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La colonialidad y sus nombres: conceptos clave
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La colonialidad y sus nombres: conceptos clave

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El propósito central de este libro es reunir genealogías conceptuales en torno a la crítica de la colonialidad. Su intención no es estabilizar un canon ni enlistar los "términos imprescindibles" del debate, sino notar la impronta del pensamiento crítico sobre la persistencia de "lo colonial"
en América Latina, es decir, pensar lo colonial no como acontecimiento, periodo o formación histórica discreta, sino como una condición estructurante del presente. Parte de una necesidad de campo: la elaboración de un léxico crítico, aunque siempre incompleto, con palabras clave que
nos permitan mapear el pensamiento que hace una crítica al presente colonial latinoamericano. El volumen opera con al menos tres tipos de conceptos: primero, los que implican un trabajo de desmonte de los elementos que lo componen. Segundo, términos que recuperan debates
conectivos que, si bien "tocan" las problemáticas de la colonialidad, pocas veces hacen parte del repertorio familiar y conocido de la retórica descolonial. Y, finalmente, ciertos términos familiares para la crítica a las modalidades coloniales de poder y sus contestaciones, pero que a nuestro juicio necesitaban de un trabajo de actualización o reposicionamiento crítico de su alcance sémico.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 ene 2023
ISBN9786070312304
La colonialidad y sus nombres: conceptos clave

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    La colonialidad y sus nombres - Mario Rufer

    CLAVES CONCEPTUALES

    COLONIALIDAD

    DANILO ASSIS CLÍMACO

    Eres india, te queremos civilizar, pero seguirás siendo india.

    EMMA CHIRIX¹

    La colonialidad es uno de los elementos constitutivos y específicos del patrón mundial de poder capitalista. Se funda en la imposición de una clasificación racial/étnica de la población del mundo como piedra angular de dicho patrón de poder, y opera en cada uno de los planos, ámbitos y dimensiones, materiales y subjetivas, de la existencia cotidiana y a escala social. Se origina y mundializa a partir de América […] Con América [Latina] el capitalismo se hace mundial, eurocentrado y la colonialidad y la modernidad se instalan, hasta hoy, como los ejes constitutivos de este específico patrón de poder.

    ANÍBAL QUIJANO²

    La comprensión de América como la primera identidad moderna tiene implicaciones inagotables para el pensamiento social. Junto a la consabida transformación geográfica de los mundos conocidos, estamos ante una metamorfosis del tiempo, donde lo que está por venir, la posibilidad de construcción humana de sus propios mundos, emergerá como la instancia legitimadora de las acciones humanas. Ello sería el rasgo definitorio de lo que siglos más tarde sería denominado modernidad y que entraña, al menos en tanto horizonte, un mundo libre de violencias arbitrarias, más allá de las formas seculares de dominación y explotación. Las formas de vida social en las Américas, que no estaban ajenas a relaciones de poder diversas, traían no obstante, en numerosos casos, andinos y amazónicos en particular, una articulación de prácticas no coercitivas, donde frecuentemente el trabajo colectivo era expresión de gozo, así como amplios sectores poblacionales participaban de la toma de decisión sobre toda cuestión relevante para lo colectivo. Sociabilidades tan distintas a las entonces existentes en los territorios de los colonizadores tuvieron una importancia decisiva en la construcción del imaginario moderno.

    Sin embargo, más allá de la admiración genuina por las formas de vida indígenas entre no pocos colonizadores, en las Américas y en las metrópolis primó la oportunidad de imponer sobre los pueblos colonizados regímenes de trabajo cuya intensidad supuso un genocidio inconcebible de producirse en el mismo periodo en la península ibérica. Negarles la humanidad a los pueblos del territorio americano fue condición indispensable para legitimar el grado de violencia sobre ellos perpetrado. Su pronta clasificación mediante la categoría supraétnica³ de indios apuntaba al mismo tiempo a su distinción radical frente a los conquistadores, así como a la indistinción entre pueblos que habitaban un territorio de 42 549 000 km² y albergaban formas de vida inconmensurables entre sí.

    Indio fue, así, la primera categoría racial, ya en el siglo XVI se documentó que algunas de las propias poblaciones locales habían asumido el término impuesto para su propia autodenominación. Los debates de Valladolid y el logro de la Iglesia en atribuir a los pueblos indígenas un alma, es decir, una humanidad pagana sobre la cual pudiera tener injerencia, permitió a los pueblos originarios de América garantizar determinados límites a las condiciones de sobreexplotación en la cual se encontraban. Ello confluía con los intereses coloniales de evitar el genocidio de todos los pueblos nativos de las Américas y la consecuente pérdida de los conocimientos y el trabajo necesarios para generar valor dentro de la creciente red de mercados.

    En relación con ello, se tomaría la decisión de masificar el tráfico de gente que provenía desde África, prontamente categorizados como negros, categoría presente al norte del Mediterráneo desde siglos antes de la colonización de América, pero cuyo uso para referirse a la población africana se generalizaría desde entonces.

    Negro e indio fueron las primeras categorías raciales. Los conquistadores, en su mayoría originarios de pueblos recientemente unificados por la corona de Castilla, pasarían a comprender sus propios términos de autodesignación: castellanos, portugueses, posteriormente europeos, cada vez más como elemento de distinción racial, siendo que la categoría blanco solamente emergería en el siglo XVIII en Estados Unidos. Raza es así una categoría de las relaciones de poder, desancorada de bases corporales o espirituales.

    Sin embargo, el término raza no se encontraba entonces presente y es sumamente complejo seguir los hilos de las prácticas sociales y terminologías a ellas asociadas, alrededor de los ámbitos de la corporalidad, de lo espiritual —alma, racionalidad, cultura, civilización— y sobre todo de los conflictos concretos y las formas de gobierno de población.⁵ Pero la distinción entre pueblos conquistadores y conquistados quedó anclada desde el siglo XVI y se extendió a sus respectivas y sucesivas descendencias dentro de límites maleables pero estrechos. Seguramente existieron —y existen— excepciones notables, así como la también temprana emergencia de la categoría mestizo supuso un contingente permanente de individuos que ocuparon espacios intersticiales, móviles, pero que no pudo más que excepcionalmente romper con los límites que en cada periodo histórico distinguía colonizadores.

    De esta forma, lo más específico y determinante en las relaciones sociales establecidas en la colonia fue la notablemente estable distinción entre conquistadores y conquistados, así como entre sus respectivas descendencias. Aníbal Quijano propuso el término colonialidad, sin duda también para designar esta centralidad absoluta de la clasificación racial en las relaciones de poder que se configuraron durante el periodo colonial, pero sobre todo para dar cuenta de que esta clasificación social tendría una amplitud que extravasaba en mucho su contexto histórico y geográfico.

    Así, que la colonialidad emergiera en el territorio de América, de América Latina especialmente, no indica un fenómeno continental, menos interno a las fronteras de los posteriores Estados-nación. Fue siempre un fenómeno intercontinental y pronto global, como lo era el campo de relaciones que permitió la emergencia de la raza. Ello no sólo porque la segunda colonización, intensificada a partir del siglo XIX sobre África y Asia, estuviera en franca continuidad con la colonización de las Américas, sobre todo en su justificación mediante el término de raza, sino porque los propios países colonizadores no eran pasibles de ser comprendidos en sí mismos sin la sobreexplotación deshumanizante de pueblos racializados y sus territorios y sin el proceso de usurpación de conocimientos alrededor del globo. Jack Goody tituló, indelicada pero certeramente, El robo de la historia a su libro sobre como Europa se apropió de modos de existencia que había compartido con muchas regiones de Asia y África, pero, con la colonización de América, las dimensiones del asalto fueron mucho mayores en el nivel geográfico y temporal.

    Es asimismo crucial el hecho de la distinción de razas emerger, desde un principio, abarcando la totalidad de las dimensiones humanas. En el ámbito económico, la esclavitud fue impuesta a la gente negra, mientras los indígenas fueron explotados bajo servidumbre, a la par que los europeos, luego blancos, asumieron una diversidad de labores independientes o asalariadas. En todos los casos, el producto de su trabajo fue tendencialmente direccionado hacia un mercado cuya expansión lograría dar la vuelta al globo, replicando las prácticas de conquista, colonización y de clasificación racializadora de la gente derrotada.

    En los ámbitos simbólicos o intersubjetivos —correspondientes a toda riqueza existencial y cultural humana, incluidas las que permiten una relación entre lo humano y lo no humano, orgánico o espiritual—, los colonizadores en primer lugar expropiaron los saberes de los pueblos en todo lo necesario para afianzar la colonización, denostando aquellos conocimientos que fueron incapaces de asimilar. Por ello, considerará Quijano que el eurocentrismo nunca fue un etnocentrismo, en el sentido de una creencia de determinado pueblo, en el caso de Europa, sobre los demás.

    La gran suerte de Europa es haber sido un cruce de caminos, deslindó Aimé Cesaire: el eurocentrismo es antes de todo la usurpación de memorias, conocimientos y formas de relaciones sociales que se recombinarán dentro de una narrativa evolucionista que ubica la capacidad de gestar historia como únicamente occidental, cuyos inicios en Grecia tuvieron vigor para resistir a la barbaridad reinante y consolidarse de forma ya definitiva y progresivamente superior con la modernidad.

    De esta forma, los pueblos del mundo no-europeo, racializados como no-blancos, quedaban rezagados, cabiéndoles pagar con la cesión de sus territorios y la fuerza de su trabajo el aprendizaje que les es otorgado por los blancos, el cual jamás podrán incorporar plenamente: nunca dejarás de ser india, en la pluma de Emma Chirix, llega usted demasiado tarde, tardísimo. Entre ustedes y nosotros habrá siempre un mundo −blanco−… Imposibilidad para el otro de liquidar de una vez para siempre el pasado en la pluma de Frantz Fanon. Así, en el mundo pautado por el futuro, el pasado es eternamente no-blanco.

    De esta manera, en Aníbal Quijano, el término colonialidad hará sentido sobre todo en la expresión colonialidad del poder, al referirse a la totalidad de las relaciones de conflicto/dominación/explotación entre la gente, alcanzando todas las dimensiones de la existencia social, dentro de un proceso de concentración de poder que impuso la convivencia en un único mundo de todos los mundos.

    El término colonialidad aparece por primera vez en Colonialidad y Modernidad/Racionalidad, en un número especial de Perú Indígena por los 500 años de la intrusión colonial. La expresión colonialidad del poder será presentada también en 1992, en ‘Raza’, ‘etnia’ y ‘nación’ en Mariátegui: cuestiones abiertas, donde Quijano realiza una de sus recurrentes visitas a la obra del Amauta. Pero el camino para llegar a esta propuesta teórica fue relativamente largo. En su infancia y juventud en Yanama, en los Andes Centrales, se vio profundamente marcado por la convicción de campesinos y maestros de que sus luchas no solamente hacían frente a hacendados abusivos, sino que apuntaban hacia la construcción de una nueva nación que trasbordaría a la fauna dominante. Esta percepción de la articulación entre lo rural y lo urbano, junto a su sensibilidad hacia el arte, marcarían una disposición intelectual que buscó desde un inicio el desvelar de un mundo que estaba totalizado por un patrón de poder, pero que era compuesto por una heterogeneidad histórico-social cuya riqueza debería ser igualmente comprendida. Así, desde sus primeros escritos en los años sesenta, la apuesta intelectual se encontraba en la articulación entre lo global y lo particular, por lo cual sus escritos no cedían fácilmente a cierto reduccionismo económico-político común en la sociología que le era contemporánea.

    En los setenta, cuando su participación en las actividades políticas fue especialmente intensa, Quijano abogó por un socialismo radicalmente democrático. Se articuló a diferentes frentes socialistas que no se plegaban a la URSS o a tendencias centralistas del marxismo y defendió en Lima a la Comunidad Autogestionaria de Villa El Salvador en su intento por no dejarse constreñir por partidos políticos de izquierda. Con todo, sus escritos defendían una predominancia de los trabajadores urbanos dentro de las organizaciones sociales, algo que ya no podría sustentar a mediados de los ochenta. En ese entonces, la derrota de los movimientos obreros en Perú y en el mundo, fue un golpe muy sentido, pero que a la larga, como puntualizó Rita Segato, permitió el abandono de lealtades hacia corpus teóricos y proyectos políticos eminentemente

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