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Audi, filia
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Libro electrónico467 páginas8 horas

Audi, filia

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El Audi, filia, además de ser una obra espiritual preciosa de nuestro Siglo de Oro, es el único libro en el que san Juan de Ávila expone de forma orgánica las líneas esenciales de su doctrina espiritual. A lo largo de sus páginas, el cristiano es guiado en el proceso de su vida espiritual, que san Juan describe como un recorrido que va desde la configuración del viejo Adán, que recibimos en nuestro nacimiento, hasta la identificación con Cristo, el nuevo Adán. En la presente edición, obra de Antonio Granado Bellido, se ha modernizado el lenguaje, respetando el contenido de lo que san Juan de Ávila quiso transmitir a sus lectores, con la intención de facilitar su lectura.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 ene 2013
ISBN9788428564663
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    Audi, filia - Santo Juan de Ávila

    Introducción

    El autor del Audi, filia: san Juan de Ávila

    San Juan de Ávila es uno de los grandes personajes de la historia de la espiritualidad española. Está presente en ella con sus escri­tos, de gran valor doctrinal y experimental, y por la influencia personal que tuvo en muchos, a los que ayudó a alcanzar altas cimas de santidad mediante sus consejos y dirección espiri­tual. Sus escri­tos siguen vivos por la frescura que mantiene su pensamiento.

    Nació en Almodóvar del Campo (Ciudad Real) en 1499 o 1500, de una familia profundamente religiosa, y murió en Montilla (Córdoba) el 10 de mayo de 1569. Estas fechas están llenas de hechos importan­tes para la vida de la Iglesia, que dejan rastro en la vida y en los escritos de nuestro santo. En este tiempo se está haciendo la reforma de la Iglesia de España, se da también en ella el movi­miento de los alumbrados, hace Lutero su Reforma en Alemania, se celebra el concilio de Trento y se inicia la Reforma católica.

    Probablemente en 1513 comenzó a estudiar leyes en Salamanca –cuatro cursos–. De ellos le quedó un recuerdo que le hace referirse a aquellas alguna vez como a las negras leyes. Volvió a Almodóvar para emprender una vida recogida en su propia casa, y finalmente, en 1520, decidió comenzar los estudios eclesiásticos en la universidad de Alcalá de Henares, fundada en 1498 por el Cardenal Cisneros, y que había abierto sus puertas oficialmente en 1509.

    Allí estuvo en contacto con las grandes corrientes de reforma del momento. Conoció el erasmismo, las diversas escuelas teológicas y filosóficas y la preocupación por el conocimiento de las Sagradas Escrituras y de los Padres de la Iglesia. También trabó allí amistad con quienes habían de ser grandes reformadores de la vida cristiana, como don Pedro Guerrero, futuro arzobispo de Grana­da, y posiblemente también con el venerable Hernando de Contreras. Incluso pudo haber conocido allí al P. Francisco de Osuna y hasta a Íñigo de Loyola.

    Cuando se ordenó de sacerdote, al terminar los estudios, ya habían fallecido sus padres. Vendió los bienes que le habían dejado, los repartió a los pobres, y pensó poner en práctica su proyecto de marcharse a las Indias, recién descubiertas, como misio­nero. Con este fin se dirigió a Sevilla, donde el arzobispo don Alonso Manrique, posiblemente por consejo del venerable Hernando de Contreras, le hizo desistir de su propósito, pidiéndole que se quedara en su arzobispado.

    El trabajo apostólico de san Juan de Ávila en Andalucía es de tal riqueza en todos los sentidos que con razón ostenta los títulos de apóstol de Andalucía y de patrono del clero secular español.

    Su actividad apostólica se inicia en Sevilla predicando y enseñando a los niños la doctrina cristiana. Instruye a la gente sencilla, incluidas mujeres, en la práctica de la oración. Enseguida extiende su acción a diversos pueblos de la diócesis, entre los cuales se encuentran Écija, Alcalá de Guadaira y Lebrija.

    En 1531 se vio acusado ante el tribunal de la Santa Inquisi­ción, acusación de la que salió absuelto, pero que le llevó a abandonar Sevilla y asentarse definitivamente en la diócesis de Córdoba. Desde aquí continuó su fecundo trabajo apostólico por toda Andalucía.

    San Juan de Ávila fue un clérigo de reforma, para lo que abarcó todas las actividades de un sacerdote apostólico, alcanzando siempre el nivel de un verdadero maestro. Entre ellas ocupan el primer puesto sus trabajos en favor de la reforma del clero. Ejerció el oficio de catequista, enseñando personalmente a los niños; fue un gran predicador, lleno de fuego apostólico, que llega­ba profundamente a las almas; fue consejero espiritual y director de multitud de personas de todos los niveles sociales, como nos lo atestiguan las muchas cartas suyas que nos han quedado. También fue escritor, aunque no llegara a publicar nada, excepto una Declaración de los diez mandamientos, «que cantan los niños en la doctrina», como dice en el prólogo del Audi, filia de 1574, a no ser que se admita como suyo el Contemptus mundi nuevamente romanza­do, impreso en Sevilla en 1536, y que suele editarse entre las obras de Fray Luis de Granada. Fueron sus discípulos los que se encargaron muy pronto, después de su muerte, de comenzar a preparar la edición de sus escritos, que mientras tanto se fueron propagando en copias manuscritas por todas partes.

    La reforma del clero: los colegios y su escuela sacerdotal

    Una preocupación fundamental del Maestro Ávila es la formación y reforma del clero. Con esta finalidad fundó diversas institu­ciones. En los primeros en que, sin ser fundación suya, ejerció su influjo, fue en los colegios de los Abades y de Santa Catalina de Granada (1537). El siguiente fue en Portugal. Aunque se fundó por iniciati­va de don Enrique, arzobispo de Évora, se debió a la buena fama que le había llegado de la labor que en estos colegios llevaba a cabo el Maestro Ávila, y por esto la quiso realizar según su espíritu.

    En 1539 está en trato con el cabildo de Córdoba para que se empiece allí a dar clases de arte a sacerdotes o a los que comien­zan a prepararse para ser ordenados.

    En 1540 está negociando con el mismo cabildo la constitución de un Estudio General en la misma ciudad.

    En 1541 fundó otro colegio en Jerez de la Frontera, para estu­diar arte y teología, que fue conocido con el nombre de Colegio de Santa Cruz.

    En 1542, por rescripto del papa Pablo III, es elevado al rango de universidad el colegio de Baeza. Aunque su fundación no se debía al Maestro Juan de Ávila, el fundador, el doctor Rodrigo López, le había encomendado la gestión total de ella. Las facultades que funcionaron allí fueron las de arte y teología.

    En 1539, 1543, 1548 y 1550 se encuentra de nuevo en Córdoba pretendiendo poner en marcha el Estudio General. Aparte de este fundó también en esta ciudad un colegio para la formación de sacerdotes.

    Al mismo tiempo que se preocupaba por la mejor formación de los sacerdotes, hubo siempre, desde el principio de su ministe­rio, un grupo de ellos que vivían en contacto con él y que estaban dis­puestos a ligarse a su persona incluso con voto de obediencia. En Córdoba llegó a reunir junto a sí en 1546 a más de veinte. Es un centro misional organizado allí, desde donde se extiende su activi­dad misionera y la de sus discípulos por toda la diócesis. Aunque esto no fuese permanente, siempre hubo un buen número de sacerdotes dirigidos u orientados espiritualmente por él.

    Nos queda como testimonio del régimen de vida que siguen y de la doctrina que les enseñaba, y que son señal de su propio espíritu sacerdotal, una serie de cartas y pláticas formidables y hasta los dos memoriales al concilio de Trento, que dejan ver su preocupación por la reforma del clero. Quiere sacerdotes de una gran santidad de vida, sabios en Teología y Sagrada Escritu­ra, que estén en contacto directo con el pueblo mediante la predicación para la reforma del pueblo cristiano.

    La formación cristiana de niños y jóvenes

    Desde su llegada a Sevilla se ve a Juan de Ávila, junto al venerable Hernando de Contreras, enseñando la doctrina a los niños. Esta preocupación la desarrolló durante toda su vida, por medio de los muchos colegios que fundó para su formación a lo largo y ancho de toda la geografía andaluza. Y junto con esta actividad personal, dejó infundido este mismo espíritu en sus discípulos, que, cuando salen a predicar, una de las primeras tareas que llevan a cabo es esta.

    Haber fundado y sostenido siquiera uno de estos colegios a lo largo de su vida, hubiera sido testimonio claro de su preocupación por los niños y los jóvenes. Cuando se lee la lista de los que fueron en realidad, el sentimiento se convierte en admiración y sorpresa: Baeza, Úbeda, Beas, Huelma, Cazorla, Andújar, Priego, Sevilla, Écija, Jerez de la Frontera y Cádiz.

    Para atender a la enseñanza cristiana de los niños escribió un pequeño catecismo en forma de letrillas, algunas de las cuales se han seguido repitiendo hasta nuestros días, titulado Doctrina cris­tiana, al que ya se ha hecho referencia, que fue muy usado y que mereció ser traducido al italiano y al catalán.

    Predicador, consejero espiritual y escritor

    Los monumentos, por muchos que sean los que resistan en pie al paso del tiempo, nunca pueden dar una idea completa de lo que ha sido la vida de un pueblo. Lo mucho que nos haya quedado de una persona que ha desarrollado una actividad como la que se ha ido exponiendo, sor­prenderá más y llevará a valorarlo siempre más en todos los sentidos. No es sólo que san Juan de Ávila recorriera toda Andalucía y Badajoz, sino que la tuvo a toda ella permanen­te­mente como centro de su actividad. Mientras está en cualquier momento en cualquiera de sus ciudades predicando, se preocupa al mismo tiempo de las actividades que se han expuesto, y presta atención a todos los que se dirigen a él pidiéndole su ayuda espiritual o su consejo. En muchos de los lugares en los que se le encuentra, perma­nece incluso durante años, haciéndolo el centro de su activi­dad. Los nombres de Écija, Alcalá de Guadaira, Sevilla, Córdoba, Granada, Baeza, Montilla, Palma del Río, Guadalcázar, Jerez de la Frontera, Sierra Morena, Zafra, Fregenal, Lucena, Constantina, Prie­go, aparecen repetidos una y otra vez en su constante actividad apostólica.

    De esta actividad han quedado ochenta y dos sermones, catorce pláticas a sacerdotes y dos a monjas; doscientas cincuenta y siete cartas, todas ellas de un gran valor espiri­tual, dirigidas a toda clase de personas; comentarios a la Sagrada Escritura; escritos varios, entre los cuales están los dos memoriales al concilio de Trento, un tratado sobre el sacerdocio y otros tratados y escritos menores; y por último el Audi, filia. Este conjunto de cosas tan importantes y numerosas sólo las ha podido llevar a cabo alguien con un espíritu tan formidable como lo fue san Juan de Ávila.

    Sacerdote santo

    Aunque es admirable esta actividad por lo intensa y variada, lo que nos ha quedado realmente más vivo de él ha sido su espíritu sacerdo­tal, que sigue siendo una escuela de santidad para el clero secular. Aparte de un retrato tan acertado de ese espíritu, como el que nos ha transmitido su amigo y discípulo Fray Luis de Granada en la vida que escribió de él, nos quedan sus escritos sacerdotales, a los que se les puede considerar como su autobio­gra­fía sacerdotal.

    Lo que se descubre en estos escritos no es la doctrina de un teórico, sino lo que piensa, siente y vive el sacerdote en cuanto hombre que tiene por oficio orar, encarado a Dios en favor de todo el mundo, que ofrece el sacrificio de la misa, que contempla en la oración a Cristo ofrecido en la cruz por la humanidad y se une a Él en su sacrificio. Se entiende a sí mismo como vicario de Cristo, al que tiene que imitar en la vida y en la palabra. Es consciente de que tiene encomendado el cuerpo místico de Cristo, con la finalidad de curarlo, fortalecerlo y hermosearlo. Al leer estos escritos se entiende que está manifestando su alma sacerdotal y que la altura de sus vivencias y sentimientos religiosos tiene su origen en su conciencia sacerdotal, la de las responsabilidades que por la ordenación ha contraído con Dios.

    La destinataria del libro: doña Sancha Carrillo

    Uno de los primeros lugares donde el Maestro Ávila predica, después de su asentamiento en Sevilla, es Écija. Allí vive la familia de los señores de Guadalcázar. Tiene dos hijos, don Pedro Fernández de Córdoba, clérigo, con inquietudes de reforma, y doña Sancha Carri­llo, que en esas fechas tiene de quince a dieciséis años de edad. Es hermosa y consciente de ello, por lo que, dada su posición social, no es extraño que cultive, hasta con exceso, las vanidades del mundo. Aparte de esto, en las fechas en que está predicando allí san Juan de Ávila, se prepara para trasla­darse a la Corte como dama de doña Isabel de Portugal, esposa del emperador Carlos.

    Su hermano, don Pedro, que había escuchado la predicación de san Juan de Ávila, la persuadió para que fuera a confesar con él, convencido de que le iba a llegar al corazón y que le haría cambiar de vida. Un buen día, arreglada con el lujo que acostum­braba, se acercó al confesonario del predicador, y cuando se retiró de allí, iba totalmente transformada. Prueba del cambio radical es que el resto de su vida lo pasó apartada en unas habitaciones de su propia casa, en durísima penitencia corporal, ayunando, usando permanente­mente terribles cilicios y durmiendo sobre un corcho. Junto a esto, dedicaba su vida continuamente a la oración, la contemplación y a prácticas de piedad.

    La vida espiritual de doña Sancha fue altísima y estuvo llena de gracias extraordinarias. Murió muy joven, el 13 de agosto de 1537, a la edad de veinticinco o veintiséis años.

    En una carta que san Juan de Ávila dirigió a Fray Luis de Granada, le decía que es fácil engendrar hijos, pero que es muy difícil darlos a luz y más aún criarlos. Esta idea la debía de predicar con frecuencia a los sacerdotes. No cabe duda de que él engendró para la vida cristiana, dio a luz y acompañó después, durante el tiempo que ella vivió, a doña Sancha Carrillo. El fruto fue una vida extraordinariamente santa.

    Entre las ayudas que le prestó, fue una el dedicarle este libro, donde se contiene lo fundamental para progresar en la vida cristiana, a fin de que le indicara el camino y la acompañase. Y este libro, que por entonces era solamente unos apuntes, dio el fruto esperado.

    El Audi, filia

    Su interés está en que, aparte de ser una pieza espiritual preciosa de nuestro Siglo de Oro, es el único libro que escribió, donde expone de forma orgánica las líneas esenciales de su doctrina espi­ritual.

    Su verdadero título es Libro espiritual, que trata de los malos lenguajes del mundo, carne y demonio, y de los remedios contra ellos; de la fe y del propio conocimiento; de la peniten­cia, de la oración, meditación y pasión de Nuestro Señor Jesucristo, y del amor de los prójimos, pero se le conoce con el de Audi, filia (Escucha, hija).

    La primera pregunta que uno se puede hacer es sobre estas dos palabras latinas con que se le conoce. Son las primeras del versícu­lo 11 del Salmo 45. El libro es una exposición de su pensa­miento sobre la vida espiritual, hecha al ritmo de este versículo y del siguiente: «Escucha, hija, y mira, e inclina tu oído y olvida tu pueblo y la casa paterna y codiciará el rey tu hermosura». En realidad no es un comentario al Salmo, sino un tratado de vida espi­ritual, para cuya estructuración se ha servido de él, aunque cambiando el orden de las palabras, para acomodarlas mejor, como él mismo dice, a la lógica de sus ideas. En él ha volcado la luz y los sentimientos espirituales propios.

    A pesar de estar ya inventada la imprenta, en esta época era todavía corriente que se hicieran copias manuscritas de los libros. Esto fue también lo ocurrido con el Audi, filia. Las notas encamina­das a la ayuda espiritual de su dirigida, termina­ron por desfigu­rarse en manos de los que las copiaban. Esto le llevó a preparar una edición, que incluso dedicó a don Luis Puerto Carrero, conde de Palma. Antes de llevar a cabo su propósito, el libro cayó en manos de un librero de Alcalá de Henares, Luis Gutiérrez, que lo entregó al impresor Juan de Brocar el año 1556, sin que san Juan de Ávila tuviera noticia de ello.

    Estas son fechas de conmociones eclesiales, tanto dentro como fuera de España, que no afectan sólo a la doctrina, sino también a la reforma general de la Iglesia y a la espiritualidad. En Europa está la Reforma protestante con Lutero; en España todo el movimien­to del alumbradismo. Esto hace que la publicación de libros, sobre todo los de alta espiritualidad, puedan caer en sospecha, porque pueden tener cierto sabor aparente a cualquiera de las corrientes a las que tanto se temía. También había prevención a que se pusieran estos libros en manos de seglares y más aún de mujeres faltas de instrucción.

    Aunque san Juan de Ávila tenía la intención de editar su obra, es de suponer también que lo estuviera retardando, porque quisiera antes adaptar el texto a la letra de lo que el concilio de Trento acababa de decir sobre la gracia y el lugar de la fe en la justifi­cación, no teóricamente, sino haciendo de forma práctica que el cristiano se moviera en ellas. El concilio de Trento inició su primer período el año 1545. En las sesiones quinta y sexta, años 1546 y 1547, habían sido promulgados los decretos sobre el pecado original y la justificación respectiva­mente. De hecho hay más de una cita del concilio expresa o tácita en la obra definitiva. El Maestro Ávila, además, era consciente de que estaba tocando, aunque de forma totalmente católica, el mismo tema que había puesto Lutero como base de su reforma: la fe. Posiblemente por esto le debió desagradar tanto que lo sacaran a luz en Alcalá, sin darle opción a que lo hubiera puesto al día. Se lamenta de ello en el prólogo de la edición de 1574.

    Así, pues, la primera redacción del Audi, filia fueron las notas que había escrito para doña Sancha Carrillo, sin que se pueda saber la extensión de aquel primer escrito. Con posteriori­dad reali­za una redacción más amplia, que dedica al conde de Palma, que debía de estar acabada hacia 1546, y que fue la que se imprimió en Alcalá de Henares en 1556 sin su consentimiento. Por fin, después de muchas correcciones y ampliaciones, salió la edición definitiva en 1574, cinco años después de su muerte.

    Nuestra edición

    Con el deseo de que un libro de doctrina espiritual tan formida­ble se lea con facilidad y siga haciendo el bien que hizo en otras épo­cas, me he permitido modernizar su lenguaje, abreviar los títulos de los capítulos y dividir la obra en epígrafes y subepí­grafes, que dejen ver y seguir con facilidad su pensamien­to.

    La modernización del lenguaje se ha hecho procurando no atentar para nada contra el contenido de lo que san Juan de Ávila quiso transmitir a sus lectores, y espero que se haya convertido en fácilmente inteligible y que pueda ser leída con gusto por cualquier lector.

    La otra aportación que lleva esta edición es la partición de toda la obra. Mirándola a simple vista, en la edición original nos encontramos con ciento trece capítulos continuos y de títulos proli­jos, con una división estructural interna, que no aparece reflejada en el índice, por lo que no se deja ver con facilidad la lógica del pensamiento. En esta edición se ha intentado ponerla al descubier­to, proporcionándole al libro unos títulos más breves y una división en partes, epígrafes y subepígrafes, que dejen ver la trama del discurso.

    Contenido teológico-espiritual del Audi, filia

    De la fealdad del primer Adán a la hermosura de Cristo crucificado

    El Audi, filia es una guía que intenta llevar al cristiano, como de la mano, en el proceso de su vida espiritual, fijándose en lo fundamental de ella, pero sin pensar por eso que lo vaya a dejar a mitad de camino o vaya a necesitar después de otros medios que le conduzcan a las etapas más altas de esa vida.

    Comienza presentando al hombre como un ser que habla y escucha. Parte del estado de inocencia del paraíso, según la doctri­na de santo Tomás, en el que el hombre tenía una perfecta concordia consigo mismo y con Dios. A estas dos añade la concordia con el prójimo. A la concordia la llama lenguaje espiritual, que tenía su origen y fundamento en la obediencia a Dios, a la que estaba sometida la parte racional del hombre, viviendo en paz con Él. Cuando el hombre pecó, perdió ese lenguaje espiritual, que fue reemplazado por una serie de lenguajes malos, que desde entonces impiden la concordia anterior, al mismo tiempo que trastornan pro­gresivamente cada vez más su espíritu. Ya no se entienden los hom­bres consigo mismos, ni con el prójimo, y menos con Dios. Los nuevos lenguajes, que el hombre habla y escucha, los reduce a tres: el mundo, la carne y el demonio. Y este es su punto de partida.

    El proceso de la vida espiritual que san Juan de Ávila expone, es el recorrido que va desde la configuración con el viejo Adán, que recibimos en nuestro nacimiento, hasta la identificación con el nuevo Adán, que es Cristo.

    La imagen heredada del viejo Adán queda descrita en los treinta primeros capítulos del Audi, filia, como la inclinación o predispo­sición a escuchar a los tres enemigos del hombre –el mundo, el demonio y la carne– y hablar sus lenguajes. Con esto se está afirmando que la pérdida del don de la integridad, consecuen­cia del pecado original, no consiste sólo en la rebelión de los apetitos sensibles, la concupiscencia de la carne, sino también en este más amplio trastorno interior, que sufre el hombre, y en la labilidad ante él. Al mundo, al demonio y a la carne san Juan de Ávila no los presenta como enemigos que nos hablan desde fuera, sino como la herencia recibida por el pecado de origen, que trabajan al hombre desde lo más íntimo de él. Buena parte del trabajo de la vida espiritual estará dirigida ante todo a ponerlos de manifiesto y devolvernos de nuevo al lenguaje o a la concordia de que el hombre disfrutó en el paraíso.

    El más terrible para san Juan de Ávila, por sus ataques y por la debilidad ante él, es el mundo, definido como la honra vana. Impresionan las descripciones que hace de este enemigo y las razones que da de su afirmación. El mundo se enfrenta a Dios en el hombre para suplantarlo, mientras que los otros enemigos atacan al hombre por la debilidad ante la violencia de la concupiscencia de la carne y los trastornos espirituales que se dan en él después del pecado. Por eso, mirándolo teológicamente, hay que considerar al mundo como al peor de ellos. Por lo que respecta al demonio el hombre queda también especialmente herido en cuanto que está más expuesto y más indefenso ante sus tentaciones. De él dice que sus lenguajes son innumerables, aunque los reduce a la soberbia, la desesperación y los miedos exteriores que intenta producirnos para apartarnos del camino que se debe seguir.

    Para no caer en la ilusión de que se puede emprender la marcha hacia la conquista de esa imagen, que es Cristo, preten­diendo desco­nocer la rémora de este antiguo estado, que permanece en nosotros, aunque hayamos sido revestidos de la gracia, san Juan de Ávila nos pone frente a todo ese mundo interior, señalándonos el peligro y el mal que suponen, y cómo se puede luchar contra ellos y vencerlos. No se le puede olvidar nunca, ni minusvalorarlo. Hay que estar en permanente vigilancia y en continua lucha durante todo el tiempo que dure el camino.

    San Juan de Ávila nos ayuda a descubrirlos de diferentes mane­ras. Y siempre señala hacia Cristo en la cruz, como el que pone de manifiesto su malicia. Ellos son, como si dijéramos, la parte nega­tiva de la construcción de la vida cristiana, siempre presen­tes, nunca aniquilados del todo. Esta integración del hombre en sí mismo es lo primero que tiene que tener delante de sí, cuando emprende el camino hacia Dios. Sería una terrible ilusión quererlo hacer, olvi­dándose de algo tan importante.

    Además, como el proceso de la vida espiritual no consiste en remontar esta situación para llegar a lo que fue el Adán del paraíso antes de la culpa, sino que tiene por meta la identifica­ción con el nuevo Adán, que es Cristo, hay que emprender una marcha nueva. Así, después de tratar de todo eso, comienza a indicar el verdadero proceso del cristiano hacia su nueva configuración.

    Pero san Juan de Ávila contrapone a la imagen del Adán primero, no una imagen cualquiera de Cristo en nosotros, sino su imagen perfecta, la que aparece en la cruz. Quedaría mal descrita la vida cristiana si sólo aparecieran en nosotros frutos de la obra de Cristo y no su imagen perfecta, la del Crucificado. Expone esto al hablar de la identificación con Él por medio de los sentimientos de los que se encuentra revestido el que lo ama. Amar a Cristo es amar al Crucificado en cuanto tal, y por eso le acompaña en la cruz sufriendo con Él.

    El camino a recorrer: la fe

    La fe, primer paso de la vida espiritual. San Juan de Ávila ha organizado la marcha de la vida espiritual sobre la virtud de la fe. La fe de la que habla es la dogmática, es decir, lo que se profesa con el entendimiento, cuando se afirma este «en las verdades de la fe católica con suprema certeza», con adhesión firme. Con lo cual se refiere al mismo tiempo a la fe objetiva y subjetiva. Y tiene cuidado de precisarlo muy bien, porque cuando él está escribiendo, los luteranos están usando el nombre de la fe para significar la confianza que el pecador pone en Dios, que por Jesucristo lo libra de sus pecados.

    Llama a la fe principio de la vida espiritual, con lo que afirma que no es sólo un presupuesto para ella, sino que ella misma es vida espiritual. La fe nace, se ejercita y se nutre escuchando lo que Dios nos dice en la Sagrada Escritura y, como católicos, lo que enseña por medio de la Iglesia católica. Y al mismo tiempo que se produce la adhesión a la verdad, que es el mismo Dios, se origi­na también en nosotros, desde el primer instante, una serie de sentimientos frente a Él, que aunque no comprendan todo el papel que la fe va a jugar en la vida espiritual, sin embargo es ya desde ese momento el comienzo de esa vida. Al mismo tiempo hay que decir que se hace impensable una vida espiritual que pueda comenzar por otra cosa que no sea la aceptación de la verdad y los sentimientos que deben acompa­ñarla desde el principio.

    Desde el primer instante la «fe es la primera reverencia que el alma tributa a su Creador, sintiendo de Él altísimamente, como de Dios se debe sentir», y adorándolo «con un profundo silencio, confesando que Él solo es su perfecta alabanza» y que ninguna cria­tura puede alabarlo como Él se merece, porque no alcanza a compren­derle ni a conocerle.

    Fe y motivos de credibilidad. La fe no debe quedarse en estos sentimientos, sino que debe orientar su trabajo a crecer en el afianzamiento de la verdad, y a sentir consuelo y firmeza en ella. Es decir, no se debe tener como algo con tan poco fundamento para creerse que con toda facilidad se pueda perder, o tan poco asimila­da y con una adhesión tan frágil que no le mueva a uno a nada, ni a tener ningún tipo de sentimiento espiritual.

    A esto lleva la continuada consideración de los motivos de credibilidad, que son un tema también para el creyente. Posible­men­te sea san Juan de Ávila el primer autor que los haya incorporado como tema importante en el trabajo de la vida espiritual. Para él los motivos de credibilidad no sólo sirven al no creyente para facilitarle su acceso a la fe, sino incluso al que ha avanzado mucho en el desarrollo de su vida espiritual, para que crezca su estima por ella. Como el libro está dirigido especialmente a una persona que quiere vivir esa vida con toda la intensidad posible, hay que pensar forzosamente que la exposición de cada motivo está dirigida a personas como ella, como una meditación que las lleve a consolidar su fe y a hacer que sienta de ella más altamente.

    Hay motivos que se pueden llamar clásicos, como son los mila­gros –de los que confiesa que se están dando en su tiempo en los lugares de misión–, el testimonio de los mártires, la vida perfecta de los creyentes, el que se haya implantado la fe tan rápidamente en el mundo, a pesar de que los que la predicaron eran tan incultos frente a las culturas a las que se la anuncia­ron.

    San Juan de Ávila presenta otros motivos de credibilidad útiles especialmente no sólo para los meros creyentes, sino para aquellos que han comenzado en serio a caminar hacia las alturas espiritua­les. Es el testimonio de la grandeza de la fe que la propia conciencia les da a los principiantes, a los aprovechados y a los perfectos en el camino de la virtud, por la transforma­ción que ella lleva a cabo en sus vidas. En estos motivos de credibilidad se ve la fuerza que tiene la fe para cambiar el corazón y llevar a niveles muy altos de santidad.

    En el orden de los motivos, añade uno que puede extrañar. Con­siste en la hermosura y excelencia que la fe encierra en su propio acto. Por esto, si se alcanzara a ver bien lo que es creer, no haría falta ningún otro motivo de credibilidad. Nadie negará que la criatura debe servir al Creador con todo lo que tiene. Pues igual que le debe servir con la voluntad, debe hacerlo con el entendi­miento. Esto es la fe: que el entendimiento se niegue a sí mismo para someterse al parecer de Dios, puesto que es la verdad.

    En este último motivo, la hermosura del acto de fe no proviene sólo de lo que es el acto en sí, sino también de la alteza del objeto de esa misma fe. Todo lo que confiesa la fe cristiana sobre Dios es de una gran alteza; no sólo que sea uno y trino, sino tam­bién que el Hijo de Dios se haya encarnado, padecido y muerto en cruz. Todo esto bien ponderado es el mayor motivo de credibilidad, porque en la encarnación, pasión y muerte del Hijo de Dios se manifiestan su bondad, amor, sabiduría y poder más que en todas las otras obras de Dios. Cuando se consideran bien estas verdades y cómo de ellas ha recibido el hombre tantos beneficios y ayudas espirituales, y que sea estimado así de la forma más excelsa que se puede estimar, le llevará a admitir que efectivamente las verdades de nuestra fe son dignas de ser creídas.

    El cristiano debe tener una conciencia muy clara de la hermosu­ra y excelencia de su fe, un gran convencimiento continua­mente alimentado con todas las pruebas que le lleven a confesar a Jesucristo como su Señor y la excelencia de su ley. Pero los motivos de credibilidad no producen el acto de fe. En cambio, si todo esto lo piensa y lo incorpora a su trabajo espiritual un creyente, aparte de poder dar cuenta de ella a los de fuera, su fe se afianza y su corazón se consuela. La fe la da Dios, que es su Maestro interior. Sin tener la evidencia de la ciencia, tiene la mayor certeza, por darla Él, que inclina al entendimiento a creer. La fe debe ser apreciada y honrada, porque con ella se honra a Dios, creyendo y predicando sus infinitas perfecciones. Y también se debe dar gracias al Señor por ella. Todo esto es vida espiri­tual.

    Para qué se da la fe. La fe se da para que sea luz del entendi­miento, que ayude a mover la voluntad a amar a Dios y guardar sus mandamientos, con lo cual nos salvemos. Y no para que, confiados en ella, vivamos a nuestras anchas. Aquí pone en guardia contra el error protestante de la justificación por la fe sola y polemiza con ellos. Además de la fe, según el Concilio Tridentino, se necesita, entre otras cosas más, el amor de Dios y el dolor de los pecados.

    Fe y palabra de Dios: el peligro de luteranos y alumbrados. A prevenir los males de luteranos y alumbrados, le dedica el comenta­rio completo de una parte del versículo (cc. 45-55). ¿Por qué dedica tanto espacio a estos peligros en un libro dedicado origina­riamente a una joven consagrada a Dios? Con toda probabi­li­dad porque los primeros presentaban el atractivo del evangelis­mo y los otros el de ser un atajo por donde llegar rápidamente a la experien­cia de Dios.

    Cada uno de estos grupos presta atención de manera particu­lar a una de las dos formas de llegarnos lo que Dios nos quiere decir. La primera es la revelación oficial de su Palabra, destinada a todos. Por ella nos salvamos, escuchándola mediante la fe. La otra manera de hablar Dios, pero para bien del hombre particular, es interiormente mediante revelaciones, visiones y sentimientos espiri­tuales.

    Con respecto a la palabra de Dios, y por consiguiente a la fe, teniendo en cuenta el comportamiento de los luteranos, lo que hay que hacer es someterse a ella con toda sencillez. Y con toda obe­diencia. Sabiendo claramente que siempre, en orden a la salvación, vale ella más que todos los discursos, por muy agudos y elevados que puedan parecer.

    Algo tan importante requiere un tratamiento especial. Si sobre ella está fundado el edificio espiritual, necesariamente hay que tratarla con sumo cuidado. Los sucesos de su época le hacen ser un testigo de excepción. Al ir viviendo a lo largo de su vida, a veces muy de cerca, el problema del protestantismo, ha ido comprobando que es siempre un problema de fe, y que cuando ese fundamento de la vida espiritual falla de alguna manera, por mucha apariencia que el edificio pueda tener, al final aparecerá resquebrajado. El que niega una verdad, está impidiendo que Dios le ponga en contacto con Él por medio de ella y está inutilizando uno de los medios por los que tiene que progresar en esa vida y llegar a unirse con Dios por el amor. Lutero ha tergiversado el concepto y la función de la fe. Es imposible, por consiguiente, que pueda usarla espiritualmente como es debido.

    Los luteranos no se han sometido con sencillez a la fe. Han impuesto su criterio sobre lo que se debe creer, y han terminado por perderla. Como el tema es el fundamental de la vida cristia­na –la fe es la que hace al cristiano–, no tendrá más remedio que volver a lo largo de su exposición a referirse a ellos.

    Creyente sí, pero creyente sencillo. Esta es la verdadera pos­tura. El escudriñador de la verdad no se somete profundamente a ella con obediencia reverente, sino que la juzga con pura razón, que puede llevar al engaño y hacer que la Sagrada Escritura no produzca sus frutos. Sus palabras son defensa contra las tentacio­nes, estímulo para las virtudes y para todo lo que se necesite en el camino hacia Dios. No se debe tener más curiosidad por saber de la palabra de Dios que lo que cada uno necesita.

    La Sagrada Escritura no se debe exponer según el parecer de cada uno, porque hay tantos pareceres como cabezas y así no se tendría la certeza que se necesita. Hay que escuchar el parecer de la Iglesia católica, que tiene el privilegio de interpretar y entender la divina Escritura. Y si ella no ha determinado nada, la interpretación concorde y unánime de los santos, para no errar.

    Y sólo a la misma Iglesia, cuya cabeza es el romano pontífice, pertenece el declarar qué escritura es palabra de Dios. De esta fe no nos debe separar ninguna clase de herejía (los luteranos) ni ninguna revelación ni sentimiento de espíritu (los alumbrados).

    La doctrina que hay que oír es la de la Iglesia, porque «en ella se ha salvado y santificado una grandísima muchedumbre de gentes». Y es una locura seguir a los que quieren ser seguidos sin tener más prueba que la de su propio parecer.

    San Juan de Ávila dice que a esa gente Dios les ha dado el castigo peor después del infierno: el endurecimiento de la voluntad en el pecado y la ceguera del entendimiento en el error. Esta es peor que el endurecimiento de la misma voluntad, porque cierra del todo las puertas a la conversión, al no reconocer ya que sigue habiendo remedio para su pecado.

    La verdad de Dios es un gran don, porque si el hombre la sigue con el afecto y le tributa la honra debida, alcanza la virtud y se salva. Pero si tiene la verdad como imposibilitada y aprisionada en los pecados, Dios permitirá que caiga en el error. Este fue el castigo de los que cayeron en la idolatría. Y después de la idola­tría en otros pecados horribles. De esta manera castigó también a los judíos.

    Y a los cristianos, ¿cómo los tratará si usan mal del conoci­miento de la fe? Dice que los dejará que caigan en la herejía, como les había sucedido a los luteranos. Y el error es tan grande que creerán que esa herejía es una verdad muy grande y saludable. Este es el justo juicio de Dios, por no amar una verdad que tiene tanto poder para ayudar a servirle y salvarnos, ni seguir lo que ella enseña, cosa que es un enorme pecado.

    En la fe y la Sagrada Escritura se deben buscar el sentido que le da la Iglesia romana, y mucha bondad y limpieza de vida, porque de otra forma no se puede entender ni sacar provecho de ella. Con el estudio puramente humano no se puede alcanzar lo que siente Dios. La lectura de la Sagrada Escritura tiene que ir acompañada de «santos trabajos, humildes oraciones y frutos de buenas obras». Y de esta manera se puede llegar incluso a ser maestro de los demás. Cuando no se hace así, dice san Juan de Ávila, pasa lo que en Alemania con Lutero.

    Por eso hay que obedecer con fe a Dios y a su Iglesia, y no querer escudriñar «las inefables cosas de Dios» con la pequeñez del entendimiento humano, ya que sólo se encontrarán «duda e inquietud, porque no se comunica la sabiduría de Dios más que a los pequeños y a los humildes, que con sencillez se acercan a Él, inclinando su oído a Él y a su Iglesia, y reciben de su bondad dones muy grandes, con los que queda el alma satisfecha, hermoseada con la fe y con las obras».

    Igual que ha dicho, principalmente a causa de los luteranos, que hay que ser sencillo y humilde en la fe, frente a los alumbra­dos previene del gran peligro que suponen las revelacio­nes, visiones y sentimientos espirituales. Los peligros son varios. Por una parte escucharse a sí mismo, creyendo que se escucha a Dios, en vez de escucharle realmente a Él. Aunque es verdad que a Dios hay obligación de escucharle siempre, no sólo cuando se manifiesta a todos por su palabra revelada, sino también cuando le habla a uno en su interior, hay peligro de terminar por escucharse a sí mismo y a la propia soberbia, creyendo que se le está escuchando a Él. Otro peligro consiste en que se anteponga lo que diga en las revela­ciones privadas a lo que tiene dicho en la Sagrada Escritura. Y, por último, que se llegue a confundir a la propia gana con el Espíritu Santo, cosa que puede llevar a las mayores aberraciones morales, como fue el caso de los dejados.

    Estos llegaron al extremo de pensar que poniéndose del todo en las manos de Dios, los regía por completo el Espíritu, y así todo lo que pasaba por su corazón venía de Él. Fuera lo que fuera. Y si no sentían que los moviese a nada, no hacían nada. Y si sentían que los movía a algo, lo hacían por malo que fuera. Pensaban que este era el atajo más corto para llegar a Dios y mantenerse en su amor.

    La doctrina de san Juan de Ávila es clara y la misma que se suele repetir en los grandes espirituales de nuestro Siglo de Oro: no se debe consentir en el deseo de cosas singulares y sobrenatura­les, porque es señal de soberbia y curiosidad peligrosa, sino que hay que pedir a Dios que lo lleve a uno por el camino ordinario. Hay que examinar con discreción cuál es el espíritu que en todo esto lo mueve a uno. Hay que mirar qué provecho es el que dejan en el alma, teniendo como piedra de toque la humildad, es decir, si se queda más humilde de lo que antes se estaba, sin fiarse de la apariencia, porque la soberbia tiene muchas sutilezas. Y una de las señales más importantes de la humildad es estar dispuesto a someter­se al parecer ajeno.

    Para andar bien por este camino se ha de ser más enemigo del propio parecer que de la propia voluntad, porque le puede llevar a uno hasta la herejía, poniéndolo por encima del de la Iglesia. Por eso se ha de buscar un buen guía y confiarse plenamente a él.

    Y termina toda esta exposición advirtiendo que no hay un camino más seguro para encontrar la voluntad de Dios, como el de la humilde obediencia.

    Las tres miradas de la fe

    El ejercicio de la fe o el trabajo espiritual. Hasta ahora se ha estado hablando de lo necesario que es escuchar la palabra de Dios. Pero también hace falta mirarla, como un paso más en el camino de la fe. Es su complemento fundamental, porque también esto hace referencia al comportamiento frente a la fe, no ya como el que recibe y se comporta con reverencia con lo que se le da, sino como la acción del que se adentra en ella, con voluntad de asimilar y llegar a lo más profundo de lo que se le ha comunicado por el oído.

    La fe tiene una primera exigencia, que consiste en que se la trabaje. San Juan de Ávila dice que la fe son los ojos espirituales con que atalayamos a Cristo crucificado, que con sus dolores nos trae la paz deseada, y que para esto nos han sido dados, y que esto es más provechoso que si se le mirase con los ojos de la carne. Alcanzan a donde no se podría imaginar, porque llegan a sondear las profundidades del Señor. En esto insiste continuamente, porque ella es el alma del Audi, filia. La fe se puede convertir en la virtud menos cuidada. Se puede conformar uno con no ser hereje, conservan­do íntegra la fe ortodoxa, y para esto es suficiente con no tocarla para nada, sin darse cuenta de que de esta manera se deja atrofiada la vida espiritual.

    Y este mirar son esos actos de fe saludables de que habla la teología, y a los que no se les encuentra sentido pleno hasta que no se conjuntan con lo que enseñan los espirituales. No es la fe como lo no negado, sino la fe como los ojos que han sido dados para mirar al Señor,

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