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El infinito no cabe en un junco
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¿Fundar una biblioteca exculpa al tirano de su tiranía? ¿Dotar la Biblioteca Nacional de España con un presupuesto paralizante exculpa de hipocresía al demócrata? Lo que se propone este panfleto es muy sencillo: reflexionar sobre si el hombre, además de ser el creador del libro como concepto y objeto, es también su principal causa de destrucción. Dicho de otra forma, el mundo que gira alrededor de los hombres que dicen amar los libros —contrariamente a cuanto se suele sostener— no es siempre el edén de la generosidad, de la virtud, del altruismo, de la liberalidad, del respeto al vencido o al texto, ni al lector o al autor disidentes.
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El infinito no cabe en un junco - Carlos Clavería Laguarda
cover
PortadillaNo hay creación humana
que no pueda ser lustrada y
deslustrada al mismo tiempo
ERASMO DE ROTTERDAM
al obispo de Augsburgo,
Brujas, 1528
I. El infinito despropósito humano y los libros
En el brillantísimo ejercicio literario que es El infinito en un junco, la primera historia que nos presenta Irene Vallejo es la de unos rastreadores incruentos, concienzudos y sabedores de la altísima misión cultural que les ha sido encomendada y que los ha llevado a recorrer tierras lejanas e ignotas en busca de «presas silenciosas, astutas, que no dejan rastro ni huella». Un rey generoso ha llenado de oro ganado con la guerra las bolsas de este pelotón de eruditos —es de suponer bien preparados en los asuntos de la lectura y la escritura— y lo ha mandado a recorrer Grecia con el objetivo de reunir «todas las obras de todos los autores desde el principio de los tiempos». El mandatario espera con «impaciencia y dolorosa sed de posesión» la vuelta de los emisarios. El pasaje es de una belleza conmovedora y de una precisión literaria envidiable, siempre que uno se deje llevar por las palabras, se preste a quedar rendido ante ellas y sumiso tras la lectura.
El libro de Vallejo tiene el enorme mérito de dejarse leer desde mil frentes y con infinidad de posibilidades para el disfrute y el aprendizaje. Como creación para el disfrute, provoca sensaciones que solo los grandes escritores son capaces de convocar en los lectores. Desde otro punto de vista, si un lector abre el libro no solo con la voluntad de encontrar deleite en él sino sabedor de que tiene entre las manos o ante los ojos un ensayo (por añadidura premiado como ensayo), es posible que la inquietud le anime a enfrentarse al aprendizaje con ojos, o manos, críticos e inconformistas tal y como es exigencia del género «ensayo». Desde este frente, el libro de Vallejo no es menos interesante, ante todo porque permite ser leído en clave muy diferente a como está escrito. Le debo al libro de Vallejo que me haya obligado a enfrentarme con ojos críticos, no sumisos o rendidos, a algunas de las cuestiones que trata. Así, en deuda, escribo este panfleto contra el infinito amor a los libros con la convicción de que el ser humano es el causante de gran parte de las enfermedades del libro y que merece gran castigo cuando lo maltrata. Si le doy la vuelta al enunciado, sé por experiencia que el libro es un agente patógeno de primera categoría. Entre las enfermedades que produce, la bibliofilia es de las más temibles. Uno de los principios activos de la bibliofilia es el fetichismo, que necesita del exhibicionismo como excipiente para llegar a donde quiera llegar el sedicente bibliófilo o enfermo de libros.
Pondré un ejemplo de lectura y de amor disidentes a partir de la primera historia que relata Vallejo, la del rey culto, generoso, altruista y ansioso de hacerse con todos los libros. Nadie duda que Ptolomeo I, fundador de la loable Biblioteca de Alejandría, fuera todo eso. Si leo la historia con aire contrario y la adscribo a otra manera de ver la cuestión, me animo a decir: se trata de un rey que gobierna un territorio conquistado tras una guerra invasiva y cruenta y en el que manda como tirano heredero del conquistador (Alejandro Magno); de un rey que quiere que todo el saber se condense en y traduzca a la lengua de la élite (griega) que gobierna un territorio de «campesinos egipcios analfabetos» que nada le importan; de un rey que ordena saquear los barcos que atracan en el puerto, confiscarles los libros y, en el mejor de los casos, copiarlos y quedarse con el original antes de devolver copias a los saqueados; de un rey que pide en préstamo unos libros y que, como le interesan sobremanera, prefiere quedárselos y perder la caución pagada con dineros hijos de la conquista; de un rey que se tomará tan a pecho la naturaleza peculiar de cuanto le han procurado sus secuaces que, de muchos de aquellos objetos que «no dejan rastro ni huella» no quedará, en efecto, rastro ni huella cuando los imponderables —algunos de ellos ponderables— los lleven a la destrucción; de un rey que tiene a sueldo al estudioso y al bibliotecario para que perpetúen su poder en forma de hagiografía o de maestro educador del heredero; de un rey que organiza una biblioteca llamada pública pero que la recluye entre los muros de su propio palacio; de un rey especial que creó una cosa singular y especial, tan especial que si se le han de conceder las glorias de
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