamiento del género en la región; y el segundo, escrito por la magistra en Estudios Culturales, Nathaly Gómez, de Bogotá, presenta un estado del arte exhaustivo de trabajos académicos sobre el tema. Finaliza el segundo volumen un texto de corte literario sobre Noel Petro, alias El burro mocho, escrito por el melómano, ingeniero químico, periodista y productor radial Edgar Cortés Uparela, oriundo de Sahagún (Córdoba), en el cual hace un repaso por los inicios artísticos y la vida musical de este destacado compositor, cantante y guitarrista del Caribe colombiano. (p. 54-55)

    Los textos incluidos en este segundo volumen presentan un importante complemento, no solo al volumen 1, sino a la producción regional en general, la cual ha estado más centrada en las músicas consideradas como tradicionales o folclóricas, lo que muchas veces ha dejado de lado trabajos sobre las músicas más vinculadas con lo urbano, la modernidad, los mercados musicales y la industrialización, en general, del arte y la cultura desde el siglo XX en la región.

    Juan Sebastián Rojas y Federico Ochoa Escobar

    Swinging con Sabrosura: Lucho Bermúdez y la Era del Jazz en el Caribe

    ¹

    Sergio Ospina Romero

    No es difícil imaginarse una presentación de Lucho Bermúdez y su Orquesta a mediados de los años 50, en un lujoso salón del Hotel Nutibara en Medellín. A la vez que un grupo de empleados trabaja frenéticamente en los preparativos pertinentes para la fiesta que ha de tener lugar esa noche, aumentan los rumores sobre la posible presencia de políticos y personajes importantes que vienen desde Bogotá. En la medida que se confirman los rumores, la presión por parte de los supervisores se hace más intensa, revisando una y otra vez el cumplimiento cabal de todas las tareas ornamentales y logísticas. Cerca de una hora antes del momento en que se espera la llegada de los invitados, unos ocho o nueve hombres, elegantemente vestidos, caminan hacia la pequeña tarima del salón, haciendo bromas a la vez que empiezan a desempacar sus instrumentos. Ante sus ojos, un desfile de meseros parece estar presentando una coreografía al tiempo que, poco a poco, hombres y mujeres con atuendos aún más elegantes que los de los músicos van ocupando las mesas del recinto. La llegada del líder de la orquesta los toma por sorpresa. Por un momento estos músicos siguen calentando, haciendo sonidos diversos con sus instrumentos, tocando escalas de arriba a abajo, o presumiendo las últimas melodías que aprendieron a oído de la radio. En un abrir y cerrar de ojos, sin embargo, todos están listos para dar comienzo a la función, juiciosamente situados detrás de sus atriles, todos ellos decorados —a la usanza de las big bands — con el mismo letrero: Lucho Bermúdez y su Orquesta .

    Habiendo tocado ya varias veces en el mismo salón, Lucho sabe que la gente no va a empezar a bailar sino hasta después de la segunda o tercera canción. Con su clarinete en la mano izquierda, levanta su mano derecha, la suspende por un instante en el aire y con un gesto firme marca la entrada para la orquesta. No les dice a los músicos qué tema van a tocar, pero no hace falta. Tras su seña, inician con In the mood, la emblemática composición de Joe Garland, famosa, entre otras versiones, por la interpretación de la big band de Glenn Miller. A nadie parece sorprenderle la pieza en cuestión, aunque algunos invitados aprovechan para hacer bromas sobre la forma en que supuestamente se baila el swing. Cuando terminan, a la vez que se escuchan algunos aplausos dispersos, la orquesta comienza a tocar uno de los éxitos más recientes de Lucho: la gaita Tolú, y nueve o diez parejas se acercan a la pista de baile. Pero algunos minutos después, cuando Matilde Díaz aparece en el escenario y se escuchan los primeros compases de Carmen de Bolívar, ya casi nadie permanece sentado. Mientras tanto, los meseros tratan con dificultad de hallar un sendero transitable, llevando bebidas de un lado para otro a través de tantos cuerpos danzantes. Parecieran estar presentando otra de sus coreografías.

    Lo anterior es un relato ficticio inspirado en el mundo social de mediados del siglo XX, cuando orquestas de baile como la de Lucho Bermúdez, o la de Pacho Galán, se hicieron famosas y populares en Colombia. Para muchos es difícil imaginarse que la misma banda que todos conocían por sus cumbias, porros y gaitas empezara a veces sus presentaciones públicas con temas musicales como In the mood, pero según algunos testimonios, tal era el caso (Arteaga, 1991; Portaccio Fontalvo, 1997; Bassi Labarrera, 2012, p. 453). Lucho Bermúdez fue, sin lugar a duda, uno de los músicos más conocidos del siglo XX en Colombia. Es bien sabido que jugó un papel decisivo en la popularización de la música de la costa Caribe del país, y con ello, en la redefinición de muchos de los referentes culturales y musicales emblemáticos en el imaginario de lo nacional, dentro de aquel proceso histórico que Peter Wade (2000) caracterizó como la tropicalización de la identidad cultural colombiana. Sin embargo, sabemos muy poco sobre la configuración de su propia personalidad musical.

    Aunque la música de Lucho Bermúdez es pocas veces pensada como jazz en círculos académicos o comerciales, la verdad es que su estilo se desarrolló al interior de redes internacionales asociadas con el jazz norteamericano y otras músicas afrocaribeñas. A través de diversas transacciones estilísticas de carácter esencialmente transnacional, la música de Lucho terminó teniendo, no obstante, un sabor propio, asumido y percibido eventualmente como inequívocamente local y colombiano. En lugar de estudiar la obra de Lucho dentro del concierto de prácticas musicales en Colombia, mi propósito es analizar su música y el mundo cultural en que esta se hizo popular en relación con dos escenarios mucho más amplios: por un lado, el de la música del Caribe hispanohablante, y por otro, el del jazz norteamericano, especialmente entre las décadas de 1930 y 1960. Pienso que la trayectoria artística de Lucho Bermúdez —y de muchos otros compositores caribeños de su generación— nos brinda un punto de partida para entender mejor la historia cultural relacionada con la globalización del jazz.

    Siguiendo el derrotero de autores como E. Taylor Atkins (2003), Philipp Bohlman y Goffredo Plastino (2016), Frederick Schenker (2016) y Bruce Johnson (2019), entre muchos otros, mi trabajo constituye un desafío a la narrativa —o más bien, al mito— del excepcionalismo estadounidense que todavía permea muchas de las historias sobre el origen y la diseminación mundial del jazz. En lugar de la mirada difusionista que ve el jazz como una tradición exclusivamente norteamericana, expandiéndose por el mundo, se trata de entender cómo el jazz se ha forjado por medio de diversos canales diaspóricos, definidos por un fluir constante de músicos, audiencias y grabaciones discográficas, así como por su apropiación y adaptación a distintas formas musicales, condiciones sociales, sentidos culturales, e ideas sobre raza alrededor del planeta. Al estudiar la manera en que músicos de distintos lugares hicieron parte, a su manera, de un universo de prácticas musicales relacionadas con aquello que ahora llamamos jazz, podemos comprender mejor los elementos culturales y musicales que articulan dicho universo de prácticas musicales.

    No es mi intención afirmar que la música de Lucho Bermúdez es jazz —aunque hay quienes podrían llegar a esa conclusión a partir de mis ideas—. No es mi intención ni es lo más importante, y, en cualquier caso, no podemos perder de vista el universo de sentido en que Lucho concibió su música y en el que miles de personas la disfrutaron: el de la música bailable de la costa Caribe colombiana. Tampoco se trata de hablar de Lucho en términos de las posibles influencias del jazz en su música. Plantear las cosas en esos términos implica aceptar que el jazz es una forma musical exclusiva de un país o un contexto cultural específico, suficientemente estable como para identificar parámetros musicales normativos (Ake et al., 2012). Aunque muchas historias y estudios alrededor del jazz insisten en verlo así, mi argumento apunta a todo lo contrario. Los sonidos musicales son, sin duda, transgresores de las fronteras nacionales, agentes diaspóricos e itinerantes, mediadores entre las sociedades, fuentes que inspiran relaciones transnacionales y actores dinámicos en circuitos globales. Aunque las historias centradas exclusivamente en los sonidos musicales lo suelen perder de vista, la circulación transnacional de la música tiene implicaciones directas sobre asuntos sociales, económicos, ideológicos y políticos, de la misma forma en que dichos asuntos inciden en la transformación de la música a lo largo del tiempo y en el curso de sus circulaciones. A su vez, estos procesos ponen en evidencia la forma como lo local y lo global —al igual que lo doméstico y lo extranjero— se forjan mutuamente. Dicho en breve, el jazz es una formación transnacional dinámica y la música de Lucho Bermúdez es parte de la historia de esa formación.

    El jazz y el Caribe son categorías centrales en mi presentación y es indispensable aclarar a qué me refiero con ellas. Desde mi punto de vista, el jazz es una práctica musical afrodiaspórica, fruto de flujos estilísticos transnacionales, por lo que el jazz norteamericano no es sino una de sus manifestaciones. Aunque Lucho Bermúdez y otros músicos de su generación no estaban en el negocio de tocar jazz, ni mucho menos jazz norteamericano, su música participaba de esos flujos, se nutría de ellos y, al mismo tiempo, contribuía a su dinamización. Por ello, a lo largo de este texto utilizo la frase jazz norteamericano para referirme, específicamente, a la escena o a los músicos de jazz de Estados Unidos, o a instancias musicales deliberadamente asociadas con estilos como el swing o el bebop. Puede que para algunos aquello de jazz norteamericano sea una redundancia. Para mí es una forma de reconocer la naturaleza transnacional y diaspórica del jazz, claramente documentada, como veremos, desde sus orígenes. Además, es una oportunidad de insistir, por un lado, en la autonomía de otros músicos no norteamericanos a la hora de adscribirse, o no, a la categoría jazz desde la especificidad de sus estilos o cartografías musicales, y por otro, en que lejos de ser la prerrogativa exclusiva de Estados Unidos, la idea y los parámetros de musicalidad del jazz (así, sin apellidos) hunden sus raíces en la historia cultural de la diáspora africana.

    Por otra parte, el Caribe al que me refiero en este texto —y por extensión la idea de música caribeña— responde tanto a la geografía de las transacciones más visibles en la figuración del jazz a lo largo y ancho de la cuenca del Caribe, como a las limitaciones de las fuentes a mi disposición. Como explica Antonio Gaztambide (2006), el Caribe no es solamente un mundo cultural, lingüístico y geopolítico especialmente complejo y diverso, sino que se trata esencialmente de un concepto con historia e inventado en virtud de tendencias y perspectivas imperiales, económicas, sociales, geográficas y hasta analíticas. Así pues, pensar el Caribe nos impone el doble reto de navegar entre su unidad —en tanto un gran archipiélago diásporico— y su multiplicidad, esto es, la existencia, en la práctica y desde diversas perspectivas, de varios caribes. En buena medida, mi texto perpetúa la forma en que la historia temprana del jazz, en relación con el Caribe, se ha concentrado primordialmente en el área norte del Caribe, en especial en Nueva Orleans, Cuba, México y, en menor medida, República Dominicana y Haití. En otras palabras, mis menciones al Caribe y a la música caribeña aluden, por lo general, solamente a estos lugares, con la adición de la costa Caribe colombiana, a la luz del caso de Lucho Bermúdez. Como es evidente, esto constituye solo una porción del Caribe hispanohablante, que no le hace justicia a la complejidad del Caribe en su conjunto, y que pierde de vista otros lugares, músicas y procesos fundamentales en la historia de las transacciones estilísticas que estudio aquí. Espero poder incorporar un horizonte geográfico mucho más amplio en las publicaciones que vengan en el futuro.

    Dado mi interés en la sonoridad de las orquestas caribeñas tipo big band a comienzos y mediados del siglo XX, mis ideas se han forjado a partir de lo que puedo escuchar en las grabaciones disponibles de la orquesta de Lucho. Al ponderar lo que ocurre en esas grabaciones con el escenario cultural en que Lucho gestó su música desde los años 30, he identificado algunos síntomas de lo que parece ser un terreno estético y estilístico común con relación a otras big bands en el Caribe hispanohablante y en Estados Unidos por la misma época. Unas veces, estos síntomas apuntan hacia cuestiones musicales y técnicas claramente identificables, como las notas de un acorde, el contorno melódico de las improvisaciones o gestos interpretativos como el uso del vibrato. Pero otras veces indican otros asuntos mucho más difíciles de describir, analizar o comparar, tales como la expresividad emocional, la elasticidad rítmica, ciertas instancias de humor musical, el "groove y el sabor" de la música. Algunas de estas cuestiones las abordaré en este texto, con la intención de ponderar, por un lado, las interinfluencias entre el jazz norteamericano y las músicas caribeñas —en los términos que acabo de describir—, y por otro, la forma en que el desarrollo de ambas tradiciones responde a un legado cultural que las precede: el de la diáspora africana.

    Las líneas que vienen a continuación están organizadas en cuatro secciones, articuladas al tenor de un propósito central: pensar las relaciones culturales y musicales entre Estados Unidos y el Caribe hispano —o entre el jazz norteamericano y la música popular bailable de orquestas caribeñas tipo big band— a la luz de la historia cultural de la diáspora africana, y desde una perspectiva transcultural que le haga justicia al dinamismo de los intercambios que forjaron mundos musicales como el de Lucho Bermúdez. Con esto en mente, me referiré, en primer lugar, a las asimetrías de poder que están en juego al considerar las relaciones entre unas sociedades y otras —y por extensión, entre unas músicas y otras—, así como la forma en que dichas asimetrías han influenciado las narrativas disponibles sobre la historia y globalización del jazz. Al lado de esto, traigo a colación dos nociones que, en mi opinión, resultan útiles para repensar dichas asimetrías y narrativas: la de transculturación y la de tropicalizaciones. Luego exploraremos los diálogos musicales entre Nueva Orleans y el Caribe en el periodo formativo del jazz, y junto con ello, las ventajas y los problemas potenciales que conlleva pensar la globalización del jazz como un tipo particular de diáspora. En tercer lugar, estudiaré el mundo social y cultural en el que Lucho Bermúdez gestó su música y en el que el jazz, en tanto emblema de modernidad y cosmopolitismo, permeó las vidas de muchos colombianos y las faenas cotidianas de muchos músicos. Por último, en la cuarta sección analizaré en detalle algunos fragmentos musicales con el fin de identificar huellas concretas de la forma en que la música de Lucho permite apreciar diálogos y transacciones estilísticas —a comienzos y mediados del siglo XX— entre el jazz norteamericano, la música de orquestas cubanas y mexicanas, la música de la costa Caribe colombiana y algunos parámetros de musicalidad forjados en África.

    De Transculturación, Tropicalizaciones y Relaciones de Poder

    The danzón is a tropical ragtime —o el danzón es un ragtime tropical— son las palabras de Harry Belafonte en el documental Roots of Rhythm, una producción sobre la configuración de las músicas latinas en el Caribe y la forma en que los estadounidenses fueron eventualmente cautivados por esos ritmos latinos (Dratch y Rosow, 1984). Enunciados como estos no solo son condescendientes; en el fondo sirven para reafirmar viejos prejuicios y jerarquías de prestigio cultural. En otras palabras, vistas las cosas así, el danzón es una forma musical legítima solo en la medida en que es comparable con el ragtime, lo cual, en últimas, sirve más para legitimar el ragtime —y por extensión la música norteamericana en general— que para caracterizar al danzón. Expresiones similares han abundado también con respecto a los músicos latinoamericanos. Tal fue el caso, por ejemplo, cuando, en virtud de sus habilidades como trompetista, se hablaba de Pacho Galán (1906-1988) como el Harry James colombiano (Stevenson Samper, 2003). Para muchos, una frase como el ragtime es un danzón norteamericano podría resultar tan increíble o inimaginable como presentar a Harry James como el Pacho Galán de los Estados Unidos. En efecto, la recurrencia de unas expresiones y lo inusitado de otras es un síntoma del desequilibrio que impera en las narrativas que ponen en relación las músicas del llamado norte global —en particular de Europa y Norteamérica— con aquellas del sur global, especialmente las de América Latina, África y el sudeste asiático (Ospina Romero, 2021).

    Los procesos históricos y musicales relacionados con la globalización del jazz desde comienzos del siglo XX son un caso paradigmático en este sentido. Las operaciones imperiales de Estados Unidos alrededor del mundo no solo consolidaron su supremacía política y económica en la arena internacional, sino que también implicaron la visibilidad y circulación hegemónicas de los productos de sus industrias culturales. En estas jugadas (neo)coloniales, el jazz norteamericano pasó de ser un universo de prácticas musicales racializadas y marginalizadas, a convertirse en un emblema simbólico de lo nacional y en una herramienta diplomática en tiempos de la Guerra Fría (Von Eschen, 2004; Brown, 2005). La alineación de las historias del jazz con el imperativo ideológico del excepcionalismo norteamericano ha perdido de vista el amplio escenario geográfico, cultural e histórico que hizo posible el desarrollo del jazz como forma musical, y que vincula al jazz norteamericano con otras músicas del Caribe, herederas también del legado de la diáspora africana (ver, por ejemplo, Burns, 2001; DeVeaux y Giddins, 2009; Gioia, 2011). Es en este sentido que pienso que la música de Lucho Bermúdez puede brindar un punto de partida, entre muchas otras propuestas musicales disponibles, para problematizar la historia de la globalización del jazz y cuestionar las narrativas que, de una forma u otra, solo perpetúan la agenda del excepcionalismo norteamericano. Mi objetivo no es validar la música de Lucho como jazz, ni mucho menos pensar en él como el Benny Goodman colombiano. Más bien, se trata de proponer otra forma de pensar los encuentros transnacionales entre unas músicas y otras, sin desconocer las relaciones de poder que subyacen a esos encuentros y que implican la perpetuación de asimetrías, en términos económicos, políticos y discursivos.

    Las dinámicas de hibridación musical y apropiación cultural asociadas con la globalización del jazz pueden ser analizadas a través de la noción de transculturación, introducida originalmente en 1940 por Fernando Ortiz para dar cuenta de la reconfiguración cultural de comunidades de ascendencia africana en Cuba. La idea de transculturación de Ortiz sirvió para cuestionar el concepto de aculturación, pues en lugar de dar por sentada la transformación pasiva de una cultura en virtud de la influencia y dominación de otra, enfatizaba que los procesos de encuentro y cambio cultural eran resultado de una serie de negociaciones de diversa índole entre una o más culturas activas (Gilroy, 1993, p. 205; Ortiz, 1995). De allí la creciente acogida del concepto en las últimas décadas, así como su recurrente asociación con nociones como hibridación, sincretismo, creolización o mestizaje. La idea de transculturación desafía análisis tradicionales de las relaciones entre centros y periferias, en los que estas últimas se asumen como receptores pasivos del arsenal cultural procedente de los primeros. Tal es precisamente el caso, al cuestionar las narrativas que presentan la diseminación global del jazz solamente como otro síntoma del imperialismo cultural estadounidense (ver, por ejemplo, Nicholson, 2014). Igualmente, a diferencia de otros modelos teóricos en los que la relación entre distintos universos culturales suele apegarse a operaciones binarias y unidireccionales —como al estudiar las influencias de una música sobre otras—, la noción de transculturación permite imaginar redes culturales transnacionales, de las cuales la formación diaspórica del jazz a comienzos del siglo XX es, en mi opinión, un claro ejemplo.

    Desde una perspectiva transcultural, la periferia aparece, a menudo, resignificando contenidos culturales hegemónicos e incluso usándolos para resistir la dominación del centro o, en palabras de Alejandro Madrid (2020b), la transculturación puede constituir un movimiento de posicionamiento y reposicionamiento político de colectividades en su búsqueda de poder (p. 44). Dicho de otra manera, se trata de ver la apropiación de modelos musicales foráneos como instancias de resignificación cultural que, si bien se originan como esquemas de colonización del oído, eventualmente toman la forma de estrategias de descolonización, tanto de los oídos como de los cuerpos danzantes y las sociedades (Denning, 2015, pp. 137–150; Ospina Romero, 2017, p. 310). Además, como Madrid también muestra, al considerar procesos transnacionales, nociones como hibridación y transculturación son realmente complementarias. Mientras la idea de hibridación pone de manifiesto diversas estrategias para navegar por dentro y por fuera de redes culturales y la coexistencia de contextos tradicionales y modernos —como también lo había indicado Néstor García Canclini (2001)—, el concepto de transculturación da cuenta de la configuración de formaciones simbólicas [nuevas] como resultado de encuentros culturales que trascienden el estado-nación (Madrid, 2011, p. 7). Claramente, dado que la transculturación se refiere a procesos colectivos, podría resultar problemático asumir el desarrollo de lenguajes musicales por parte de individuos particulares como instancias de transculturación. Sin embargo, faenas musicales individuales, o que remiten a una red aparentemente pequeña de músicos y orquestas, son, sin duda, síntomas —o índices— de procesos colectivos de transculturación, mucho más amplios y extendidos a lo largo del tiempo.

    Junto con la idea de transculturación, otra noción resulta útil para caracterizar los diálogos que forjaron proyectos musicales como el de Lucho Bermúdez y otros compositores durante la era del jazz en el Caribe: tropicalizaciones. Según Frances Aparicio y Susana Chávez-Silverman (1997), tropicalizar significa imbuir un espacio, geografía, grupo o nación particular con un conjunto [específico] de características, imágenes y valores (p. 8), como cuando se asume que a lo largo y ancho del Caribe solo se consumen y se producen músicas bailables. Dado que con frecuencia se trata de representaciones estereotipadas de dichos mundos tropicales, producidas al tenor del exotismo colonial, los procesos de tropicalización parecen ser una forma de orientalismo, en el sentido propuesto originalmente por Edward Said (2003). No obstante, a diferencia del orientalismo, el horizonte conceptual de las tropicalizaciones pone de manifiesto la agencia cultural transformadora del sujeto subalterno (p. 2). De este modo, aunque casos de tropicalizaciones hegemónicas se encuentran por doquier en la historia de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina o el Caribe, también es posible rastrear instancias de tropicalización que son, simultáneamente, catalizadoras de procesos de transculturación. Como veremos en el resto de este capítulo, la producción de escenas musicales vinculadas con el jazz en el Caribe y Estados Unidos —a la sazón del legado cultural de la diáspora africana— es un ejemplo latente de dichas instancias y procesos, cuyas resonancias musicales seguimos disfrutando hoy.

    La Diáspora del Jazz

    En 1962, Lucho Bermúdez incluyó la canción Maqueteando en su álbum Fiesta colombiana. Por lo general, en las contracarátulas de los discos se podía leer, junto con los nombres de las piezas, el género musical particular de cada una de ellas; y sabemos que si bien la música de Lucho ofrecía toda una variedad de opciones al respecto —dada la versatilidad que caracterizó su estilo—, los géneros musicales más recurrentes en su música grabada son aquellos propios de la costa Caribe colombiana, tales como el porro, la cumbia y la gaita. Curiosamente, a diferencia de la mayoría de las canciones en aquel álbum, el género con el que se presentó Maqueteando sobresalía por su ambigüedad: motivo colombiano. Pero en 1977, cuando la misma grabación hizo parte del álbum Cosas de Lucho —que CBS lanzó en Estados Unidos como The exciting tropical rhythms of Colombia—, la canción fue introducida como representante de un género inequívocamente híbrido: gaita-jazz. Catalogar Maqueteando como jazz pudo haber sido simplemente una movida estratégica para facilitar su recepción comercial en el mercado internacional, en un momento en el que, luego del éxito de álbumes como Bitches Brew de Miles Davis (1970) o Head Hunters de Herbie Hancock (1973), proyectos presentados con etiquetas similares dentro del ámbito de las llamadas fusiones dominaban el horizonte de varias disqueras en el mundo del jazz. Con todo, aquello de gaita-jazz también pudo haber sido una forma de reconocer los diálogos de los que la música de Lucho venía siendo parte, al menos, desde la década de 1930.

    Llamar canción a un tema como Maqueteando puede ser una imprecisión o, dicho de otro modo, implica cierta flexibilidad con respecto a las expectativas que se tienen de las canciones. A lo largo de un poco más de tres minutos, solo hay tres intervenciones vocales muy cortas, bastante dispersas entre sí, con los dos únicos versos de la canción: Bailo maqueteando como un soberano / vivo maqueteando con el ritmo colombiano. En cambio, las faenas instrumentales de orquestación convocan una amplia gama de ornamentos musicales, varios de los cuales pueden relacionarse directamente con el estilo característico de muchas big bands en Estados Unidos, Cuba y México, en especial entre las décadas de 1930 y 1950. En Maqueteando, al igual que en muchas otras piezas que grabó Lucho, es posible constatar, por ejemplo, que el lenguaje armónico incluye a menudo novenas, oncenas y sextas (o trecenas) —en especial en los intercambios a manera de pregunta y respuesta entre los instrumentos de viento—, así como dominantes secundarias y sustitutos tritonales. Además, a la vez que la sonoridad de las trompetas con el uso del vibrato evoca ensamblajes instrumentales similares en Norteamérica —desde bandas en la tradición de New Orleans hasta orquestas de swing—, el piano presenta patrones rítmicos irregulares de acompañamiento (o comping), las improvisaciones de parte de la trompeta y el saxofón exhiben escalas que crean tensiones adicionales con la armonía, y los otros instrumentos de viento interponen contramelodías para indicar transiciones formales durante las improvisaciones.

    Pero no se trataba de tocar jazz. En la década de 1960, como venía siendo el caso desde unas tres décadas atrás y lo seguiría siendo hasta la última década del siglo, Lucho Bermúdez estaba primordialmente en el negocio, como ya dijimos, de tocar música bailable (o tropical) de la costa Caribe colombiana. Junto con todos los aspectos formales de orquestación que acabo de mencionar, el aire musical de la gaita dominaba no solo el escenario rítmico de Maqueteando, sino que constituía el principal referente en la experiencia de las incontables parejas que se congregaban al compás de esta canción. No obstante, tampoco se trataba solamente de tocar música bailable. La coexistencia de todos estos elementos de arquitectura musical dentro de un mismo horizonte artístico es un indicador, como veremos en detalle más adelante, de la manera en que la música de Lucho Bermúdez hacía parte de una dinámica red transnacional de formas musicales, a la que también pertenecía el jazz norteamericano.

    Como Taylor Atkins (2003) ha mostrado, desde el comienzo el jazz ha sido un transgresor de la idea de la nación y un agente de globalización (p. xiii, traducción propia). Aunque procesos cruciales para el nacimiento del jazz tuvieron lugar en Nueva Orleans, la incidencia del mundo cultural y musical del Caribe insular fue igualmente crucial. Teniendo en cuenta la multiplicidad de elementos y personajes de raigambre caribeña que tuvieron que ver con el surgimiento del jazz entre finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, autores como John Storm Roberts (1999), Leonardo Acosta (2003), Ned Sublette (2008), Alejandra Vázquez (2013), Alejandro L. Madrid y Robin Moore (2020a) y Christopher Washburne (2020) han sugerido que el jazz ha sido, desde sus orígenes, tan caribeño como estadounidense. Y es que, a decir verdad, en virtud de sus raíces históricas y su configuración cultural, Nueva Orleans es parte del Caribe (Ochoa Gautier, 2006). Aunque desde comienzos del siglo XIX Nueva Orleans pertenece a la órbita política de Estados Unidos, sus vínculos con el Caribe y con un escenario cultural diverso, asociado con la diáspora africana y otras formaciones transnacionales muy variadas, dejan ver que esta ciudad ha sido, en cierto sentido, un mundo aparte con respecto al resto del país. Como explican Madrid y Moore (2020a):

    Las tradiciones musicales hispanas y francocaribeñas en sí mismas representaban solo dos fuertes componentes de las influencias musicales en Nueva Orleans. La ciudad al inicio del siglo XX solo puede ser descrita como extremadamente cosmopolita, con poblaciones significativas de migrantes de Alemania, Austria e Italia y de otras partes, además de los pobladores caribeños y afroamericanos inmersos en actividades musicales. (p. 163)²

    Múltiples factores contribuyeron con la fertilización mutua de tradiciones norteamericanas y afrocaribeñas para la formación del jazz, entre ellas, la confluencia de músicas y repertorios, el fluir incesante de intérpretes de un lado para otro, el paralelismo de sus historias políticas y culturales, las experiencias compartidas en materia de esclavitud y racismo, las intervenciones neocoloniales de Estados Unidos en el Caribe, y un sinnúmero de transacciones de índole transnacional alrededor de asuntos políticos, comerciales y, por supuesto, musicales (Acosta, 2003, pp. 1-15; Fiehrer, 1991).

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