Explora más de 1,5 millones de audiolibros y libros electrónicos gratis durante días

Al terminar tu prueba, sigue disfrutando por $11.99 al mes. Cancela cuando quieras.

Golpe magistral
Golpe magistral
Golpe magistral
Libro electrónico160 páginas1 hora

Golpe magistral

Por Jessica Anthony y Patricia Antón

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer vista previa

Información de este libro electrónico

Un solo día basta para deshacer toda una vida. Una novela brillante sobre la frustración conyugal y las oportunidades perdidas, protagonizada por un ama de casa que se niega a salir de una piscina. Nominada al National Book Award 
3 de noviembre de 1957. Mientras el Sputnik 2 orbita alrededor de la Tierra, Kathleen Beckett se sumerge en la piscina de su complejo de apartamentos en Newark, Delaware. Es domingo y por primera vez ha decidido no acompañar a su familia a la iglesia. Lo que nadie sabe es que se negará a salir del agua en todo el día, tensando al límite las costuras de su pacífica existencia.
En la universidad, Kathleen había sido una prometedora estrella del tenis, famosa por saber atraer al oponente para después fulminarlo con una pelota imposible de restar. Ahora está atrapada en un matrimonio con el guapísimo y apático Virgil Beckett, un estudiante mediocre hoy convertido en vendedor de seguros. Sus días transcurren entre las paredes de un apartamento del montón, viendo cómo sus sueños se desvanecen.
A lo largo de ocho horas decisivas en el destino de su protagonista, Golpe magistral desentraña la madeja de secretos y traiciones que se oculta tras la fachada de un matrimonio ideal. Como en un partido de tenis donde cada pelota cuenta, esta novela absorbente y devastadora nos muestra que cada pequeña decisión determina el resultado final. 
La crítica ha dicho...
«Esta novela logra lo imposible: decir algo nuevo sobre el matrimonio. Un clásico en ciernes de la literatura del siglo XXI.» Kate Christensen «Jessica Anthony recrea el 'pathos' de melodramas domésticos clásicos como Revolutionary Road, pero con una admirable economía verbal y una narradora omnisciente e inventiva.» Chicago Review of Books
«Nada genera tanto revuelo como una mujer que se desvía del lugar que se espera de ella. El drama doméstico de Anthony analiza de cerca la dinámica de un cierto tipo de pareja estadounidense de mediados de siglo y lo que sucede cuando uno de los dos decide que todo debe cambiar.» TIME, 100 Must-Read Books of 2024
«Una novela corta y elegante. Es oscura y divertida a su manera, y, en última instancia, es menos una comedia que una ardiente y cheeveriana meditación sobre la decepción de la clase media a mediados de siglo.» Susan Coll, The Washington Post
«La nueva novela de Jessica Anthony me tomó por sorpresa con su fuerza, al igual que la astuta estrategia de tenis de la que toma su título. No lo digo a menudo, pero esta magnífica novela corta, que retrata un matrimonio al borde del colapso, merece convertirse en un clásico.» Heller McAlpin, NPR
«Esta es una gran novela. Una historia cheeveriana sobre un matrimonio, narrada con una cautivadora omnisciencia que va y viene en el tiempo. ¿Sucede algo en ella? Anthony despliega con destreza los años y las mentiras que separan a estos dos esposos estancados. Más que nada, la novela crea un estado de ánimo imborrable que permanece mucho después de que uno "salga de la piscina", por así decirlo.» Literary Hub, 38 Favorite Books of 2024
«Jessica Anthony nos revela cómo la sociedad americana lograba silenciar la furia y la ambición femeninas. Prepárense, lectores. Esta novela está exquisitamente escrita y es una historia apasionante para leer de una sentada.» Oprah Daily
IdiomaEspañol
EditorialGatopardo ediciones
Fecha de lanzamiento10 mar 2025
ISBN9788412967661
Golpe magistral

Relacionado con Golpe magistral

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Categorías relacionadas

Comentarios para Golpe magistral

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Golpe magistral - Jessica Anthony

    1

    Kathleen Beckett despertó sintiéndose indispuesta. Era un domingo de noviembre. Hacía calor para esa época del año. Apartó las sábanas con gesto brusco y se volvió boca arriba mientras se deshacía el lazo del camisón. No iría a la iglesia, le dijo a su marido, Virgil, pero no había por qué preocuparse. Debían ir todos igualmente, sin ella.

    Virgil titubeó. A esas alturas llevaban seis meses asistiendo a la iglesia y su mujer nunca había faltado a una misa.

    —Querida, ¿seguro que te encuentras bien? —preguntó mientras se hacía el nudo de la corbata.

    Kathleen, Kathy para los amigos, Katie cuando Virgil se ponía cariñoso, asintió desde la cama.

    —Estoy perfectamente —contestó—. No debería haber dormido con el camisón de franela. Vete. Te veré a la vuelta.

    Virgil besó a su mujer en la frente. Sus hijos, Nicholas y Nathaniel, estaban de pie en la puerta.

    —Mamá no está bien —les dijo—. Id a vestiros.

    Los chicos se quedaron mirando a su madre.

    —¿Qué le pasa? —quiso saber Nicholas.

    Virgil lo fulminó con la mirada.

    —He dicho que vuestra madre no se encuentra bien. No la molestéis.

    Los chicos se batieron en retirada hacia su dormitorio, donde se pusieron los trajes de ir a misa. Virgil preparó el desayuno y luego los hizo meterse en el flamante Buick Bluebird del 57 de la familia y partió hacia la sede de la Primera Presbiteriana. La iglesia quedaba a unos veinticinco kilómetros de Acropolis Place, el soleado complejo de apartamentos en forma de pentágono a las afueras de Newark, Delaware, donde los Beckett vivían desde el mes de mayo, cuando Virgil había empezado a trabajar como agente de seguros en Equitable, en Wilmington.

    La casa había sido elección de Kathleen. Aunque solo era un apartamento, era nuevo, estaba enmoquetado en verde de punta a punta y su detalle más distintivo era una chimenea de gas que se encendía mediante un interruptor. Tenía nevera y una estantería que llegaba hasta el techo para sus novelas y libros de cocina. En la sala de estar, una puerta corredera de cristal daba a un balcón blanco de hierro forjado con vistas a una pequeña piscina comunitaria con forma de riñón, que los Beck­ett nunca habían visto usar a nadie durante su breve estancia en Acropolis Place.

    A Virgil no le importaba dónde vivieran siempre y cuando Kathleen estuviera contenta, pero había aceptado una reducción de salario para mudarse de vuelta a Delaware y trabajar en Equitable. Su casa de Rhode Island iba a venderse por lo que habían pagado por ella casi una década atrás. Esperaba que no se quedaran mucho tiempo en aquel piso.

    Imaginaba que pasada la Navidad podrían empezar a buscar una casa en la propia Wilmington, pero hasta entonces, todos los domingos, la familia recorría los veinticinco kilómetros que la separaban de la Primera Iglesia Presbiteriana y se sentaba en los bancos de madera durante cuarenta minutos, a escuchar cómo el pastor Underhill hablaba con pasiva ecuanimidad sobre Jesucristo y las cenas en casas de amigos, de esas en las que todos llevaban algún plato.

    Después de misa, Virgil y los demás hombres de Equitable solían salir a una parte del jardín delantero de la iglesia, donde, con sus trajes bien planchados y sus sombreros fedora, fumaban y hablaban de negocios, sobre la familia y la tarde libre que tenían por delante, mientras que las mujeres, impecables en sus faldas abullonadas, se quedaban en el vestíbulo, charlando con el pastor en previsión de una tarde de cocina y cócteles. Ese día, el clima insólitamente caluroso hizo que todos huyeran con celeridad de la Primera Iglesia Presbiteriana y dejaran al pastor observando cómo sus feligreses montaban a toda prisa en sus coches y preguntándose qué habría dicho para que salieran corriendo de esa manera.

    Virgil Beckett fue el primero en salir por la puerta. Los acordes en tono mayor del último himno aún resonaban en la nave cuando les susurró a los chicos que cogieran sus abrigos. «Primero pasaré a ver a Kathleen —pensó—. Luego llamaré a Wooz.» El campo de golf tenía que estar abierto en un día como aquel, aunque nunca había jugado a esas alturas de la temporada.

    Apenas quedaban hojas en los árboles.

    Virgil se había pasado el sermón pensando en el golf y era incapaz de repetir una sola palabra de las que había pronunciado el pastor Underhill. Como se había criado en California, sabía apreciar un veranillo de San Martín, y ya se imaginaba con camisa de manga corta y pantalones de verano, blandiendo el hierro y notando cómo el sudor le resbalaba por la espalda. Imaginaba el olor de la hierba cálida y amarillenta bajo los pies, la visión del sol de noviembre en el cielo. En ese momento, mientras les metía prisa a los niños para llegar al coche, su preocupación era si el campo estaría abierto y, en caso afirmativo, si alguien se habría molestado en rastrillar y cortar el césped.

    —Vamos, adentro —ordenó, y los chicos se encaramaron a la parte trasera del Bluebird.

    Virgil observó a sus hijos por el retrovisor. No habían hablado mucho esa mañana e iban repantigados en el asiento. Ya se habían quitado las chaquetas. Tenían la cara arrebolada y pegajosa.

    —¿Estáis bien? —preguntó.

    —No nos gusta la ropa de ir a misa —contestó Nicholas.

    Nicholas, el más pequeño de los dos, a menudo hablaba por sí mismo y por Nathaniel.

    —Ya casi estamos —repuso Virgil—. Cuando lleguéis, podréis cambiaros y luego salir fuera. ¿No hace un día estupendo? ¿Vais a jugar al béisbol o algo así? ¿A organizar un partido?

    Los chicos no contestaron.

    Virgil accionó el intermitente izquierdo del Bluebird. El coche hizo tac tac tac mientras esperaban.

    De repente, a Virgil se le ocurrió que Kathleen podría estar embarazada.

    No sabía por qué no lo habría pensado antes. Aunque la mayoría de las mujeres paraban a los treinta, un tercero a su edad no era algo insólito. Muchos agentes de Equitable tenían tres. Pero un hombre debía mostrarse precavido; no se podía ser avaricioso y abarcar más de lo que se podía afrontar. Virgil no lo conocía bien, pero Tom Braddock había tenido cuatro hijos varones y, al parecer, fue la envidia de todos durante años. Entonces, hacía un mes, el mayor murió. Pasó justo en la puerta de su casa. Fue alguna clase de coágulo en el cerebro… ¿o había sido en el corazón? ¿En una pierna? En cualquier caso, el chico se desplomó en el jardín delantero, y ahora Virgil miraba a Braddock con aprensión. Le parecía que la suya era la peor suerte posible y tal vez contagiosa, de esas que se te pegan si te acercas demasiado. El jefe de Virgil, Lou Porter, le había dicho a Braddock que se tomara mucho tiempo libre, el que le hiciera falta, y todo el mundo fingía que lo había hecho por Braddock. La pura verdad era que nadie soportaba estar cerca de él.

    Virgil se preguntó si el bebé sería niña. A Kathy le sentaría bien tener una niña, pensó. Estaba muy contenta con sus hijos varones, pero una niña podría hacerle compañía de un modo distinto, y a veces a él le preocupaba que se sintiera sola en una casa llena de hombres.

    Cuando tomó el último desvío para entrar en Acropolis Place y condujo el Bluebird hasta el garaje, Virgil Beckett ya imaginaba a su nueva hija con tanta claridad como la cálida tarde de golf que tenía por delante. Ayudó a los niños a bajarse del asiento trasero, cerró con gesto enérgico las puertas del coche, luego subió las escaleras de dos en dos hasta el apartamento 14B y fue derecho al dormitorio para ver cómo estaba su mujer.

    —¿Kath? —llamó.

    No estaba.

    Virgil se quedó un momento observando la cama. Estaba bien hecha.

    —¿Kathleen?

    Salió del dormitorio y miró en la sala de estar y en la cocina. No había rastro de ella. Ya andaba pensando que a lo mejor se había escapado a por aspirinas o algo así cuando oyó gritar a Nicholas:

    —¡Mamá está en la piscina!

    Virgil se reunió con sus hijos en el balcón.

    Kathleen estaba en el extremo más alejado de la piscina, con el agua hasta el pecho y los codos cómodamente apoyados en el borde curvo de hormigón. Llevaba puesto su viejo bañador rojo, el de la universidad. Virgil llevaba años sin verlo.

    —¡Kathy! —exclamó riendo—. ¿Qué haces?

    Su mujer levantó la vista, protegiéndose los ojos del sol con una mano a modo de visera. Un cigarrillo le bifurcaba los dedos.

    Vio a Virgil y lo saludó con la mano.

    Virgil volvió a la puerta principal, bajó de nuevo por las escaleras y, para cuando llegó al borde de la piscina, varios de sus vecinos habían abierto sus propias puertas correderas de cristal y miraban apostados tras las barandillas de sus balcones.

    Se arrodilló.

    —Kath —dijo—. ¿Te encuentras bien?

    La señora Beckett sonrió a su marido.

    —Como una rosa —respondió—. Nunca me he sentido mejor, de hecho.

    —¿Qué haces aquí fuera?

    Kathleen Beckett, de soltera Lovelace, había sido una atleta en sus años mozos. Era alta y antaño había sido esbelta. Jugaba al tenis y en la facultad le había ido bien: ganó los torneos interuniversitarios femeninos del 47 y el 48 en la Universidad de Delaware. Una foto suya en blanco y negro, vestida de tenista y empuñando la raqueta, todavía colgaba en la sala conmemorativa de la biblioteca del centro.

    Su heroína, aseguraba, era Margaret Osborne duPont, la vigente campeona nacional de Estados Unidos, que en 1957 acumulaba treinta y tres títulos de Grand Slam y diez copas Wightman. Margaret Osborne duPont, que vivía en una extensa finca de Wilmington, a solo treinta kilómetros al noreste de Newark, era la tenista con mayor resistencia que Kathleen había visto jamás. Cuando leyó en el periódico que el padre de Margaret había muerto, le había escrito una larga carta, diciéndole lo mucho que la admiraba.

    A Virgil siempre le había gustado ver jugar a Kath­leen. Su cuerpo esbelto parecía flotar por la pista. Su brazo derecho hacía un gesto amplio y dramático cada vez que golpeaba la pelota, y a veces emitía un gutural «¡ja!». Antes de graduarse, Kathleen había acariciado brevemente la idea de jugar profesionalmente (había un ojeador, Randy Roman, que la habría fichado si ella hubiera querido), pero no habría sido una vida fácil, y Virgil le agradecía al

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1