El trabajo sexual masculino en internet en Mérida, Yucatán
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El trabajo sexual masculino en internet en Mérida, Yucatán - Ligia Vera Gamboa
Introducción
En los últimos años, diversas investigaciones han demostrado que las estructuras económicas dan forma a las sexualidades humanas (Wilson, 2010; Bernstein, 2007; Stout, 2014). Tales estudios han demostrado que las intimidades, más que ser naturales, como comúnmente se piensa, son construcciones sociales moldeadas por estructuras económicas; en otras palabras, la intimidad sexual no es una práctica completamente privada, sino que pertenece al ámbito público. Uno de los paradigmas para comprender la sexualidad en un determinado momento es el trabajo sexual,¹ pues a través de su análisis (Bernstein, 2007) podemos comprender cómo los sistemas económicos la moldean.² Las políticas neoliberales en el norte global han ocasionado tres cambios que se pueden observar actualmente en el trabajo sexual: a) espacial, la primacía del trabajo sexual en espacios cerrados; b) afectiva, el surgimiento de la autenticidad delimitada, en la que puede haber sentimientos auténticos sin necesariamente establecer una relación romántica con alguien; y c) el cambio privatizador que implicó la preponderancia de la comunicación uno a uno mediada por la tecnología, desapareciendo los proxenetas (Bernstein, 2007).
Los estudios en México sobre el trabajo sexual masculino históricamente se han realizado dentro del contexto de las anteriormente llamadas «enfermedades venéreas», hoy infecciones de transmisión sexual. Desde el porfiriato se alertó del peligro representado por los trabajadores sexuales masculinos, al considerarse que podían transmitir sífilis y gonorrea (Estrada Urroz, 2008). Desde finales del siglo XIX, el término «enfermedad venérea» se ha usado para simbolizar a una sociedad caracterizada por una sexualidad corrompida, en contraste con el sufrimiento personal. Así, aquel término llegó a ser construido socialmente como una desgracia de grupos sociales que deliberadamente transgredieron una moral percibida, ya sea la cristiana tradicional o la nueva moral «progresista»³ del secular y racionalista siglo XIX; así mismo, tradicionalmente ha negociado de manera simbólica los numerosos miedos a la raza, la clase y el género, en particular a la sexualidad y la familia, convirtiéndose en un vehículo para la retórica de reforma y de educación moral sancionada por la costumbre. Durante el periodo victoriano inglés, esta moral fue representada por la elevación de la familia burguesa como un alto ideal cultural que encarnaba las virtudes de la raza y la nación. Las preocupaciones de profilaxis social tenían un sentido moral agudizado, por lo que los individuos se responsabilizaban de protegerse a sí mismos y a sus familias de las enfermedades venéreas (Horton y Aggleton, 1989: 75-76).
En ese aspecto, coincidimos con el argumento de que tanto los microorganismos como las enfermedades que aquellos causan son socialmente encarnadas. Para las personas que son afectadas por aquellos esto tiene especial relevancia, y presenta consecuencias en las maneras en que los infectados pueden expresar metafóricamente temor al contagio moral, social y, por supuesto, microbiano. Las relaciones sociales entre los infectados y aquellos que no lo estaban, especialmente cuando el contacto sexual está implicado en la transmisión, se tiñen de un sentido moral más allá de que este pudiera derivarse puramente de consideraciones científicas. Distinciones entre víctimas inocentes y culpables, entre aquellos cuyas acciones hacen razonable que sean infectados y aquellos que han adquirido la infección «sin culpa propia» operan alrededor de muchas infecciones de este tipo (Horton y Aggleton, 1989: 77).
El siglo XIX fue la edad dorada de la taxonomía de gabinete, en la que Darwin aportó la metáfora que permitió la exploración y definición de todas las especies y subespecies concebibles. El discurso cuasi médico de la sexología nació, colonizando y clasificando a las exóticas áreas sexuales del comportamiento humano como perversiones y desviaciones. Así, la sexología colocó a la homosexualidad como un trastorno con una etiología específica imaginada (aunque nunca descubierta); con lo que el imaginario social ha asociado al VIH, desde su aparición, con las supuestas prácticas promiscuas de los individuos con identidades sexo-genéricas diversas, ya que, en Occidente, son la mayoría de los portadores de VIH o sida, y han sido el foco de atención de trabajos profesionales y comunes sobre aquel virus (Horton y Aggleton, 1989: 78-79).
Sin embargo, no necesariamente tener una identidad sexo-genérica implica un mayor riesgo de contraer VIH, sino que son las prácticas las que colocan a un individuo en riesgo, por lo que tendría más sentido categorizar a los individuos según su comportamiento (prácticas) homosexual o bisexual, y no su identidad sexual (Horton y Aggleton, 1989: 78-82). Con el surgimiento de la epidemia del VIH se ha visto a menudo a los trabajadores sexuales, que en algunos casos no necesariamente se autoidentifican como gais o bisexuales, como vectores de enfermedades; este prejuicio tiene su origen en las nociones de lo anormal y lo perverso, que interactúan con el carácter venéreo del sida (Horton y Aggleton, 1989: 81-82).
¹ Esta investigación evitará el término «prostitución», ya que tiene un significado peyorativo, por lo que se prefiere usar el término «trabajo sexual».
² Todos los textos citados en este trabajo, cuya lengua original es el inglés, han sido traducidos por los autores.
³ Comilla de los autores del texto citado.
El VIH en los contextos global y local: economía y trabajo sexual masculino
En los años veinte del siglo XX, el VIH comenzó a expandirse en África, en un contexto capitalista y colonial, propagándose, sobre todo, a través de relaciones heterosexuales (Faria et al., 2014). El virus se expandió del Congo a Haití en los años sesenta debido a que, con apoyo de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), profesionales del país caribeño prestaron sus servicios para la descolonización e independencia del país africano. Cuando algunos de estos trabajadores regresaron a su nación, ya habían adquirido el virus, y, por tanto, propagaron el patógeno a la isla caribeña (Faria et al., 2014: 60). Similarmente, en Estados Unidos, la aceptación popular de que el VIH llegó desde Haití fue rápida y completa; la noción de que por ser meramente haitiano lo ponía a uno en un riesgo alto de adquirir el virus fue igualmente generalizada (Farmer, 2006: 35). La imagen norteamericana de los haitianos como «portadores de sida», a menudo, invocaba referencia a su pobreza, su raza y a su «calidad de extranjeros»; pero su asociación con enfermedad infecciosa no era nueva, los españoles conocían la sífilis como la enfermedad de —la isla— La Española (Sabatier, 1988: 42, en Farmer 2006: 237) y durante todo el siglo XIX las valoraciones europeas y norteamericanas describían a Haití como un lugar lleno de salvajes caníbales, sucios y enfermos (Lawless en Farmer 2006: 237).
El doctor Pape y colegas, en contraste, habían presentado evidencia de que turistas norteamericanos habían introducido el VIH a Haití; así mismo, investigadores de este país y Estados Unidos, habían presentado evidencia de que no había conexiones entre haitianos con sida y África en revistas revisadas por pares. Algunos de los primeros haitianos que enfermaron de sida, no obstante, narraron sus historias de contacto sexual con turistas norteamericanos que introdujeron el VIH a Haití (Farmer, 2006: 240- 241). Así, la epidemia del sida se debe en gran parte a la lamentable posición de Haití en una red de relaciones que son tanto económicas como sexuales (Farmer, 2006: 242) subyacentes a sus relaciones de subordinación colonial.
Desde el inicio de la infección por VIH, al menos en el imaginario social, homosexualidad y raza se han vinculado con este virus, estigmatizando a las poblaciones masculinas de color que han practicado relaciones homosexuales. Muestra de ello es que cuando la epidemia fue detectada en los Estados Unidos a principios de los años ochenta, los primeros en ser señalados como responsables de la transmisión y propagación del virus fueron, sobre todo, los haitianos homosexuales, es decir, poblaciones de origen africano; no obstante, el primer caso documentado de VIH, en los Estados Unidos, se identificó en un adolescente afroamericano proveniente de un gueto de San Luis, Misuri: Robert Rayford. Este último nunca viajó fuera del Medio Oeste americano, en pocas palabras, no visitó las grandes ciudades como Nueva York, Los Ángeles o San Francisco, que fueron las urbes en donde por primera vez se registró la presencia del virus, y nunca recibió una transfusión sanguínea (Garry et al., 1988). Se había especulado que Rayford bien pudo haber sido un trabajador sexual masculino (Bruś-Chojnicka et al., 2014), pero probablemente la cepa del VIH de San Luis no se reconoció en los sesenta, ya que tomó quince años desarrollar y diseñar herramientas tecnológicas necesarias para su detección —métodos de cultivo de linfocitos T y análisis químicos altamente sensitivos basados en transcriptasa inversa— hasta que aquellas ya fueron aptas para usarse a inicios de los ochenta (Gallo y Montagnier, 2003).
Epidemiológicamente, la infección se expandió en el continente americano de dos maneras: a) la venta y exportación ilegal de plasma desde los países pobres hacia los países ricos; y b) el trabajo sexual masculino en Haití, donde los gais occidentales, sobre todo, estadounidenses, viajaban en los años setenta y ochenta para tener sexo con hombres haitianos que consideraban hipersexuales (Pipén, 2011). De modo que la expansión del virus debe entenderse con el apoyo de las ciencias sociales —además de la medicina—, puesto que, dentro de un contexto económico neoliberal, las relaciones de raza y género han contribuido si no completamente a la propagación del virus, sí a su estigmatización y focalización como un patógeno de homosexuales.
En tal sentido, es muy importante estudiar cómo la dispersión del VIH ha sido facilitada por (a) relaciones económicas entre países ricos y pobres; (b) relaciones desiguales entre grupos étnico-raciales; (c) sistemas de género en los que las relaciones desiguales entre lo masculino y lo femenino se extrapolan a las relaciones homosexuales; (d) el estigma y la discriminación, proveniente, además, fundamentalmente del sector salud, y el secuestro de la epidemia por parte de la ciencia médica; (e) la creación de sus famosos grupos de riesgo, que representa inadecuadamente la naturaleza del sida y sus modos de transmisión, resultando en la suposición de que todos los hombres gais y bisexuales tienen el mismo riesgo de [adquirir el virus y] desarrollar la enfermedad e implícitamente que los heterosexuales no tienen ningún riesgo (o uno muy reducido) (Horton y Aggleton, 1989: 81); y (f) la ausencia de una política pública estratégica en la materia, pues el sector salud y la ciencia médica han comprendido sesgada y estigmatizadoramente los mecanismos de transmisión.
Por su parte, en México en el verano de 1983, los dos primeros casos de VIH fueron identificados en Yucatán (Góngora-Biachi et al., 2005); de septiembre de 1985 a octubre de 1986, se estudiaron 61 hombres con preferencias homosexuales, residentes de Mérida. Su edad promedio fue de 27 años. En quince sujetos (24.6 %) se encontraron anticuerpos contra el Virus de la Inmunodeficiencia Humana (AC-VIH) y hubo relación directa entre la seropositividad y el nivel socioeconómico medio y alto (p< 0.003), y el hecho de tener prácticas sexuales con extranjeros (p= 0.026). De 1983 a 1987, la epidemia se confinó a hombres de preferencia homosexual de nivel socioeconómico alto, condición que favorecía la realización de viajes al extranjero o convivencia sexual en Mérida con extranjeros de niveles socioeconómicos similares (Vera-Gamboa y Góngora-Biachi, 2010: 252-253). No obstante, los datos cualitativos que pudieran dar más detalles de cómo estos primeros pacientes llegaron a tener sexo con extranjeros son insuficientes; igualmente se realizaron estudios para conocer la prevalencia de VIH entre trabajadoras sexuales yucatecas, dando como resultado una baja seroprevalencia (Góngora-Biachi et al., 2005: 31-32). Estos datos muestran que en Yucatán la transmisión del VIH, en un principio, se concentró en poblaciones con prácticas homosexuales.
OBJETIVO GENERAL:
— Evaluar cómo una estructura social caracterizada por relaciones sociales desiguales, en un contexto de políticas económicas neoliberales, posibilitan la transmisión del VIH en poblaciones en situación de vulnerabilidad como son los trabajadores sexuales.
OBJETIVOS PARTICULARES:
— Analizar si el hecho de que los trabajadores sexuales trabajen sobre todo aisladamente ha ocasionado que los trabajadores sexuales participantes estén más expuestos a transmisión del VIH, considerando que no existe comunicación ni ayuda mutua entre ellos.
— Identificar si los cambios afectivos en prácticas sexuales, es decir, la preferencia por el sexo a pelo en este grupo ha influido en la transmisión del VIH.
— Realizar un ejercicio comparativo sobre las prácticas y percepciones sexuales entre los trabajadores yucatecos y no yucatecos en busca de similitudes y diferencias.
— Identificar las prácticas íntimas y corporales que los trabajadores sexuales y sus clientes utilizan para prevenir la transmisión del VIH.
Enfoques teórico-metodológicos y método
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