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Lo improbable: Instantes que cambian la vida
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Lo improbable: Instantes que cambian la vida
Libro electrónico245 páginas2 horas

Lo improbable: Instantes que cambian la vida

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Este libro no contiene las memorias de Hernán Levy ni es tampoco una autobiografía. Es un Testimonio conjunto de relatos sobre eventos que le han pasado y que cualquiera calificaría de increíbles. ¿Qué posibilidades hay de encontrarse cara a cara con el arquitecto del Memorial a las Torres Gemelas, en NY, y que él mismo te explique in situ por qué lo diseñó así? ¿O de conocer al Sultán de Malasia, que le abriría las puertas para competir en la carrera de autos antiguos más deseada del mundo? Esas y muchas otras historias son las que narra este ingeniero amante de la aventura; que antes de consolidarse con Cerámica Santiago conoció de éxitos y derrotas en su vida; que en la dirección del club de sus amores supo cuánto puede llegar a pesar el ego y el miedo; que lo que más valora es la familia, los amigos y la lealtad. Un Marco Polo denuestros tiempos que al cumplir los 75 no piensa dejar de navegar.

"Por estas páginas desfilarán personajes influyentes del ámbito politico, deportivo y cultural. La escena completa de un mundo que Hernán tuvo la oportunidad de conocer. Los relatos de este libro me recordaron en algo esa magnífica película El Gran Pez, en que Albert Finney era un padre que le había contado a su hijo las historias más inverosímiles que se puedan relatar, sobre sus vivencias personales con mujeres barbudas, enanos y gigantes; su hijo jamás las creyó, hasta que en el funeral de su padre aparecieron todos ellos a despedirlo. A mí no me extrañaría que al funeral de Hernán lleguen los personajes más fantásticos e increíbles de una historia personal que merecía ser contada".

Gerardo Varela, abogado
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 nov 2023
ISBN9789569981395
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    Lo improbable - Hernán Levy

    Capítulo 1

    SETENTA Y CINCO

    Todos los sueños cumplidos*

    Hoy no trabajo. Es improbable en mí no trabajar un día miércoles. Pero es 8 de marzo y cumplo 75 años. Setenta y cinco, curiosamente en el Día de la Mujer.

    No sé cómo pasó tan rápido este tiempo. Me parece que fue ayer cuando cumplí 50 en Lo Curro y casi me dio un síncope al ver que la Xime, con gran cariño, había traído dos mariachis para cantarme el cumpleaños feliz.

    Estoy en Batuco y hace mucho calor. Es inusual esta temperatura para un 8 de marzo. Especialmente aquí en la planta, cerca de la mina, donde en esta época del año ya ha refrescado. Salí a caminar por la explanada y no sé por qué –otra rareza– se me ocurrió tomar un pedazo de arcilla del suelo. Y me lo eché a la boca, lo chupé y me puse a masticarlo. Mientras se empezó a convertir en barro empezaron a brotar recuerdos, y emociones.

    Me vi parado junto a mi papá, que manejaba la camioneta Chevrolet 51. Dentro de esa gran cabina de cinco ventanas, sentía el poder del motor, la velocidad, y me volvió al cuerpo la felicidad que sentía de ir a su lado. Tenía cinco años y esperaba ansioso que me invitara a subir para ir a recorrer el campo o donde fuese. Creo que ahí nació, o creció, esa pasión por los fierros que me ha acompañado toda la vida. Cada vez que me subo a algo de cuatro ruedas vuelve a mí esa sensación.

    Me vi llegando donde la Melita, mi tía adorada, a su departamento en la calle Andrés de Fuenzalida 17, en Providencia. Estaba con mi mamá y mi papá, tomado de sus manos. Era el primer hijo que mandaban a Santiago a estudiar las humanidades en la Alianza Francesa. Tenía once años, salíamos al colegio temprano, con sol o lluvia en micro, en el bus 26, y a pie desde Vespucio a la Alianza. Me vi coleccionando letras de cuadernos Colón y jugando al emboque, a las bolitas y al caballito de bronce. Y los domingos a la matiné del Oriente con la Claudia a ver una película y luego El Zorro, que nunca se sacaba la cresta.

    También vinieron a mi mente los años universitarios, que pasé con mis amigos Hernán y Alfredo en el dúplex de la Villa Olímpica. Desde ahí nos íbamos a Beauchef, a la gloriosa Facultad de Injeniería, con j.

    Me acordé de mi matrimonio con Carmen Luz en la casa de Miguel Calvo en Las Vizcachas, y también del matrimonio con la Xime en el jardín de nuestra casa, con mi abuela Anita. Y por supuesto, de cada uno de los seis hijos que Dios tuvo a bien regalarme.

    Me veo a los 26 años sentado frente a don Jorge Fontaine, quien me está invitando a trabajar con él en ProChile, instituto de promoción de exportaciones de Chile. Me ofrece la mitad del sueldo que gano en Chiprodal, la Compañía Chilena de Productos Alimenticios Nestlé. Esta oportunidad es única: cambiará tu vida. Vas a conocer un mundo que no sospechas, me dijo. Contra todas las probabilidades, acepté. Y don Jorge tuvo razón. Siempre he estado agradecido de él, de haber confiado en él, en su criterio.

    Recordé todo el trabajo personal que me permitió llegar a ser quien soy: la meditación, La Reina y Gurdjieff, PRH y André Rochais, buscando incansablemente un sentido más profundo y espiritual a mi vida. El Antiguo y el Nuevo Testamento en mi velador, junto a Herman Hesse, Khalil Gibran y tantos otros.

    Me vi importando y vendiendo encendedores, paraguas desechables, equipos Kenwood, café, té y, finalmente, ladrillos; 30 toneladas de ladrillos por hora. Fui un buen vendedor, aunque no era lo mío. Mi pasión ha sido la industria, la creación de cosas nuevas, de productos que ayuden a otros a tener una vida mejor.

    Y se me apareció la imagen de la tribuna de honor del Estadio Monumental, donde se sientan los Presidentes a disfrutar y a sufrir con el fútbol de EL MÁS GRANDE. Me volvió a remecer el duelo incesante entre el ego y el miedo.

    Como en la sinopsis de una película, pasaron por mis ojos las escenas de mis viajes, aldeas y ciudades, aviones, barcos, trenes, autos, muchos autos… todos los continentes.

    Sigo en la mina, con los pies empolvados por la tierra arcillosa de Batuco. Tengo 75 años, setenta y cinco, y he vivido varias vidas. Algunas parecen haber transcurrido en paralelo.

    Tengo que volver a Santiago ahora. Mis cuatro hijos que están en Chile organizaron un almuerzo. Mis dos hijas que están en Londres no pudieron venir esta vez.

    Para el sábado organizaron una gran fiesta en mi casa. Van a instalar mesas en el jardín (seremos más de 100, dicen), una pantalla gigante, micrófono. Haré un discurso. Diré esto:

    Hola familia y amigos:

    Me encanta estar aquí, feliz que me hayan invitado a este matrimonio.

    Porfa les pido que levanten la mano los mayores de 75.

    Está clarito que no somos mayoría.

    Mejor no sigo preguntando, los mayores de 75 somos una generación que íbamos al colegio a jugar a las bolitas, al emboque y al caballito de bronce y siempre en pantalones cortos y corbata –obligatoria– con rayas azules y rojas.

    Ustedes, amigos que me conocen, saben que soy de discursos largos y está vez no será la excepción… estoy leseando.

    Al verlos y tenerlos a todos juntos tan contentos me asombro:

    No sé cómo llegué aquí y además no tengo ni la más mínima idea de qué estoy haciendo en este instante maravilloso.

    Lo que sí sé es que ha sido una buena vida, que partió en Traiguén y siguió en Santiago en la Alianza Francesa, en el departamento de mi segunda madre, la Melita, luego la universidad, mi matrimonio a los 24 años, y mi segundo, 20 años después, con 6 maravillosos hijos.

    Como pueden ver, bien ordenadito el novio, con sus maravillosos 6 hijos que le dio el Señor.

    Hace 75 años los astros se desordenaron, alineándose para el nacimiento de este bombón, este mino, como dicen hoy mis amigas de juventud.

    Hoy doy el paso hacia el último cuarto de siglo, completamente feliz y más que satisfecho por el camino recorrido.

    Estar con ustedes es fantástico, y lo estoy disfrutando, convencido de que sigo siendo un niño con grandes sueños y tirando el carro para arriba.

    Ya se fueron de este mundo mis grandes amigos Pachel, Pablo, Pedro y Wataca, pero quedan mis hermanos Iván, Rodrigo, los 3 Felipes y tantos otros.

    Los echo de menos.

    Me encanta ver acá a todos los Vicuñas, al Jota, a mi amiga de cuarentena Katia, a la Lili y a la Miriam, a mi favorita, Pabla, a mis amigos separados, los de los autos, de la universidad y también a los desordenados que me desordenaron.

    No puedo dejar de mencionar a mis hijas, que me aman por sobre todas las cosas, me cuidan y me regalonean con amor y que organizaron esta wedding party, y a mi querubín Ricardo, un hombre bueno.

    Gracias, hijos.

    Yo soy agradecido, un agradecido de Dios, de la vida que me ha regalado, de mis papás, de mis hijos, mis nietos y mis amigos.

    Es fácil agradecer, y agradecer es además un acto hermoso.

    No puedo olvidar a mis papás, que se esforzaron por traerme al mundo en el mejor día, obviamente en el Día de la Mujer.

    ¿En qué estarían pensando? ¿Sería alguna indirecta? ¿Lo sabré algún día?

    El número 75 es uno de los números de la suerte en la numerología.

    Y es que he tenido suerte, aunque no sé si es suerte o es la mano de Dios, pero llegar hasta aquí y verlos en este instante es un privilegio, emocionante.

    Siempre he sido llorón y esta no es la ocasión para dejar de serlo.

    Además, a la Jusu le encanta que el papá sea llorón.

    Me encantó que me invitaran a este matrimonio, perdón, a esta fiesta.

    Gracias por venir, los quiero.

    Supongo que es un discurso normal, esperable para alguien que cumple 75 años. Pero lo cierto es que mi vida no ha sido tan normal. Ha sido en realidad una sucesión de hechos improbables, incluso insólitos.

    No me quejo. Contra todos los pronósticos, el niño de antepasados judíos inmigrantes de tercera generación de Traiguén tocó lo inimaginable. Este escrito también está dedicado a ese niño, que le tocó ver un país que se transformaba a una velocidad impresionante, y que pudo ser testigo y actor en ese proceso.

    He cumplido hasta los sueños que soñé despierto.

    Un regalo del columnista Joe Black para mi cumpleaños #75.

    Los ancestros, el encuentro de varios mundos

    Mi abuelo materno, Lázaro Arensburg, tenía varios hermanos. Eran judíos rusos. Habrá sido por las guerras o las revoluciones, por su religión o su pensamiento político, eran comunistas y a uno de ellos lo deportaron a Siberia por 10 años. Logró escapar y terminó en Argentina. Por eso mi abuelo Lázaro también llegó a ese país alrededor de 1920.

    Ahí conoció a mi abuela, Ana Altman, que venía de una familia judío-rumana que también huía del caos en Europa. Ella nació en la frontera entre dos países que nadie recuerda y lo que vino fue pura tragedia.

    Sus padres se establecieron en Argentina y se dedicaron a fabricar muebles. Una noche entraron a robar a su casa y los ladrones lanzaron a mi bisabuelo a un pozo. Estuvo días ahí, y si bien lograron sacarlo vivo, a los pocos días murió de neumonía. Mi bisabuela no resistió el impacto y se suicidó.

    Las tres hijas del matrimonio fueron repartidas entre gente conocida. Mi abuela fue la menos afortunada, porque sus cuidadores buscaron deshacerse de ella en cuanto tuvieron la oportunidad. Así fue como la casaron con un hombre mucho mayor, mi abuelo Lázaro convertido ya en solterón, cuando ella aún no cumplía 18 años.

    El matrimonio duró pocos años, pero alcanzó a nacer mi madre, Elena Arensburg Altman, que fue criada como hija única en Rivadavia 3070, que era en esa época el barrio judío de Plaza Once en Buenos Aires.

    Mi abuelo decide venirse a Chile y trabaja como vendedor viajero. Recorre el país ofreciendo relojes, billeteras, cinturones.

    Pude conocer más de su historia gracias a mi amiga Carolina de Camino, cuya familia era dueña de la empresa de cuero GiliCurtex. Mi abuelo había sido proveedor y vendedor de su abuelo y de su padre. Su descripción fue distinta a la que se contaba. Era un tipo cariñoso, querido por todo el mundo. La versión de mi abuela es que era insoportable de carácter. Yo no tengo opinión propia sobre el asunto, porque murió cuando yo tenía tres años.

    En todo caso, mi mamá venía a ver a su papá todos los años a Chile. Gracias a eso conoció, a través de una prima, a Alberto Levy Widmer, mi padre.

    Mis antepasados Levy eran judíos de Venecia. En la familia se comenta que los registros más antiguos de su presencia allá datan del año 1300. Tenían la tradición de darles a los descendientes varones los nombres Alberto y Mesliah alternadamente lo que permitió remontarse a alrededor de 1300 en los registros de Rabinato de Venecia. Hacia 1750, uno de los Levy, tatarabuelo mío, emigra, después de conseguir un certificado del Dogo de Venecia -el original lo mantienen primos en Israel-, que era el magistrado supremo y gobernante de esa república, que le permitía a la familia asentarse en Turquía para comerciar con café. Con esa autorización podían volver dentro del plazo de 50 años sin perder la nacionalidad veneciana.

    El apellido Levy proviene, según dice la Biblia, de la Tribu de Leví, integrada por los descendientes de Leví, el tercer hijo de Jacob. Los levitas fueron consagrados por Dios, a través de Moisés (también levita), para el servicio del Tabernáculo, del santuario, y después para hacerse cargo del Templo de Jerusalén.

    Luego de partir de Venecia el padre de mi tatarabuelo se estableció en Esmirna, el segundo puerto más importante de Turquía después de Estambul. Lograron con su esposa aclimatarse y progresar, y formar una familia con dos hijos que nacieron en ese país. Pero mi tatarabuela enfermó gravemente y debió viajar a un sanatorio en Grecia, para recibir un tratamiento milenario basado en el consumo de leche. No tuvieron más opción que enviar a los niños a un internado en Ginebra, Suiza.

    Uno de ellos era Alberto Levy, mi bisabuelo, que tenía 10 años. Después de salir del colegio en Ginebra, estudió en París para convertirse en ingeniero topógrafo. Se casó con una prima y al poco tiempo nació mi abuelo, Ricardo Levy.

    Luego de enviudar, Alberto se volvió a casar y partió a China para trabajar en la construcción de un ferrocarril en Jinan (tengo el diario de su vida completo). En esa época nacieron dos hijos más, Henriette y Maurice.

    Mi abuelo Ricardo se queda en Europa y estudia en París, probablemente en la Escuela Nacional de Puentes, Caminos y Puertos. León, uno de sus tíos, había conocido a Vicente Pérez Rosales, quien lo animó a viajar a Chile. Aunque a su pariente no le gustó lo que vio en este país, le generó a mi abuelo la curiosidad por venir.

    Así fue como llegó a trabajar al puerto de Constitución, que había sido construido en 1794

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